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Authors: Greg Bear

Tags: #ciencia ficción

Eternidad (13 page)

BOOK: Eternidad
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Lugotorix miró inquisitivamente a Rhita.

—Acompáñala —dijo Rhita—. Estaré bien aquí. —No estaba tan segura. Ya sentía añoranza e incomodidad. El kelta se encogió de hombros y siguió a la guía. Rhita de pronto pensó en algo y la llamó—. ¿Puedo quedarme con el candado y la llave?

—Nada de candados —dijo Yallos.

—Necesito un cerrojo —insistió Rhita, irritada y preocupada por la seguridad de los Objetos.

—Ven a la reunión. Hablaremos de ello. Ah... si no eres hermana de Isis, ¿qué eres?

Rhita respondió con asombrosa rapidez.

—Pertenezco al santuario de Athené Lindia. Yallos pestañeó.

—¿Pagana? —preguntó.

—Rhodiana —le respondió Rhita—. Es mi derecho de nacimiento.

—Oh.

Rhita cerró la puerta y enfrentó su sórdida celda. Vaya recepción. Era evidente que la influencia de su abuela no llegaba tan lejos. ¿Era aquello obra de la reina? ¿Kleopatra estaba al menos enterada de su llegada?

Se sentó, tiritando en la penumbra. La única luz eléctrica arrojaba un fulgor amarillo sobre la cama. Ya era mediodía y la habitación apenas comenzaba a calentarse. ¿Cuántos riesgos debería enfrentar con los Objetos, por no mencionar su propia seguridad? ¿Cuántos riesgos debería correr antes de alcanzar su objetivo, siempre y cuando lo alcanzara?

Tratando de destrabar un postigo atascado se rompió una uña ya corta. Maldijo entre dientes, un ojo verde alumbrado por una franja de luz indirecta, fruto de su pequeño triunfo.

Rhita limpió el polvoriento escritorio, barrió el piso con una gastada escoba de mimbre y abrió el baúl para ordenar su ropa. Al atardecer, según le habían dicho los guías, se reuniría con el bibliophylax.

No esperaba la ocasión con ansiedad.

11
Tierra

El ruso —por el momento era el modo más conveniente de llamarlo— estaba con Lanier en el porche, aguardando el pestañeo de las luces de una lanzadera. El cielo nocturno era un borrón de polvo de aluminio sobre una sólida negrura, capa sobre capa de estrellas. El aire se había despejado desde la Muerte, y los mecanismos naturales de curación de la Tierra habían eliminado casi todos los rastros atmosféricos de la conflagración. Ahora había pocas fuentes de contaminación, a pesar de la buena marcha de la Recuperación. La tecnología del Hexamon no era contaminante. Las primeras luces que vieron no aparecieron en el cielo sino en el camino que iba hacia la cabaña bordeando el valle. Lanier frunció los labios y respondió a la mirada inquisitiva del ruso con un gesto de indiferencia.

—Mi esposa —dijo. Había esperado deshacerse del ruso antes de que ella llegara.

El maltrecho vehículo todo terreno, diseñado según modelos que habían utilizado los primeros investigadores de la Piedra, frenó en la calzada de grava a un lado de la cabaña y apagó de golpe el motor eléctrico. Karen se apeó bajo el resplandor de los faros, vio a Lanier y agitó el brazo. Él le devolvió el saludo, sintiéndose más viejo sólo con mirarla.

Mientras vivían juntos, la había visto envejecer un par de décadas, envejecer conmigo, y luego rejuvenecer gracias a la terapia, la misma terapia que él había rechazado. Ella tenía un aspecto juvenil, de cuarentona a lo sumo.

—He estado en la ciudad —dijo en chino mientras bajaba su bolsa del vehículo—. Estamos organizando una red social artificial, así que...

Vio al ruso y se detuvo en la escalinata, mordiéndose el labio. Miró la calzada, donde no había otros vehículos. Interrogó a Lanier con la mirada.

