Vio una mota negra contra la brillante bóveda perlina del cielo. Mientras la observaba, la mota aumentó rápidamente de tamaño. Era un ave, que aleteó hasta posar sus garras en la muñeca enguantada de Fafhrd.
—Estás turbado,
Pelly.
¿Qué te ha ocurrido? —preguntó mientras desanudaba los cordones y desenrollaba el pergamino que el halcón llevaba sujeto a la pata.
Reconoció el principio de su propia nota, le dio la vuelta y a la luz de la luna leyó la del Ratonero.
¡Bienvenido, mi loco amigo! Encenderé una llama cada media hora de guardia. No estoy de acuerdo, porque mi tripulación ya está adiestrada.
R.
Nada de fingir un ataque, canalla que fuiste mi amigo, sino en serio y sin tregua. No quiero menos que tu destrucción, perro. ¡A muerte!
Fafhrd leyó el saludo y la primera frase con gran alivio y alegría. La frase siguiente le hizo fruncir el ceño, perplejo. Pero al leer la posdata se le ensombreció el rostro y adoptó una expresión de temor y profunda desolación. Se apresuró a examinar de nuevo el texto para ver cómo estaban formadas las letras y las palabras. La caligrafía era sin duda alguna del Ratonero, la posdata un tanto garabateada porque había sido escrita con más rapidez. Echaba de menos algo que acució su mente un instante, pero lo olvidó en seguida. Arrugó el fragmento de pergamino y lo guardó en su bolsa.
En el tono bajo y árido de quien sufre una pesadilla, se dijo: «No puedo creerlo y, sin embargo, es innegable. Sé cuándo el Ratonero bromea y cuándo dice la verdad. En estos mares polares debe de andar suelta una locura que ataca con celeridad, quizá difundida por ese hechicero al que Afreyt llamó... Mago del Hielo..., ese... Khahkht. Y no obstante..., no obstante he de preparar al
Halcón Marino
para una guerra total, por mucho que me aflija. Un hombre debe saber afrontar todas las situaciones, al margen de cómo le hielen y desgarren el corazón».
Echó un último vistazo al oeste. El frente de la tormenta en el sudoeste estaba cerca, y esparcía por delante los cristales de hielo. Era como una cuerda que delimitaba todo un sector del círculo marino cubierto de niebla blanca, sustituyéndolo por el océano negro. Desde allí surgió un resplandor blanco huidizo que hizo musitar a Fafhrd:
—Un parpadeo del hielo.
Más cerca todavía, apenas a una decena de tiros de arco, aún en la niebla pero cerca de su borde barrido por el viento, brilló una luz roja y se extinguió en seguida.
Fafhrd se internó rápidamente en la niebla y bajó del mástil, utilizando las manos y sin apenas tocar con los pies las clavijas de las anillas de bronce.
En el interior del vacuo globo con su mapa pintado en la pared, el mago cesó en sus deambulaciones, se irguió, apartando la mirada del disco solar ecuatorial entre sus muros de agua, y con una voz que recordaba el ruido de témpanos de hielo machacados, habló así:
—Escuchadme, pequeños átomos, que en los mares de la escarcha bullís y os congeláis. Escuchadme, espíritus del frío, y luego haced exactamente lo que os pido. Los barcos van a su encuentro, los héroes se saludan y cada uno ofrece al otro el regalo de su muerte. La monstreme acecha en la gélida lobreguez, los piquetes de mingoles atacan cada ciudad, hogar e iglesia. Si escapan a la añagaza del Invisible, actuad del modo más terrible. ¡Buques, haceos añicos! ¡Esparcios, huesos humanos! ¡Oscurece los huesos derramándote sobre ellos, carne sanguinolenta! ¡Hazañas de la oscuridad, mérito de la oscuridad..., así, hasta que todo se haya cumplido, que se apague el sol!
