Estudio en Escarlata (5 page)

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Authors: Arthur Conan Doyle

BOOK: Estudio en Escarlata
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—Me dicen que el cuerpo no ha sido desplazado —señaló interrogativamente.

—Lo mínimo necesario para el fin de nuestras pesquisas.

—Pueden llevarlo ya al depósito de cadáveres —dijo Holmes—. Aquí no hay nada más que hacer.

Gregson disponía de una camilla y cuatro hombres. A su llamada penetraron en la habitación, y el extraño fue aupado del suelo y conducido fuera. Cuando lo alzaban se oyó el tintineo de un anillo, que rodó sobre el pavimento. Lestrade, tras haberse hecho con la alhaja, le dirigió una mirada llena de confusión.

—En la habitación ha estado una mujer —observó—. Este anillo de boda pertenece a una mujer...

Y mientras así decía, nos mostraba en la palma de la mano el objeto hallado. Hicimos corro en torno a él y echamos una ojeada. Saltaba a la vista que el escueto aro de oro había adornado un día la mano de una novia.

—Se nos complica el asunto —dijo Gregson—. ¡Y sabe Dios que no era antes sencillo!

—¿Está usted seguro de que no se simplifica? —repuso Holmes—. Veamos, no va a progresar usted mucho con esa mirada de pasmo..., ¿encontraron algo en los bolsillos del muerto?

—Está todo allí —dijo Gregson señalando unos cuantos objetos reunidos en montón sobre uno de los primeros peldaños de la escalera—. Un reloj de oro, número noventa y siete ciento sesenta y tres, de la casa Barraud de Londres. Una cadena de lo mismo, muy maciza y pesada. Un anillo, también de oro, que ostenta el emblema de la masonería. Un alfiler de oro cuyo remate figura la cabeza de un bulldog, con dos rubíes a modo de ojos. Tarjetero de piel de Rusia con unas cartulinas a nombre de Enoch J. Drebber de Cleveland, título que corresponde a las iniciales E. J. D. bordadas en la ropa blanca. No hay monedero, aunque sí dinero suelto por un montante de siete libras trece chelines. Una edición de bolsillo del
Decamerón
de Boccaccio con el nombre de Joseph Stangerson escrito en la guarda. Dos cartas, dirigida una a E. J. Drebber, y a Joseph Stangerson la otra.

—¿Y la dirección?

—American Exchange, Strand, donde debían permanecer hasta su oportuna solicitación. Proceden ambas de la Guion Steamship Company, y tratan de la zarpa de sus buques desde Liverpool. A la vista está que este desgraciado se disponía a volver a Nueva York.

—¿Ha averiguado usted algo sobre el tal Stangerson?

—Inicié las diligencias de inmediato —dijo Gregson—. He puesto anuncios en todos los periódicos, y uno de mis hombres se halla destacado en el American Exchange, de donde no ha vuelto aún.

—¿Han establecido contacto con Cleveland?

—Esta mañana, por telegrama.

—¿Cómo lo redactaron?

—Tras hacer una relación detallada de lo sucedido, solicitamos cuanta información pudiera sernos útil.

—¿Hizo hincapié en algún punto que le pareciese de especial importancia?

—Pedí informes acerca de Stangerson.

—¿Nada más? ¿No existe para usted ningún detalle capital sobre el que repose el misterio de este asunto? ¿No telegrafiará de nuevo?

—He dicho cuanto tenía que decir —repuso Gregson con el tono de amor propio ofendido.

Sherlock Holmes rió para sí, y parecía presto a una observación, cuando Lestrade, ocupado durante el interrogatorio en examinar la habitación delantera, hizo acto de presencia, frotándose las manos con mucha fachenda.

—Mister Gregson —dijo—, acabo de encontrar algo de suma importancia, algo que se nos habría escapado si no llega a darme por explorar atentamente las paredes.

Brillaban como brasas los ojos del hombrecillo, a duras penas capaz de contener la euforia en él despertada por ese tanto de ventaja obtenido sobre su rival.

