Read Estudio en Escarlata Online
Authors: Arthur Conan Doyle
Pregunté entonces con mi más acariciadora voz:
—¿Buen hombre, tendría usted la bondad de decirme cuál es su profesión?
—Ordenanza, señor —dijo con un gruñido—. Me están arreglando el uniforme.
—¿Qué era usted antes? —inquirí mientras miraba maliciosamente a Sherlock Holmes con el rabillo del ojo. —Sargento, señor, sargento de infantería ligera de la Marina Real. ¿No hay contestación? Perfectamente, señor.
Y juntando los talones, saludó militarmente y desapareció de nuestra vista.
No ocultaré mi sorpresa ante la eficacia que otra vez evidenciaban las teorías de Holmes. Sentí que mi respeto hacia tamaña facultad adivinatoria aumentaba portentosamente. Aun así, no podía acallar completamente la sospecha de que fuera todo un montaje enderezado a deslumbrarme en vista de algún motivo sencillamente incomprensible. Cuando dirigí hacia él la mirada, había concluido ya de leer la nota y en sus ojos flotaba la expresión vacía y sin brillo por donde se manifiestan al exterior los estados de abstracción meditativa.
—¿Cómo diantres ha llevado usted a cabo su deducción? —pregunté.
—¿Qué deducción? —repuso petulantemente.
—Caramba, la de que era un sargento retirado de la Marina. —No estoy para bagatelas —contestó de manera cortante; y añadió, con una sonrisa—: Perdone mi brusquedad, pero ha cortado usted el hilo de mis pensamientos. Es lo mismo... Así, pues, ¿no le había saltado a la vista la condición del mensajero?
—Puede estar seguro.
—Resulta más fácil adivinar las cosas que explicar cómo da uno con ellas. Si le pidieran una demostración de por qué dos y dos son cuatro, es posible que se viera usted en un aprieto, no cabiéndole, con todo, ninguna duda en torno a la verdad del caso. Incluso desde el lado de la calle opuesto a aquel donde se hallaba nuestro hombre, acerté a distinguir un ancla azul de considerable tamaño tatuada sobre el dorso de su mano. Primera señal marinera. El porte era militar, sin embargo, y las patillas se ajustaban a la longitud que dicta el reglamento. Henos, pues, instalados en la Armada. Añádase cierta fachenda y como ínfulas de mando... Seguramente ha notado usted lo erguido de su cabeza y el modo como hacía oscilar el bastón. Un hombre formal, respetable, por añadidura de mediana edad... Tomados los hechos en conjunto, ¿de quién podía tratarse, sino de un sargento?
—¡Admirable! —exclamé.
—Trivial... —repuso Holmes, aunque adiviné por su expresión el contento que en él habían producido mi sorpresa y admiración—. Dejé dicho hace poco que no quedaban criminales. Pues bien, he de desmentirme. ¡Eche un vistazo!
Me confió la nota traída por el ordenanza.
—¡Demonios! —grité tras ponerle la vista encima—, ¡es espantoso!
—Parece salirse un tanto de los casos vulgares —observó flemático—. ¿Tendría la bondad de leérmela en voz alta?
He aquí la carta a la que di lectura:
«MI QUERIDO SHERLOCK HOLMES,
Esta noche, en el número tres de Lauriston Gardens, según se va a Brixton, se nos ha presentado un feo asunto. Como a las dos de la mañana advirtió el policía de turno que estaban las luces encendidas, y, dado que se encuentra la casa deshabitada, sospechó de inmediato algo irregular. Halló la puerta abierta, y en la pieza delantera, desprovista de muebles, el cuerpo de un caballero bien trajeado. En uno de sus bolsillos había una tarjeta con estas señas grabadas: “Enoch J. Drebber, Cleveland, Ohio, U.S.A”. No ha tenido lugar robo alguno, ni se echa de ver cómo haya podido sorprender la muerte a este desdichado. Aunque existen en la habitación huellas de sangre, el cuerpo no ostenta una sola herida. Desconocemos también por qué medio o conducto vino a dar el finado a la mansión vacía; de hecho, el percance todo presenta rasgos desconcertantes. Si se le pone a tiro llegarse aquí antes de las doce, me hallará en el escenario del crimen. He dejado orden de que nada se toque antes de que usted dé señales de vida. Si no pudiera acudir, le explicaría el caso más circunstanciadamente, en la esperanza de que me concediese el favor de su dictamen.
