Bruno oyó que otros entraban y subió por una escalera situada junto a los estantes de almacenamiento, ascendiendo hasta el punto más alto del edificio. Se colgó con una sola mano sobre los policías y los vampiros, atraídos tanto por la destrucción como por la sangre que empapaba su cuerpo y goteaba al suelo. Mientras los vampiros corrían por la escalera y se lanzaban hacia él, Bruno arqueó el cuello sobre las criaturas hambrientas que estaban abajo. Llevándose su espada a la garganta, gritó: «¡A la mierda!», y derramó el último paquete de sangre humana que quedaba en el edificio.
Nueva Jersey
EL AMO PERMANECIÓ INMÓVIL EN EL ATAÚD lleno de marga —que el infiel Abraham Setrakian había hecho a mano— transportado en la penumbra de la parte trasera de una furgoneta, que formaba parte de un convoy de cuatro vehículos que iba de Nueva Jersey a Manhattan.
Los innumerables ojos del Amo habían presenciado la estela luminosa de la nave espacial consumiéndose en el cielo oscuro, desgarrando la noche como la uña de Dios. Y luego la columna de luz y el desafortunado aunque no sorprendente regreso del Nacido…
Este suceso coincidía exactamente con la crisis que vivía Ephraim Goodweather. El rayo flamígero le había salvado la vida. El Amo lo sabía: no había coincidencias, solo presagios.
¿Qué significaba aquello? ¿Qué auguraba este incidente? ¿Qué fuerza escondía Goodweather para lograr que los agentes de la naturaleza acudieran en su rescate?
Un desafío.
Un desafío verdadero y directo que el Amo aceptaba de buen grado, pues la victoria es proporcional a la grandeza del enemigo.
Que el cometa artificial incendiara el cielo de Nueva York confirmaba la intuición del Amo de que su lugar de origen, aún desconocido, se encontraba en algún sector de esa región geográfica. Esa certidumbre motivó al Amo. En cierto modo, era como un reflejo del cometa que anunció el lugar de nacimiento de otro dios que caminó sobre la Tierra dos mil años antes.
La tregua de luz estaba a punto de llegar a su fin, y los vampiros se disponían a salir de sus guaridas. Su rey extendió la mano, preparándolos para la batalla, movilizándolos con su mente.
A todos y a cada uno de ellos.
L
a torrencial lluvia ácida no paraba de caer, manchándolo todo, afeando la ciudad.
Desde lo alto de la cúpula de la capilla de San Pablo, el señor Quinlan observó cómo la columna de luz diurna comenzaba a disminuir mientras los relámpagos detonaban dentro de las funestas nubes. A lo lejos se escuchaba el ulular de las sirenas. Eran las patrullas de policía dirigiéndose hacia el campamento de extracción de sangre. La policía humana no tardaría en llegar. El señor Quinlan deseó que Fet y los demás hubieran podido escapar a tiempo.
Encontró el nicho en la base de la cúpula, y sacó el
Lumen
. Se internó por el hueco y encontró refugio en un pequeño habitáculo, resguardado de la lluvia y de la luz del alba que ya se anunciaba. Era un lugar estrecho, debajo del techo de granito; el señor Quinlan se sentía a gusto. Había anotado algunas observaciones y claves en un cuaderno. Protegido de la furia de los elementos, procedió a abrir el libro con sumo cuidado. Y comenzó a leerlo de nuevo.
Occido lumen: Sadum y Amurah
E
l Ángel de la Muerte cantó con la voz de Dios mientras las ciudades eran destruidas con una lluvia de fuego y azufre. El designio de Dios fue revelado y la luz lo carbonizó todo en un instante.
Sin embargo, la violencia exquisita de la inmolación no significó nada para Oziriel; ya no. Anhelaba una destrucción más terrible. Sentía deseos de violar el orden, y al profanarlo, lograr el dominio sobre él.
Mientras la familia de Lot huía, su esposa se volvió y miró el rostro de Dios, siempre cambiante, increíblemente radiante. Más brillante que el sol, quemó todo a su alrededor y la convirtió en una estatua de sal, blanca y cristalina.
La explosión transformó la arena del valle en cristales puros, en un radio de casi ocho kilómetros. Y los arcángeles recorrieron el lugar tras cumplir su misión, antes de regresar al éter. Su tiempo como hombres en la Tierra había llegado a su fin.
Oziriel percibió la consistencia del cristal aún caliente bajo las suelas de sus sandalias, los rayos del sol sobre su rostro y un impulso maligno y creciente afloró en su interior. Alejó a Miguel de Gabriel con cualquier pretexto y lo condujo hasta un acantilado rocoso, donde lo engatusó para que desplegara sus alas de plata y sintiera el calor del sol. Excitado, Oziriel fue incapaz de controlar sus impulsos y se abalanzó sobre su hermano con una fuerza brutal, desgarrando la garganta del arcángel y bebiendo su sangre luminosa y plateada.
