Una de las hebras de niebla, como si fuera aficionada al juego de pulso y sintiera curiosidad por el resultado, pasó sobre el hombro de Gnarlag. A la vieja ramera le pareció que la inquisitiva hebra neblinosa tenía un matiz rojizo, sin duda reflejo de las antorchas, pero rogó para que insuflara en Gnarlag sangre fresca.
El dedo de niebla tocó el brazo tenso. La expresión burlona de Gnarlag se transformó en otra de puro odio, y el grosor de los músculos de su antebrazo pareció duplicarse mientras le daba más de media vuelta. Se oyó un chasquido apagado y un grito de dolor. La muñeca del mercenario estaba rota.
Gnarlag se levantó. Arrojó contra la pared una copa de vino que le ofrecía y derribó de un golpe a una muchacha que pretendía abrazarle. Entonces cogió del banco que estaba a su lado el grueso cinto del que pendían sus dos espadas, se encaminó a la escalera de ladrillo y salió del Nido de Ratas. Quizá por algún curioso efecto de las corrientes de aire, pareció como si una hebra de niebla descansara sobre sus hombros, como un brazo amistoso.
Una vez hubo desaparecido, alguien comentó:
—Gnarlag siempre ha sido un ganador frío e ingrato.
El sombrío mercenario se miró la mano que le pendía fláccida y se mordió los labios para contener los gemidos.
—Dime pues, gran filósofo, porqué no somos duques —pidió el ratonero Gris, señalando a su amigo con un dedo—. O emperadores, o semidioses, ya que estamos en ello.
—No somos duques porque no estamos sometidos a nadie replicó Fafhrd con afectación, y apoyó los hombros en la piedra abrevadero—. Incluso un duque tiene que adular a un rey, y semidioses a los dioses. Pero nosotros no adulamos a nadie. Seguimos nuestro camino, eligiendo nuestras aventuras..., ¡y nuestras propias locuras! Es mejor la libertad y un camino helado a un hogar caliente y la servidumbre.
—Así habla el lebrel rechazado por su último amo y que no encuentra nuevas botas a las que babosear —replicó el Ratonero con impudicia amigable y sardónica—. Mírate, noble embustero: remos trabajado para una docena de señores, reyes y gordos mercaderes. Has servido a Movarl, al otro lado del Mar Interior, y yo he servido al bandido Harsel. Ambos hemos estado bajo las órdenes de Glipkerio, cuya hija se une a Ilthmar esta misma noche.
—Son excepciones —protestó despectivamente Fafhrd—, y además, incluso cuando estamos al servicio de alguien, nosotros establecemos las reglas. No nos inclinamos a los deseos de nadie, no bailamos al son del tambor de algún brujo, no nos unimos a la plebe, no hacemos caso de ninguna salvaje invocación del odio. Cuando desenvainamos la espada, es sólo para defendernos a nosotros mismos. ¿Qué es eso?
Había alzado la espada para recalcar sus palabras, cogiéndola por la vaina, debajo de la guarda, pero ahora la mantenía inmóvil, con la empuñadura cerca de la oreja.
—¡Una vibración de advertencia! —exclamó al cabo de un momento—. ¡El acero suena suavemente en su funda!
El Ratonero se rió, tolerante ante esta prueba de superstición. Desenvainó su fina espada, examinó la hoja aceitada a la tenue luz de las brasas, descubrió un par de motas negras y empezó a frotarlas con un trapo.
No ocurrió nada más, y Fafhrd dejó a un lado la espada sin desenvainar y dijo de mala gana:
—Quizá pasó un dragón por la cueva donde forjaron la hoja. Pero esta niebla hedionda sigue sin gustarme.
El asesino Gis y la cortesana Tres habían observado el avance de la niebla sobre los tejados de Lankhmar, con sus fantásticos remates puntiagudos, hasta que veló la luna baja y amarillenta y el resplandor multicolor del palacio. Entonces encendieron las lámparas y corrieron las cortinas azules, y se dedicaron al juego de lanzar cuchillos a fin de aguzar sus apetitos para un juego más íntimo pero no mucho más amable.
