Estúpidos Hombres Blancos (11 page)

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Authors: Michael Moore

Tags: #Ensayo

BOOK: Estúpidos Hombres Blancos
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• Trate de no llamar la atención. Mantenga las manos sobre el volante en la clásica posición de «las diez y diez». Abróchese el cinturón; mejor aún, abroche todos los cinturones, aunque vaya de vacío. Arranque cualquier adhesivo que diga «Orgullo negro» o algo parecido y cámbielo por otro con la frase «I Love Hockey».

• Evite alquilar coches con matrícula de New Hampshire, Utah o Maine, pues estos estados apenas cuentan con población negra, por lo que la pasma presupondrá que está conduciendo un coche robado, que trafica con drogas o que lleva armas. Aunque, la verdad sea dicha, los polis hacen las mismas presunciones acerca de conductores negros en estados con una población afroamericana considerable. Mejor viaje en autobús.

2. Negro de compras.

• Si quiere evitar que lo sigan los guardias de seguridad que dan por sentado que usted está allí con el fin de robar o apuntarles con una pistola al tiempo que vacía la caja, la solución es muy simple: ¡catálogos y compra por Internet! Gracias a estos métodos, no tendrá que abandonar el confort de su casa ni esperar eternamente para aparcar.

• Si tiene que entrar en una tienda, deje su abrigo fuera. De lo contrario, le volverán todos esos bolsillos del revés en busca de mercancía robada: está pidiendo a gritos que le arresten. Aún mejor, vaya de compras desnudo. Es verdad que se expone a que le registren alguna cavidad corporal, pero se trata de un precio razonable a cambio de ejercer su divino derecho como negro americano a consumir y contribuir de algún modo a los 572 billones de dólares que se embolsa al año la economía blanca.

3. El voto de un negro.

• En vista de que los blancos han amañado las elecciones asegurándose de que las máquinas de recuento más viejas y escacharradas fueran destinadas a los distritos negros de la ciudad, no abandone el colegio electoral a menos que haya visto su papeleta marcada del modo en que deseaba y depositada en la urna correspondiente. Si utiliza una máquina de votar, pida a uno de los encargados que le eche un vistazo para asegurarse de que su voto sea debidamente computado.

• Lleve usted consigo todos los útiles que le parezcan necesarios para cerciorarse de que su voto quede registrado: un lápiz del N° 2, rotulador negro, aguja de punto (para marcar debidamente la papeleta), lubricante, unos alicates, el resto de su caja de herramientas, una lupa, un ejemplar del código electoral local, una copia de su tarjeta del censo, otra de su partida de nacimiento, otra de su título de graduado escolar y cualquier otra prueba que certifique que está vivo.

• Lleve también una cámara para grabar cualquier episodio sospechoso, un reportero local para mostrarle in situ que no bromeaba cuando decía que su cabina electoral estaba importada de Bolivia, cinta aislante, cuerdas, parafina, un mechero Bunsen, liquido corrector, quitamanchas, un abogado, un sacerdote y un magistrado del Tribunal Supremo. Consiga todo eso y puede que su voto sea tenido en cuenta.

• En las próximas elecciones al Congreso vote por el candidato demócrata o verde. Basta con que cinco escaños pasen a manos de los demócratas para que éstos controlen la Cámara de Representantes y diecinueve negros y mujeres congresistas presidan su comité o subcomité de la Cámara, en virtud de su antigüedad. ¡Diecinueve! (Allí donde los candidatos verdes tienen la posibilidad de ganar o en aquellos distritos donde los demócratas se comportan como republicanos, una congresista de los verdes puede unirse a los demócratas para lograr la mayoría.) No vaya a contar el secreto: la idea de una «Casa Blanca negra» puede espantar a muchos.

4. El negro echa unas risas.

• Recupere aquellos letreros de «Sólo para blancos» de los años cincuenta. Cuando nadie mire, cuélguelos en las puertas de los negocios que no contratan a negros.

• Como quien no quiere la cosa, coloque uno en un asiento de primera clase la próxima vez que suba a un avión.

• Cuelgue otro en la sede de uno de los grandes equipos de béisbol o en cualquiera de los mejores asientos de un partido de la NBA.

• Plante uno frente al Tribunal Supremo de Estados Unidos y, cuando Clarence Thomas pase por allí, levante los brazos y exclame: «¿Qué hace usted aquí?»