Y con reptiliana celeridad, giró en redondo y puso una tapa de hierro negro sobre el disco solar enmurallado, lo cual dejó la cavidad esférica en una oscuridad absoluta. Entonces, el mago susurró ásperamente y riendo entre dientes:
—... Y dicen que los espectros conjuraron al sol para que desapareciera del cielo. ¡Los espectros, nada menos!... Siempre tan jactanciosos. ¡Khahkht nunca se jacta, pero actúa!
Al pie del palo mayor del
Pecio,
el Ratonero Gris cogió a Pshawri por el cuello, pero no llegó a sacudirle. Por debajo de la venda ensangrentada que rodeaba su cabeza, las pupilas del cabo mayor le miraron desafiantes. Tenía el rostro exangüe.
—¿Ha bastado un golpecito para que tus sesos se derramen por completo fuera de tu
cabeza.?
—le preguntó el Ratonero—. ¿Por qué encendiste esa llama, revelando así nuestra posición al enemigo?
Pshawri se estremeció, pero siguió sosteniendo la mirada furibunda de su capitán.
—Tú lo ordenaste..., y no diste ninguna contraorden —afirmó con testarudez.
El Ratonero farfulló, pero tuvo que admitir que era cierto. El necio había obedecido, aunque demostrando una falta absoluta de juicio. ¡Los soldados y su cumplimiento ciego del deber, sobre todo de las órdenes recibidas! Sí, resultaba de lo más curioso pensar que aquel idiota fiel era poco antes un vulgar ladrón, producto de engaños, mentiras y un egoísmo con anteojeras. Con un sentimiento de culpabilidad, también tuvo que admitir que no había dado contraorden, aparentando obrar de acuerdo con la lógica y permitiendo empero la estupidez, en especial porque había visto lo que aquel idiota estaba a punto de hacer cuando trepó al mástil por segunda vez. Pshawri todavía se hallaba con—mocionado por el golpe recibido en la cabeza, el pobre diablo, y por lo menos se había apresurado a arrojar el bichero y la llama al mar cuando el Ratonero le gritó enfurecido desde cubierta.
—Muy bien —gruñó, soltándole—. La próxima vez no te limites a actuar y, si hay tiempo, ¡y lo había!, utiliza también el caletre. Pídele a Ourph una copita de aguardiente y luego vete a la proa y escudriña con Gavs... Quiero doble vigilancia tanto en la proa como en la popa.
Dicho esto, el mismo Ratonero se dedicó a escrutar la niebla inmóvil, aguzando la vista y el oído, mientras reflexionaba, entristecido e inquieto, acerca de la naturaleza de la locura de Fafhrd, así como de la inmensa embarcación que había construido, comprado, encargado o tal vez conseguido de Ningauble u otro brujo. ¿O brujos tal vez? Sin duda la nave era lo bastante voluminosa y extraña para ser obra de varios archimagos. No era descartable que se tratara de una prisión de la gélida No—Ombrulsk acondicionada. O tal vez, lo que resultaba más inquietante, y venía sugerido por los temores de Ourph acerca del desaparecido fragmento de remo, se trataba de un ingenio del brujo Khahkht. En ese caso, ¿existía algún vínculo entre ese mago y el loco Fafhrd?
El fantasmal
Pecio
prosiguió su avance, los remeros impulsando apenas lo suficiente para mantenerlo en movimiento. El Ratonero había ordenado el ritmo más lento a fin de conservar sus fuerzas.
—La tercera guardia —dijo Ourph quedamente.
El Ratonero pensó que el alba estaba cerca.
Pshawri no llevaría mucho tiempo en la proa, cuando se oyó su grito:
—¡Mar libre adelante! ¡Y viento!