Fue una sensación extraordinaria. Una perversión trascendente. Gabriel llegó en medio del violento éxtasis, vio las alas brillantes de Oziriel completamente desplegadas, y se horrorizó. Tenían órdenes de regresar de inmediato, pero Oziriel, todavía preso de aquella lujuria demencial, se negó a volver e intentó apartarlo de Dios.
Seamos Él, aquí en la Tierra. Convirtámonos en dioses, y caminemos entre los hombres y dejemos que nos adoren. ¿No has probado el poder? ¿No te subyuga?
Pero Gabriel se mantuvo firme y convocó a Rafael, quien apareció en forma humana transportado por una flecha de luz. El rayo paralizó a Oziriel, fijándolo a la tierra que tanto amaba. Quedó atrapado entre dos ríos, los mismos que alimentaban los canales en Sadum. La venganza de Dios no se hizo esperar: los arcángeles recibieron órdenes de destrozar a su hermano y dispersar sus miembros en el mundo material.
Oziriel fue partido en dos pedazos, luego en siete, y sus piernas, brazos y alas fueron enterrados en los rincones más apartados de la Tierra, quedando únicamente su cabeza. Como la mente y la boca de Oziriel eran las partes más ofensivas para Dios, esta séptima pieza fue arrojada mar adentro y yacía en las arenas abisales del lecho marino, donde nadie podía tocar los restos. Ni tampoco sacarlos.
Permanecerían allí hasta el día del juicio al final de los tiempos, cuando toda forma de vida en la Tierra fuera llamada ante el Creador.
Pero, a través de los siglos, zarcillos de sangre brotaron de los órganos sepultados y engendraron nuevas entidades. Los Ancianos. La plata, la sustancia más afín a la sangre que bebían, tendría siempre un efecto negativo sobre ellos. El sol, lo más semejante al rostro de Dios en la Tierra, los eliminaba y los quemaba, y como en su propio origen, permanecerían atrapados entre masas de agua en movimiento y nunca podrían cruzarlas por sí mismos.
No conocerían el amor y podrían reproducirse solamente quitando la vida; nunca dándola. Y, si la pestilencia de su sangre llegara a propagarse, su aniquilación sería provocada por el hambre de su estirpe.
E
l señor Quinlan vio los glifos y las coordenadas que indicaban la ubicación de los internamientos.
Todos los sitios de origen.
Los escribió a toda prisa. Correspondían exactamente a los lugares visitados por el Nacido, donde había recogido los restos polvorientos de los Ancianos. La mayoría de ellos hizo construir una planta nuclear encima de cada sitio, pero estas habían sido saboteadas por el Grupo Stoneheart. Obviamente, el Amo había preparado este golpe con sumo cuidado.
Pero el séptimo sitio, el más importante de todos, aparecía como una mancha oscura en la página; como una señal negativa en el noreste del océano Atlántico, acompañado de dos palabras en latín:
Obscura
.
Aeterna
.
Otra forma extraña era visible en la marca de agua.
Una estrella fugaz.
E
l Amo había enviado helicópteros. Ellos los habían visto desde las ventanas de sus coches durante su lento regreso a Manhattan. Cruzaron el río Harlem desde Marble Hill, evitando las avenidas; abandonaron sus vehículos cerca de la tumba de Grant y avanzaron a través de la lluvia pertinaz como ciudadanos normales, para internarse luego en el campus de la Universidad de Columbia.
Mientras los demás se reunían abajo, Gus cruzó la plaza Low en dirección al Buell Hall, y llevó el montacargas de servicio a la azotea, donde tenía la jaula con sus palomas mensajeras.
Su Expreso de Jersey había regresado y estaba posado debajo de la percha fabricada por Gus.
—Eres un buen chico, Harry —le dijo Gus mientras desplegaba el mensaje, escrito en tinta roja sobre un pedazo de papel de cuaderno. Gus reconoció de inmediato la escritura típica de Creem, siempre con letras mayúsculas, así como la vieja costumbre de su antiguo rival de atravesar la O con una raya oblicua como si fueran signos nulos.
HEY MEX
MAL AQUÍ, SIEMPRE CØN HAMBRE. PØDRÍA CØCINAR PÁJARØS CUANDO REGRESEN.
RECIBÍ MENSAJE SØBRE EL DETØNADØR. TENGØ UNA IDEA PARA TI. DAME TU UBICACIØN Y ALGUNØS ALIMENTØS.
