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Authors: Kate Atkinson

Tags: #Intriga

Esperando noticias (15 page)

BOOK: Esperando noticias
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«Jesús, ahí vamos», se dijo. Su destino no era Londres, ni la gloria; el destino de aquel tren era el infierno.

La gente empezó a gritar, la mujer de rojo incluida. Jackson trató de tender una mano para tranquilizarla (o al menos para conseguir que dejara de gritar), pero el vagón empezó a ladearse y ella desapareció de su vista.

Confió en que hubiese ángeles en la cabina con el conductor, confió en que este apenas pudiese respirar por la cantidad de plumas en el aire y llevase al mismísimo Gabriel como copiloto. No hacía falta decir que él no creía en los ángeles, pero
in extremis
siempre estaba dispuesto a darle credibilidad a lo que fuera. De hecho, confiaba en que el famoso Ángel del Norte, hubiese abordado el tren en Gateshead y estuviese en ese preciso instante instruyendo a su oxidado rebaño sobre cómo circular por las vías.

Le vino a la cabeza la canción «Jesús, coge el volante», y se dijo que tal vez no llegase tan lejos, pero no le importaría que la Virgen María levantara el pie del pedal de emergencia y los hiciese aminorar un poco.

El vagón se enderezó de pronto, y Jackson acababa de empezar a pensar que a lo mejor todo salía bien cuando volvió a inclinarse de repente, solo que esta vez lo hizo noventa grados, hasta quedar sobre un costado. «El tren termina en Waverley», había dicho la vieja, pero a fin de cuentas se había equivocado. El tren terminaba allí mismo.

No se puede luchar contra un accidente de tren. La gente y el equipaje se vieron arrojados de manera indiscriminada en un revoltijo grotesco, iluminados tan solo por las chispas que el metal arrancaba del metal y la ocasional y desagradable luz intermitente proyectada por algún cortocircuito eléctrico sobre sus cabezas. Instintivamente, Jackson trató de proteger al tipo borracho arrojándose sobre él. De haber tenido tiempo para considerar su decisión, no era la persona a la que habría elegido salvar (bebés, niños, mujeres, animales, en ese orden, era su lista de favoritos). De todas formas, la cosa no supuso gran diferencia, porque empezaba a descubrir que un tren descarrilado no daba muchas alternativas con respecto adónde ir o qué hacer. Y tratar de aferrarse a algo era inútil cuando todo estaba en plena caída libre catastrófica y caótica. El ruido era aterrador, distinto a cualquier otro que hubiese oído antes (incluida la guerra), y no parecía tener fin, puesto que el tren, o al menos el vagón en que viajaban, seguía avanzando sobre el costado. Supuso que el tiempo se había expandido, como sucedía en todos los accidentes, pero ¿cuánto podía durar aquello? ¿Y si continuaba para siempre? ¿Y si aquello era el infierno? ¿Estaba muerto? ¿Dolía tantísimo todo cuando uno estaba muerto?

El vagón se detuvo por fin. Se hallaban en la oscuridad más absoluta y, durante un instante, como si el tiempo se hubiese quedado en suspenso, no se oyó sonido alguno. Durante un inquietante segundo, Jackson se preguntó si todos los demás estarían muertos. Entonces la gente empezó a gritar, gemir y chillar. Quizá aquello sí era el infierno. Oscuridad, olor a quemado, niños que llamaban llorando a sus madres, madres que llamaban llorando a sus hijos, lamentos y sollozos generales. En su opinión, no se podía estar mucho más cerca del infierno.

Alguien cerca de él gemía como un perro herido. Una mujer, le pareció que era la mujer de rojo, no paraba de decir «No» una y otra vez. Sonó un teléfono móvil con el incongruente tono de llamada de
El gran Chaparral
. Una voz de hombre susurró:

—Ayúdenme, por favor, que alguien me ayude.

Jackson, el perro pastor, siempre tenía una respuesta pavloviana a una súplica de ayuda, pero no consiguió distinguir de dónde venían esas palabras; ya no había arriba o abajo, ni delante o atrás. Sentía algo caliente y húmedo que pensaba que podía ser sangre, pero no tenía ni idea de si era suya o de algún otro. Estaba rodeado de formas oscuras que lo mismo podrían haber sido maletas o cuerpos, era imposible saberlo. Notaba cristales rotos por todas partes en torno a él, y cuando trató de moverse con cuidado oyó un leve gemido de dolor.

—Perdón —murmuró.

Intentó averiguar cómo estaba orientado el vagón. Estaba casi seguro de que no habían volcado del todo, de forma que donde antes estaba el techo debería haber ventanas. El olor a quemado era cada vez más intenso y no había luces de emergencia, pero sí un leve resplandor en la distancia que no auguraba nada bueno, y el hedor de un fuego eléctrico. Había que evacuar el tren a toda prisa.

Decidió abrirse paso hasta donde le parecía que estaba el techo (una retahíla de «perdón»), pensando que allí le sería más fácil encontrar algún asidero si iba a trepar hacia las ventanas.

—Ayúdenme —volvió a decir la voz, y Jackson advirtió que venía de debajo de él, de alguien sobre quien estaba trepando, de hecho.

