Espía de Dios (21 page)

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Authors: Juan Gómez-Jurado

Tags: #thriller

BOOK: Espía de Dios
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Un
gelatti
en la Plaza de San Pedro. Mamá y papá de limón, y Paola de chocolate y fresa. Los peregrinos cantan, hay alegría en el ambiente. La mano de papá, fuerte y rugosa. Me encanta cogerle de los dedos y caminar mientras la tarde cae. Miramos hacia la chimenea, y vemos la fumata blanca. Papá me alza sobre su cabeza y ríe y su risa es lo mejor del mundo. A mi se me cae el helado y lloro pero papá ríe más aún y me promete que me comprará otro. Lo comeremos a la salud del Obispo de Roma, dice.

—Se eligió en breve espacio de tiempo a dos papas, ya que el sucesor de Pablo VI, Juan Pablo I, murió repentinamente a los treinta y tres días de su elección. Hubo un segundo cónclave, en el que salió elegido Juan Pablo II. En aquella época los cardenales se alojaban en minúsculas celdas alrededor de la Capilla Sixtina. Sin comodidades y sin aire acondicionado, y con el verano romano como convidado de piedra, algunos de los cardenales más ancianos pasaron un verdadero calvario. Uno de ellos tuvo que ser atendido de urgencia. Después de calzarse las Sandalias del Pescador, Wojtyla se juró a sí mismo que dejaría preparado el terreno para que, a su muerte, nada de eso volviera a ocurrir. Y el resultado es éste edificio.
Dottora
, ¿me está escuchando?

Paola regresó de su ensoñación con gesto culpable.

—Lo lamento, estaba perdida en mis recuerdos. No volverá a ocurrir.

En aquel momento regresó Dante, que se había adelantado para buscar al responsable de la Domus. Paola notó como rehuía al sacerdote, suponía que para evitar la confrontación. Ambos se hablaban con fingida normalidad, pero ahora ya tenía serias dudas de que Fowler le hubiera dicho la verdad cuando había sugerido que la rivalidad se circunscribía a los celos de Dante. Por ahora, y aunque el equipo se mantuviera unido con alfileres, lo mejor que podía hacer era unirse a la farsa e ignorar el problema. Algo que a Paola nunca se le había dado demasiado bien.

El superintendente venía acompañado de una religiosa bajita, sonriente y sudorosa, enfundada en un hábito negro. Se presentó como la hermana Helena Tobina, de Polonia. Era la directora del centro y les hizo un diligente resumen de las obras de reforma que allí habían tenido lugar. Se llevaron a cabo en varios tramos, el último de los cuales había concluido en 2003. Subieron una escalinata amplia, de relucientes escalones. El edificio estaba distribuido en plantas de largos pasillos y gruesas moquetas. A los lados estaban las habitaciones.

—Son ciento seis suites y veintidós habitaciones individuales —presumió la hermana al llegar al primer piso. Todo el mobiliario data de varios siglos atrás, y consiste en valiosos muebles donados por familias italianas o alemanas.

La religiosa abrió la puerta de una de las habitaciones. Era un espacio amplio, de unos veinte metros cuadrados, con suelos de parqué y una bella alfombra. La cama era también de madera, y tenía un bello cabecero repujado. Un armario empotrado, un escritorio y un baño completo completaban la habitación.

—Ésta es la estancia de uno de los seis cardenales que no han llegado aún. Los otros ciento nueve ya están ocupando sus habitaciones —aclaró la hermana.

La inspectora pensó que al menos dos de los ausentes no iban a aparecer jamás.

—¿Están seguros aquí los cardenales, hermana Helena? —inquirió Paola con precaución. No sabía hasta qué punto la monja estaba al corriente del peligro que acechaba a los purpurados.

—Muy seguros, hija mía, muy seguros. El edificio sólo tiene un acceso, custodiado permanentemente por dos guardias suizos. Hemos mandado retirar los teléfonos de las habitaciones, y también los televisores.

Paola se extrañó de la medida.

—Los cardenales están incomunicados durante el Cónclave. Sin teléfono, sin móvil, sin radio, sin televisión, sin periódicos, sin Internet. Ningún contacto con el exterior bajo pena de excomunión —le aclaró Fowler—. Órdenes de Juan Pablo II, antes de morir.

—Pero no será nada fácil conseguir aislarles completamente, ¿verdad, Dante?

El superintendente sacó pecho. Le encantaba presumir de las hazañas de su organización como si las llevara a cabo personalmente.

—Verá,
ispettora
, contamos con la última tecnología en inhibidores de señal.

—No estoy familiarizada con la jerga de los espías. Explíquese.

—Disponemos de unos equipos electrónicos que han creado dos campos electromagnéticos. Uno aquí y otra en la Capilla Sixtina. En la práctica son como dos paraguas invisibles. Debajo de ellos no funciona ningún dispositivo que requiera contacto con el exterior. Tampoco puede atravesarlos un micrófono direccional ni ningún aparato espía. Compruebe su teléfono móvil.

Paola lo hizo y vio que efectivamente no tenía cobertura. Salieron al pasillo. Nada, no había señal.

