—Tediosa, en efecto —dijo Fafhrd—. ¡Ansió emprender alguna empresa grandiosa!
—Tales son los sueños de la juventud ingenua. ¿Por eso te has afeitado la barba? ¿Para estar en consonancia con tus sueños? ¡Vaya falacias lampiñas!
El mismo Ratonero había respondido a sus preguntas.
—¿Por qué últimamente te dejas crecer la tuya? —replicó Fafhrd.
—Dejo descansar la piel de mi rostro para arrancarle luego todos sus pelos... Y además has perdido peso. ¿Se debe a alguna nostálgica fiebre juvenil?
—No es ése el motivo, como tampoco enfermedad ni inquietud alguna. También tú estás más liviano estos días. Lo cierto es que estamos cambiando la lozana musculatura de la virilidad juvenil por unas estructuras más flexible, fuerte y duradera, apropiada para enfrentarnos a las tribulaciones y albures de la edad mediana.
—Ya hemos tenido suficientes —afirmó el Ratonero—. Tres veces alrededor de Nehwon como mínimo.
Fafhrd meneó la cabeza con displicencia.
—No hemos vivido en realidad. Ésa es la única conclusión a que uno puede llegar cuando piensa que no hemos poseído tierras ni dirigido hombres.
—¡Tienes una borrachera llorona, Fafhrd! —exclamó el Ratonero, riendo alegremente—. ¿Te gustaría ser granjero? ¿Has olvidado que un capitán está prisionero de su mando? Anda, bebe un poco más para animarte.
El norteño dejó que su amigo le fuera llenando la copa con el contenido de dos jarras, pero su talante no cambió ni un ápice. Con expresión abatida, siguió diciendo:
—No tenemos hogar ni esposa.
—¡Necesitas una moza, Fafhrd!
—¿Quién habla de mozas? —protestó el otro—. Me refiero a mujeres. Tuve a la valiente Kreeshkra, pero ha vuelto con sus queridos espectros, mientras que tu pequeña Reetha prefiere la tierra monda de Eevamarensee.
El Ratonero comentó
sotto voce.
—También tuve a la arrogante e insolente Hisvet y tú a la valiente y espectacular reina de las esclavas, Frix.
Su murmullo no llegó a oídos de Fafhrd, el cual continuó rememorando:
—Hace mucho tiempo tuvimos a Friska e Ivivis, pero eran esclavas de Quarmall y en Tovilysis se convirtieron en mujeres libres. Antes tuvimos a Keyaira e Hirriwi, pero eran princesas, invisibles, amores de una larguísima noche, hijas del temible Oomforafor y hermanas del sanguinario Faroomfar. Mucho antes de todas ellas, en la Tierra de la Juventud, tuvimos a Irvrian y la esbelta Vlana, pero esas encantadoras y misteriosas criaturas, semejantes a actrices, eran muy jóvenes y ahora moran con la Muerte en el Reino de las Sombras. Así pues, sólo soy hombre a medias. Necesito una compañera, y creo que tú también.
—¡Estás loco, Fafhrd! Primero hablas de gloriosas aventuras a lo largo y ancho del mundo y luego echas de menos lo que las haría imposibles: esposa, hogar, paniaguados, deberes. Una noche tediosa sin una muchacha o una pelea y
se
te reblandece el cerebro. Sí, sin duda estás loco.
Fafhrd volvió a inspeccionar la taberna y a sus aburridos parroquianos.
—La monotonía sigue invariable —observó—, como si nadie hubiera movido ni siquiera las pestañas desde la última vez que miré. Y, no obstante, desconfío de esta quietud, noto un frío glacial. Ratonero...
