Eternidad (19 page)

Read Eternidad Online

Authors: Greg Bear

Tags: #ciencia ficción

BOOK: Eternidad
4.41Mb size Format: txt, pdf, ePub

Pero para conocer al jart, el mejor modo sería copiarlo en una implantación aislada dentro de sí mismo. No podía confiar en que ningún dispositivo resistiera las exploraciones del jart; interiormente, podía vigilar continuamente la mentalidad copiada, e incluso desplazarla desde una implantación que utilizara un sistema a otra que utilizara otro sistema. Tenía tres grandes implantaciones de memoria, una de ellas de sólo cinco décadas, las otras dos instaladas para los parciales del Ingeniero, todas de construcción talsit. Todas se podían modificar a voluntad, aislar, examinar desde fuera sin peligro de que aquello que residía en la memoria enviara datos no deseados.

El plan era inevitable.

Olmy simplemente había eludido lo obvio.

¿Cuánto estaba dispuesto a sacrificar por el Hexamon Terrestre? ¿Su mentalidad, su alma? Si el jart lograba corroer todas las barreras internas hasta atravesarlas, vencerlo en ingenio y habilidad, podía perder más que eso.

El jart se había dejado capturar.

Era un caballo de Troya.

De eso estaba seguro.

Y él estaba por introducir el caballo en su preciosa ciudadela, su mente.

Si fallaban sus defensas, el jart podría hacer lo que había planeado desde siempre. Podría convertirse en un espía, un saboteador con forma humana, dentro del Hexamon. Podría controlar sus recuerdos e incluso, en el peor de los casos, convencer a su personalidad esclavizada de que estaba actuando por voluntad propia.

Las implantaciones hormonales mantenían su química corporal en un equilibrio relativo, pero la afilada mordedura del miedo aún era evidente. Olmy nunca había estado tan inseguro del resultado de sus planes.

Regresó a la primera habitación, donde había muerto Beni, y abrió una pequeña caja de equipo. Conectó una válvula de datos al dispositivo de salida del panel. Cogiendo varios cables de la lisa superficie redonda de la válvula, los sujetó a la cinta curva que le ceñiría la base del cráneo.

La copia podía durar horas; aquel equipo era antiguo. La válvula no permitiría ningún flujo de información no regulada.

Estás a punto de transformarte en una bomba, se dijo. En un renegado sumamente peligroso.

La habitación estaba en silencio salvo por el ronroneo de la válvula. Pensó en el paisaje de la quinta cámara, seis kilómetros más arriba, y en la masa de Thistledown, aún más antigua que aquel equipo. Un peso de historia y responsabilidad que Olmy había sobrellevado casi toda su vida.

Si moría ahora, durante aquel burdo proceso o por una inesperada irregularidad de su cuerpo —improbable, pero no imposible—, habría cumplido con su deber para con el Hexamon más allá de todo lo exigible. No lamentaría dejar de existir. Y tal vez Korzenowski u otro pudiera guiar al Hexamon en esos tiempos peligrosos.

Volvió a examinar las conexiones. Todo encajaba correctamente. Aun así debía tomar algunas precauciones. Instaló un fuerte campo de tracción cerca de la puerta, tendiendo dos nodos a cada lado. Los nodos se alimentarían con el suministro energético oculto de la habitación. Si él tocaba un botón, o enviaba un silbido agudo, o pestañeaba en código rápido, el campo se activaría. Y no había manera de apagarlo o dañar los nodos, puesto que estarían dentro de su propio campo.

No podría escapar. Nada que estuviera dentro de él podría escapar. Ese lugar sería una tumba para ambos.

Si era necesario, Olmy permanecería en la habitación varías semanas, esperando para ver si el proceso tenía éxito. Había preparado otras trampas para sí mismo: en Alexandria, cerca de la estación del tren de la quinta cámara, en la tercera cámara. Si algo lograba escapar de ese santuario, sólo tendría que dirigirse a una de esas trampas, activar campos de tracción y aguardar la muerte, o aguardar a que lo descubrieran.

Nadie sabía nada sobre esas trampas. Nadie sabía nada sobre sus planes.

Y además estaban las trampas de su propia mente. Alambres mentales controlados por el mismo parcial interno que supervisaría la mentalidad del jart.

Si veía que perdía el control y no podía llegar a una trampa, le bastaría tropezar con esos alambres mentales para activar una pequeña carga explosiva en su pecho.

Tras verificar que todo estaba en orden, reconectó los cables y se sentó en el suelo, en la posición del loto, ante el panel. Sacó una redoma de fluido nutriente del equipo, la alzó en un brindis.

—Beni, Mar Kellen, investigadores anónimos. Que la Estrella, el Hado y el Pneuma sean benévolos con todos vosotros.

Apuró el líquido y dejó la redoma.

Luego alzó la mano y tocó la válvula.

La transferencia comenzó.

20
Gaia, Alexandreia, promontorio Lokhias

Esa noche Rhita cenó con la reina en la sala de Ptolemaios el Guardián. Se sentaron a una mesa de mármol, con un sirviente detrás de cada una de ellas, y vieron ponerse el sol sobre la antigua capital.