Dios santo. «Salta sobre los asientos, salta sobre la gente, olvida todo lo que tu madre te haya enseñado sobre modales», pero la cosa no funcionaba así en la realidad. (En la otra dimensión temporal que ocupaba, donde la vida continuaba normalmente y donde no esperaba morir de un momento a otro, deseó sentarse a escribir una nota para Marlee, en la que dijera: «Sentirás el deseo de detenerte a ayudar a otras personas. ¡No lo hagas!».)

Balanceó su peso tanto como pudo.

—Bueno, compañero —dijo un soldado herido dirigiéndose a otro—, vamos a sacarte de aquí.

No dejéis atrás a ningún hombre. Jackson palpó con cautela y rodeó con los brazos el pecho del tipo que tenía debajo, como si fuera a salvarlo de ahogarse tirando de él hacia la orilla. Tironeó y lo arrastró hasta donde le pareció que estaba el techo. De haber pensado con lógica quizá habría considerado el riesgo de lesión de columna al arrastrar a alguien como un saco de carbón, pero en aquel caos no había lógica alguna. Uno por uno, se dijo; los sacaré uno por uno.

Y entonces, de pronto, sin previo aviso, los dos estaban cayendo a través de la nada. Jackson se aferró al hombre mientras interpretaban su extraño vals hacia el abismo, Butch y Sundance saltando del acantilado. Una pequeña parte de su cerebro decía «¿Qué coño?», mientras otra pequeña parte se preguntaba dónde iban a aterrizar. A otro rincón más paranoico de su mente le preocupaba que no fueran a aterrizar nunca. «Porque esto es el infierno, y no estoy fuera de él.» (Y maldijo a Julia por soltar citas en momentos inoportunos.)

Y entonces se acabó. Aterrizaron con un topetazo tremendo, paracaidistas sin paracaídas, y rodaron por una pendiente escarpada antes de detenerse por fin. Se golpeó con fuerza la cabeza al aterrizar, y se mareó de puro dolor. Permaneció unos segundos boca arriba, tratando de respirar; a veces respirar era lo único que se podía hacer. A veces respirar era suficiente. Recordó haberse tendido en la carretera tras su enfrentamiento con la oveja de aquella tarde (¿de verdad había sido aquella misma tarde?), mirando el pálido cielo. Había días en que pasaban cosas que te sorprendían de verdad.

La lluvia que le caía en la cara lo reanimó un poco, y se las apañó para incorporarse hasta quedar sentado. Temblaba de frío, bajo los efectos del shock. Había luces en alguna parte, y comprendió que, después de todo, no estaban en medio de la nada, pues había casas diseminadas a lo largo de la vía y ahora se oían las voces de las primeras personas que llegaban al lugar; civiles, no profesionales, ya que captaba su confusión al toparse con una definición enteramente nueva del término pesadilla.

Jackson entendió entonces qué había pasado. Había tratado de encontrar el techo del vagón, pero no había ningún techo que encontrar, porque este se había levantado como la tapa de una lata de sardinas, y él y su nuevo y fortuito compañero habían caído del tren para precipitarse terraplén abajo y ahora se hallaban en alguna clase de barranco. El hombre con el que había caído («Ayúdenme») yacía inmóvil, boca abajo en el barro, a un par de metros de distancia. Jackson se arrastró hasta él. No tuvo fuerzas para darle la vuelta, pues le parecía que se había herido el brazo al caer, y solo pudo girar la cabeza del hombre para impedir que se ahogase en el lodo. Pensó en el hermano de su abuelo, que se pasó de la raya en el Somme y acabó ahogándose en el barro en Passchendaele.

En lo alto del terraplén apareció una luz, una linterna, bajo cuyo leve resplandor pudo ver el rostro de su compañero. Por alguna razón había supuesto que se trataba del borracho, o del tipo del traje, y le sorprendió descubrir que era uno de los soldados. Parecía más bien muerto. Sobrevive a una guerra en la que la muerte te acecha a cada instante para que te toque la china en la línea férrea de la costa este.

Había relacionado la linterna con el rescate, pero la luz se desvaneció tan rápido como había aparecido.

—¡Eh! —exclamó, y su voz sonó como un graznido aflautado.

Trató de trepar por el terraplén. Tenía que sacar a más gente del tren. Gente con vida, preferiblemente. Había ascendido más o menos hasta la mitad cuando tuvo que parar, de pronto tan débil como un gatito. Algo en él andaba muy mal, había sufrido algún tipo de lesión, aunque no sabía muy bien cuál. De manera inesperada se percató de que era grave. Una herida de combate. Necesitaba que lo evacuaran de inmediato del campo de batalla. Se deslizó de nuevo terraplén abajo.

Sentía que su vida se apagaba poco a poco. Un par de veces anteriores en que se había encontrado a las puertas de la muerte, se había aferrado a la vida porque se consideraba demasiado joven para morir. Ahora se percataba de que ya no era ese el caso; en realidad, se sentía de sobra viejo para morir.

