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Authors: Eduardo Sacheri
Tags: #Cuento, Relato
Esperándolo a Tito y otros cuentos de fútbol
es un clásico contemporáneo de la literatura futbolera. Desde su publicación, en el año 2000, el libro ha circulado de boca a boca, de mano en mano, hasta llegar a miles de lectores. El fenómeno no extraña a quienes aman el fútbol y saben que en cualquier cancha donde dos equipos se enfrentan hay en disputa mucho más que un resultado. Como dice Dolina, en el rectángulo de juego caben infinidad de episodios novelescos, algunos evidentes, otros más profundos y esenciales, como la amistad, el coraje, la solidaridad o la avaricia; las glorias y miserias del ser humano, en suma. Con la excusa del fútbol,
Eduardo Sacheri
consigue atrapar al lector e implicarlo emocionalmente con sus historias, en las que la recreación de la infancia y el barrio trasluce la vigencia de sentimientos universales como el honor, la lealtad y la pertenencia.
Eduardo Sacheri
Esperándolo a Tito
y otros cuentos de fútbol
ePUB v1.0
GONZALEZ16.07.12
© 2000, Eduardo Sacheri
ePub base v2.0
Si este libro acaba de tomar forma definitiva, si unas cuantas palabras destinadas a perderse en el aire descansan ahora, en cambio, en estas páginas, no es por el dudoso mérito de quien las ha escrito, sino por el afecto, la dedicación y la solidaridad que hayaron en un puñado de personas.
Gracias a Alejandro Apo por invitar a jugar, en el picado, al desconocido que espera, ilusionado, junto a la línea de cal.
Gracias a Sergio, a Jessie, y a los suyos, por estimular con sus aplausos hasta las más torpes chambonadas.
Gracias a mi familia por todo y por todos los días.
El lector ya tiene a quienes echar la culpa de estos cuentos.
A vos, como casi todo.
A nuestro Francisco.
Y a ... ¿qué nombre le
vamos a poner?
Hay quienes sostienen que el fútbol
no tiene nada que ver con la vida
del hombre, con sus cosas más esenciales.
Desconozco cuánto sabe esa gente
de la vida.
Pero de algo estoy seguro:
no saben nada de fútbol.
La primera vez que Eduardo Sacheri me escribió, me explicaba en su carta que a la hora en que se emite
Todo con afecto
jugaba al fútbol. Sin embargo, sabía que en distintas oportunidades yo había pedido para el programa la ayuda de algún cuento, por lo cual él me enviaba “modestamente” tres. Uno de ellos era “Me van a tener que disculpar”, esa genial justificación de Maradona en la que habla del jugador sin nombrarlo, y los otros “Esperándolo a Tito” y “De chilena”.
Por aquellos días, fines de 1996, yo cumplía a rajatabla con el precepto de leer los cuentos al aire sin haberlo hecho antes. Eso me permitía descubrir los relatos junto con los oyentes, para sorprendernos con los matices y atrapar las emociones al mismo tiempo. La costumbre, valiosa por las situaciones espontáneas y frescas que generaba, me produjo en ocasiones varios dolores de cabeza, sobre todo cuando con el micrófono abierto no le encontraba el tono al escritor.
Pero nada de eso sucedió con Sacheri. Al leer al aire “Me van a tener que disculpar”, me identifiqué de inmediato con su voz, con su historia y con sus pasiones, que eran las mías.
Lo mismo sintieron los oyentes, porque después de la lectura del cuento comenzaron a llamar y a escribir desde todos los rincones del país para manifestar su admiración, preguntándome quién era el autor, dónde estaba incluido el relato o cómo lo podían conseguir. “Ese Sacheri es un fenómeno”, decía la gente, “¿cuándo podremos conocer más trabajos suyos?”.