5. Respirar siendo negro.

Puede que haya llegado al extremo de no aguantar más el acoso, la discriminación, el resentimiento, la sensación de no pertenecer a un país donde reina una intolerancia tan arraigada. Quizá le parezca que ha llegado la hora de largarse y trasladarse algún lugar donde los negros no sean minoría. Algún lugar en donde uno se sientan como en casa. ¿África? Piénselo dos veces.

Esto es lo que dice Amnistía Internacional: «Los conflictos, el desplazamiento masivo de la población, las torturas, malos tratos y la impunidad endémica siguen siendo moneda corriente en el continente africano.» El 52 % de los africanos subsaharianos viven con un dólar al día o menos. En 1998, la media del gasto mensual fue de 14 dólares per cápita. La verdad: es peor que vivir en Detroit.

La esperanza de vida en la zona es de 57 años si reside en Ghana. En Mozambique, uno ya es moribundo a los 37.

Si a esto sumamos las sequías y hambrunas crónicas, amén de un abrumador porcentaje del número de casos de sida en el mundo, de pronto se nos antoja mucho más fácil exhumar algunas viejas fotos del senador Trent Lott desnudo en un guateque sólo para hombres y forzar su admisión (servirían también fotos del senador Orrin Hatch, Tom DeLay, líder de la mayoría en el Congreso, y otros reaccionarios célebres).

Amy McCampbell, que se cuenta entre los numerosos afroamericanos que he contratado desde que empecé a escribir este capítulo (no estoy de coña: cinco de mis últimos cinco fichajes son negros), sugiere que para los que desean regresar a las «raíces negras» sólo existe un camino: el Caribe. Barbados es un paraíso tropical, los lugareños son gente pacífica y no hay criminalidad. La esperanza de vida se sitúa en la setentena. El 80 % de la población es de origen africano, ¡e incluso hablan inglés! Por si fuera poco, ¡el jefe de estado es la reina Isabel!

¿A que suena bien?

En cualquier caso, sería mejor si pudiéramos conseguir que Amy se sintiese como en casa en el país donde nació. Se acepta sugerencias...

FICHAS COLECCIONABLES

FRAGMENTO DE LA LEY FEDERAL DEL DERECHO, AL VOTO DE 1965 (PARA PLASTIFICIAR Y LLEVAR EN LA CARTERA)

Artículo segundo: No debe: imponerse, requisito alguno para votar, ni establecer regla, norma o procedimiento en estado o subdivisión administrativa alguno, para denegar o, limitar el derecho de un ciudadano de Estados Unidos a votar por motivos de raza o color.

FICHAS COLECCIONABLES

FRAGMENTO DE LA 14ª ENMIENDA

Artículo primero: Toda las personas nacidas o naturalizadas en Estados Unidos y sujeta a su jurisdicción, son ciudadanos de Estado Unidos y del estado en el que residen. Ningun estado puede hacer o imponer leyes que recorten los privilegios o inmunidades de los ciudadanos de Estados Unidos, ni privar a nadie de vida, libertad o propiedad in el debido proceso judicial, así como tampoco negar a ninguna persona bajo su jurisdicción la protección igualitaria de ley.

Cap 5. PAÍS DE BURROS

¿Tiene la impresión de vivir en un país de burros?

Cuando pensaba en el estado de estupidez de este país solía consolarme repitiendo para mí que, incluso si hubiera 200 millones de burros redomados, quedarían al menos 80 millones de personas capaces de llegar a entender lo que digo (y eso es más que la nación conjunta del Reino Unido e Islandia).

Entonces llegó el día en que me vi compartiendo oficina con el curso de la cadena ESPN
Two-Minute Drill
. Es uno de programas que ponen a prueba sus conocimientos acerca de como y en qué posición jugó fulano en tal equipo, cuántas carreras anotó mengano en aquel partido entre Boston y Nueva Cork en 1925, quién fue el mejor novato del campeonato en 1965 y qué desayunó Jake Wood la mañana del 1° de mayo de 1967.

Desconozco la respuesta a todas estas preguntas pero, por algún motivo, recuerdo el número de camiseta de Jake Wood: 2. ¿Y por qué retengo un dato tan inútil?

No lo sé, pero después de ver a un montón de tíos haciendo la cola para presentarse a la prueba de selección de ese concurso, creo que ya he sacado algo en claro acerca de la inteligencia y la mente norteamericanas. Hordas de musculitos y atontados departen en el pasillo esperando la llegada de su gran momento, repasando cientos de hechos y datos estadísticos y desafiándose el uno al otro con preguntas que sólo Dios Todopoderoso sería capaz de responder. Al mirar a estos gorilas rebosantes de testosterona, uno pensaría que se trata de un hatajo de analfabetos que apenas saben leer la etiqueta de una cerveza.