Su camarada miraba más allá de él. Con muy poco ruido, o ninguno en absoluto, dos esbeltas personas acababan de entrar en La Anguila de Plata, deteniéndose para observar apenas cruzaron la cortina de hilo metálico con cuentas
de
plomo, que evitaba el paso de la niebla y podía desviar estocadas. Una de ellas era alta y de aspecto masculino, los ojos azules, las mejillas delgadas y la boca ancha, vestía jubón y calzones azules y un largo manto gris. La otra parecía flexible como un gato, tenía los ojos verdes, las facciones compactas, los cortos y gruesos labios apretados y vestía de manera similar, con excepción de los colores, rojo de óxido y marrón. Ni eran jóvenes ni se acercaban todavía a la edad mediana. Sus frentes suaves y sin arrugas, sus ojos serenos, las armoniosas curvas de las mandíbulas, los largos cabellos, que se amoldaban al rostro, aquí rubio plateado,
—No es más que un iceberg que tiene la mitad de ese tamaño —dijo ella.
—Bien —propuso Fafhrd—, bebamos lo que este dinero brillante y foráneo va a pagar. Yo soy Fafhrd, y mi amigo responde al nombre de Ratonero Gris.
—Me llamo Afreyt —dijo la mujer alta—, y mi compañera Cif. Tras tomar largos tragos, dejaron sus copas sobre la mesa, Afreyt con un fuerte golpe de peltre contra roble.
—Y ahora hablemos de negocios —dijo de improviso la mujer, frunciendo levemente el ceño al ver que Fafhrd se disponía a llenar de nuevo las copas—. Somos portavoces de la Isla de la Escarcha...
—Y estamos facultadas para dispensar su oro —completó Cif, con destellos amarillos en sus ojos verdes. Entonces añadió con brusquedad—: La Isla de la Escarcha está gravemente amenazada. Afreyt bajó la voz para preguntar:
—¿Habéis oído hablar de los mingoles marinos? —Y al ver que Fafhrd asentía, dirigió su mirada al Ratonero y dijo—: La mayoría de los meridionales dudan de su misma existencia, creyendo que todo mingol es un patán cuando no monta su caballo, ya sea en tierra o en el mar.
—Yo no —respondió él—. He navegado con una tripulación mingola. Hay uno, ya viejo, llamado Ourph...
Y yo me he enfrentado con piratas mingoles —dijo Fafhrd—. Tienen pocos barcos y todos temibles. Ratas de agua con flechas por dientes..., mingoles marinos, como dices.
—Eso es muy cierto —les dijo Cif a los dos—. Entonces me creeréis más si os digo que, en respuesta a la antigua profecía: «Quien se apodere de la corona de Nehwon, lo conquistará en su totalidad...».
—Por corona hay que entender las costas polares del norte
—intervino Afreyt.
—Una profecía a cuyo cumplimiento instiga continuamente el Mago del Hielo, Khahkht, cuyo mismo nombre es un estornudo helado...
—Tal vez el ser más maligno que jamás ha existido —apostilló Afreyt, sus ojos una luna de zafiro que brillaba a través de dos estrechas ranuras oblicuas.
—Los mingoles han zarpado para saquear las costas más septentrionales de Nehwon con dos grandes flotas, una que sigue al sol y otra que avanza en sentido contrario. Para referirnos a ellos brevemente, les llamamos mingoles solares y mingoles oscuros.
—Esos pocos barcos temibles que has mencionado son verdaderas armadas —intervino Afreyt, que seguía mirando sobre todo a Fafhrd (de la misma manera que Cif favorecía al Ratonero)—. ¡Hasta que los solares y los oscuros se encuentren en la isla de la Escarcha, la saqueen y se desplieguen hacia el sur para apoderarse del mundo!
—Una funesta perspectiva —comentó Fafhrd, dejando la jarra de aguardiente con la que
acababa
de perfumar el vino que había servicio a todos.
—Por lo menos una perspectiva de considerable agitación —dijo el Ratonero—. Los mingoles son unos saqueadores incansables.
Cif se inclinó hacia adelante, con la barbilla
alzada,
llameantes sus ojos verdes.
—Así pues, la Isla de la Escarcha es el campo de batalla elegido... Elegido por el destino, por el frío Khahkht y por los dioses. El lugar donde detener a la horda de la estepa convertidos en piratas.
