Read Estudio en Escarlata Online
Authors: Arthur Conan Doyle
»—¡Canalla! —exclamó, enarbolando su bastón—. ¡Voy a enseñarte yo a ofender a una chica honesta!
»Estaba tan excitado que sospecho que hubiera molido a Drebber a palos, de no poner el miserable pies en polvorosa. Corrió hasta la esquina, y viendo entonces mi coche, hizo ademán de llamarlo, saltando después a su interior.
»—Al Halliday´s Private —dijo.
»Viéndolo ya dentro sentí tal pálpito de gozo que temí que en ese instante último pudiera estallar mi aneurisma. Apuré la calle con lentitud, mientras reflexionaba sobre el curso a seguir. Podía llevarlo sin más a las afueras y allí, en cualquier camino, celebrar mi postrer entrevista con él. Casi tenía decidido tal cuando Drebber me brindó otra solución. Se había apoderado nuevamente de él el delirio de la bebida, y me ordenó que le condujera a una taberna. Ingresó en ella tras haberme dicho que aguardara por él. No acabó hasta la hora de cierre, y para entonces estaba tan borracho que me supe dueño absoluto de la situación.
»No piensen que figuraba en mi proyecto asesinarlo a sangre fría. No hubiese vulnerado con ello la más estricta justicia, mas me lo vedaba, por así decirlo, el sentimiento. Desde tiempo atrás había determinado no negarle la oportunidad de seguir vivo, siempre y cuando supiera aprovecharla. Entre los muchos trabajos que he desempeñado en América se cuenta el de conserje y barrendero en un laboratorio de York College. Un día el profesor, hablando de venenos, mostró a los estudiantes cierta sustancia, a la que creo recordar que dio el nombre de alcaloide, y que había extraído de una flecha inficionada por los indios sudamericanos. Tan fuerte era su efecto que un solo gramo bastaba a producir la muerte instantánea. Eché el ojo a la botella donde guardaba la preparación, y cuando todo el mundo se hubo ido, cogí un poco para mí. No se me da mal el oficio de boticario; con el alcaloide fabriqué unas píldoras pequeñas y solubles, que después coloqué en otros tantos estuches junto a unas réplicas de idéntico aspecto, mas desprovistas de veneno. Decidí que, llegado el momento, esos caballeros extrajeran una de las píldoras, dejándome a mí las restantes. El procedimiento era no menos mortífero y, desde luego, más sigiloso, que disparar con una pistola a través de un pañuelo. Desde entonces nunca me separaba de mi precioso cargamento, al que ahora tenía ocasión de dar destino.
»Más cerca estábamos de la una que de las doce, y la noche era de perros, huracanada y metida en agua. Con lo desolado del paisaje aledaño contrastaba mi euforia interior, tan intensa que había de contenerme para no gritar. Quien quiera de ustedes que haya anhelado una cosa, y por espacio de veinte años porfiado en anhelarla, hasta que de pronto la ve al alcance de su mano, comprenderá mi estado de ánimo. Encendí un cigarro para calmar mis nervios, mas me temblaban las manos y latían las sienes de pura excitación. Conforme guiaba el coche pude ver al viejo Ferrier y a la dulce Lucy mirándome desde la oscuridad y sonriéndome, con la misma precisión con que les veo ahora a ustedes. Durante todo el camino me dieron escolta, cada uno a un lado del caballo, hasta la casa de Brixton Road.
»No se veía un alma ni llegaba al oído el más leve rumor, quitando el menudo de la lluvia. Al asomarme a la ventana del carruaje avisté a Drebber, que, hecho un lío, se hallaba entregado al sueño del beodo. Lo sacudí por un brazo.
»—Hemos llegado —dije.
»—Está bien, cochero —repuso.