Le saluda atentamente,
TOBÍAS GREGSON.»
—Gregson es el más despierto de los inspectores de Scotland Yard —apuntó mi amigo—; él y Lestrade constituyen la flor y nata de un pelotón de torpes. Despliegan ambos rapidez y energía, mas son convencionales en grado sorprendente. Por añadidura, se tienen puesta mutuamente la proa. En punto a celos no les va a la zaga la damisela más presumida, y como uno y otro decidan tirar de la manta, la cosa va a resultar divertida.
No podía contener mi sorpresa ante la calma negligente con que iba Sherlock Holmes desgranando sus observaciones. —Desde luego no hay un momento que perder —exclamé—: ¿le parece que llame ahora mismo a un coche de caballos? —No sé qué decirle. Soy el hombre más perezoso que imaginarse pueda... Cuando me da por ahí, naturalmente, porque, llegado el caso, también sé andar a la carrera.
—¿No era ésta la ocasión que tanto esperaba?
—¿Y qué más da, hombre de Dios? En el supuesto de que me las componga para desenredar la madeja, no le quepa duda que serán Gregson, Lestrade y compañía quienes se lleven los laureles. ¡He ahí lo malo de ir uno por su cuenta!
—Le ha suplicado su ayuda...
—En efecto. Me sabe superior, y en privado lo reconoce, mas antes se dejaría cortar la lengua que admitir esa superioridad en público. Sin embargo, podemos ir a echar un vistazo. Haré las cosas a mi modo, y cuando menos podré reírme a costa de ellos. ¡En marcha!
Se puso el gabán a toda prisa, dando muestras, según se movía de un lado a otro, de que a la desgana anterior había sucedido una etapa de euforia.
—No olvide su sombrero —dijo.
—¿Desea usted que le acompañe?
—Sí, si no se le ocurre nada mejor que hacer.
Un momento después nos hallábamos instalados en un coche, en rápida carrera hacia el camino de Brixton.
Se trataba de una de esas mañanas brumosas en que los cendales de niebla, suspendidos sobre los tejados y azoteas, parecen copiar el sucio barro callejero. Estaba Holmes de excelente humor, no cesando de abundar en asuntos tales como los violines de Cremona o la diferencia que media entre un Stradivarius y un Amati. En cuanto a mí, no abrí la boca, ya que el tiempo melancólico y el asunto fúnebre que nos solicitaba no eran a propósito para levantarle a uno el ánimo.
—Parece usted tener el pensamiento muy lejos del caso que se trae entre manos —dije al cabo, interrumpiendo la cháchara musical de Holmes.
—Faltan datos —repuso—. Es un error capital precipitarse a edificar teorías cuando no se halla aún reunida toda la evidencia, porque suele salir entonces el juicio combado según los caprichos de la suposición primera.
—Los datos no van a hacerse esperar —observé, extendiendo el índice—; esta calle es la de Brixton y aquélla la casa, a lo que parece.
—En efecto. ¡Pare, cochero, pare!
Unas cien yardas nos separaban todavía de nuestro destino, pese a lo cual Holmes porfió en apearse del coche y hacer andando lo que restaba de camino.