La cena consistía en esturión, lentejas y fruta, y Kleopatra explicó ese inusitado menú a medida que servían cada plato.

—Éste es un pez real, recién traído de Farsa, un pez invaluable, con sus propias huevas de guarnición. Las lentejas son un plato común, poco refinado y saludable, servido con pan sin levadura, de maíz seco del continente Meridional. La fruta es el don de Gaia para ricos y pobres, común a todos nosotros. Ojalá todos los plebeyos pudieran comer tan bien como sus gobernantes. —Mientras comían, no hablaron de la puerta ni de nada importante—. Hoy ya hemos tomado suficientes decisiones interesantes —señaló Kleopatra.

Después de la cena, un ceniciento y canoso chambelán acompañó a Rhita a una habitación sin ventanas en las profundidades de los antiguos y frescos pisos inferiores de los aposentos reales, en el ala norte del palacio.

—¿Confías en él? —preguntó el chambelán frente a la puerta, señalando a Lugotorix.

—Sí —dijo Rhita.

El chambelán lo miró de hito en hito.

—Si tú lo dices...

Alzó la mano y un criado se aproximó desde el extremo del vestíbulo. Unas palabras en aigypcio —idioma que Rhita no entendía— hicieron que el criado se fuera corriendo por el pasillo. Poco después, mientras los tres aguardaban en un silencio incómodo, un adusto y fornido anciano de brazos curtidos y con mandil de cuero trajo una ametralladora ioudaica y un chaleco antibalas.

—Éste es el armero de palacio —explicó el chambelán. Cogió el arma y se la entregó al kelta, que la aceptó sin ocultar su admiración. El chambelán ordenó al armero que le enseñara a usarla, y el armero le dio explicaciones en helénico y parisiani.

—Tú usas un chaleco blindado, y ella no —explicó el armero— porque siempre debes interponerte entre ella y un hasisin. ¿Comprendido?

El kelta asintió solemnemente.

A otro gesto del chambelán, se aproximaron dos fornidos aithiopes. El kelta alzó el arma nueva instintivamente, pero el chambelán tocó el cañón negro de la ametralladora con un dedo desdeñoso y sacudió la cabeza.

—Una ceremonia —explicó—. Te unirás a la Guardia de Palacio.

El kelta fue iniciado al instante mediante una breve ceremonia durante la cual compartió la sangre de los aithiopes. A juzgar por su expresión, estaba muy impresionado. Rhita no sentía tanto entusiasmo; estaba cansada, y se preguntaba por qué tenía que presenciar todo aquello.

Llevaron un catre al pasillo y lo pusieron cerca de la puerta de la cámara. El chambelán indicó al armero y a los aithiopes que se marcharan.

—¿Estarás cómodo aquí? —le preguntó Rhita, de píe en la puerta. El kelta palpó el catre con los dedos de una mano y se encogió de hombros.

—Es demasiado blando, ama, pero no me hará daño.

—¿Qué piensas de todo esto? —preguntó ella en voz más baja. El kelta reflexionó un momento, frunciendo las pobladas cejas rubias.

—¿Iré contigo o me quedaré aquí?

—Vendrás conmigo. Eso espero.

—Entonces está bien.

Obviamente estaba poco dispuesto a hacer más comentarios. Rhita cerró la puerta y se paseó por la habitación, tratando de no sentirse encerrada. Los caprichosos murales pintados encima del friso no contribuían a dar una sensación de amplitud. Representaban cazadores de cocodrilos e hipopótamos en el lago Mareotis, y sin duda eran muy antiguos, tal vez de dos mil años atrás. El sentido de la perspectiva era primitivo. Rhita sospechó que ella misma podía hacerlo mejor, y nunca había sido hábil para el dibujo.

Después de examinar los exquisitos muebles —ébano, marfil, plata y bronce bruñidos— se tendió en el colchón de plumas y miró el dosel de seda púrpura que colgaba del techo.

¿Qué demonios estoy haciendo?

Apretando los dientes de cansancio y angustia, Rhita recordó que aún no había mirado la pizarra para ver si contenía un nuevo mensaje. Sacó la pizarra de la caja y encendió la pantalla.

Querida nieta:

Si has conocido a la reina, sabes que es una mujer muy lista, enérgica y capaz de mantener su posición en una atribulada Oikoumene. Pero también es una mujer que morirá pronto. .. políticamente., tal vez, antes de que muera su cuerpo. La Oikoumene
no tardará en ser dirigida por aristócratas: hombres para quienes la política es una ciencia precisa y definida. Ya le guardan rencor por sus golpes de intuición y sus decisiones imprevisibles. Por eso es necesario encontrar las puertas y examinarlas antes de que ella muera o sea depuesta. Ella representa nuestra última oportunidad. Ningún político razonable permitiría semejante expedición. Por lo pronto, ningún hombre razonable creería en la existencia de las puertas. Kleopatra cree en ellas porque obtiene un estímulo que necesita mucho, una sensación de trascendencia en una vida concentrada en crisis cotidianas. Yo la defraudé una vez, pero creo que ella aún siente esa necesidad. No obstante, no seas arrogante con nuestra reina. Compórtate con tu innata cautela. Y cuídate de las tentaciones de palacio. Es un lugar peligroso. Kleopatra vive en él como un escorpión entre serpientes.