»Supongo que se imaginaba en el hotel cuya dirección me había dado, porque descendió dócilmente y me siguió a través del jardín. Hube de ponerme a su flanco para tenerle derecho, pues estaba aún un poco turbado por el alcohol. Una vez en el umbral, abrí la puerta y penetramos en la pieza del frente. Le doy mi palabra de honor que durante todo el trayecto padre e hija caminaron juntos delante de nosotros.
»—Está esto oscuro como boca de lobo —dijo, andando a tientas.
»—Pronto tendremos luz —repuse, al tiempo que encendía una cerilla y la aplicaba a una vela que había traído conmigo—. Ahora, Enoch Drebber —añadí levantando la candela hasta mi rostro—, intente averiguar quién soy yo.
»Me contempló un instante con sus ojos turbios de borracho, en los que una súbita expresión de horror, acompañada de una contracción de toda la cara, me dio a entender que en mi hombre se había obrado una revelación. Retrocedió vacilante, dando diente con diente y lívido el rostro, mientras un sudor frío perlaba su frente. Me apoyé en la puerta y lancé una larga y fuerte carcajada. Siempre había sabido que la venganza sería dulce, aunque no todo lo maravillosa que ahora me parecía.
»—¡Miserable! —dije—. He estado siguiendo tu pista desde Salt Lake City hasta San Petersburgo, sin conseguir apresarte. Por fin han llegado tus correrías a término, porque ésta será, para ti o para mí, la última noche.
»Reculó aún más ante semejantes palabras, y pude adivinar, por la expresión de su cara, que me creía loco. De hecho, lo fui un instante. El pulso me latía en las sienes como a redobles de tambor, y creo que habría sufrido un colapso a no ser porque la sangre, manando de la nariz, me trajo momentáneo alivio.
»—¿Qué piensas de Lucy Ferrier ahora? —grité, cerrando la puerta con llave y agitando ésta ante sus ojos—. El castigo se ha hecho esperar, pero ya se cierne sobre ti.
»Vi temblar sus labios cobardes. Habría suplicado por su vida, de no saberlo inútil.
»—¿Va a asesinarme? —balbució.
»—¿Asesinarte? —repuse—. ¿Se asesina acaso a un perro rabioso? ¿Te preocupó semejante cosa cuando separaste a mi pobre Lucy de su padre recién muerto para llevarla a tu maldito y repugnante harén?
»—No fui yo autor de esa muerte —gritó.
»—Pero sí partiste por medio un corazón inocente —dije, mostrándole la caja de las pastillas—. Que el Señor emita su fallo. Toma una y trágala. En una habita la muerte, en otra la salvación. Para mí será la que tú dejes. Veremos si existe justicia en el mundo o si gobierna a éste el azar.
»Cayó de hinojos pidiendo a gritos perdón, mas yo desenvainé mi cuchillo y lo allegué a su garganta hasta que me hubo obedecido. Tragué entonces la otra píldora, y durante un minuto o más estuvimos mirándonos en silencio, a la espera de cómo se repartía la Suerte. ¿Podré olvidar alguna vez la expresión de su rostro cuando, tras las primeras convulsiones, supo que el veneno obraba ya en su organismo? Reí al verlo, mientras sostenía a la altura de sus ojos el anillo de compromiso de Lucy. Fue breve el episodio, ya que el alcaloide actúa con rapidez. Un espasmo de dolor contrajo su cara; extendió los brazos, dio unos tumbos, y entonces, lanzando un grito, se derrumbó pesadamente sobre el suelo. Le di la vuelta con el pie y puse la mano sobre su corazón. No observé que se moviera. ¡Estaba muerto!
