Espadas contra la Magia (26 page)

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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

BOOK: Espadas contra la Magia
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La sonrisa de Fafhrd se agrió un poco. Quizá, se dijo, debería tomar como un cumplido que las mujeres empezaran a pensar en la violación en cuanto le veían, pero en cualquier caso se sentía un poco irritado. Acaso le juzgaban incapaz de una seducción civilizada porque vestía con pieles y no era un enano? En fin, pronto saldrían de su error. ¡Pero qué manera tan repulsiva de tratar de intimidarle!

—Sólo dice la verdad, capitán —dijo el rechoncho abuelo, y Fafhrd se dio cuenta de que no estaba precisamente equipado para serlo, pues tampoco podría ser padre—. Pero tendré mucho gusto en prestaron cualquier ayuda que...

Se oyeron pasos rápidos en el pasadizo y el áspero tintineo de metal al rozar piedra. Fafhrd se volvió como un tigre. Dos guardias, vestidos con las cotas de malla oscuras de los esbirros de Hasjarl se aproximaban corriendo a la habitación. La espada recién desenvainada de uno había rozado la pared cerca de la puerta, mientras que un tercero gritaba ahora:

— ¡Apresad al nórdico traidor! Matadle si se resiste. Yo cogeré a la concubina de Quarmal.

Los dos guardias se precipitaron contra Fafhrd, pero éste, imitando todavía más al tigre, se lanzó hacia ellos con el doble de celeridad, al tiempo que desenvainaba a Vara Gris y daba un tajo lateral y hacia arriba, repeliendo al atacante más adelantado, mientras le aplastaba con su bota el empeine. Entonces la empuñadura de Vara Gris le golpeó en la mandíbula, haciéndole caer sobre su compañero. Entretanto, Fafhrd había levantado el hacha con la mano izquierda, y con ella abrió los cráneos de los dos esbirros; empujándolos con el hombro mientras caían, recuperó el hacha y la arrojó contra el tercero. El filo se clavó en la frente, entre los ojos, que había vuelto para ver lo que sucedía, y cayó de bruces, muerto.

Pero ya se oían las pisadas presurosas de un cuarto y quizá un quinto guardia. Fafhrd se lanzó hacia la puerta con un gruñido, se detuvo dando una patada en el suelo y regresó con la misma rapidez, señalando con un dedo ensangrentado a Kewissa, la cual se acurrucaba junto a la mole del pálido Brilla.

—¿Eres la chica del viejo Quarmall y estás embarazada de él? —preguntó con voz ronca, y cuando ella asintió rápidamente, tragando saliva con dificultad, Fafhrd añadió—: Entonces vas a venir conmigo, ¡ahora mismo!, y el castrado también.

Envainó a Vara Gris, extrajo el hacha del cráneo del sargento, cogió a Kewissa del brazo y se dirigió a la puerta, haciendo un gesto con la cabeza a Brilla para que les siguiera.

—¡Tened misericordia, señor! —exclamó Kewissa—. ¡Me haréis perder el niño!

Brilla obedeció, pero mientras lo hacía objetó con su voz gorjeante:

—Amable capitán, no te seremos útiles, sino sólo un estorbo en tu...

Fafhrd se volvió hacia él y le ahorró un largo discurso, agitando el hacha ensangrentada para recalcar sus palabras:

—Si crees que no comprendo el valor que tiene un pretendiente al trono, aunque aún no haya nacido, a fines de regateo o como rehén, es que tu cráneo está tan vacío de sesos como tu entrepierna de simientes..., y dudo de que ése sea el caso. En cuanto a ti, muchacha —dijo ásperamente a Kewissa—, si hay algo más que balidos bajo tus bucles verdes, sabrás que ahora estás más segura con un desconocido que con los bribones de Hasjarl y es mejor que abortes a tu hijo antes que caer en las manos de aquéllos. Vamos, te llevaré. —Cogió a la joven en brazos—. Sígueme, eunuco; mueve esos muslazos tuyos si en algo aprecias la vida.