—¿Y qué hay de la comida?

—Se prepara aquí mismo, en las cocinas —dijo la hermana Helena, con orgullo—. El personal está formado por diez religiosas, que son las que atienden en el turno de día los diversos servicios de la Domus Sancta Marthae. Por la noche sólo se queda el personal de recepción, por si hubiera alguna emergencia. Nadie está autorizado a estar en el interior de la Domus, sólo los cardenales.

Paola abrió la boca para hacer una pregunta, pero se le quedó a media garganta. Le interrumpió un alarido horrible que llegó del piso de arriba.

Domus Sancta Marthae

Piazza Santa Marta, 1

Jueves, 7 de abril de 2005. 16:31

Ganarse su confianza para entrar en la habitación había sido fácil. Ahora el cardenal tenía tiempo para lamentar ese error, y su lamento se escribía con letras de dolor. Karoski le realizó un nuevo corte con la navaja en el pecho desnudo.

—Tranquilo, Eminencia. Ya falta menos.

La víctima se debatía con movimientos cada vez más débiles. La sangre que empapaba la colcha y que goteaba pastosa sobre la alfombra persa se llevaba sus fuerzas. Pero en ningún momento perdió la consciencia. Sintió todos los golpes y todos los cortes.

Karoski terminó su obra en el pecho. Con orgullo de artesano contempló lo que había escrito. Sujetó la cámara con pulso firme y capturó el momento. Era imprescindible tener un recuerdo. Por desgracia allí no podía usar la videocámara digital, pero aquella cámara desechable, de funcionamiento puramente mecánico, cumplía estupendamente. Mientras pasaba el rollo con el pulgar para realizar otra foto, se burló del cardenal Cardoso.

—Salude, Eminencia. Ah, claro, no puede usted. Le quitaré la mordaza, ya que necesito de su «don de lenguas».

Karoski se rió él solo de su macabro chiste. Dejó la cámara y le mostró al cardenal el cuchillo mientras sacaba su propia lengua en gesto burlón. Y cometió su primer error. Comenzó a desatar la mordaza. El purpurado estaba aterrorizado, pero no tan exánime como las otras víctimas. Reunió las pocas fuerzas que le quedaban y exhaló un alarido terrible que resonó por los pasillos de la Domus Sancta Marthae.

Domus Sancta Marthae

Piazza Santa Marta, 1

Jueves, 7 de abril de 2005. 16:31

Cuando escuchó el grito, Paola reaccionó inmediatamente. Le indicó con un gesto a la monja que se quedara donde estaba y subió los peldaños de tres en tres mientras sacaba la pistola. Fowler y Dante le seguían un escalón por detrás, y las piernas de los tres casi chocaban en su esfuerzo por subir los peldaños a toda velocidad. Al llegar al piso de arriba se detuvieron, desconcertados. Estaban en el centro de un pasillo largo lleno de puertas.

—¿En cuál ha sido? —dijo Fowler.

—Mierda, eso me gustaría saber a mí. No se separen, caballeros —dijo Paola— Podría ser él, y es un cabrón muy peligroso.

Paola escogió la izquierda, el lado contrario al del ascensor. Creyó oír un ruido en la habitación 56. Pegó el oído a la madera, pero Dante le indicó con la mano que se apartara. El robusto superintendente hizo un gesto a Fowler y ambos embistieron la puerta, que se abrió sin dificultad. Los dos policías entraron de golpe, Dante apuntando al frente y Paola hacia los lados. Fowler se quedó en la puerta, con las manos a la altura del pecho.

Sobre la cama había un cardenal. Estaba muy pálido y muerto de miedo, pero intacto. Les miró asustado, levantando las manos.

—No me hagan daño, por favor.

Dante miró a todas partes y bajó la pistola.

—¿Dónde ha sido?

—Creo que en la habitación de al lado —dijo apuntando con un dedo, pero sin bajar las manos.

Salieron al pasillo de nuevo. Paola se colocó a un lado de la puerta 57 y Dante y Fowler repitieron el numerito del ariete humano. La primera vez los hombros de ambos se llevaron un buen golpe, pero la cerradura no cedió. A la segunda embestida saltó con un tremendo crujido.

Sobre la cama había un cardenal. Estaba muy pálido y muy muerto, pero la habitación estaba vacía. Dante la cruzó en dos pasos y miró en el cuarto de baño. Meneó la cabeza. En ese momento sonó otro grito.

—¡Socorro! ¡Ayuda!

Los tres salieron atropelladamente del cuarto. Al fondo del pasillo, del lado del ascensor, un cardenal estaba tirado en el suelo, con la ropa hecha un ovillo. Fueron hasta él a toda velocidad. Paola llegó primero y se arrodilló a su lado, pero el cardenal ya se levantaba.

—¡Cardenal Shaw! —dijo Fowler, reconociendo a su compatriota.

—Estoy bien, estoy bien. Sólo me ha empujado. Se ha ido por ahí —dijo señalando una puerta metálica, diferente a las de las habitaciones.

—Quédese con él, padre.