Tres era bastante diestra, pero Gis era capaz de hacer que el arma diera doce o trece vueltas completas antes de clavarse en la madera, y podía lanzarla con igual precisión entre las piernas o por encima del hombro, hacia atrás, sin necesidad de espejo. Cada vez que el cuchillo se clavaba muy cerca del cuerpo de Tres, él sonreía. La mujer tenía que recordarse que Gis no era mucho peor que la mayoría de los malvados.
La niebla entró serpenteando entre las cortinas azules y tocó a Gis en la sien cuando se preparaba a lanzar el cuchillo.
— ¡Tienes la sangre de la niebla en el blanco de los ojos! —gritó Tres, mirándole asustada.
El asesino cogió a la mujer por la oreja y, con una gran sonrisa, le cortó el cuello por debajo de la delicada mandíbula. Se hizo a un lado para evitar el borbotón de sangre, cogió su cinto provisto de varias dagas y se precipitó por la curva escalera hasta la calle, donde se sumergió en una niebla acogedora, una bruma que de algún modo estaba tan llena de furor como el fuerte vino de Tovilysis lo está de azúcar, una auténtica cisterna de ira. Todo su ser estaba bañado en sensaciones tan arrobadoras como las intensas aunque huidizas que había desencadenado en su cerebro el roce del zarcillo de niebla. Visiones de princesas acuchilladas y doncellas ensartadas en acero danzaban en su cabeza. Caminó eufórico, rebosante de expectativas deliciosas, al lado de Gnarlag de las Dos Espadas, quien le reconoció en seguida como un hermano de odio, sacrosanto, otro esclavo de la niebla bendita.
Fafhrd colocó las manos por encima del brasero y se puso a silbar la alegre tonada procedente del palacio que destellaba a lo lejos. El Ratonero, que ahora aceitaba de nuevo la hoja de Escalpelo, observó:
—Estás tan contento que nadie diría que te preocupan las corrupciones y las vibraciones anunciadoras de peligro.
—Esto me gusta —afirmó el nórdico—. ¡Me importan un ardite los patios, los lechos y los fuegos crepitantes en las chimeneas! ¿Acaso no es más dulce el vino imaginado que el real?
—¡Ja, ja! —rió sardónicamente el Ratonero.
—¿Y no es un mendrugo de pan mas sabroso para un hambriento que las lenguas de alondra para un sibarita? La adversidad aguza el apetito y aclara la vista.
—Eso dijo el mono que no podía coger la manzana —replicó el Ratonero—. Si en esa pared se abriera una puerta de acceso al paraíso, te lanzarías de cabeza a través de ella.
—Sólo porque nunca he estado en el paraíso. ¿No es más agradable escuchar la música de los desposorios de Innesgay aquí, en vez de mezclarnos con los invitados, tener que bailar con ellos y sufrir las trabas y las anteojeras de sus rituales sociales?
—Esos sonidos hacen que a muchos en Lankhmar les roa la envidia hasta dejarlos con los huesos mondos —dijo sombríamente el Ratonero—. A mí no me roe como a esos estúpidos; mis celos son más inteligentes. Pero, aun así, la respuesta a tu pregunta es: ¡no!
—Esta noche es mucho mejor ser un vigilante de Glipkerio que su huésped atiborrado de comida —insistió Fafhrd, dejándose llevar por su vena poética y sin escuchar apenas al Ratonero.
—¿Quieres decir que servimos a Glipkerio gratuitamente? —preguntó el último en tono de alarma—. ¡Ahí tienes! ¡Ése es e6 aspecto más amargo de la libertad: que no cobras!