Y corrió por el pasillo, Brilla avanzando pesadamente tras él, y llenándose prudentemente los pulmones de aire, en previsión de inminentes esfuerzos. Kewissa rodeó el cuello de Fafhrd con sus brazos y le miró con admiración. Entonces el nórdico dio rienda suelta a dos observaciones que, sin duda, había guardado para un momento en el que no estuviera ocupado.

La primera observación era rencorosamente sarcástica: « ¡... si se resiste!». La segunda le hizo sentirse enojado consigo mismo: « ¡Esos malditos ventiladores deben de haberme ensordecido, y por eso no les he oído aproximarse!».

A cuarenta largos pasos por el corredor, pasó junto a una rampa que conducía arriba y giró hacia un corredor más estrecho y oscuro.

A su espalda, Brilla le dijo en voz baja pero rápida:

—Esa rampa conducía a los establos. ¿Adónde nos llevas, capitán?

—¡Abajo! —replicó Fafhrd sin reducir la velocidad de sus zancadas—. No os asustéis, pues tengo un escondite para vosotros dos... e incluso una compañera para la princesa madre Buclesverdes, aquí presente. —Entonces le dijo rudamente a Kewissa—: No eres la única muchacha en Quarmall que necesita que la rescaten, ni tampoco todavía la más valiosa.

Haciendo un esfuerzo, el Ratonero se arrodilló ante el bulto horrendo que era el príncipe Gwaay y lo examinó. El hedor era abominablemente fuerte, a pesar de los perfumes que había rociado el Ratonero y el incienso que había quemado durante una hora. Había cubierto con sábanas de seda y túnicas de piel el cuerpo de Gwaay, con excepción del rostro torturado por las diversas plagas. El único rasgo de su rostro que se había librado de un contagio extremo era la bonita nariz, de cuya punta se desprendía gota a gota un fluido claro, como el goteo de una clepsidra; un ruido desagradable, como si quisiera vomitar pero no pudiera hacerlo, era la única señal razonable de que Gwaay seguía con vida. Durante algún tiempo había emitido leves gemidos, como los susurros de un mudo, pero ya habían cesado.

El Ratonero reflexionó en que era realmente muy difícil servir a un amo que no podía hablar, ni escribir, ni hacer gestos... sobre todo cuando tenía que luchar con unos enemigos que ahora no parecían ni torpes ni despreciables. Era evidente que Gwaay debería haber muerto horas antes. Probablemente, sólo su voluntad de acero, ayudada por sus dotes brujeriles, y el profundo odio hacia Hasjarl impedían que su espíritu huyera del cuerpo horrendamente torturado que lo albergaba.

El Ratonero se incorporó y miró inquisitivamente a Ivivis la cual se sentaba ahora ante la larga mesa, cosiendo dos grandes túnicas negras de brujo, que había cortado siguiendo instrucciones del Ratonero, para adaptarlas a la talla de cada uno de ellos. El Ratonero había pensado que como ahora parecía ser el único brujo que le quedaba a Gwaay, así como su adalid, debería vestir como tal y disponer por lo menos de un acólito.

Ivivis se limitó a responder a su mirada inquisitiva arrugando la nariz, apretándola con dos dedos y encogiéndose de hombros. Era cierto, se dijo el Ratonero, que el hedor aumentaba a pesar de todos sus intentos de enmascararlo. Se acercó a la mesa y se sirvió media taza del espeso vino rojo, cuyo sabor había empezado a apreciar, a pesar suyo, pues sabía que era una fermentación de hongos escarlata. Tomó un pequeño sorbo, y resumió:

—Aquí tenemos un bonito caldero de bruja lleno de problemas. Los brujos de Gwaay destruidos... por mí, de acuerdo, lo admito. Sus esbirros y soldados han huido... creo que a los túneles más profundos, húmedos y repugnantes, o bien se han unido a Hasjarl. Sus mujeres han desaparecido, excepto tú. Incluso sus médicos, temerosos de acercarse a él...; el que arrastré hasta aquí perdió el conocimiento. Sus esclavos, presas del miedo, son inútiles... Sólo esas bestias que accionan los ventiladores mantienen su cabeza sobre los hombros, ¡y eso porque ni siquiera tienen una verdadera cabeza! Ninguna respuesta al mensaje enviado a Flindach, sugiriendo que nos uniéramos contra Hasjarl. Ningún paje nos ha traído otro mensaje... y ni siquiera un piquete para advertirnos si Hasjarl ataca.