Los otros dos cuentos incluidos en la primera carta los dejé para los sábados siguientes. La lectura de “Esperándolo a Tito”, una magnífica idealización de la amistad, generó también respuestas entusiastas. Llamados, cartas y mi alegría al descubrir que efectivamente Sacheri era un hallazgo. Hasta que le llegó el turno a de “De chilena”, con el cual me pasó lo que nunca antes me había sucedido frente a un micrófono: en medio de la lectura me quebré y tuve que pedir ayuda, porque me di cuenta de que no llegaba al final. El cuento había conseguido que evocara a mi viejo y a mis hermanos, sobre todo a ese que está lejos y con el que jugábamos al fútbol. La emoción me había embargado y no había modo de disimularlo.
De Sacheri no tuve más noticias, aunque seguí leyendo esos tres cuentos por elección y porque su autor ya se había ganado los favores de los oyentes que pedían sus relatos.
Al tiempo, y en mérito a sus virtudes, Sacheri ascendió a la primera.
Debo explicar que la primera de
Todo con afecto
la integran Osvaldo Soriano, Julio Cortázar, Mario Benedetti, Roberto Fontanarrosa, Humberto Costantini, Isidoro Blaistein, Gabriel García Márquez, Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges, cuyos cuentos han sido cuidadosa y exclusivamente seleccionados para la apertura del programa, un espacio que considero de privilegio y que reservo para los consagrados.
Después de un largo silencio, por fin el flamante jugador de primera me escribió mandándome otros cuentos y agradeciéndome la difusión de los anteriores. Así llegó “La promesa” y otra vez mis lágrimas y las de muchos oyentes, que esta vez llamaban para contar que ellos también habían cumplido con familiares y amigos el ritual que relata el cuento. La carta posibilitó además el encuentro, que me permitió felizmente comprobar que la escritura de este joven y talentoso profesor de historia era reveladora de su esencia: Sacheri resultó ser un pibe sencillo, ubicado, modesto.
Para entonces y como lector empedernido, ya había elaborado una teoría respecto de los cuentos de fútbol. Considero que Benedetti es de alguna manera el fundador del género —si es que hay un género—, pese a que existían otros cuentos de más vieja data; que Fontanarrosa es el que interpreta exactamente la locura y pasión que puede generar este deporte; que Soriano retrata como nadie los partidos de los pueblos del interior y sus ritos; mientras que el sentimiento de barrio, el desafío de calzarse los botines y enfrentarse a otra barra o de jugar con una Tango, el registro de las voces del conurbano y sus personajes, ése es territorio de Sacheri. Y si hoy todavía este talentoso escritor no es el dueño absoluto del área, estoy seguro de que muy pronto lo será.
Alejandro Apo
Yo lo miré a José, que estaba subido al techo del camión de Gonzalito. Pobre, tenía la desilusión pintada en el rostro, mientras en puntas de pie trataba de ver más allá del portón y de la ruta. Pero nada: solamente el camino de tierra, y al fondo, el ruido de los camiones. En ese momento se acercó el Bebé Grafo y, gastador como siempre, le gritó: “¡Che, Josesito!, ¿qué pasa que no viene el ‘maestro’? ¿Será que arrugó para evitarse el papelón, viejito?”. Josesito dejó de mirar la ruta y trató de contestar algo ocurrente, pero la rabia y la impotencia lo lanzaron a un tartamudeo penoso. El otro se dio vuelta, con una sonrisa sobradora colgada en la mejilla, y se alejó moviendo la cabeza, como negando. Al fin, a Josesito se le destrabó la bronca en un concluyente «¡andálaputaqueteparió!», pero quedó momentáneamente exhausto por el esfuerzo.
Ahí se dio vuelta a mirarme, como implorando una frase que le ordenara de nuevo el universo. «Y ahora qué hacemo, decíme», me lanzó. Para Josesito, yo vengo a ser algo así como un oráculo pitonístico, una suerte de profeta infalible con facultades místicas. Tal vez, pobre, porque soy la única persona que conoce que fue a la facultad. Más por compasión que por convencimiento, le contesté con tono tranquilizador: «Quédate piola, Josesito, ya debe estar llegando». No muy satisfecho, volvió a mirar la ruta, murmurando algo sobre promesas incumplidas.