Fafhrd se echó a reír, pero en seguida se puso serio y dijo, casi avergonzado:
—Ser un buen vigilante tiene sus recompensas. ¡No lo hacemos por una paga, sino por el mero gusto de hacerlo! Un hombre bajo techo, cómodo y bien caliente, está ciego. Pero aquí, a la intemperie, vemos la ciudad y las estrellas, oímos los sonidos de la vida, nos agazapamos como cazadores en un escondrijo entre las piedras, aguzando nuestros sentidos para...
—Por favor, Fafhrd, basta de señales de peligro —protestó el Ratonero—. Sólo falta que me digas ahora que hay un monstruo babeante y al acecho en las calles, deseoso de Innesgay y su, damas de honor, y tal vez uno o dos principillos armados con espadas como aperitivo.
Fafhrd le miró seriamente y luego escudriñó la niebla que se iba espesando.
—Cuando esté completamente seguro de eso, te lo haré saber.
Los hermanos gemelos Kreshmar y Skel, asesinos y camorristas de oficio, estaban amenazando a un usurero en su cuchitril cuando la niebla entreverada de rojo llegó en su busca. Con la misma rapidez con que los hombres ambiciosos toman un último bocado y un trago de vino durante la cena familiar, cuando les llaman de improviso a la mesa del banquete del emperador, los dos hombres concluyeron su faena. Kreshmar utilizó limpiamente su porra para abrir un cráter en el cráneo del usurero, mientras Skel e metía en el cinto la bolsita de oro que habían arrebatado al viejo. Mientras éste pasaba a mejor vida, salieron a toda prisa, las espadas oscilando en sus caderas, y se internaron en la niebla para avanzar junto a Gnarlag y Gis en medio de la masa compacta que apenas se distinguía de la niebla fluvial, pero que les intoxicaba como si fueran los vapores de un vino hechizado que impulsa al asesinato y la destrucción, hacía que se desprendieran de todas las precauciones y temores naturales, y les prometía innumerables emociones y víctimas muy provechosas.
Detrás de los cuatro hombres, la falsa niebla se adelgazó hasta reducirse a un solo filamento brillante, rojo como una arteria, plateado como un nervio, que serpenteaba entre las calles retorcidas llegaba al Templo del Odio. Una pulsación recorría incesantemente el filamento: eran los impulsos que transmitían energía y decisión a la masa de niebla merodeadora y a los cuatro asesinos, ¡hora doblemente esclavizados por el odio, que avanzaban con ella. La niebla se movía resueltamente, como un tigre de las nieves, hacia el barrio de los nobles y el palacio iluminado de Glipkerio, sobre el rompeolas del Mar Interior.
Tres centinelas de Lankhmar, vestidos de negro y armados con garrotes recubiertos de metal y pesados dardos erizados de búas, vieron acercarse la espesa niebla y a los hombres que iban envueltos en ella. Tuvieron la impresión de que estaban congelados, recubiertos por una especie de hielo dúctil. Se estremecieron y se sintieron paralizados. La niebla les tocó, pero casi al instante pasó de largo, como si fueran un material inferior para sus fines.
De la masa de niebla surgieron cuchillos y espadas. Sin un solo grito, los tres centinelas cayeron, y en sus negras túnicas brilló un líquido cuyo color rojo sólo era patente en los miembros pálidos y fláccidos. La masa de niebla se espesó, como si acabara de alimentarse con la sustancia de sus víctimas. Los cuatro asesinos eran casi invisibles desde el exterior, aunque desde dentro ellos veían con suficiente claridad.
En un extremo del callejón más largo y en dirección a tierra adentro, el Ratonero vio la aproximación de la masa blanca junto al resplandor del palacio, detrás de él, aquella niebla que lanzaba por delante sus zarcillos exploradores, y exclamó alegremente:
—¡Mira, Fafhrd, tenemos compañía! Llega la niebla serpenteando desde el Hlal para calentarse las blandas garras en nuestro pequeño fuego.
Fafhrd frunció el ceño y dijo en tono de desconfianza:
—Creo que enmascara a otros huéspedes.