»La sangre había seguido brotando de mi nariz, sin que yo lo advirtiera. No sé decirles qué me indujo a dibujar con ella esa inscripción. Quizá fuera la malicia de poner a la policía sobre una pista falsa, ya que me sentía eufórico y con el ánimo ligero. Recordé que en Nueva York había sido hallado el cuerpo de un alemán con la palabra «Rache» escrita sobre la pared, y se me hicieron presentes las especulaciones de la prensa atribuyendo el hecho a las sociedades secretas. Supuse que en Londres no suscitaría el caso menos confusión que en Nueva York, y mojando un dedo en mi sangre, grabé oportunamente el nombre sobre uno de los muros. Volví después a mi coche y comprobé que seguía la calle desierta y rugiente la noche. Llevaba hecho algún camino cuando, al hundir la mano en el bolsillo en que solía guardar el anillo de Lucy, lo eché en falta. Sentí que me fallaba el suelo debajo de los pies, pues no me quedaba de ella otro recuerdo. Pensando que acaso lo había perdido al reclinarme sobre el cuerpo de Drebber, volví grupas y, tras dejar el coche en una calle lateral, retorné decidido a la casa. Cualquier peligro me parecía pequeño, comparado al de perder el anillo. Llegado allí casi me doy de bruces con el oficial, que justo entonces salía del inmueble, y sólo pude disipar sus sospechas fingiéndome mortalmente borracho.
»De la manera dicha encontró Enoch Drebber la muerte.
»Sólo me restaba dar idéntico destino a Stangerson y saldar así la deuda de John Ferrier. Sabiendo que se alojaba en el Halliday’s Private, estuve al acecho todo el día, sin avistarlo un instante. Imagino que entró en sospechas tras la incomparecencia de Drebber. Era astuto ese Stangerson y difícil de coger desprevenido. No sé si creyó que encerrándose en el hotel me mantenía a raya, mas en tal caso se equivocaba. Pronto averigüé qué ventana daba a su habitación, y a la mañana siguiente, sirviéndome de unas escaleras que había arrumbadas en una callejuela tras el hotel, penetré en su cuarto según rayaba el día. Lo desperté y le dije que había llegado la hora de responder por la muerte cometida tanto tiempo atrás. Le describí lo acontecido con Drebber, poniéndole después en el trance de la píldora envenenada. En vez de aprovechar esa oportunidad que para salvar el pellejo le ofrecía, saltó de la cama y se arrojó a mi cuello. En propia defensa, le atravesé el corazón de una cuchillada. De todos modos, estaba sentenciado, ya que jamás hubiera sufrido la providencia que su mano culpable eligiese otra píldora que la venenosa.
»Poco más he de añadir, y por suerte, ya que me acabo por momentos. Seguí en el negocio del coche un día más o menos, con la idea de ahorrar lo bastante para volver a América. Estaba en las caballerizas cuando un rapaz harapiento vino preguntando por un tal Jefferson Hope, cuyo vehículo solicitaban en el 221 B de Baker Street. Acudí a la cita sin mayores recelos, y el resto es de ustedes conocido: el joven aquí presente me plantó sus dos esposas, con destreza asombrosa. Tal es la historia. Quizá me tengan por un asesino, pero yo estimo, señores, que soy un mero ejecutor de la justicia, en no menor medida que ustedes mismos.
Tan emocionante había asido el relato, y con tal solemnidad dicho, que permanecimos en todo instante mudos y pendientes de lo que oíamos. Incluso los dos detectives profesionales, hechos como estaban a cuanto se relaciona con el crimen, semejaban fascinados por la historia. Cuando ésta hubo terminado se produjeron unos minutos de silencio, roto tan sólo por el lápiz de Lestrade al rasgar el papel en que iban quedando consignados los últimos detalles de su informe escrito.
—Sobre un solo punto desearía que se extendiese usted un poco más —dijo al fin Sherlock Holmes—. ¿Qué cómplice de usted vino en busca del anillo anunciado en la prensa?
El prisionero hizo un guiño risueño a mi amigo.
—Soy dueño de decir mis secretos, no de comprometer a un tercero. Leí su anuncio y pensé que podía ser una trampa, o también la ocasión de recuperar el anillo que buscaba. Mi amigo se ofreció a descubrirlo. Admitirá que no lo hizo mal.
—¡Desde luego!—repuso Holmes con vehemencia.