El número tres de Lauriston Gardens ofreció un aspecto entre amenazador y siniestro. Formaba parte de un grupo de cuatro inmuebles sitos algo a trasmano de la carretera, dos de ellos habitados y vacíos los restantes. Las fachadas de estos últimos estaban guarnecidas de tres melancólicas hileras de ventanas, tan polvorientas y cegadas que no habría resultado fácil distinguir unas de otras a no ser porque, de trecho en trecho, podía verse, como una catarata crecida en la oquedad de un ojo, el cartel de «Se alquila». Unos jardincillos salpicados de cierta vegetación anémica y escasa ponían tierra entre la calle y los portales, a los que se accedía por unos senderos estrechos, compuestos de una sustancia amarillenta que parecía ser mezcla de arcilla y grava. La lluvia caída durante la noche había convertido el paraje en un barrizal. El jardín se hallaba ceñido por un muro de ladrillo, de tres pies de altura y somero remate de madera; sobre este cercado o empalizada descansaba su macicez un guardia, rodeado de un pequeño grupo de curiosos, quienes, castigando inútilmente la vista y el cuello, hacían lo imposible por alcanzar el interior del recinto.
Yo había imaginado que Sherlock Holmes entraría de galope en el edificio para aplicarse sin un momento de pérdida al estudio de aquel misterio. Nada más lejos, aparentemente, de su propósito. Con un aire negligente que, dadas las circunstancias, rayaba en la afectación, recorrió varias veces, despacioso, el largo de la carretera, lanzando miradas un tanto ausentes al suelo, el cielo, las casas fronteras y la valla de madera. Acabado que hubo semejante examen, se dio a seguir palmo a palmo el sendero, o mejor dicho, el borde de hierba que flanqueaba el sendero, fijos los ojos en tierra. Dos veces se detuvo y una de ellas le vi sonreírse, a la par que de sus labios escapaba un murmullo de satisfacción. Se apreciaban sobre el suelo arcilloso varias improntas de pasos; pero como quiera que la policía había estado yendo y viniendo, no alcanzaba yo a comprender de qué utilidad podían resultar tales huellas a mi amigo. Con todo, en vista de las extraordinarias pruebas de facultad perceptiva que poco antes me había dado, no me cabía la menor duda de que a sus ojos se hallaban presentes muchos más indicios que a los míos.
En la puerta nos tropezamos a un hombre alto y pálido, de cabellera casi blanca por lo rubia, el cual, apenas vernos —llevaba en la mano un cuaderno de notas—, se precipitó hacia Sherlock Holmes, asiendo efusivamente su diestra.
—¡Le agradezco que haya venido! —dijo—. Todo está como lo encontré.
—Excepto eso —repuso Holmes señalando el sendero—. Una manada de búfalos no habría obrado mayor confusión. Aunque sin duda supongo, Gregson, que ya tenía usted hecha una composición de lugar cuando permitió semejante estropicio.
—La tarea del interior de la casa no me ha dejado sosiego para nada —dijo evasivamente el detective—. Mi colega el señor Lestrade se encuentra aquí. A él había confiado mirar por las demás cosas.
Holmes dirigió los ojos hacia mí y enarcó sardónico las cejas.
—Con dos tipos como usted y Lestrade en la brecha, no sé qué va a pintar aquí una tercera persona —repuso. Halagado, Gregson frotó una mano contra la otra.
—Creo que hemos hecho todo lo hacedero —dijo—; aunque, tratándose de un caso extraño, imaginé que le interesaría echar un vistazo.
—¿Se llegó usted aquí en coche? —preguntó Sherlock Holmes.
—No.
—¿Tampoco Lestrade?
—Tampoco.
—Vamos entonces a dar una vuelta por la habitación.
Tras este extemporáneo enunciado, entró en la casa seguido de Gregson, en cuyo rostro se dibujaba la más completa sorpresa.
Un corto pasillo, polvoriento y con el entarimado desnudo, conducía a la cocina y demás dependencias. Dos puertas se abrían a sendos lados. Una llevaba, evidentemente, varias semanas cerrada. La otra daba al comedor, escenario del misterioso hecho ocurrido. Allí se dirigió Holmes, y yo detrás de él, presa el corazón del cauteloso sentimiento que siempre inspira la muerte.
