Excalibur (2 page)

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Authors: Bernard Cornwell

BOOK: Excalibur
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Ni por asomo. Hacía tiempo que no tenía tan buen aspecto y, en cuanto al oído, estoy seguro de que lo conservaba tan agudo como la vista, la cual era penetrante como la del águila, a pesar de sus ochenta años o más. Lejos de consumirse, Merlín parecía imbuido de una energía renovada, procedente de los tesoros de Britania. Esos trece tesoros eran antiguos, tan antiguos como la propia isla, y se los había dado por perdidos durante siglos, pero Merlín los había encontrado finalmente. Los tesoros tenían el poder de hacer acudir a los dioses antiguos a Britania, poder que jamás se había puesto a prueba; pero en ese momento, el año del caos en Dumnonia, Merlín volvería a utilizarlos para realizar un gran prodigio.

El día en que llevé a Ginebra a Ynys Wydryn busqué a Merlín. Llovía torrencialmente y subí al Tor con la esperanza de encontrarlo en la cumbre, pero sólo hallé la cima triste y vacía. En otro tiempo, Merlín poseía una gran fortaleza en el Tor con una torre de los sueños, pero la fortaleza había sido pasto de las llamas. Me quedé entre las ruinas embargado por la desolación. Arturo, mi amigo, estaba herido; Ceinwyn, mi mujer, hallábase lejos, en Powys, con Morwenna y Serena, nuestras dos hijas, y Dian, la menor de todas, había partido al otro mundo, atravesada por la espada de un secuaz de Lancelot. Mis amigos habían perecido o no se encontraban cerca. Los sajones se preparaban para atacarnos al año siguiente, mi casa había quedado reducida a cenizas y mi vida se presentaba sombría. Tal vez Ginebra me hubiera contagiado la tristeza, porque aquella mañana, en la colina de Ynys Wydryn batida por la lluvia, sintiéndome más solo que en toda mi vida, me arrodillé en las lodosas cenizas de la fortaleza y recé a Bel. Le pedí que nos salvara y, como un niño, que me enviara una señal, que me confirmara que aún importábamos algo a los dioses.

La señal llegó una semana después. Arturo se hallaba en la frontera del este hostigando a los sajones, pero yo me quedé en Caer Cadarn aguardando la vuelta a casa de Ceinwyn y mis hijas. Esa semana, en algún momento, Merlín y su compañera Nimue fueron al gran palacio de la vecina Lindinis, que estaba vacío. Yo había vivido allí en otro tiempo, como guardián de nuestro rey Mordred, pero cuando Mordred cumplió la mayoría de edad, el palacio pasó a manos del obispo Sansum y fue convertido en monasterio. No obstante, los monjes de Sansum acababan de ser desalojados, expulsados de las grandes fortalezas romanas por lanceros vengativos, y por tal motivo el palacio se hallaba vacío.

Supimos por la gente del pueblo que el druida se hallaba en el palacio. Hablaban de apariciones y señales prodigiosas y decían que los dioses se paseaban por los patios durante la noche, de modo que me acerqué al palacio a caballo, aunque no encontré rastro de Merlín. Alrededor de las verjas del palacio acampaban doscientas o trescientas personas, que me contaron, presas de excitación, las apariciones nocturnas que habían presenciado y, al oírlos, se me encogió el corazón. Dumnonia acababa de pasar por el cataclismo de una rebelión cristiana encendida precisamente por supersticiones demenciales de idéntico signo... al parecer, los paganos se disponían a igualarse en locura a los cristianos. Abrí las puertas del palacio, crucé el gran atrio y paseé por las dependencias vacías de Lindinis. Llamé a Merlín a voces pero no obtuve respuesta. En una de las cocinas encontré el hogar caliente y en otra estancia señales de que habían barrido hacía poco, pero allí no vivían sino ratas y ratones.

