Esperándolo a Tito y otros cuentos de fútbol (11 page)

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Authors: Eduardo Sacheri

Tags: #Cuento, Relato

BOOK: Esperándolo a Tito y otros cuentos de fútbol
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El técnico, fuera ya de sus cabales, lo insultaba en escalas polícromas y lo conminaba a largarla y a volverse. El iluso no sabía que López corría irrevocable a su destino, o al menos a uno de todos los destinos que habitan la vida de un hombre. Cuando al fin le salió el volante central López le amagó por dentro y se le escabulló por el callejón del diez. Pero en su apuro inexperto la tiró algo larga, de modo que el ocho de ellos se le vino al humo, seguro de llegar primero. Para entonces el técnico acababa de cruzar el umbral del desconsuelo. López había pasado a dos contrarios, pero había metido tal desbarajuste en los relevos que nadie sabía donde cuernos pararse. No estaban listos para eso. López nunca había subido. Retacón como era, no servía para ir a buscar los centros. De modo que el otro central trataba de acomodar a los dos laterales, en la seguridad de que el contraataque era inminente y los iba a agarrar papando moscas; mientras los volantes chillaban pidiendo una pelota ya definitivamente perdida.

Pese a todo, y cuando el marcador se lanzaba con los botines de punta, López adelantó la diestra con la presteza de un delantero consumado y empujó con lo justo el balón un metro escaso. Sintió el dolor inconfundible de un tobillo aplastado bajo los tapones del rival, pero ni siquiera sopesó la posibilidad de detenerse. Ahora corría cerca de la raya, y de vez en cuando la alejaba de la línea con sutiles toques de una zurda que hasta entonces le había servido sólo para apretar el embrague. Eufórico, seguro de sí, estiró el brazo derecho, señalando la extensa pampa abierta a las espaldas del marcador de punta. «Carucha» Pontón, el win izquierdo, le entendió la seña y salió disparado. López, sin mirarlo, le puso una pelota inaudita con la cara externa del pie derecho, para que la bola pasase por fuera del marcador e hiciese la comba volviendo hacia la cancha, justo a tiempo para que Carucha la cazara, al vuelo, y picara hasta el fondo bien habilitado.

Por primera vez en su vida, López encorvó el cuerpo y se lanzó en velocidad hacia el área. Uno de los centrales le hizo el honor de pretender sacarlo con el cuerpo. Pero López no era uno de esos contrahechos que suelen jugar de nueve para no transpirar ni despeinarse. Se lo sacó de encima con un par de forcejeos del brazo izquierdo. Mientras seguía lanzado en su carrera entendió que había elegido bien a quién lanzar el pelotazo: Carucha, Dios lo bendiga, estaba llegando al banderín y sacudiendo la cabeza buscándolo a él, a López, al seis, al último hombre de toda la vida, para que la mandara guardar de una buena vez por todas. No buscaba a esos amargos pseudo infalibles de corazón tibio que se consideran elegidos para el terso destino de la delantera. No, nada de eso. Lo buscaba a él, a López, al burro de carga, al percherón del lechero, para que tentara el destino de convertir un gol de hazaña.

Deslumbrado, como un recién nacido, López cruzó como una exhalación la medialuna del área. Dio dos pasos y se elevó en el aire. Sintió las gotas de lluvia en el rostro. Sintió la luz de los flashes. Sintió la bocina de un tren que pasaba por detrás de la popular visitante. Y sintió la caricia abrupta del balón impactándole en la frente, abandonándolo rumbo al arco, dejándole una mancha de barro sobre la ceja, cerrándole para siempre la puerta al miedo y al olvido. Termino mi relato aquí, temiendo que algún lector futbolero se sienta defraudado al desconocer el destino final del cabezazo. No voy a rematar la historia apuntando si el balón se colgó de un ángulo, o si salió ocho metros por encima del travesaño. Si me explayo en esa materia estaré distrayendo la atención hacia un detalle intrascendente. Lo inolvidable, lo sagrado para mí, que estuve presente en la noche final en que López decidió cortar la soga, es su imagen al volver desde el área contraria. Sereno. Feliz. Altivo. La camiseta fuera del pantalón. Las medias bajas. El barro en las pantorrillas. Y una mirada absorta, emocionada, enternecida en la intuición de su libertad recién alumbrada. Una mirada sin destino fijo, apoyada en todo caso en un punto cualquiera del horizonte; de esas que los hombres sólo usan para mirarse a sí mismos.