CREEM IRÁ A LA CIUDAD. ØRGANICEMØS UN ENCUENTRØ.
Gus se comió la nota y sacó un lápiz de carpintero que guardaba junto al recipiente del maíz. Le respondió a Creem aceptando el encuentro, y escribió una dirección situada en un extremo del campus. No le gustaba Creem ni confiaba en él, pero aquel colombiano gordo estaba controlando el mercado negro de Jersey, y tal vez pudiera ayudarlos.
N
ora se sentía agotada, pero no era capaz de descansar. Estaba inconsolable, y los músculos abdominales le dolían a causa del intenso llanto.
Y cuando ya había llegado al límite, siguió mesándose su calva, sintiendo el cosquilleo sobre el cuero cabelludo. En cierto modo, pensó, su antigua vida, su antiguo ser, aquel nacido de la contemplación del lamento de su madre en la cocina, había desaparecido. Nacido de las lágrimas, muerto por las lágrimas.
Se sentía nerviosa, vacía, sola… y no obstante, renovada de algún modo. Su dolor no era nada en comparación con el encarcelamiento en el campamento.
Fet la acompañaba todo el tiempo y la escuchaba con atención. Joaquín, que había sufrido un golpe en la rodilla, estaba recostado en un taburete contra la pared al lado de la puerta. Eph permanecía de pie con los brazos cruzados, apoyado contra la pared, mientras Nora trataba de darle un sentido a lo que habían visto en el campamento.
Ella creía que Eph sospechaba sus sentimientos por Fet; su actitud distante y el hecho de que permaneciera alejado de ellos parecían confirmarlo. Ninguno había dicho una palabra al respecto, pero la verdad se cernía sobre la sala como una nube de tormenta.
Tantas emociones entremezcladas la hacían hablar con rapidez. Nora aún se hallaba fuertemente impactada por la imagen del pabellón de maternidad, incluso más que por la muerte de su madre.
—Se están apareando con las mujeres, tratando de asegurar una descendencia de sangre B positivo. Las recompensan con comida, con comodidades. Y ellas…,
ellas parecen haberse adaptado
. No sé por qué eso me obsesiona. Tal vez soy demasiado dura con ellas. Quizá el instinto de supervivencia no sea un sentimiento tan noble después de todo. Tal vez sea más complicado que todo eso. Algunas veces, sobrevivir significa comprometerse. Comprometerse en profundidad. Rebelarse es bastante difícil cuando estás luchando únicamente por ti. Pero cuando hay otra vida creciendo en tu vientre… o un niño en tus brazos… —Nora miró a Eph—. Ahora lo entiendo mejor; es eso lo que estoy tratando de decir: sé lo destrozado que puedes estar.
Eph asintió con la cabeza, aceptando sus disculpas.
—Dicho esto —dijo Nora—, me hubiera gustado que te hubieras reunido con nosotras en la Oficina del Forense en el momento acordado. De haber sido así, mi madre estaría aquí.
—Llegué tarde —respondió Eph—. Lo admito. Me retrasé…
—En la casa de tu exesposa. No lo niegues.
—No pensaba hacerlo.
—¿Pero?
—No tuve la culpa de que te encontraran.
Nora se volvió hacia él, sorprendida por el desafío que contenían sus palabras.
—¿Por qué dices eso?
—Debía haber estado allí, de acuerdo. Las cosas serían diferentes si yo hubiera llegado a tiempo. Pero yo no conduje a los
strigoi
hacia ti.
—¿No? ¿Quién lo hizo?
—Tú lo hiciste.
—¿Yo…? —Nora no podía creer lo que estaba escuchando.
—Por usar el ordenador. Internet. Le estabas enviando mensajes a Fet.
Así que era eso. Nora se puso rígida, envuelta en una oleada de culpabilidad, pero rápidamente se deshizo de esta sensación.
—¿Es eso cierto?
Fet se puso en pie para defenderla, con sus casi dos metros de estatura.
—No deberías hablarle así.
Eph no lo miró.
—¿Ah, no? He estado escondido en ese edificio muchos meses sin mayores complicaciones. Ellos controlan la red; tú lo sabes.
—Así que yo misma me lo busqué. —Nora deslizó su mano por debajo de la Fet—. Según tu opinión, mi castigo es justo.
Fet se estremeció con el contacto de su mano. Y mientras ella envolvía los dedos alrededor de los de él, éste sintió deseos de llorar. Eph asumió el gesto —trivial en cualquier otra circunstancia— como una expresión pública y elocuente del fin de su relación con Nora.
—Tonterías —dijo Eph—. No es eso lo que quise decir.
—Eso es lo que estás queriendo decir.
—Lo que quiero decir…