El gélido viento arremolinado arrancaba jirones de niebla, que se disipaban detrás de la nave. La luna gibosa estaba fija en el horizonte occidental, pero seguía emitiendo un misterioso resplandor blanco, mientras que al sur de ella unas pocas estrellas solitarias pendían del cielo. El Ratonero creyó ver en ello algo sobrenatural, pues el alba inminente ya debería haberlas hecho desaparecer. Miró al este... y casi lanzó un grito. Por encima del bajo banco de niebla iluminado por la luna, los cielos eran más oscuros que nunca, la noche carecía de estrellas, mientras que al este, sobre el banco de niebla, se extendía una franja de negrura más profunda que la de cualquier noche, como si se levantara un sol negro que lanzase rayos oscuros tan poderosos y activos como la luz, no la ausencia de luz sino su contrario y enemigo. Y de esta misma franja cada vez más espesa parecía provenir un frío más intenso, y de diferente naturaleza, que el helado viento sudoccidental que le azotaba la oreja derecha.
—¡Barco por el bao de babor! —gritó con voz aguda Pshawri.
Al instante el Ratonero bajó la mirada y avistó el extraño navío, a unos tres tiros de arco de distancia. Acababa de salir del banco de niebla y, como a éste, le iluminaba el resplandor de la luna. Se dirigía en línea recta hacia el
Pecio.
Al principio lo tomó por el enorme y helado barco de Fafhrd, pero entonces vio que tenía el mismo tamaño que su propio navío, tal vez incluso más estrecho de manga. Sus pensamientos zigzaguearon alocadamente... ¿Acaso el loco de Fafhrd estaba al mando de una flota? ¿Se trataba de un buque de guerra mingol? ¿O era quizá otro barco pirata? ¿Procedía tal vez de la Isla de la Escarcha? Se obligó a pensar en lo más pertinente.
Tras sólo dos latidos del corazón, ordenó a sus hombres:
—¡Aumentad la vela, mis mingoles! ¡Remeros, retirad vuestros largos remos y armaos! ¡Encárgate de ellos, Pshawri!
Cogió el timón que acababa de soltar el piloto.
A bordo del
Halcón Marino,
Fafhrd vio el casco bajo del
Pecio,
sus palos cortos, el largo palo mayor ladeado y las vergas de mesana silueteadas contra la luna espectralmente blanca y deforme en el oeste. En el mismo instante comprendió qué era lo que le había intrigado en el extremo del mástil. Se quitó el guantelete de la mano derecha y, metiéndola en la bolsa, sacó el trozo de pergamino. Esta vez releyó su propia nota... y vio debajo la maldita posdata que él no había escrito. Indudablemente, ambas
notas, escritas con engañosos garabatos, eran diestras falsificaciones, aunque hubieran sido efectuadas en las alturas, en los dominios de las aves.
—¡Skor! —ordenó—. Reúne a tu pelotón y preparaos para haceros a la vela!
Mientras decía esto, sacó una flecha de la aljaba que tenía al lado, en la cubierta, ató la nota a su alrededor, tensó rápidamente su gran arco y, con una breve plegaria a Kos, lanzó el dardo a través del oscuro cielo hacia la luna y la negra nave de dos mástiles.
A bordo del
Pecio,
el Ratonero experimentó un escalofrío de aprensión, que fue en aumento mientras contemplaba a sus mingoles, dedicados a la difícil tarea de deshacer los nudos de los cabos helados, y culminó con el ruido sordo de una flecha que se clavó casi verticalmente en la cubierta, a menos de un codo de distancia de sus pies. ¡De modo que la pequeña galera, pues como tal había identificado al pequeño navío iluminado por la luna, anunciaba que iba a atacarles! Sin embargo, la distancia era todavía tan grande que solamente un arquero en todo Nehwon era capaz de haber efectuado aquel disparo milagroso. Sin soltar la caña del timón, se agachó y cortó los hilos que sujetaban el pergamino enrollado tras la punta de la flecha clavada en la madera, y leyó, o más bien releyó, las dos notas, la suya con la diabólica posdata que no había escrito. Apenas había terminado la lectura, cuando los caracteres se hicieron ilegibles a causa de los negros rayos de la antiluz solar, que luchaban con los de la luna y empezaban a oscurecer dicho orbe. No obstante, el Ratonero dedujo lo mismo que Fafhrd, y cálidas lágrimas de alegría brotaron de sus ateridos ojos al comprender que cualesquiera que fuesen los fraudes, por imposibles que parecieran, que hubiesen tenido lugar aquella noche, falsificando escritura y voz, su amigo estaba cuerdo y seguía siendo fiel.