—Un visitante —dijo él—. Se llama Pavel.

—No nos conocemos —dijo el ruso, adelantándose y extendiendo la mano—. Soy Pavel Mirsky.

Karen sonrió cortésmente, pero algo le había llamado la atención.

—¿Cómo te sientes? —preguntó, mirando a su esposo, frunciendo el ceño mientras examinaba rápidamente al otro hombre.

—Estoy bien. Él se llama Pavel Mirsky —repitió Lanier con cierto dramatismo.

—Me suena el nombre. ¿No era el comandante ruso de la Piedra? Se fue con los distritos Vía abajo, ¿verdad? —Miró acusadora a Lanier.
¿Qué es esto?
Había visto imágenes de Mirsky en las cintas históricas. El juego se iniciaba. Karen lo reconoció—. Eres igual que él.

—Espero no molestar —dijo el ruso.

—¿Es un hijo, un sosia? —le preguntó ella a Lanier.

Él negó con la cabeza.

Ella se detuvo en el escalón superior, entrelazando las manos.

—¿Estás seguro de que todo va bien? Me estás tomando el pelo. —Subió un escalón, se detuvo de nuevo. Luego le preguntó a Lanier, en chino—: ¿Quién es este hombre?

—Es una buena imitación —respondió Lanier en chino—, si no es el original. Lo llevaré a conocer a Korzenowski.

Karen se paseó lentamente delante de ellos, examinando al ruso, mordiéndose el labio.

—¿De dónde vienes? El ruso los miró a ambos.

—Aún no he explicado eso. Será mejor esperar el momento oportuno.

—No puedes ser Mirsky —dijo Karen—. Si intentas engañar a mi esposo... Todo lo que sabemos tendría que ser mentira.

Sorprendentemente, Lanier no había considerado esa posibilidad. Él no había visto a Mirsky internándose en la Vía.

—No hay mentiras —dijo el ruso—. Me complace conoceros. Siempre pensé que tu esposo era un buen hombre, un líder auténtico, juicioso. Os felicito a ambos.

—¿Por qué? —preguntó Lanier.

—Por haberos encontrado el uno al otro —explicó el ruso.

—Gracias —replicó secamente Karen—. ¿Has ofrecido algún refresco a nuestro huésped, Garry?

Llevó la bolsa a la cabaña. Su suspicacia se había convertido en furia.

—Esperamos la lanzadera en cualquier momento. Hemos comido algo y tomado una cerveza.

El ruso sonrió cuando Lanier mencionó la cerveza. Era evidente que la había disfrutado.

Karen hizo ruidos en la cocina y continuó con su interrumpida conversación por la ventana que daba al porche.

—Reuniremos a veinte o treinta dirigentes aldeanos y estudiantes de ciencias políticas de Christchurch y los enviaremos a Axis Thoreau. Será una especie de conferencia, en Memoria de Ciudad, para entablar relaciones sociales que de otro modo tardarían años en establecerse. Luego todos actuarán como si fueran parientes, si todo sale bien. Piensa en todos los políticos teniendo lazos de parentesco entre sí y con sus votantes. Podría ser maravilloso.

Su tono había cambiado. Ahora optaba por ignorar el misterio.

Lanier sintió un repentino agotamiento. Sólo quería acostarse en el sofá frente a la chimenea y cerrar los ojos.

—Allá viene la lanzadera —dijo el ruso, señalando.

Una mancha blanca cruzó el lado opuesto del valle y descendió encima de los árboles. Karen regresó al porche, el rostro tenso, y miró a su esposo.

—¿Qué demonios haces? —murmuró—. ¿Adonde vas? Lanier sacudió la cabeza.

—A la Piedra. —Todo se volvía irreal. Nada parecía muy probable—. No sé cuándo regresaremos.