Ángel cabeceador

Estimado Sr. Zalazar:

Acá le contesto la carta que me mandó con fecha 12 de diciembre del año pasado. Ya sé que pasaron cinco meses. Tal vez usted pensó que tampoco en mi caso tendría suerte. Pero no, mi amigo. Yo sí estuve presente en aquella ocasión. Lo que ha sucedido es que estuve pensando mucho si escribirle o no escribirle. Y recién ahora me decidí por la afirmativa.

Tuve que sopesar varias cosas. Primero, los años transcurridos. Son casi sesenta. Cincuenta y nueve para ser exactos. Y de entrada tuve miedo de haberme olvidado casi todo. Pero cuando fueron pasando los días, y me sentaba en la galería a matear releyendo su misiva, me percaté de que me acordaba hasta de los detalles más insignificantes. Pero el asunto de la memoria no era lo principal, Dios me libre. Está el pueblo. Mi pueblo. Este pueblo moribundo que boquea como un pescado entre las piedras de la orilla, mientras lo levantan colgando del anzuelo. ¿Sabe qué pasa? La privatización del ferrocarril nos ha dado el tiro de gracia, ya que cortaron el ramal cien kilómetros abajo nuestro.

Quiero decir: ¿para qué manchar nuestra memoria? Porque cuando usted se empiece a enterar verá que mi pueblo y su gente no quedan del todo bien parados. Eso me detuvo todo el mes de enero. Hasta que en febrero pensé: ¿y total? Si somos tan pocos que ni memoria tenemos, porque los viejos se mueren y los jóvenes se van. Así que difícilmente se pueda enlodar un pasado que igual está hecho polvo.

Manchar la memoria de los propios protagonistas, con sus nombres y apellidos me pareció un asunto más delicado. Pero pensándolo bien decidí que, si era cuidadoso en la relación de los hechos, los más inocentes saldrían más o menos bien librados, y los otros... los otros ya tienen suficientes manchas bien ganadas. Y además están todos muertos, salvo uno o dos. Todos muertos, le digo. Salvo alguno al que le perdí el rastro.

¿Pero sabe cuándo me decidí finalmente a escribirle? Cuando me pareció que su esfuerzo merecía cierta recompensa. El solo hecho de haber conseguido ubicar una nómina de jugadores, escribirles a uno por uno, mandar un franqueo pago para cualquier eventual respuesta, y atreverse a enviar en cada sobre una copia de ese recorte descabellado lo hacía merecedor de mis respetos.

Por eso la idea, allá por marzo, empezó a interesarme. Tanto es así que me tomé el trabajo de buscar entre mis papeles el recorte del diario. Hablo del original, la nota que salió publicada en San Antonio, y que seguramente sirvió de base al articulito de segunda mano que usted encontró, según me cuenta, hojeando el
Crítica
del 8 de noviembre de 1939 y que me envió en su carta.

Aquí mismo lo tengo, sobre el escritorio, mientras le escribo. El título, si no me equivoco, es el mismo. «Ángel cabeceador.» Lindo título. Comprendo que haya despertado su curiosidad. Aquí se lo transcribo. Disculpe que no le mande una fotocopia. Pero la única máquina que había en el pueblo estaba en el almacén, y se la embargaron el mes pasado. Así que confórmese con la transcripción:

«Un extraño episodio habría ocurrido, según los habitantes del pueblo de Primer Sargento, durante la disputa del partido final que, por el título del torneo de fútbol regional, la escuadra de aquél sostuvo anteanoche contra su similar de Ingeniero Cabal. En un match de ambiente caldeado, disputado bajo una lluvia torrencial e ininterrumpida, el equipo visitante, que terminó el partido con apenas seis jugadores en el campo de juego, consiguió igualar el tanteador en tres mediante un
goal
anotado a los cuarenta y tres minutos del segundo tiempo. El hecho singular es que, según los lugareños, el tanto fue anotado, de cabeza, por «una figura refulgente, dotada de alas a la espalda», que convinieron en definir como «un ángel». La inusitada colaboración celestial, no obstante, no pudo ser fehacientemente documentada, ya que apenas convertido el tanto un desperfecto en el sistema generador de electricidad dejó el estadio sumido en la más profunda oscuridad, y obligó a la inmediata suspensión del encuentro. Como luctuoso corolario de tan estrafalaria velada deportiva, hubo que lamentar el fallecimiento del árbitro del match, Néstor Montero, víctima de un problema cardiovascular. El
team
de Ingeniero Cabal debió regresar en camión a sus pagos, distantes más de doscientos kilómetros, a raíz de un severo inconveniente con las líneas ferroviarias. Por supuesto, fueron recibidos con la algarabía y el fervor popular propio de estos casos».

El artículo de
Crítica
que usted me envió se basa, evidentemente, en esa nota. Se trata, por cierto, de un resumen bastante esquemático de aquélla. Pero no falta nada de lo esencial. Con respecto a la segunda pregunta de su cuestionario, acerca de otros datos publicados en los días subsiguientes, la respuesta es negativa. La noticia acaba ahí. Resulta claro que los editores consideraron suficiente esa cuota de buen humor, a costa de las extravagantes creencias de unas gentes ignorantes y crédulas como nosotros.

Así que lo único que puedo hacer de aquí en más es contarle lo que recuerdo. Que por otra parte no es tan poco. A casi sesenta años de aquella noche, me cuesta creer el tamaño ridículo de nuestras pasiones de entonces. ¿A usted no le pasa? Eso de atarse fanáticamente a una consigna, defenderla contra todo y contra todos, hacer de ese objetivo el único de nuestras vidas... Después, con el tiempo, las cosas recuperan dimensiones razonables. Y uno se pregunta cómo todo un pueblo pudo ser tan estúpido de encaramarse en semejante utopía. Cómo fue capaz de darle tanta importancia a esa meta que se había fijado. Creo que nos pasamos la vida pasando de un estado de ánimo al otro: de la idiotez apasionada al desengaño razonable. Supongo que volverse viejo es quedarse inmóvil para siempre en este segundo momento.

¿A qué venía toda esta perorata? Usted se estará preguntando con qué clase de viejo molesto se ha puesto en contacto, que dedica páginas y páginas a detalles intrascendentes y se va por las ramas. Allá usted. Escribir esta carta se me está volviendo un pasatiempo atractivo en las tardes, después de la siesta. Así que soporte usted la perorata, o saltéesela. A mí lo mismo me da.

Bueno, el hecho es que en el año 39 se estaba discutiendo, en la gobernación, la posibilidad de dividir ciertos departamentos demasiado extensos, entre ellos el nuestro. Uno de los pueblos que se mencionaban para ser cabecera de un nuevo municipio para la región era justamente Primer Sargento. Por supuesto, conservadores mediante, la cosa venía oscura, y los prohombres del pueblo, dispuestos a lograr la capitalización, no dudaban en tentar las más diversas formas del soborno para lograrlo. Imagino que los dirigentes de los otros pueblos candidatos andarían en los mismos procederes, porque pasaban los meses y el asunto no se definía.

Como siempre pasa en la vida, una cosa se enganchó con otra. Y en el Regional de ese año veníamos hechos un primor. En los diarios de la época de política casi no se podía hablar. Las primeras páginas estaban siempre dedicadas a la guerra que en Europa se les estaba viniendo encima. Y el fútbol se llevaba buena parte de las restantes. Así, los torneos provinciales adquirieron una trascendencia que en las décadas siguientes se perdería por completo. Por lo menos en nuestra provincia las cosas eran como aquí le relato.