—También tú podrías pasarte al bando de Hasjarl —sugirió Ivivis.

El Ratonero reflexionó en esa posibilidad.

—No —decidió—. Hay algo demasiado fascinante en una empresa desesperada como ésta. Siempre he querido estar al frente de una, y es muy divertido traicionar a los ricos y victoriosos. No obstante, ¿qué estrategia puedo emplear sin tener siquiera un ejército mínimo?

Ivivis frunció el ceño.

—Gwaay solía decir que del mismo modo que la lucha con la espada es sólo otro medio de practicar la diplomacia, también lo es la lucha con hechizos. Así pues, podrías probar de nuevo con tu gran hechizo —concluyó sin demasiada convicción.

—¡De ninguna manera! —exclamó el Ratonero—. Mi hechizo no ha afectado a los veinticuatro brujos de Hasjarl, pues en ese caso habrían dejado de enviar hechizos contra Gwaay. O bien pertenecen al Primer Rango o es que estoy haciendo el hechizo al revés... y, de ser así, si lo intento de nuevo, probablemente los túneles se derrumbarán sobre mí.

—Entonces utiliza un hechizo diferente —sugirió Ivivis vivazmente—. Crea un ejército de esqueletos, vuelve loco a Hasjarl, o dirígele un maleficio, de manera que se arranque un dedo de los pies a cada paso que dé, o convierte en queso las espadas de sus soldados, o fulmina sus huesos, o convierte a todas sus doncellas en gatos y préndeles fuego a la cola, o...

—Lo siento, Ivivis —se apresuró a decir el Ratonero, para refrenar el creciente entusiasmo de la muchacha—. No le confesaría esto a nadie, pero... ése era mi único hechizo. Debemos fiarnos únicamente del ingenio y las armas. Una vez más te pregunto, Ivivis, qué estrategia emplea un general cuando su izquierda es derrotada, su derecha huye en desbandada y su centro es diez veces diezmado.

Un sonido ligero y dulce, como una campanilla de plata tocada una sola vez o el rasgueo de una cuerda de arpa de plata, le interrumpió. A pesar de su ligereza, por un momento pareció llenar la cámara con una luz sonora. El Ratonero e Ivivis miraron inquisitivamente a su alrededor y luego a la máscara de plata de Gwaay en la hornacina sobre la arcada ante la que el cuerpo de Gwaay permanecía envuelto en seda.

Los labios metálicos de la estatua sonrieron y se separaron —o así lo pareció en la penumbra de la estancia— y se oyó débilmente la voz de Gwaay que decía: «Tu respuesta: ¡ataca! ».

El Ratonero parpadeó. Ivivis dejó caer la aguja. La estatua siguió diciendo:

—¡Saludos, mi capitán sin tropas! Saludos, querida muchacha. Siento que mi hedor te ofenda... Sí, sí, Ivivis, he observado que te tapabas la nariz para evitar el olor de mi cuerpo en esta última hora..., pero el mundo está lleno de cosas horribles. ¿No es una víbora negra eso que se desliza ahora entre los pliegues de la túnica que estás cosiendo?

Con un grito de horror, Ivivis se levantó con la celeridad de un gato, arrojó la túnica al suelo y se sacudió frenéticamente las piernas. La estatua soltó una risa argentina, y dijo:

—Perdón, gentil muchacha, era sólo una broma. Estoy demasiado excitado, quizá porque mi cuerpo está tan decaído. Conspirar reducirá mi excentricidad. ¡Chitón ahora, chitón!