Por el contrario, son unos genios. Pueden responder a 30 preguntas peregrinas en menos de 2 minutos. Eso se traduce en 4 segundos por pregunta contando el tiempo de cansina lectura que necesitan los deportistas invitados para enunciar la cuestión.

Una vez oí decir al lingüista y politólogo Noam Chomsky que para comprobar que el pueblo americano no es idiota basta con sintonizar cualquier programa de deportes en la radio y escuchar la retahíla increíble de hechos que sus participantes son capaces de recordar. Resulta portentoso y prueba, sin duda alguna, que la mente estadounidense está viva y pletórica de salud. Lo que sucede es que no recibe estímulos suficientemente interesantes o sugestivos. Nuestro reto, dijo Chomsky, consiste en encontrar la manera de convertir la política en algo tan apasionante y atractivo como los deportes. Cuando lleguemos a ese extremo, veremos a los americanos discutir acaloradamente acerca de quién le hizo qué a quién en la cumbre de la OMC.

Claro que para eso primero tienen que ser capaces de deletrear las siglas OMC.

Hay cuarenta millones de estadounidenses con un nivel de lectura de tercero de primaria: se trata de analfabetos funcionales.

¿Cómo conozco el dato? Lo leí. Y ahora lo ha leído usted. Del mismo modo, también sabemos que un adulto norteamericano pasa 99 horas al año leyendo libros, frente a las 1.460 horas que dedica a mirar la tele.

También he leído que sólo el 11% de los americanos se molesta en leer el periódico, más allá de las tiras humorísticas o de la sección de coches de segunda mano.

Vivir en un país donde hay cuarenta y cuatro millones de personas que no saben leer, y otros doscientos millones que saben pero normalmente no lo hacen, resulta aterrador. Un país que no sólo produce estudiantes analfabetos en masa sino que parece apegarse cariñosamente a su condición de necio e ignorante no debería estar gobernando el mundo.... al menos hasta que una mayoría de sus ciudadanos sepa localizar Kosovo (o cualquier otro país que haya bombardeado) sobre el mapa.

Por eso los extranjeros no se sorprendieron de que los americanos, que suelen regodearse en su estupidez, «eligieran» a un presidente que raramente lee nada —ni siquiera los informes que le entregan— y piensa que África es un país en lugar de un continente. El líder idiota de un país idiota. En nuestra gloriosa tierra de la abundancia, menos es más cuando se trata de poner a prueba cualquier lóbulo cerebral con una asimilación de hechos y números, pensamiento crítico o comprensión de algo que no sea ... el deporte.

Nuestro idiota en jefe no hace nada para disimular su ignorancia; incluso alardea de ella. Durante su discurso de entrega de diplomas a la promoción de Yale del año 2001, George W Bush se refirió orgullosamente a su mediocre pasado estudiantil en esa misma universidad: «Y a los estudiantes con media de suficiente, yo les digo: vosotros también podéis ser presidentes de Estados Unidos.» Parece que la mención de un padre ex presidente, de ser hermano de un gobernador de un estado con papeletas desaparecidas y de un Tribunal Supremo repleto de amiguetes de papá resultaba más bien baladí en un discurso necesariamente escueto.

Como estadounidenses, contamos con una recia tradición de representantes iletrados. En 1956, el embajador en Ceilán (Sri Lanka), designado por el presidente Dwight D. Eisenhower, fue incapaz de nombrar al primer ministro del país ni su capital durante su discurso de aceptación en el Senado. A pesar de todo, Maxwell Gluck fue ratificado en el cargo. En 1981, el vicesecretario de Estado nombrado por el presidente Ronald Reagan, William Clark, admitió en su discurso de aceptación un desolador desconocimiento de la política exterior. Clark no tenía ni idea de qué pensaban nuestros aliados de Europa occidental acerca de los misiles nucleares americanos presentes en sus bases ni sabía los nombres de los primeros ministros de Suráfrica o Zimbabwe. Naturalmente, se le confirmó en el cargo. Todo esto allanó el camino para la llegada del pequeño Bush, que tampoco tenía claros los nombres de los jefes de Estado de India ni Pakistán, dos de los siete países que poseen la bomba atómica.

Y eso que Bush fue alumno de Yale y Harvard.