«Me clavaré el puñal en el brazo y con mi propia sangre escribiré que mi alma es del gran Lucifer.» Si no se andaba con cuidado iba a seguir citando hasta morir. Dios, el brazo le sangraba de verdad, la sangre manaba de él como si no hubiese un mañana. No iba a haber un mañana, ¿no? Había llegado por fin al final del camino. «Estás muy lejos de casa, Jackson», se dijo.

Cerró los ojos; si dormía un minuto quizá sería capaz de llegar a lo alto del terraplén. Una insistente vocecita en su cabeza trataba de recordarle que, si se dormía ahora, sería la última vez, el sueño eterno. Debatió brevemente semejante idea y decidió que no le importaba no volver a despertarse. Se sorprendió, pues había esperado luchar cuando llegara el final, pero en realidad le supuso un alivio cerrar los ojos. Estaba muy cansado. Sus pensamientos volvieron por un momento a la mujer que paseaba en el valle. Había temido por su seguridad cuando era por sí mismo por quien tendría que haberse preocupado.

De manera que así era como acababa el mundo. «Esta misma noche, esta misma noche, esta noche y todas las noches, el fuego y el agua y la llama de la vela, y que Cristo reciba tu alma.» O el demonio. Supuso que no tardaría en averiguarlo. Se esforzó por erradicar a la mujer que paseaba de sus pensamientos y colocó en su lugar una imagen del rostro de Marlee («¡Te echo de menos! ¡Te quiero!»). Quería que su rostro fuera lo último que viera antes de entrar en el túnel negro.

El discreto encanto de la burguesía

Debería haber comprado las flores, debería haber ido a Waitrose, pero allí estaba, aparcada frente a la casa de Alison Needler, en Livingston. Las cortinas estaban echadas y la luz del porche apagada. No había señales de vida ni dentro ni fuera, todo había vuelto a la calma. Al oír la voz histérica de Alison en el teléfono, Louise esperaba lo peor: que él hubiese vuelto. Pero no fue así, resultó una falsa alarma: no era David Needler que volvía a acabar con su familia, sino un transeúnte inocente con una gorra de béisbol paseando a su perro. En realidad no era tan inocente, puesto que el perro en cuestión era un tosa japonés, según uno de los agentes de Livingston que habían acudido cuando Alison Needler oprimió el botón de alarma.

El transeúnte inocente fue arrestado y llevado a comisaría acusado de incumplimiento de la Ley de Perros Peligrosos, y un veterinario cauteloso se llevó al can. El coche patrulla ya estaba allí cuando apareció Louise, de modo que, en general, habían acabado por montar un buen circo ante la casa supuestamente protegida de Alison Needler. ¿Por qué no limitarse a poner un gran letrero de neón en el techo en que dijera «Si andas buscando a Alison Needler, David, está aquí»?

No era la primera falsa alarma; Alison tenía los nervios tan tensos como las cuerdas de un piano las veinticuatro horas del día. Su vida era un tren siniestrado. Le habría gustado presentarle a Joanna Hunter. Para que Alison viera que era posible sobrevivir con elegancia, que podía haber vida después de la muerte. Pero la gran diferencia residía en que a Andrew Decker lo habían atrapado, mientras que David Needler —vivo o muerto— seguía allí fuera, en alguna parte. Si conseguían encontrarlo, si conseguían meterlo entre rejas de por vida, entonces quizá Alison pudiese empezar a vivir otra vez. (Pero ¿qué significaba «de por vida»? En el caso de Andrew Decker, treinta años, con mucha vida aún por delante.)

«He venido a decirle que Andrew Decker ha salido de la cárcel.» Louise nunca había visto a nadie palidecer tan rápidamente y seguir en pie, pero había que reconocer que Joanna Hunter aguantó el tipo. Por supuesto, debía de saber que iban a liberarlo, que ya estaba fuera de permiso, preparándose para su recién descubierta libertad, porque, después de treinta años de encierro, el mundo iba a causarle una gran impresión.

—Ahora vive con su madre en Doncaster.

—Debe de ser muy vieja, y él era hijo único, ¿verdad? —respondió Joanna Hunter—. Qué triste, pobre mujer.

—Es un prisionero de categoría A —explicó Louise—. El AMCPP controlará su puesta en libertad. Lo tendrá vigilado, se asegurará de que esté donde dice estar.

—¿El AMCPP?

—Agencia Múltiple de Convenios de Protección Pública. Vaya trabalenguas, ¿eh?

—No hace falta que se disculpe, la profesión médica también adora los acrónimos. Me sorprende que haya venido a decírmelo —añadió Joanna Hunter—. Pensaba que después de todo este tiempo…

—Bueno, me temo que eso no es todo. —Louise Monroe, siempre portadora de malas noticias, como algún sombrío ángel mensajero—. La prensa se ha enterado de su puesta en libertad; creo que va a darle bastante bombo.

—«Salvaje asesino anda suelto»…, ¿esa clase de cosas?

—Exactamente esa clase de cosas, me temo. Y, por supuesto, no solo irán a por Decker. Querrán saber qué le pasó a usted.

—La superviviente —respondió Joanna Hunter—. «La niñita perdida», eso fui en los periódicos vespertinos. En los de la mañana fui «La niñita recuperada».

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