En esa situación, nuestros próceres sumaron dos más dos y sonrieron. Lo que no habían logrado destrabar los sobres pasados por debajo de la mesa, posiblemente lo destrabara el fútbol. ¿Qué gobernador en sus cabales iba a impedir que el campeón del Regional fuera cabeza departamental? Ninguno, concluyeron.

Con ese fervor nacionalista a flor de piel, llegamos punteros a las finales. Hablo en primera persona porque yo jugaba de centrohalf en ese cuadro. Empecé como suplente pero una lesión seria que sufrió el menor de los Gottarotti me ubicó entre los titulares desde julio en adelante. Disputamos las semifinales contra Colonia Caldén y les pasamos por encima. Dos a cero allá, y cuatro a uno de locales. La euforia era doble, porque Colonia Caldén era una de las candidatas para lo del municipio: eliminarlos en semifinales nos dejó un gusto a buen presagio en la boca. Para la final nos tocó cruzarnos con el ganador de la otra zona: Ingeniero Cabal; apenas un nombre perdido en la otra punta del mapa; el último puntito con nombre propio en el ramal ferroviario. Con la locura de patriótico localismo que llevábamos encima, a nadie se le ocurrió que pudieran tener algún mérito. El destino los había puesto en la final para que perdieran con nosotros, ¿o podía ser de otro modo?

Podía, y vaya si podía. El primer partido lo fuimos a jugar allá. Nos subimos al tren. El pueblo entero. Hubo un feriado tácito de dos días para que no faltara nadie. Y la noche de la primera final éramos locales a doscientos kilómetros de casa. Nos dieron un peludo inolvidable. Perdimos dos a cero sólo porque Dios quiso. Esos muchachos eran flechas. En lugar de llevarla tan al pie como nosotros, la pasaban permanentemente y nos volvían locos. Cuando ahora veo algún partido, me doy cuenta de que ellos, en lo táctico, estaban varias décadas adelantados. El asunto es que, sin gastar pólvora en chimangos ni tiempo en firuletes inútiles, nos dieron un baile impresionante. Nunca volví a verme tan perdido en un campo de juego como me vi aquella noche. La veíamos pasar, pegábamos de puro impotentes, hacíamos tiempo para que el suplicio durara lo menos posible. Conté siete pelotas en los palos. Fueron más, pero después de la séptima se me fueron las ganas de seguir contando.

A la vuelta, el tren era un velorio. Apenas algunos optimistas fanáticos se atrevieron a decir que la revancha podía ser distinta: con un triunfo, apenas un triunfito, se podía buscar un lugar recóndito de la provincia para jugar el bueno. Pero los más razonables, en vista del baile que acababan de propinarnos, entendían con razón que en condiciones normales, en Primer Sargento también nos iban a pintar la cara. Pero nuestros líderes pueblerinos no eran hombres de amilanarse ante el primer contratiempo. Improvisaron, en el último vagón, una sorpresiva reunión de notables del pueblo, cura y juez de paz incluidos, a la que ningún miembro del equipo, salvo nuestro entrenador, tuvo acceso.

El día de la revancha amaneció encapotado. De nuevo los optimistas buscaron motivos de alegría: en cancha barrosa, dijeron, la cosa tendía a igualarse. Por eso festejaron con júbilo el aguacero que se descolgó desde las cinco de la tarde. La noticia del descarrilamiento llegó un poco antes, a eso de las cuatro. No había víctimas que lamentar, pero el tren que venía cargado con la barra de Ingeniero Cabal se había cancelado. Los jugadores venían en un camión especialmente provisto por Primer Sargento. Después se supo que lo del tren había sido un sabotaje. Y para ponerse a cubierto de eventuales suspicacias, se emitió un comunicado atribuyendo la voladura de los rieles a un «comando anarquista» (argumento poco convincente, si tenemos en cuenta que el último anarquista que había andado por aquellos pagos había partido en el año 19).

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