—Síganme —dijo volviendo a la habitación, menos sombría desde el momento en que había sido retirado su lívido inquilino—. ¡Ahora, aguarden!

Encendió un fósforo frotándolo contra la suela de la bota, y lo acostó a guisa de antorcha a la pared.

—¡Vean ustedes! —exclamó, triunfante.

He dicho antes que el papel colgaba en andrajos aquí y allá. Justo donde arrojaba ahora el fósforo su luz, una gran tira se había desprendido del soporte, descubriendo un parche cuadrado de tosco revoco. De lado a lado podía leerse, garrapateada en rojo sangriento, la siguiente palabra:

 

RACHE

 

—¿Qué les parece? —clamó el detective alargando la mano con desparpajo de farandulero—. Por hallarse estos trazos en la esquina más oscura de la habitación nadie les había echado el ojo antes. El asesino o la asesina los plasmó con su propia sangre. Observen esa gota que se ha escurrido pared abajo... En fin, queda excluida la hipótesis del suicidio. ¿Por qué hubo de ser escrito el mensaje precisamente en el rincón? Ya he dado con la causa. Reparen en la vela que está sobre la repisa. Se encontraba entonces encendida, resultando de ahí una claridad mayor en la esquina que en el resto de la pieza.

—Muy bien. ¿Y qué conclusiones saca de este
hallazgo
suyo? —preguntó Gregson en tono despectivo.

—Escuche: el autor del escrito, hombre o mujer, iba a completar la palabra «Rachel» cuando se vio impedido de hacerlo. No le quepa duda que una vez desentrañado el caso saldrá a relucir una dama, de nombre, precisamente... ¡Sí, ría cuanto quiera, señor Holmes, mas no olvide, por listo que sea, que después de habladas y pensadas las cosas, no resta mejor método que el del viejo perro de rastreo!

—Le ruego que me perdone —repuso mi compañero, quien había excitado la cólera del hombrecillo con un súbito acceso de risa—. Sin duda corresponde a usted el mérito de haber descubierto antes que nadie la inscripción, debida, según usted afirma, a la mano de uno de los actores de este drama. No me ha dado lugar aún a examinar la habitación, cosa a la que ahora procederé con su permiso.

Esto dicho, desenterró de su bolsillo una cinta métrica y una lupa, de grueso cristal y redonda armadura. Pertrechado con semejantes herramientas, se aprestó después a una silenciosa exploración de la pieza, deteniéndose unas veces, arrodillándose otras, llegando incluso a ponerse de bruces en el suelo en determinada ocasión. Tan absorto se hallaba por la tarea, que parecía haber olvidado nuestra presencia, estableciendo consigo mismo un diálogo compuesto de un pintoresco conjunto de exclamaciones, gruñidos, susurros y ligeros gritos de triunfo y ánimo, emitidos en ininterrumpida sucesión. Imposible era, frente a parejo espectáculo, no darse a pensar en un sabueso bien entrenado y de pura sangre en persecución de su presa, ora haciendo camino, ora deshaciendo lo andado, anhelante siempre hasta el hallazgo del rastro perdido. Más de veinte minutos duraron las pesquisas, en el curso de las cuales fueron medidas con precisión matemática distancias entre marcas para mí invisibles, o aplicada la cinta métrica, repentinamente, y de forma igualmente inalcanzable, a los muros de la habitación. En cierto sitio reunió Holmes un montoncito de polvo gris y lo guardó en un sobre. Finalmente, aplicó al ojo la lupa y sometió cada una de las palabras escritas con sangre a un circunstanciadísimo examen. Hecho lo cual, debió dar las pesquisas por terminadas, ya que fueron lupa y cinta devueltos a sus primitivos lugares.

—Se ha dicho que el genio se caracteriza por su infinita sensibilidad para el detalle —observó con una sonrisa—. La definición es muy mala, pero rige en lo tocante al oficio detectivesco.