Recientemente, un grupo de estudiantes de último curso de 55 prestigiosas universidades americanas (como Yale, Harvard y Stanford) se sometió a un test de elección múltiple sobre temas propios de la enseñanza secundaria. Había 54 preguntas, y los estudiantes de tan magnas instituciones sólo respondieron correctamente al 53 % de las mismas. Un solo estudiante llegó a acertarlas todas.

Un escandaloso 40% de dichas lumbreras no sabía cuándo se había librado la guerra de Secesión, pese a que contaban con este amplio abanico de opciones: A. De 1750 a 1800; B. De 1800 a 1850; C. De 1850 a 1900; D. De 1900 a 1950; E. Después de 1950. (Chicos, la respuesta es C.) Las dos preguntas en que mejor puntuaron estos universitarios fueron 1) ¿Quién es Snoop Doggy Dog? (el 98 % la acertó), y 2) ¿Quiénes son Beavis and Butthead? (el 99 % lo sabía). No niego, en cualquier caso, que Beavis and Butthead representan lo mejor de la sátira americana de los noventa ni que Snoop y otros raperos han cantado varias verdades acerca de los males sociales del país. De modo que no voy a meterme con la cadena musical MTV.

De hecho, me preocupa más que políticos como el senador Joe Lieberman de Connecticut y Herbert Kohl de Wisconsin se metan con la MTV cuando ellos son los responsables del fracaso devastador de la educación estadounidense. Pásese por cualquier escuela pública del país y, con toda probabilidad, encontrará aulas masificadas, techos goteantes y profesores hundidos. En una de cada cuatro escuelas encontrará estudiantes que «aprenden» de libros de texto publicados en 1980 o antes.

¿Por qué? Porque los líderes políticos —y la gente que les vota— han decidido que construir otro bombardero tiene prioridad sobre la educación de nuestros hijos. Prefieren entretenerse pronunciando conferencias acerca de la depravación de espectáculos televisivos como Jackass que ocuparse de la auténtica depravación que supone el estado de penosa negligencia en que se encuentran nuestras escuelas y nuestros escolares, que a este paso defenderán dignamente nuestro título de País más Burro de la Tierra.

Odio decir todo esto. Me encanta este pedazo de país y amo a los chalados que lo habitan. Pero cuando viajo a algún remoto poblado de América Central, como hice en los años ochenta, y oigo a un puñado de chavales de doce años contarme sus preocupaciones acerca del Banco Mundial, tengo la impresión de que algo anda mal en Estados Unidos de América.

Nuestro problema no es sólo que nuestros niños no saben nada, sino que los adultos que pagan su matrícula están a su mismo nivel. Me pregunto qué sucedería si examináramos al Congreso de Estados Unidos para ver lo que saben nuestros representantes. ¿Y si les pusiésemos un simple test de conocimientos generales a los comentaristas que acaparan las emisoras de radio y televisión con su ininterrumpida cháchara? ¿Cuántas respuestas acertarían?

Tiempo atrás, decidí averiguarlo. Era una de esas mañanas dominicales en que si querías ver la tele tenías que elegir entre el programa de inversión inmobiliaria
Parade of Homes
o la tertulia política de
The McLaughin Group
. Si gustan del aullido de las hienas bajo el efecto de las anfetas, se decantarán naturalmente por McLaughlln. Aquel domingo en particular, quizá como castigo por no haber ido a misa, me vi forzado a escuchar al columnista Fred Barnes (director del semanario derechista
Weekly Standard
y presentador del programa de Fox News
The Belvay Boys
) quejarse una y otra vez del lamentable estado de la educación en el país, a la vez que culpaba a los profesores y su maligno sindicato de los pobres resultados académicos de los estudiantes.

«¡Estos chicos ni siquiera saben lo que son la
Iliada
y la
Odisea
!», aullaba, mientras otros invitados asentían admirados ante el noble lamento de Fred. A la mañana siguiente llamé a Fred Barnes a su despacho de Washington.

—Fred —dije—, explícame qué son la Iliada y la Odisea.

—Bueno... —empezó a farfullar—, son... ch... ya sabes... Eh, vale, me has pillado. No sé lo que son. ¿Contento?

Pues la verdad es que no. Eres una de las máximas figuras televisivas del país. Compartes gustoso tu «sabiduría» con cientos de miles de ciudadanos confiados, mientras desdeñas alegremente la ignorancia de otros.