—No deberías ir solo. Yo no puedo acompañarte. Mañana tengo que estar en Christchurch. —Miró de soslayo a Lanier. Karen no era tonta, pero le costaba adaptarse a la situación. Su expresión indicaba que sabía lo raro que era aquello y cuan importante podía ser—. Tal vez puedas explicármelo cuando tú llegues a la Piedra.

—Lo intentaré —dijo Lanier.

—Lamento esta intromisión —murmuró el ruso.

—Cierra el pico —exclamó Karen—. No eres más que un maldito fantasma.

Lanier sonrió. Apoyó la mano en el hombro de Karen, para tranquilizarla y evitar que siguiera hablando. Los gestos son bastante espontáneos, pensó. ¿Por qué no el sentimiento?

Partieron, apoltronados en el blanco interior de la lanzadera, elevándose sobre la Tierra oscura. En el cielo, mirando el horizonte negro y escabroso donde las florecientes estrellas se cruzaban con las montañas, Lanier se sentía libre. Hacía años que no volaba y casi había olvidado la sensación. En cuanto la lanzadera apuntó su roma nariz hacia lo alto, y el paisaje se inclinó en la transparencia del casco, su euforia se convirtió en espanto.

El espacio.

Era grato volar en la pátina delgada de aire y evitar los problemas más grandes. Volar era como un sueño maravilloso, por encima de la dura realidad del despertar, pero por debajo de la negrura de la muerte...

El ruso miraba hacia delante, sin molestarse en contemplar el paisaje, como si lo hubiera visto con tanta frecuencia que ya no podía afectarlo. No parecía pensativo ni preocupado. No había modo de saber qué significaba todo aquello para él, ni cómo se sentía ante la perspectiva de hablar con Korzenowski o regresar a la Piedra.

Si era Mirsky, su retorno a Thistledown estaría cargado de emociones. La última vez que había entrado en la Piedra había sido en medio de una lluvia de proyectiles y rayos láser, como parte de la fuerza invasora rusa, poco antes de la Muerte, tal vez en un preludio de ella.

Lanier comprendió que si aquél era Mirsky, desde ese momento fatídico hasta que apareció en el valle no había vuelto a ver la Tierra.

El sereno vuelo no presentaba contratiempos, pero no reducía la sensación de irrealidad de Lanier.
Si es Mirsky, ¿dónde ha estado desde entonces, qué ha visto?

12
Gaia

El Mouseion había invadido la Neapolis y el Brukheion —el barrio helénico— desde tiempos antiguos, e incluso había penetrado en el distrito aigypcio con la escuela de medicina. El complejo de la facultad de medicina, el Erasistrateion, era contiguo a la más pequeña y menos prestigiosa Biblioteca de Estudios Domésticos de la Oikoumené, antaño el Serapeion. La universidad, el centro de investigaciones y la biblioteca —siete edificios esparcidos alrededor de la biblioteca original— ocupaban un cuadrado de cuatro estadios en medio de la ciudad. Desperdigados entre los viejos edificios de mármol, granito y piedra caliza estaban los nuevos centros de hierro y vidrio para el estudio de las ciencias y las matemáticas. En la cima de la empinada colina del ex Paneion, la universidad había instalado, cinco siglos antes, un enorme observatorio de piedra. Era más una reliquia que un centro activo de investigaciones astronómicas, pero su imponencia quitaba el aliento.

A Rhita le dolía el cuello de tanto mirar de aquí para allá. El carro avanzaba a ritmo irregular por los senderos de adoquines y pizarra, entre árboles frondosos y majestuosas palmeras. El Sol se hundía por el oeste, tiñendo de una luz anaranjada la ciudad con la misma luz que ella había visto desde el barco antes de entrar en el Gran Puerto. Cintas de humo oscuro salían de una alta chimenea de ladrillo adosada a un edificio de ciencias. Estudiantes con togas académicas blancas y amarillas —la mayoría varones— se cruzaron con ellos, mirando a Rhita con curiosidad. Ella los miró abiertamente, con calma, aunque no la sentía interiormente. No le gustaba aquel lugar, y eso le molestaba. Era el centro cultural y científico del mundo occidental, a fin de cuentas. Tenía mucho que aprender en Alexandreia, si las circunstancias le permitían estudiar.