Mientras los marineros soltaban los últimos nudos y las velas desaferradas recibían el embate del viento, que rompía sus helados pliegues y festones y las hinchaba, se oyeron una sucesión de truenos. El Ratonero sujetó el timón, dirigiendo la nave hacia la tormenta, pero al mismo tiempo ordenó a voz en cuello:
—¡Mikkidu! ¡Enciende tres llamas, dos rojas y una blanca!
A bordo del
Halcón Marino,
Fafhrd vio la bendita señal triple ardiendo en la extraña oscuridad, cada vez más intensa, mientras su velas acortadas se hinchaban, y viró para poner proa al viento.
—¡Mannimark! —ordenó—. Responde a esas llamas con otras similares. ¡Skullick, estúpido, destensa los arcos de tus hombres! ¡Esos que navegan por el oeste son amigos! —Entonces se dirigió a Skor, que estaba a su lado—. Toma el timón. La nave de mi amigo navega de bolina rumbo al sur, como nosotros. Avanza hacia ella y pongámonos al costado.
En el
Pecio,
el Ratonero daba instrucciones parecidas a Ourph. Le regocijó ver las llamas de Fafhrd, iguales a las suyas, aunque no necesitaba su testimonio. Ahora anhelaba conversar con él, y no tardaría mucho en hacerlo. La brecha de negra agua entre las naves se estrechaba rápidamente. Por un momento se preguntó si habría sido mera casualidad o si alguna diosa habría dirigido la flecha de su camarada para que no le atravesara el corazón, y pensó en Cif.
A bordo de ambas naves, casi al unísono, Pshawri y Mannimark gritaron temerosos:
—¡Se aproxima una nave por la popa!
Del oscuro y desgarrado banco de niebla, avanzando con una rapidez sobrenatural hacia la tormenta, y con un rumbo que llevaba fatalmente al abordaje de las dos naves pequeñas, surgió en silencio una nave de tamaño y aspecto monstruosos. Podría haber pasado desapercibida hasta la colisión, de no haber sido porque los misteriosos rayos del negro sol naciente, que incidían en su costado de babor, engendraban allí un horrendo y pálido reflejo, que no era en absoluto de blanca luz natural, sino una luminiscencia incolora y repugnante, de un tono blancuzco que ponía la piel de gallina, un blanco de sapo de las cavernas, de vientre de pescado. Y si la sustancia que producía el reflejo tenía alguna textura, era córnea, gris y arrugada, como uñas de muerto.
Aquel resplandor sobrenatural reveló que la demoníaca embarcación tenía un francobordo tres veces superior al de cualquier nave normal. La proa y los costados, altos como una torre, eran nudosos y desiguales, como si el barco hubiera sido moldeado en hielo en un titánico y tosco molde abandonado desde la Era del Caos, o bien tallado en un iceberg separado de un inmenso glaciar, por duendes que le hubieran dado una burda apariencia de navío. Lo impulsaban hileras de remos largos y movedizos, como patas de insectos o de miriápodos, pero grandes como vergas o mástiles unidos, lo bastante poderosos para hacer que aquel monstruo avanzara por la negra vastedad oceánica. Y desde su elevada cubierta, como lanzados por diabólicas balistas, catapultas y mandrones, alrededor de las dos naves se precipitaron grandes bloques de hielo, que levantaron negras erupciones de agua. Entretanto, desde el mellado extremo de su palo mayor, grande, pálido y retorcido como un pino alcanzado por un rayo y muerto mucho tiempo atrás, partieron dos delgados rayos del negro más intenso, como rayos de antiluz solar pero más fuertes, que alcanzaron al Ratonero Gris y a Fafhrd en el pecho. Ambos experimentaron un frío que les llegaba a los huesos, un mareo creciente y un debilitamiento de la voluntad.