Aunque no se movía, Afreyt pareció crecer en su silla, y la mirada de sus ojos azules osciló entre Fafhrd y su camarada.
—Por eso la Isla de la Escarcha arma y congrega hombres, e incluso contrata mercenarios. Este último es el cometido de Cif y el mío. Necesitamos dos héroes, cada uno de los cuales habrá de encontrar doce hombres como él y llevarlos a la Isla de la Escarcha en el espacio de tres cortas lunas. ¡Vosotros sois esos dos!
—¿Creéis acaso que existe en Nehwon otro hombre como yo..., y no digamos una docena? —inquirió el Ratonero en tono incrédulo.
—Como mínimo, se trata de una empresa costosa —dijo Fafhrd, con muy buen juicio.
Los bíceps de Cif se hincharon ligeramente bajo la tela de color rojo óxido ceñida a su cuerpo, y sacó de debajo de la mesa dos bolsas repletas, del tamaño de naranjas, poniéndolas delante de los dos hombres. Los golpes sordos que produjeron sobre la mesa y el tintineo rápidamente amortiguado eran unos sonidos de lo más satisfactorios.
—¡Aquí tenéis los fondos!
Los ojos del Ratonero se redondearon, aunque de momento no tocó su bolsa globular.
—La Isla de la Escarcha debe de tener una gran necesidad de héroes. ¿Y heroínas? Si puedo hacer una sugerencia...
—Ese aspecto ya está solucionado —le atajó Cif con firmeza.
Fafhrd rozó su bolsa con el dedo anular y lo retiró.
—Bebamos —dijo Afreyt.
Mientras
alzaban
las copas, oyeron un ligero cascabeleo procedente de todas partes, como campanillas de duendes. Una tenue y glacial corriente de aire penetró por la puerta, la misma atmósfera se hizo muy translúcida y dio un tono nacarado a cuanto abarcaba la vista. A la velocidad de la luz, con increíbles saltos felinos, estos portentos dieron paso a un atronador repique de campanas, tan grandes como cúpulas de templos y gruesas como almenas, un viento polar ensordecedoramente rugiente, que disipó en un instante el calor de la sala, levantó la cortina de hierro y plomo y arrojó al suelo a los parroquianos de La Anguila de Plata, y una niebla espesa como la leche, a través de la cual se oyó gritar a Cif:
—¡Es el aliento helado de Khahkht!
—¡Nos ha seguido! —exclamó Afreyt, antes de que el pandemónium ahogara todos los demás sonidos.
Fafhrd y el Ratonero aferraron desesperadamente la bolsa de dinero con una mano mientras con la otra cogían la mesa, agradeciendo que estuviera fija al suelo para evitar que la usaran durante las peleas.
El viento y el tumulto cesaron y la niebla se desvaneció, no tan rápidamente como había llegado. Los dos hombres se soltaron, se limpiaron la frente y los ojos, cubiertos de cristales de hielo, encendieron las lámparas y miraron a su alrededor.
El lugar era un degolladero sin sangre, silencioso como la muerte hasta que empezaron a oírse los gemidos atemorizados, los gritos de dolor y sorpresa. Los dos héroes examinaron la larga estancia, primero desde sus mesas y luego puestos en pie. Sus esbeltas compañeras de mesa no figuraban entre las víctimas que se recuperaban lentamente.
Con aire un tanto frívolo, el Ratonero preguntó:
—¿Somos los de siempre o acaso hemos bebido alguna droga que...?
Se interrumpió al ver que Fafhrd había cogido su bolsa de dinero, encaminándose a la puerta.
—¿Adonde vas?
El norteño se detuvo y se volvió hacia su amigo, la expresión de su rostro muy seria.
—Voy al norte de los Trollsteps para contratar a mis doce guerreros. Sin duda encontrarás a tus doce ladrones espadachines en un clima más cálido. Dentro de tres meses menos tres días nos reuniremos en el mar, a medio camino entre Simorgya y la Isla de la Escarcha. Hasta entonces, adiós y cuídate.