Sin embargo, aquel día no dejó de llegar gente a Lindinis. Procedían de todos los rincones de Dumnonia y en sus rostros se pintaba una esperanza patética. Eran tullidos y enfermos, y aguardaron pacientemente hasta el anochecer, cuando la verja se abrió de par en par y entraron cojeando, arrastrándose o llevados por otros hasta el atrio. Habría jurado que no había nadie en el interior del gran edificio, pero alguien había abierto la verja y encendido grandes antorchas que iluminaban las arcadas del atrio.

Me uní a la turba que se apretujaba en el recinto. Me acompañaba Issa, mi asistente, y los dos nos quedamos junto a las puertas envueltos en nuestros largos mantos oscuros. Me parecieron campesinos; vestían humildemente, tenían el rostro sombrío y apesadumbrado de los que deben esforzarse por malvivir de la tierra, y sin embargo, en su expresión brillaba la esperanza a la luz incierta de las antorchas. A Arturo no le habría gustado nada porque era reacio a alimentar la esperanza en lo sobrenatural de los que sufrían, pero ¡cuánto la necesitaba aquella gente! Las mujeres levantaban en alto a sus hijos enfermos o empujaban hacia adelante a niños tullidos, y todos escuchaban con atención los relatos de las milagrosas apariciones de Merlín. Era la tercera noche que se producían tales prodigios y habían acudido tantos deseosos de presenciar los milagros que no cabían en el atrio. Algunos se subían a las paredes que tenía a mi espalda y otros se apelotonaban a la entrada, pero nadie invadía las arcadas que recorrían tres muros del recinto, pues ese espacio estaba guardado por cuatro lanceros que mantenían a la multitud a raya con sus largas picas. Tratábase de cuatro guerreros Escudos Negros, lanceros irlandeses de Demetia, el reino de Oengus mac Airem, y me intrigó el hecho de que se encontraran tan lejos de su tierra.

La última luz del día se apagó y los murciélagos empezaron a pasar volando por encima de las antorchas, mientras la multitud se sentaba en las losas del suelo mirando con expectación la puerta principal del palacio, situada frente a la verja del atrio. De vez en cuando, una mujer gemía en voz alta. Lloraban los niños y sus madres los tranquilizaban. Los cuatro lanceros se acuclillaron en las esquinas de la arcada.

Esperamos. Me pareció que ya llevábamos horas esperando, tenía los pensamientos puestos en Ceinwyn y Dian, mi hijita muerta, cuando de pronto se produjo un gran estrépito de hierro en el interior del palacio, como si hubieran golpeado una olla con una lanza. La multitud contuvo el aliento y algunas mujeres se levantaron y empezaron a balancearse a la luz de las antorchas. Levantaban las manos y llamaban a los dioses, pero no hubo apariciones y las grandes puertas del palacio permanecieron cerradas. Toqué hierro en el pomo de Hywelbane y me tranquilicé. El ambiente de histeria entre la muchedumbre me inquietaba, pero no tanto como la circunstancia misma, pues nunca había visto que Merlín necesitara público para obrar magia. Muy al contrario, despreciaba a los druidas que se exhibían ante la gente. «Cualquier engañabobos impresiona a los imbéciles», solía decir, mas aquella noche habríase dicho que era él quien deseaba impresionar a los imbéciles. Tenía a la muchedumbre pendiente de un hilo, unos gemían, otros se mecían y, cuando el estruendo metálico volvió a resonar, se pusieron todos en pie y empezaron a invocar a Merlín a gritos.

Entonces, las puertas del palacio se abrieron y, poco a poco, se impuso el silencio.

Durante varios segundos, en el umbral no se veía sino un hueco negro, pero después, un guerrero joven completamente ataviado para la batalla salió de la oscuridad y se plantó en el peldaño superior de la arcada.