Gregson y Lestrade habían seguido las maniobras de su compañero amateur con notable curiosidad y un punto de desdén. Evidentemente ignoraban aún, como yo había ignorado hasta poco antes, que los más insignificantes ademanes de Sherlock Holmes iban enderezados siempre a un fin práctico y definido.

—¿Cuál es su dictamen? —inquirieron a coro.

—¿Me creen capaz de menoscabar su mérito, osando iluminarles sobre el caso? —repuso mi amigo—. Están ustedes llevándolo muy diestramente, y sería pena inmiscuirse.

No necesito decir la hiriente ironía de estas palabras.

—Si tienen ustedes en lo sucesivo la bondad de confiarme la naturaleza de sus investigaciones —prosiguió—, me placerá ayudarles en la medida de mis fuerzas. Entre tanto sería conveniente cruzar unas palabras con el policía que halló el cadáver. ¿Podría saber su nombre y dirección?

Lestrade consultó un libro de notas.

—John Rance —dijo—. Está ahora fuera de servicio. Puede encontrarle en el cuarenta y seis de Audley Court, Kennington Park Gate.

Holmes tomó nota de la dirección.

—Venga, doctor —añadió—; vayamos a echar un vistazo a nuestro hombre... En cuanto a ustedes —dijo volviéndose hacia los policías—, les haré saber algo que acaso sea de su incumbencia. Existe un asesinato, cometido, para más señas, por un hombre. Mide más de uno ochenta, se halla en la flor de la vida, tiene pie pequeño para su altura, llevaba a la sazón unas botas bastas de punta cuadrada y estaba fumando un cigarro puro tipo Trichinopoly. Llegó aquí con su víctima en un carruaje de cuatro ruedas, tirado por un caballo con tres cascos viejos y uno nuevo, el de la pata delantera derecha; probablemente el asesino es de faz rubicunda, y ostenta en la mano diestra unas uñas de peculiar longitud. No son muchos los datos, aunque pueden resultar de alguna ayuda.

Lestrade y Gregson intercambiaron una sonrisa de incredulidad.

—Suponiendo que se haya producido un asesinato, ¿cómo llegó a ser ejecutado? —preguntó el primero.

—Veneno —repuso cortante Sherlock Holmes, y se dirigió hacia la puerta—. Otra cosa, Lestrade —añadió antes de salir—. «Rache» es palabra alemana que significa «Venganza», de modo que no pierda el tiempo buscando a una dama de ese nombre.

Disparada la última andanada dejó la habitación, y con ella a los dos boquiabiertos rivales.

4. El informe de John Rance

A la una de la tarde abandonamos el número tres de Lauriston Gardens. Sherlock Holmes me condujo hasta la oficina de telégrafos más próxima, donde despachó una larga nota. Después llamó a un coche de alquiler, y dio al conductor la dirección que poco antes nos había facilitado Lestrade.

—La mejor evidencia es la que se obtiene de primera mano —observó mi amigo—; yo tengo hecha ya una composición de lugar, y aún así no desdeño ningún nuevo dato, por menudo que parezca.

—Me asombra usted, Holmes —dije—. Por descontado, no está usted tan seguro como parece de los particulares que enumeró hace un rato.

—No existe posibilidad de error —contestó—. Nada más llegado eché de ver dos surcos que un carruaje había dejado sobre el barro, a orillas de la acera. Como desde hace una semana, y hasta ayer noche, no ha caído una gota de lluvia, era fuerza que esas dos profundas rodadas se hubieran producido justo por entonces, esto es, ya anochecido. También aprecié pisadas de caballo, las correspondientes a uno de los cascos más nítidas que las de los otros tres restantes, prueba de que el animal había sido herrado recientemente. En fin, si el coche estuvo allí después de comenzada la lluvia, pero ya no estaba —al menos tal asegura Gregson— por la mañana, se sigue que hizo acto de presencia durante la noche, y que, por tanto, trajo a la casa a nuestros dos individuos.

—De momento, sea... —repuse—; ¿pero cómo se explica que obre en su conocimiento la estatura del otro hombre?