El Ratonero le vio salir, se encogió de hombros, y asió una copa y la jarra de aguardiente, volcada— pero indemne, humedecida por la niebla mágica. El licor que no se
había
derramado bastaba para un gratificante trago largo. Manoseó la bolsa de dinero y luego deshizo el apretado nudo de su cordón. En el interior, el cuero tenía un tenue brillo ambarino.
—Una naranja de oro, en efecto —dijo satisfecho, sin hacer caso de los parroquianos que gemían, se arrastraban o tambaleaban a su alrededor, y sacó una de las monedas amarillas.
En el reverso estaba grabada la imagen de un volcán, tal vez cubierto de nieve, mientras que el anverso presentaba un gran acantilado que se
alzaba
del mar y no parecía exactamente hielo ni ninguna roca ordinaria. ¡Qué gracioso! Miró de nuevo hacia la entrada, cubierta por la cortina metálica. Pensó en lo necio que era al tomar en serio una tarea totalmente imposible encargada por unas mujeres desaparecidas, que quizá estaban muertas o, en el mejor de los casos, habían sido embrujadas y se hallaban fuera de su alcance. O concertar una cita en una fecha lejana, en un océano sin cartografiar, entre una tierra hundida y otra fabulosa, pues la geografía de Fafhrd era incluso más esperanzada que sus demás conocimientos, en general muy imaginativos. Imaginó las exquisitas delicias, más todavía, los éxtasis y la felicidad que podría permitirse con todo aquel oro. ¡Cuan grande es la suerte de que al metal no le importe ser esclavo del hombre que lo posee!
Devolvió la moneda a la bolsa, cerró ésta herméticamente y volvió a mirar la superficie de la mesa, en uno de cuyos bordes permanecían las cuatro monedas de plata.
Estaba contemplándolas, cuando la mano mugrienta de uno de los servidores a quien la súbita ventisca que penetrara en la taberna había hecho esconderse bajo la mesa, alargó una mano, las cogió y desapareció rápidamente.
El Ratonero volvió a encogerse de hombros, se levantó y avanzó contoneándose hacia la puerta, silbando entre dientes una marcha mingola.
En el interior de una esfera que tenía vez y media la altura de un hombre, un viejo flaco estaba atareado. En la pared de la esfera había una representación pictórica de Nehwon, un mapa con los mares azul oscuro, las tierras verdes y marrones no menos oscuros, pero brillantes, como de hierro con esas tonalidades, lo cual creaba la ilusión de que la esfera era una burbuja gigante que se levantaba eternamente a través de la lobreguez infinita de las aguas oleosas, como ciertos filósofos lankhmareses afirman que es en realidad el mundo de Nehwon. Al sur de las Tierras Orientales, en el Gran Océano Ecuatorial, estaba incluso representado un muro acuático en forma de anillo, de un palmo de anchura y tres dedos de altura, como los que ciertos filósofos afirman que, al—desplazarse flotando, ocultan el sol a la mitad de Nehwon, aunque no había ningún disco solar cegador en el fondo del cráter líquido, sino sólo un pálido resplandor, suficiente para iluminar el interior de la esfera.
De la túnica ligera y holgada que vestía el viejo personaje sobresalían cuatro miembros largos y en actividad incesante, cubiertos de vello negro, corto y rígido, a los que una película de hielo daba una tonalidad grisácea, mientras que su estrecho rostro era tan repulsivo como el de una
araña.
Entreabrió sus labios correosos, y los nerviosos dedos de largas uñas se dirigieron a una zona del mapa donde un minúsculo y brillante punto negro representaba la ciudad de Lankhmar, en la costa meridional del Mar Interior. ¿Era su aliento helado la blanca neblina que se extendía sobre el punto negro o bien la conjuraba su voluntad? Fuera cual fuese el motivo, aquel vapor se disipó.