No tenía nada de mágico, excepto que era de una belleza extraordinaria. No se le podía describir de otra manera. En un mundo de cuerpos retorcidos, piernas amputadas, cuellos hinchados por el bocio, rostros llenos de cicatrices y ánimos exhaustos, el guerrero era una verdadera belleza. Era alto, de fino cabello dorado, y su rostro sereno sólo podía calificarse de amable e incluso bondadoso. Tenía los ojos de un azul asombroso, no llevaba yelmo y la melena, larga como la de una niña, le caía hasta más abajo de los hombros. Lucía coraza blanca y brillante, grebas blancas y vaina blanca. La armadura parecía de gran valor y me pregunté quién sería. Creía que conocía a casi todos los guerreros britanos, al menos a los que podían permitirse una armadura tan sobresaliente, pero a él no lo conocía. Sonrió a la multitud y después hizo un ademán con las manos para indicar a todos que se arrodillaran.

Issa y yo nos quedamos de pie, no sé si por arrogancia guerrera o porque queríamos ver por entre las cabezas de la gente.

El guerrero de largo cabello no habló, pero en cuanto todos se hubieron arrodillado, dio las gracias con una sonrisa y recorrió la arcada retirando las antorchas de los tederos y apagándolas en unos barriles de agua dispuestos a tal fin. Me di cuenta de que sus movimientos estaban cuidadosamente estudiados. El atrio fue sumiéndose en las sombras gradualmente hasta que sólo quedaron dos antorchas flanqueando la puerta del palacio. La luna era pequeña y la noche, espeluznantemente negra.

El guerrero blanco se situó entre las dos últimas antorchas.

—Hijos de Britania —dijo, con una voz que hacía honor a su belleza, una voz suave y cálida—, ¡rogad a vuestros dioses! Dentro de estas paredes se hallan los tesoros de Britania y pronto, muy pronto, se desatará su poder; pero ahora, para que seáis testigos de su poder, oiréis hablar a los dioses. —Con esas palabras, apagó las dos antorchas restantes y el atrio quedó completamente a oscuras de repente.

No sucedió nada. La multitud pronunciaba en murmullos el nombre de Bel, de Gofannon, de Grannos y de Don para que mostraran su poder. Se me pusieron los pelos de punta y agarré el pomo de Hywelbane. ¿Estarían rodeándonos los dioses? Levanté la mirada hacia un trozo de cielo donde brillaban las estrellas entre las nubes y me imaginé a los dioses flotando allá arriba; entonces, Issa tragó saliva ruidosamente y bajé la vista otra vez.

Y también tragué saliva.

Una niña, una muchacha que apenas rozaba el umbral de la juventud, apareció en la oscuridad. Tratábase de una criatura delicada, gentil en su candidez y adorable en su gentileza, e iba desnuda como recién nacida. Era delgada, con pechos altos y pequeños y largos muslos; en una mano llevaba un ramillete de azucenas y en la otra una espada de hoja estrecha.

No podía apartar mis ojos de ella. En la oscuridad de las frías sombras que siguieron a la desaparición de las llamas, la niña resplandecía. Resplandecía de verdad. Despedía una trémula luz blanca. No era brillante, no deslumbraba, sólo lucía como si le hubieran acicalado la nívea piel con polvo de estrellas. Era un destello de motas dispersas que se desprendía de su cuerpo, de sus brazos y piernas, pero no del rostro. Las azucenas brillaban y la luz refulgía en la hoja fina y larga de la espada.

La niña luminosa recorrió la arcada. Parecía indiferente a los brazos y piernas deformes y a los niños enfermos que la multitud del patio levantaba a su paso. No les prestaba atención mientras caminaba delicada y ligeramente bajo los arcos con el rostro en sombras vuelto hacia el suelo. Su paso era leve como las plumas. Parecía absorta, perdida en su sueño, y la gente gemía y la llamaba pero ella no miraba a nadie. Siguió pasando ante todos, despidiendo el extraño resplandor de su cuerpo, de sus brazos y piernas y de su pelo, que le caía cerca de la cara, con el rostro como una máscara negra en medio del mágico fulgor; pero, instintivamente quizás, intuí que debía de ser muy bella. Llegó cerca de donde estábamos Issa y yo y allí, de repente, levantó la sombra negra como el azabache que era su cara y miró en nuestra dirección. Percibí un olor que me recordó al mar, y entonces, con la misma rapidez con que había aparecido, desapareció por una puerta y la muchedumbre suspiró.