—Tranquilos, estoy bien. Cojan a ese fraile impostor —dijo el cardenal Shaw.

—¡Vuelva a su habitación y cierre la puerta! —le gritó Fowler.

Los tres cruzaron la puerta del fondo del pasillo y salieron a una escalera de servicio. Olía a humedad y a podrido por debajo de la pintura de las paredes. El hueco de la escalera estaba mal iluminado.

Perfecto para una emboscada
, pensó Paola.
Karoski aún tiene el arma de Pontiero. Podría estar esperándonos en cualquiera de los recodos y volarnos la cabeza al menos a dos de nosotros antes de que nos diéramos cuenta
.

Y a pesar de eso, bajaron atropelladamente los escalones, no sin tropezar más de una vez. Siguieron las escaleras hasta el sótano, un nivel por debajo de la calle, pero la puerta allí estaba cerrada con un grueso candado.

—Por aquí no ha salido.

Volvieron sobre sus pasos. En el piso anterior oyeron ruidos. Atravesaron la puerta y salieron directamente a las cocinas. Dante se adelantó a la criminalista y entró el primero, el dedo en el gatillo y el cañón apuntando hacia delante. Tres monjas dejaron de trastear entre las sartenes y les contemplaron con los ojos como platos.

—¿Ha pasado alguien por aquí? —les gritó Paola.

No respondieron. Siguieron mirando hacia delante con ojos bovinos. Una de ellas incluso siguió partiendo judías sobre un puchero, ignorándola.

—¡Que si ha pasado alguien por aquí! ¡Un fraile!—repitió la criminalista.

Las monjas se encogieron de hombros. Fowler le puso una mano en el brazo.

—Déjelas. No hablan italiano.

Dante siguió la cocina hasta el final y se encontró con una puerta metálica de unos dos metros de ancho. Tenía un aspecto muy sólido. Intentó abrirla sin éxito. Le señaló la puerta a una de las monjas, mostrando a la vez su identificación del Vaticano. La religiosa se acercó hasta el superintendente e introdujo una llave en un cajetín disimulado en la pared. La puerta se abrió con un zumbido. Daba a la calle lateral de la plaza de Santa Marta. Frente a ellos estaba el Palacio de San Carlos.

—¡Mierda! ¿No dijo la monja que la Domus sólo tenía un acceso?

—Pues ya ve,
ispettora
. Son dos —dijo Dante.

—Volvamos sobre nuestros pasos.

Corrieron escaleras arriba, partiendo desde el vestíbulo y llegaron hasta el último piso. Allí encontraron unos escalones que llevaban a la azotea. Pero al alcanzar la puerta descubrieron que estaba cerrada a cal y canto.

—Por aquí tampoco ha podido salir nadie.

Rendidos, se sentaron allí mismo, en la mugrienta y estrecha escalera que daba a la azotea. Respiraban como fuelles.

—¿Se habrá escondido en una de las habitaciones? —dijo Fowler.

—No lo creo. Seguramente se haya escabullido —dijo Dante.

—Pero ¿por dónde?

—Seguramente por la cocina, en un descuido de las monjas. No hay otra explicación. Las demás puertas tienen candados o están protegidas, como la entrada principal. Por las ventanas es imposible, sería demasiado riesgo. Los agentes de la
Vigilanza
patrullan la zona cada pocos minutos ¡y estamos a plena luz del día, por Dios Santo!

Paola estaba furiosa. Si no estuviera tan cansada después de la carrera escaleras arriba y abajo la hubiera emprendido a patadas con las paredes.

—Dante, pida ayuda. Que acordonen la plaza.

El superintendente negó con la cabeza, desesperado. Tenía la frente empapada de sudor, que le caía en gotas turbias sobre su sempiterna cazadora de cuero. El pelo, siempre bien peinado, estaba sucio y encrespado.

—¿Cómo quiere que llame, preciosa? En éste puto edificio no funciona nada. No hay cámaras en los pasillos, no funcionan los teléfonos ni los móviles ni los walkie talkies. Nada más complicado que una puta bombilla, nada que requiera de ondas o de unos y ceros para funcionar. Como no mande una paloma mensajera…

—Para cuando baje ya estará lejos. En el Vaticano un fraile no llama la atención, Dicanti —dijo Fowler.

—¿Me puede explicar alguien cómo coño ha escapado de esa habitación? Es un tercer piso, las ventanas estaban cerradas y hemos tenido que reventar la puta puerta. Todos los accesos al edificio estaban custodiados o cerrados —dijo golpeando repetidas veces con la palma abierta en la puerta de la azotea, que desprendió un ruido sordo y una nubecilla de polvo.

—Estábamos tan cerca —dijo Dante.

—Joder. Joder, joder y joder. ¡Le teníamos!

Fue Fowler quien constató la terrible verdad, y sus palabras resonaron en los oídos de Paola como una pala rascando una lápida.

—Ahora lo que tenemos es otro muerto,
dottora
.

Domus Sancta Marthae

Piazza Santa Marta, 1

Jueves, 7 de abril de 2005. 16:31

—Hay que hacer las cosas con discreción —dijo Dante.

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