Aproveché entonces para alejarme y reunirme con el resto de los muchachos. Estaban detrás de un arco, alguno vendándose, otro calzándose los botines, y un par haciendo jueguitos con una pelota medio ovalada. Menos brutos que Josesito, trataban de que no se les notaran los nervios. Pablo, mientras elongaba, me preguntó como al pasar: «Che, Carlitos, ¿era seguro que venía, no? Mira que después del barullo que armamos, si nos falla justo ahora...».
Para no desmoralizar a la tropa, me hice el convencido cuando le contesté: «Pero muchachos, ¿no les dije que lo confirmé por teléfono con la madre de él, en Buenos Aires?». El Bebé Grafo se acercó de nuevo desde el arco que ocupaban ellos: «Che, Carlos, ¿me querés decir para qué armaron semejante bardo, si al final tu amiguito ni siquiera va a aportar?». En ese momento saltó Cañito, que había terminado de atarse los cordones, y sin demasiado preámbulo lo mandó a la mierda. Pero el Bebé, cada vez más contento de nuestro nerviosismo, no le llevó el apunte y me siguió buscando a mí: «En serio, Carlitos, me hiciste traer a los muchachos al divino botón, querido. Era más simple que me dijeras mirá Bebé, no quiero que este año vuelvan a humillarnos como los últimos nueve años, así que mejor suspendemos el desafío». Y adoptando un tono intimista, me puso una mano en el hombro y, hablándome al oído, agregó: «Dale, Carlitos, ¿en serio pensaste que nos íbamos a tragar que el puto ése iba a venirse desde Europa para jugar el desafío?». Más caliente por sus verdades que por sus exageraciones, le contesté de mal modo: «Y decíme, Bebé, si no se lo tragaron, ¿para qué hicieron semejante kilombo para prohibirnos que lo pusiéramos?: que profesionales no sirven, que solamente con los que viven en el barrio. Según vos, ni yo que me mudé al Centro podría haber jugado».
Habían sido arduas negociaciones, por cierto. El clásico se jugaba todos los años, para mediados de octubre, un año en cada barrio. Lo hacíamos desde pibes, desde los diez años. Una vuelta en mi casa, mi primo Ricardo, que vivía en el barrio de la Textil, se llenó la boca diciendo que ellos tenían un equipo invencible, con camisetas y todo. Por principio más que por convencimiento, salté ofendidísimo retrucándole que nosotros, los de acá, los de la placita, sí teníamos un equipo de novela. Sellar el desafío fue cuestión de segundos. El viejo de Pablo nos consiguió las camisetas a último momento. Eran marrones con vivos amarillos y verdes. Un asco, bah. Pero peor hubiese sido no tenerlas. Ese día ganamos 12 a 7 (a los diez años, uno no se preocupa tanto de apretar la salida y el mediocampo, y salen partidos más abiertos, con muchos goles). Tito metió ocho. No sabían cómo pararlo. Creo que fue el primer partido que Tito jugó por algo. A los catorce, se fue a probar al club y lo ficharon ahí nomás, al toque. Igual, siguió viniendo al desafío hasta los veinte, cuando se fue a jugar a Europa. Entonces se nos vino la noche. Nosotros éramos todos matungos, pero nos bastaba tirársela a Tito para que inventara algo y nos sacara del paso. A los dieciséis, cuando empezaron a ponerse piernas fuertes, convocamos a un referí de la Federación: el chino Takawara (era hijo de japoneses, pero para nosotros, y pese a sus protestas, era chino). Ricardo, que era el capitán de ellos, nos acusaba de coimeros: decía que ganábamos porque el chino andaba noviando con la hermana grande del Tanito, y que ella lo mandaba a bombear para nuestro lado. Algo de razón tal vez tendría, pero lo cierto es que, con Tito, éramos siempre banca.