Rhita pensó en el chambelán, el armero, los guardias aithiopes y la ceremonia que había tenido que presenciar. En cierto modo, ahora le encontraba más sentido. Apagó la pizarra, agradeciendo a la sophé su previsión y su intuición. Pero aún le castañeteaban los dientes, y no le fue fácil conciliar el sueño.

La planificación de la expedición a Rhus Nórdica comenzó la mañana siguiente, en secreto. El ritmo de los dos días siguientes fue vertiginoso: la reina y sus asesores parecían ir contra reloj para realizar los preparativos, y no tardaron en poner al corriente a Rhita del motivo de tanta prisa y tanta discreción.

Décadas antes, Kleopatra controlaba la mayoría de los asuntos relacionados con la exploración y la investigación en la Oikoumené. Había asumido esta prerrogativa real en su juventud, antes incluso de que la influencia de la Boulé se hubiera disipado y Kleopatra hubiera acumulado más poder para la dinastía Ptolemaica, arrebatándoselo a las aristocracias alexandreiana y kanópica.

—Tu abuela me hizo pagar un alto precio cuando sus puertas se desplazaron y desaparecieron —dijo Kleopatra, torciendo los labios en una sonrisa amarga. Desechó el pasado con un gesto—. Pero los aristoi se han topado con muchos problemas últimamente. Revueltas de granjeros y kléroukhos, fracaso de la leva en la crisis de Kypros... Han permanecido ocultos los últimos meses, dejando que yo afrontara las consecuencias, y eso me da cierto espacio para respirar. Siempre que respire en secreto. Los secretos no duran mucho en Alexandreia. Debo organizar esta expedición, y prepararla en cinco o seis días, pues de lo contrario el asesor real de la Boulé me detendrá.

Kleopatra le presentó a un consejero de confianza, Oresias, un explorador y experto en la Rhus Nórdica que era muy leal a Kleopatra. Oresias era alto y flaco, de edad madura, fuerte, aquilino y canoso; siglos atrás habría sido un general de Alexandros. Con su ayuda, Rhita preparó rápidamente una lista de provisiones y personas necesarias para la expedición. Incluyó el nombre de Demetrios, y no sólo por capricho; aunque aún no le conocía, pensó que disfrutaría de la compañía de otro matemático.

Oresias consultó a otro consejero de confianza, Jamal Atta, un hombre de estatura baja y cabello negro, general retirado de las Fuerzas Terrestres de Seguridad de la Oikoumené. Jamal Atta era de ascendencia bereber, pero aparentaba ser un antiguo soldado persa. Juntos estudiaron las dificultades y peligros que entrañaba penetrar en territorio hostil.

Rhita pensaba en el largo viaje a Rhus Nórdica con cierta aprensión. Mientras Oresias desplegaba los planos sobre una mesa de naipes en la real sala de juegos, y marcaba las rutas más viables con su fuerte y curtido índice, Rhita se preguntó cuáles serían las verdaderas motivaciones de la reina. ¿Patrikia habría interpretado bien las intenciones de Kleopatra?

La expedición entrañaría un riesgo político. Tendrían que evitar que los detectaran las torres de alta frecuencia de Rhus Nórdica, situadas en las fronteras meridionales, desde Baktra hasta el Pontos Magyar. Las repúblicas independientes de los hunnoi y los uighurs, aliadas de los rhus, también se interponían en el camino, y ambas eran famosas por sus guerreros feroces y despiadados. Una intrusión podía justificar sus propias intrusiones, e incluso provocar pequeñas guerras fronterizas. Jamal Atta mencionó estas posibilidades de pasada, como simples comentarios sobre los planes de Oresias.

Los vehículos de la expedición serían naves-abeja ioudaicas: grandes vehículos de colchón de aire impulsados por turbinas syrias. Atta desplegó un puñado de imágenes de las naves-abeja con sus anchas hélices, montadas en la parte superior, y sus burbujas de proa, como ojos saltones.

—No sé si son fiables —dijo Atta con su voz profunda y rasposa, aún más ceñudo que de costumbre—. Podemos pedir dos a la policía secreta del palacio. Tienen un alcance de quinientos parasangs. Un parasang, una «longitud de cuerda», equivale a trescientos schoene de la Oikoumené. —Rhita aclaró que conocía las medidas militares y persas. Jamal Atta enarcó una ceja, frunció los labios y continuó—: Podemos conseguir bastantes armas... el mercado negro florece en el delta, si no podemos obtenerlas en la armería de palacio o las fábricas de Memphis. La pregunta para la cual necesito respuesta es por qué vamos. ¿Qué haremos si encontramos lo que buscamos?

Atta y Oresias conocían algunos detalles, pero no todos, acerca de esa cosa improbable que buscarían.

Other books

The Never War by D.J. MacHale
Ryan's Crossing by Carrie Daws
The Lost Sister by Megan Kelley Hall