—¿Qué ha sido eso? —musitó Issa.

—No lo sé —respondí. Estaba asustado. No era una alucinación sino algo real, porque lo había visto, pero ¿qué era? ¿Una diosa? ¿Y por qué había percibido el olor del mar?—. Tal vez fuera un espíritu de Manawydan —le dije a Issa. Manawydan era el dios del mar, y sus ninfas, con toda seguridad, emanarían ese olor salobre.

Esperamos mucho tiempo hasta la segunda aparición, y cuando se produjo no fue ni mucho menos tan impresionante como la de la ninfa. Una forma se recortó en el tejado del palacio, un bulto negro que poco a poco creció y se transformó en un guerrero armado y cubierto con un manto, con un yelmo monstruoso empenachado con la cornamenta de un gran ciervo. Apenas se distinguía al hombre en la oscuridad, pero cuando salió la luna de detrás de una nube, vimos lo que era y la gente gimió al verlo en lo alto con los brazos extendidos y el rostro oculto por los grandes protectores de las mejillas del yelmo. Llevaba lanza y espada. Permaneció allí un segundo y luego se esfumó, aunque habría jurado que oí caer una teja al otro lado del tejado cuando la sombra desapareció.

Después, nada más marcharse el guerrero, la niña desnuda apareció de nuevo como si, sencillamente, se hubiera materializado en el peldaño más alto de la arcada, todo estaba a oscuras y, de pronto, allí estaba su cuerpo luminoso, de pie, inmóvil, erguido y resplandeciente. Su rostro seguía en sombras, parecía una máscara de oscuridad ribeteada de cabello luminoso. Estuvo unos segundos sin moverse y después ejecutó una danza lenta, estirando las puntas de los pies con delicadeza al dar los complicados pasos que se cruzaban y describían círculos sin moverse del mismo sitio. Bailaba mirando al suelo. Me pareció que la luminiscencia celestial de su piel era algo que le habían untado, porque en algunas partes brillaba más que en otras, pero seguro que no se debía a mano humana. Issa y yo nos habíamos arrodillado, pues la visión no podía ser sino una señal de los dioses. Era la luz en medio de las tinieblas, la belleza en medio de los desechos. La ninfa siguió bailando, la irradiación de su cuerpo se fue apagando poco a poco y luego, cuando no era más que un atisbo de gentileza resplandeciente en las sombras del arco, se detuvo, extendió los brazos, separó las piernas ampliamente encarándose a todos con osadía y desapareció. Un momento después sacaron dos antorchas encendidas del interior del palacio. La muchedumbre gritaba, llamaba a los dioses y pedía ver a Merlín, hasta que por fin compareció a la entrada del palacio. El guerrero blanco llevaba una de las antorchas y Nimue, con su único ojo sano, llevaba la otra.

Merlín avanzó hasta el escalón superior y allí se detuvo, alto y ataviado con una túnica blanca. Dejó que la turba siguiera gritando. La barba cana, que casi le llegaba a la cintura, estaba trenzada en mechones sujetos con cintas negras, igual que su cabello, blanco y largo también. Llevaba la vara negra de siempre y, al cabo de un rato, la levantó para imponer silencio.

—¿Habéis visto alguna aparición? —preguntó con ansiedad.

—¡Sí, sí! —respondió la multitud, y una expresión de sorpresa y agrado se pintó en la cara del viejo, listo y malicioso Merlín, como si no supiera lo que había ocurrido en el patio.

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