—No seas gallina —le reprendió el Ratonero, y añadió con voz soñadora—: Se me ha ocurrido algo curioso, Fafhrd: ¿y si no se trata de niebla, sino que es el humo de toda la adormidera y la resina de cáñamo de Lankhmar ardiendo a la vez? ¡Cómo disfrutaremos después de aspirarlo! ¡Qué sueño tendremos esta noche!
—Creo que serán pesadillas —dijo Fafhrd en voz baja, empezando a incorporarse—. ¡El olor, Ratonero! ¡Y mi espada vuelve a vibrar!
Los zarcillos de niebla más adelantados rozaron a los dos hombres y se abalanzaron sobre ellos alegremente, como si hubieran encontrado a los dos capitanes que andaban buscando, los líderes de los esclavos que les harían invencibles.
Entonces los dos hermanos de sangre sintieron plenamente la intoxicación de la niebla, la agridulce melodía de odio que transmitía su contacto, sus promesas vehementes de que siempre satisfaría los anhelos más sanguinarios, en una eternidad de frenesí asesino incontenido.
Aquella noche Fafhrd estaba sobrio, intoxicado tan sólo por sus propios idealismos y el propósito de cumplir a la perfección su tarea de vigilancia, y por ello apenas le afectaron las sensaciones, ni las percibió en absoluto como sensaciones.
El Ratonero tenía una naturaleza más proclive a los odios y las envidias, y su resistencia se tambaleó, pero al final también él rechazó los poderosos señuelos de la niebla..., aunque, para darle la peor interpretación, porque quería ser siempre la fuente de su propio mal y jamás aceptaría que procediera de otra fuente, ni siquiera como un regalo del mismo archienemigo.
Entonces la niebla retrocedió una docena de pasos, con rapidez felina, como una arpía orgullosa a la que rechazan, descubriendo a los cuatro hombres embozados en ella y tendiendo simultáneamente sus zarcillos hacia el Ratonero y Fafhrd.
Fue una suerte que el Ratonero conociera hasta el último asesino semiprofesional de Lankhmar y que sus intuiciones y reflejos fuesen rápidos como una flecha. Reconoció al más menudo de los cuatro —Gis, con su cinto repleto de cuchillos— y también el que presentaba un peligro más inmediato. Sin asomo de duda desenvainó a Garra de Gato, se preparó para el ataque, apuntó y lanzó el arma. Al mismo tiempo, Gis, que también conocía a su adversario y tenía la misma celeridad mental y rapidez de reacción, arrojó uno de sus cuchillos. Pero el Ratonero, siempre cauto y juiciosamente temeroso, echó la cabeza a un lado en el mismo momento en que lanzó su arma, y el cuchillo de Gis sólo pasó rozándole la oreja.
Gis había confiado demasiado en su propia velocidad, y no hizo ningún movimiento evasivo similar... con el resultado de que un instante después la empuñadura de Garra de Gato sobresalía de la órbita de su ojo derecho. El rufián se quedó largo rato mirando fijamente con el otro ojo, conmocionado y sorprendido, y luego cayó al suelo, con las facciones contorsionadas por el estertor agónico.
Kreshmar y Skel desenvainaron al punto sus aceros, y Gnarlag empuñó sus dos espadas, sin que les intimidara lo más mínimo la muerte alada que se había cebado en el cerebro de su camarada.
Fafhrd, que tenía muy buen sentido táctico para actuar en un frente amplio, al principio no sacó su espada, sino que cogió el brasero por una de sus tres cortas y quemantes patas, lo hizo girar y arrojó su magro contenido al rojo vivo contra las caras de los atacantes. Esto los detuvo lo suficiente para que el Ratonero desenvainara a Escalpelo y Fafhrd a su espada más pesada, que había sido forjada en una gruta. Se las hubiera arreglado mejor sin el brasero, pues estaba demasiado caliente, pero vio que Gnarlag de las Dos Espadas iba a por él y se contentó con pasarlo a la mano izquierda, como si hiciera un juego de manos.