Se trataba de una gran pieza cuadrada cuyo tamaño aparecía magnificado por la absoluta ausencia de muebles. Un papel vulgar y chillón ornaba los tabiques, enmohecido a trechos y deteriorado de manera que las tiras desgarradas y colgantes dejaban de vez en cuando al desnudo el rancio yeso subyacente. Frente por frente de la puerta había una ostentosa chimenea, rematada por una repisa que quería figurar mármol blanco. A uno de los lados de la repisa se erguía el muñón rojo de una vela de cera. Sólo una ventana se abría en aquellos muros, tan sucia que la luz por ella filtrada, tenue e incierta, daba a todo un tinte grisáceo, intensificado por la espesa capa de polvo que cubría la estancia.
De estos detalles que aquí pongo me percaté más tarde. Por lo pronto mi atención se vio solicitada por la triste, solitaria e inmóvil figura que yacía extendida sobre el entarimado, fijos los ojos inexpresivos y ciegos en el techo sin color. Se trataba de un hombre de cuarenta y tres o cuarenta y cuatro años, de talla mediana, ancho de hombros, rizado el hirsuto pelo negro, y barba corta y áspera. Gastaba levita y chaleco de grueso velarte, pantalones claros, y puños y cuello de camisa inmaculados. A su lado, en el suelo, se destacaba la silueta de una pulcra y bien cepillada chistera. Los puños cerrados, los brazos abiertos y la postura de las piernas, trabadas una con otra, sugerían un trance mortal de peculiar dureza. Sobre el rostro hierático había dibujado un gesto de horror, y, según me pareció, de odio, un odio jamás visto en ninguna otra parte. Esta contorsión maligna y terrible, en complicidad con la estrechez de la frente, la chatedad de la nariz y el prognatismo pronunciado daban al hombre muerto un aire simiesco, tanto mayor cuanto que aparecía el cuerpo retorcido y en insólita posición. He contemplado la muerte bajo diversas apariencias, todas, sin embargo, más tranquilizadoras que la ofrecida por esa siniestra y oscura habitación a orillas de la cual discurría una de las grandes arterias del Londres suburbial.
Lestrade, flaco y con su aire de animal de presa, estaba en pie junto al umbral, desde donde nos dio la bienvenida a mi amigo y a mí.
—Este caso va a traer cola —observó—. No se le compara ni uno sólo de los que he visto antes, y llevo tiempo en el oficio.
—¿Alguna pista? —dijo Gregson.
—En absoluto —repuso Lestrade.
Sherlock Holmes se aproximó al cuerpo, e hincándose de rodillas lo examinó cuidadosamente.
—¿Están seguros de que no tiene ninguna herida? —inquirió al tiempo que señalaba una serie de manchas y salpicaduras de sangre en torno al cadáver.
—¡Desde luego! —clamaron los detectives.
—Entonces, cae de por sí que esta sangre pertenece a un segundo individuo... Al asesino, en el supuesto de que se haya perpetrado un asesinato. Me vienen a las mientes ciertas semejanzas de este caso con el de la muerte de Van Jansen, en Utrecht, allá por el año treinta y cuatro. ¿Recuerda usted aquel suceso, Gregson?
—No.
—No deje entonces de acudir a los archivos. Nada hay nuevo bajo el sol... Cada acto o cada cosa tiene un precedente en el pasado.
Al tiempo sus ágiles dedos volaban de un lado para otro, palpando, presionando, desabrochando, examinando, mientras podía apreciarse en los ojos esa expresión remota a la que antes he aludido. Tan presto llegó el reconocimiento a término, que nadie hubiera podido adivinar su exactitud exquisita. La operación de aplicar la nariz a los labios del difunto, y una ojeada a las botas de charol, pusieron el punto final.