Yale y Harvard. Princeton y Dartmouth. Stanford y Berkeley. Consigue una licenciatura en alguna de estas universidades y ya no tendrás que preocuparte por nada en la vida. ¿Qué importancia tiene que el 70 % de los graduados de dichas instituciones jamás hayan oído hablar de la Ley del Derecho al Voto o del programa para una Gran Sociedad del presidente Lyndon Johnon? «¿A quién le importa?», te preguntas sentado en tu villa toscana observando la puesta de sol y paladeando la buena marcha de tus negocios.

¿Y qué más da si ninguna de estas universidades punteras a las que acuden estos ignorantes requiere un solo curso de historia americana para licenciarse? ¿De qué sirve la historia si uno va a ser el futuro amo del mundo?

¿A quién le importa si el 70 % de los universitarios estadounidenses se licencia sin haber aprendido una lengua extranjera? ¿Acaso no habla inglés todo el mundo? Y si no es así, ¿no deberían aplicarse de una vez esos putos extranjeros?

¿Y a quién le importa un carajo que, de los setenta departamentos de literatura inglesa de las grandes universidades americanas, solo veintitrés exijan a sus alumnos de lengua inglesa que aprueben un curso sobre Shakespeare? ¿Puede alguien explicarme qué tiene que ver Shakespeare con el inglés? ¿Y de qué sirven cuatro mohosas obras de teatro en el mundo de los negocios?

Quizá sólo estoy celoso porque no completé la carrera. Lo confieso: yo, Michael Moore, abandoné mis estudios universitarios. Un día de mi segundo año, estuve conduciendo sin parar por los aparcamientos del campus en Flint, buscando sitio como loco. No lo encontré, y después de circular durante una hora con mi Chevy Impala del 69, grité por la ventana: «¡Estoy harto! ¡Dejo la universidad!»

Me fui a casa y les comuniqué mi decisión a mis padres.

—¿Por qué? —preguntaron.

—No pude aparcar —repliqué, agarrando un refresco y preparándome para seguir adelante con mi vida. No me he sentado en un pupitre desde entonces.

Mi desagrado por la escuela empezó más o menos hacia segundo de primaria. Mis padres —Dios los bendiga por ello— ya me habían enseñado a leer y escribir a la edad de cuatro años. Así que cuando entré en la escuela primaria Saint John, tuve que sentarme y fingir interés mientras el resto de los críos recitaban robotizados «A,B,C,D,E,F.. con un sonsonete que me atormentaba aún más que la letanía abecedaria.

Me aburría a muerte. En honor de las monjas debo decir que se dieron cuenta de ello, y un día la hermana John Catherine me llevó aparte y me dijo que me pasarían a segundo. No cabía en mí gozo. Llegué a casa y anuncié atropelladamente que en un solo mes ya había aprobado un curso entero. Mis padres no se mostraron demasiado entusiasmados ante esta nueva prueba de la genialidad de su vástago. En cambio, soltaron un «PERO QUÉ DIANTRES», se fueron a la cocina y cerraron la puerta. Alcancé a oír a mi madre le advertía por teléfono a la madre superiora que de ningún modo su pequeño Michael iba a asistir a clase con niños mayores; «asi que, por favor, hermana, déjelo en primero».

Estaba hundido. Mi madre me explicó que si me saltaba el primer grado siempre sería el menor y más enclenque de los alumnos en clase (la inercia y la comida rápida acabaron por contradecirla). Tampoco podía apelar a mi padre, que dejaba la mayoría de decisiones escolares en manos de mi madre (había sido la mejor en el instituto). Traté de explicarle que si me devolvían a primero daría la impresión de haber suspendido segundo curso en un solo día, lo que me expondría a las represalias de primerizos, a quienes había dejado atrás al grito de «¡Nos vemos, pringados!». Pero mamá Moore no cedió, y entonces descubrí que su autoridad pasaba por encima de la de la madre superiora.

Al día siguiente, decidí ignorar las instrucciones de mis padres a reincorporarme a primero. Por la mañana, antes de que sonara el timbre, todos los estudiantes tenían que alinearse fuera de escuela con sus compañeros y entrar en fila en el recinto. Silenciosa pero decididamente, me puse en la fila de segundo, rogando Dios que cegara a las monjas para que no me vieran. El timbre sonó y pasé inadvertido. La fila de segundo se puso en marcha y YO avancé con ella. «¡Toma! —pensé—. Si sale bien, me meto en la clase de segundo, me siento y ya nadie podrá echarme.» En el momento en que me disponía a cruzar la puerta de la escuela, sentí que una mano me sujetaba por el cuello del abrigo. Era la hermana.

—Creo que te has equivocado de fila, Michael —dijo con firmeza—. Vuelves a estar en primero.

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