En la Sala de Brujería de Hasjarl, sus veinticuatro magos contemplaban desesperadamente una enorme pantalla mágica paralela a la larga mesa, y procuraban con todas sus fuerzas que la imagen reflejada en ella se aclarase. El mismo Hasjarl, vestido con sus rojas ropas fúnebres, mirando alternativamente con los ojos abiertos y a través de los orificios practicados en sus párpados, como si eso pudiese dotar de nitidez a la imagen, les reprendía con voz entrecortada por su torpeza y, de vez en cuando, hablaba con sus jefes militares.

La pantalla era de color gris oscuro y la imagen que aparecía en ella de un verde pálido, espectral. Tenía doce pies de altura y dieciocho de anchura. Cada mago era responsable de una vara cuadrada de la pantalla, en la que proyectaba su parte de la imagen conjurada por clarividencia.

Esta imagen correspondía a la Sala de Brujería de Gwaay, o el mejor efecto logrado hasta entonces era una visión borrosa de la mesa, los sillones vacíos, un bulto en el suelo y un punto elevado de luz plateada, así como dos figuras que iban de un lado para otro... Estas últimas meros borrones con brazos y piernas de modo que ni siquiera podía discernirse su sexo, ni si¡¡era si eran seres humanos.

A veces una vara de la imagen aparecía tan clara como un día Meado, pero siempre era una parte en la que no estaban las figuras o cualquier cosa más interesante que un sillón vacío. Entonces Hasjarl ordenaba a gritos a los demás magos que hicieran mismo, o bien que el mago que había tenido éxito intercambiara su cuadrado con alguien cuyo cuadrado contuviera una figura, y la imagen empeoraba invariablemente, Hasjarl gritaba y babeaba, la imagen se estropeaba por completo, se difuminaba o mezclaban todos los cuadrados y se superponían como un rompecabezas sin resolver, y los veinticuatro brujos tenían que fintar los cuadrados y empezar de nuevo mientras Hasjarl los disciplinaba con temibles amenazas.

Las interpretaciones de la imagen según Hasjarl y sus ayudantes variaban considerablemente. La ausencia de los brujos de Gwaay parecía una buena cosa, hasta que alguien sugirió que quizá los habían enviado para que se infiltraran en los Niveles superiores de Hasjarl, a fin de llevar a cabo un ataque taumatúrgico a corta distancia. Un lugarteniente recibió unos azotes en lengua por sugerir que las dos figuras borrosas podían ser demonios que se veían tal como eran en realidad... aunque después de que Hasjarl hubiera descargado su ira, pareció un poco amedrentado por la idea. La noción esperanzada de que todos los brujos de Gwaay habían sido destruidos fue rechazada una vez se puso de manifiesto que no se les había dirigido ningún hechizo reciente, por parte de Hasjarl o cualquiera de sus magos.

Una de las figuras borrosas desapareció por completo de la imagen, y el punto de luz plateada se desvaneció. Esto provocó las especulaciones, las cuales fueron interrumpidas por la llegada de varios de los torturadores de Hasjarl, que parecían basaste apaleados, y una docena de guardias. Éstos rodeaban, con espadas desnudas dirigidas a su pecho y espalda, a un hombre desarmado vestido con una túnica de piel de lobo y con los brazos atados detrás de él. Tenía la cabeza cubierta por un saco de da roja con agujeros para los ojos.

—¡Hemos capturado al nórdico, Señor Hasjarl! —informó vivamente el jefe de los doce guardias—. Le acorralamos en vuestra sala de tortura. Se había disfrazado como uno de los torturadores y trataba de infiltrarse en nuestras líneas, avanzando encorvado y de rodillas, pero aun así su altura le traicionaba.

—Muy bien, Yissim, te recompensaré —aprobó Hasjarl—. Pero ¿qué me dices de la concubina traidora de mi padre y el gran eunuco que estaba con él cuando mató a tres de los tuyos?

—Seguían con él cuando le avistamos cerca de los dominios de Gwaay y le perseguimos. Los perdimos cuando él entró en la sala de tortura, pero la persecución continúa.

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