El edificio intacto más antiguo del Mouseion, la biblioteca central original, ahora albergaba las oficinas administrativas y los aposentos académicos. Antaño había sido un lugar vistoso y encantador, pero ahora estaba un poco deslucido a pesar de su magnificencia. Consistía en tres pisos de mármol y ónix, decorados con relieves recubiertos de pan de oro y milenarios grotescos de la época de la Segunda Ocupación, durante el Tercer Levantamiento Farsa. Láminas de mármol más pálido se habían añadido menos de cincuenta años antes para reparar las paredes estropeadas. Hasta el momento los cohetes libyos que caían sobre el delta no habían dañado el Mouseion.

El sendero —bruñidas losas de granito y ónix que formaban una especie de tablero de ajedrez con plantas exóticas de Aithiopia y el Gran Mar Meridional en las esquinas— conducía por una arcada hacia el patio, cuyo centro ocupaba una fuente de piedra con un león parsa arsákida.

El carro se detuvo y ella se apeó. Se le acercó un hombre joven y menudo de cara alargada y morena, con túnica negra y perneras a lo teutónico —un estilo muy de moda en las calles de la ciudad—, mostrando los dientes en una ancha sonrisa.

—Es para mí un gran placer conocer a la nieta de la sophé Patrikia —dijo, inclinándose levemente y saludando con la mano sobre la cabeza—. Mi nombre es Seleukos, y soy de Nikaea, cerca de Hippo. Soy ayudante del bibliophylax. Bienvenida a la biblioteca.

—Gracias —dijo Rhita.

Él se inclinó de nuevo y le indicó que lo siguiera. Ella cerró los ojos un instante, verificando el estado de la clavícula —no la habían movido ni se le habían acercado—, y luego siguió al joven.

La oficina de la planta baja no era demasiado grande, teniendo en cuenta la posición jerárquica del bibliophylax. Tres secretarios trabajaban en un triángulo de escritorios en un rincón, a la luz de una ventana. Al lado había una imprenta que llegaba hasta el cielo raso, abarrotada de fajos de papel. Un gran graphomekhanos eléctrico zumbaba y rechinaba sobre un pesado soporte de madera junto a la imprenta. El bibliophylax trabajaba detrás de un biombo ioudaico de cedro tallado a mano, de cuatro bastidores, bajo la ventana mayor de la habitación, en el rincón opuesto. El joven la llevó detrás del biombo.

El bibliophylax irguió la cabeza rapada, la examinó fríamente y sonrió apenas. Se puso de pie y se pasó la mano por encima de la cabeza. Rhita respondió al saludo y él la invitó a sentarse.

—Confío en que tus aposentos sean de tu agrado —dijo. Rhita asintió, pues no deseaba crear problemas por pequeñeces—. Es un honor tenerte aquí. —Él cogió un expediente, un fajo de papeles apretados entre dos láminas de cartón, y extrajo un documento extenso. Ella reconoció la transcripción de sus estudios en la Akademeia y sus calificaciones—. Eres una estudiante destacada, sobre todo en el campo de la matemática y la física, por lo que veo. Y has escogido un programa similar aquí. Nuestros profesores tienen mucho que ofrecerte. A fin de cuentas, nuestra institución es mayor que la Akademeia, y nuestros profesores vienen de toda la Oikoumené, e incluso del exterior.

—Estoy impaciente por iniciar mis estudios.

—Una cosa me interesa. Hiciste una solicitud inusitada, aun antes de llegar —observó el bibliophylax—. Además de la designación del mekhanikos Zeus Ammón Demetrios, de por sí insólita, deseas una audiencia privada con Su Imperial Hypsélotés. ¿Puedes explicarme el propósito de dicha visita?

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