—Es claro; en nueve de cada diez casos, la altura de un individuo está en consonancia con el largor de su zancada. El cálculo no presenta dificultades, aunque tampoco es cuestión de que le aburra ahora a usted dándole pormenores. Las huellas visibles en la arcilla del exterior y el polvo del interior me permitieron estimar el espacio existente entre paso y paso. Otra oportunidad se me ofreció para poner a prueba esta primera conjetura... Cuando un hombre escribe sobre una pared, alarga la mano, por instinto, a la altura de sus ojos. Las palabras que hemos encontrado se hallaban a más de seis pies del suelo. Como ve, se trata de un juego de niños.

—¿Y la edad?

—Un tipo que de una zancada se planta a cuatro pies y medio de donde estaba, anda todavía bastante terne. En el sendero del jardín vi un charco de semejante anchura con dos clases de huellas: las de las botas de charol, que lo habían bordeado, y las de las botas de puntera cuadrada, que habían pasado por encima. Aquí no hay misterios. Me limito a aplicar a la vida ordinaria los preceptos sobre observación y deducción que usted pudo leer en aquel artículo. ¿Tiene alguna otra curiosidad?

—La longitud de las uñas y la marca del tabaco —dije.

—La inscripción de la pared fue efectuada con la uña del dedo índice, untada en sangre. A través de la lupa acerté a observar que el estuco se hallaba algo rayado, prueba de que la uña no había sido recortada. Recogí una muestra de la ceniza esparcida por el suelo. Era oscura, y como formando escamas: este residuo sólo lo produce un cigarro tipo Trichinopoly. He leído estudios sobre la ceniza del tabaco, llegando a escribir incluso un trabajo científico. Me precio de poder distinguir todas las marcas de puro o cigarrillo no más que echando un vistazo a sus restos quemados. En detalles como éste se diferencia el detective hábil de los practicones al estilo de Lestrade o Gregson.

—¿Y la faz rubicunda? —pregunté.

—Ésa ha sido una conjetura un tanto aventurada, aunque no dudo de su verdad. De momento, permítame callar semejante punto.

Me pasé la mano por la frente.

—Siento como si fuera a estallarme la cabeza... —observé—. Cuanto más cavilo sobre el asunto, más enigmático se me antoja. ¿Cómo diablos entraron los dos hombres —supuesto que fuesen dos— en la casa vacía? ¿Qué ha sido del cochero que los llevó hasta ella? ¿De qué expediente usó uno de los individuos para que engullera el otro el veneno? ¿De dónde procede la sangre? ¿Cuál pudo ser el objeto del asesinato, si descartamos el robo? ¿Por qué conducto llegó el anillo de la mujer hasta la casa? Ante todo, ¿a santo de qué se puso a escribir el segundo hombre la palabra alemana «RACHE» antes de levantar el vuelo? Me reconozco incapaz de poner en armonía tantos hechos contradictorios.

Mi compañero sonrió con gesto aprobatorio.

—Ha resumido usted los aspectos problemáticos del caso de forma sucinta e inteligente —dijo—. Resta aún mucho por ser elucidado, aunque tengo ya pronto un veredicto sobre los puntos clave. En lo referente al descubrimiento de ese infeliz de Lestrade, se trata no más que de una añagaza para situar a la policía sobre una pista falsa, insinuándole historias de socialismo y sociedades secretas. Mas no hay alemanes por medio. La «A», fíjese bien, estaba escrita con caligrafía un poco gótica. Ahora bien, los alemanes de veras emplean siempre los caracteres latinos, de donde cabe afirmar que nos hallamos frente a un burdo imitador empeñado en exagerar un tanto su papel. Existía el propósito de conducir la investigación fuera de su curso adecuado. De momento, no más aclaraciones, doctor; como usted sabe, los adivinadores malogran su magia al desvelar el artificio que hay detrás de ella, y si continúo explicándole mi método va a llegar a la conclusión de que soy un tipo vulgar, después de todo.

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