—Y ahora, caballeros —observó gravemente el inspector—, ha llegado el momento de cumplir lo que la ley estipula. El jueves comparecerá el preso ante los magistrados, siendo además necesaria la presencia de ustedes. Mientras tanto, yo me hago cargo del acusado.
Mientras esto decía hizo sonar una campanilla, a cuya llamada dos guardianes tomaron para sí al prisionero. Mi amigo y yo abandonamos la comisaría, cogiendo después un coche en dirección a Baker Street.
Teníamos orden de comparecer frente a los magistrados el jueves, mas llegada esa fecha fue ya inútil todo testimonio. Un juez más alto se había hecho cargo del caso, convocando a Jefferson Home a un tribunal donde, a buen seguro, le sería aplicada estricta justicia. La misma noche de la captura hizo crisis su aneurisma, y a la mañana siguiente fue encontrado el cuerpo sobre el suelo de la celda; en el rostro había impresa una sonrisa de placidez, como la de quien, volviendo la cabeza atrás, contempla en el último instante una vida útil o un trabajo bien hecho.
—Gregson y Lestrade han de estar tirándose de los cabellos —observó Holmes cuando a la tarde siguiente discutíamos sobre el asunto.
—Muerto su hombre, ¿quién les va a dar ahora publicidad?
—No veo que interviniesen grandemente en su captura —repuso.
—Poco importa que una cosa se haga —replicó mi compañero con amargura—. La cuestión está en hacer creer a la gente que la cosa se ha hecho. Mas vaya lo uno por lo otro —añadió poco después, ya de mejor humor—. No me habría perdido la investigación por nada del mundo. No alcanzo a recordar caso mejor que éste. Aun siendo simple, encerraba puntos sumamente instructivos.
—¡Simple! —exclamé.
—Bien, en realidad, apenas si admite ser descrito de distinto modo —dijo Sherlock Holmes, regocijado de mi sorpresa—. La prueba de su intrínseca simpleza está en que, sin otra ayuda que unas pocas deducciones en verdad nada extraordinarias, puse mano al criminal en menos de tres días.
—Cierto —dije.
—Ya le he explicado otras veces que en esta clase de casos lo extraordinario constituye antes que un estorbo, una fuente de indicios. La clave reside en razonar a la inversa, cosa, sea dicho de paso, tan útil como sencilla, y poquísimo practicada. Los asuntos diarios nos recomiendan proceder de atrás adelante, de donde se echa en olvido la posibilidad contraria. Por cada cincuenta individuos adiestrados en el pensamiento sintético, no encontrará usted arriba de uno con talento analítico.
—Confieso —afirmé— que no consigo comprenderle del todo.
—No esperaba otra cosa. Veamos si logro exponérselo más a las claras. Casi todo el mundo, ante una sucesión de hechos, acertará a colegir qué se sigue de ellos... Los distintos acontecimientos son percibidos por la inteligencia, en la que, ya organizados, apuntan a un resultado. A partir de éste, sin embargo, pocas gentes saben recorrer el camino contrario, es decir, el de los pasos cuya sucesión condujo al punto final. A semejante virtud deductiva llamo razonar hacia atrás o analíticamente.
—Comprendo.
—Pues bien, nuestro caso era de esos en que se nos da el resultado, restando todo lo otro por adivinar. Permítame mostrarle las distintas fases de mi razonamiento. Empecemos por el principio... Como usted sabe, me aproximé a la casa por mi propio pie, despejada la mente de todo supuesto o impresión precisa. Comencé, según era natural, por inspeccionar la carretera, donde, ya se lo he dicho, vi claramente las marcas de un coche, al que por consideraciones puramente lógicas supuse llegado allí de noche. Que era en efecto un coche de alquiler y no particular, quedaba confirmado por la angostura de las rodadas. Los caballeros en Londres usan un cabriolé, cuyas ruedas son más anchas que las del carruaje ordinario.