En tales vericuetos se practicaba la brujería, la nigromancia.
En los hondos, misteriosos dominios de los theiwar estaba la Cámara de la Luna Negra. Las llamas de las antorchas, cual rociadas de sangre translúcida, salpicaban los muros de la alta gruta y se difuminaban hacia arriba. Aunque a primera vista el enclave parecía ser una cueva natural e intacta, era en realidad el producto de muchos años de competente trabajo.
Se alineaban en las paredes unos farolillos de metal dorado, con forma de canastos y una primorosa confección. Tales fanales se acoplaban sin un desajuste a los nichos excavados en la roca viva, cuya superficie había sido, a su vez, alisada y pulida para que exhibiera sus colores originales en una estriada variedad.
El suelo, que en un principio se le antojaba al visitante de rugosa piedra, revelaba en una inspección detenida una suavidad que ni siquiera igualaba la madera lijada. Una gruesa capa de cristal recubría los contornos. Vertido como fuego líquido desde una tina, guiado por las artes arcanas, éste se había asentado en las cavidades rocosas y ahora alfombraba el suelo con su gruesa transparencia, alzándose algunos centímetros sobre la punta más alta.
A pesar del uso de cuatro centurias, no había ningún rincón en el que pudiera apreciarse un amago de desgaste. Afirmaban los moradores de la capital que aquel vidrio no habría de sufrir daños ni resquebrajaduras y que ni siquiera un esmeril del más duro diamante conseguiría arañarlo.
En medio del singular pavimento, moldeado asimismo por procedimientos esotéricos, se dibujaba apenas un estrado redondo y sólido de mármol negro. Encima de esta plataforma, y como suspendida en el aire, reposaba una mesa de robustas patas y labrada en el material predominante: el cristal. Detrás de la tabla se adivinaba un asiento mullido, acolchado en terciopelo azabache.
Acomodado en esta butaca, Realgar,
thane
de los theiwar, estudiaba sus viejos tomos de hechicería, invocaba los sortilegios aprendidos y planeaba los asesinatos.
No obstante, aquella noche, mientras Stanach y su maestro contemplaban el latir de un ígneo corazón en la espada templada para Hornfel, lo que tramaba el sombrío personaje no era una muerte, sino un hurto. «Mi víctima perecerá más tarde —pensó sonriente—, cuando pueda perpetrar el crimen de tal manera que la historia registre el fallecimiento de Hornfel como la ejecución de un traidor.»
Se había forjado una Espada Real para mayor gloria de los hylar. El informador no había empleado estos términos, incapaz de interpretar las especiales señas de identidad del acero: se había limitado a repetir la cháchara de unos fisgones de taberna, encabezados por el mozo que prestaba servicios de aguador en la herrería de Isarn.
—Según ese bribón, el acero tenía unas marcas muy raras —comunicó el espía a su mandamás—, como cicatrices de fuego. Nada había en él de las tonalidades argénteas que caracterizan las armas del veterano.
«No —meditó Realgar una vez que partió su interlocutor—, no era una hoja fría y azulada porque anidaba en su interior un corazón de fuego, tal como cuentan las crónicas que sucedía con la legendaria arma de Duncan.» Pero, ¿era aquélla una auténtica Espada Real, realizada con el propósito de investir a un soberano supremo y enterrarla junto a él al fallecer? Ningún enano artesano había creado una de estas armas desde que habían sepultado la de Duncan al lado de su dueño en un tiempo casi inmemorial; desde que Kharas, el heroico consejero del antiguo jerarca, había escondido su Mazo engendrado por los dioses y dejado a los de su especie sin un gobernante hasta que fueran dignos de encontrarlo.
En la actualidad las deidades se habían ausentado, concentrándose en el plano mortal a fin de manifestar sus desacuerdos, de enfrentar al Bien contra el Mal en la guerra que, se rumoreaba, asolaría Krynn en los meses venideros. Los dragones de las Tinieblas, perversas criaturas de Takhisis, habían sido ya avistados sobre la montaña en su travesía por el cielo nocturno. Realgar puso al descubierto su dentadura en una mueca aviesa. Quizás hoy una divinidad se había personado en Thorbardin.
¿Había encantado Reorx las brasas que ardían en el horno del anciano forjador? ¿Las había tocado con mano invisible para transformar el simple metal en una Espada de Reyes?
Isarn así debió de creerlo. Aunque, extenuado, el maestro había dejado su taller para acostarse, encargó al aprendiz que proveyese a la espada de una empuñadura y, al decir del parlanchín suministrador de agua, que vigilase su obra hasta el día siguiente, sin apartarse de su lado.
Era ésta la actuación normal de quien tenía entre sus manos una Espada Real: guardarla sin un descuido. Realgar apretó el puño. Sí, el viejo Hammerfell ordenó a su ayudante que la custodiara para, llegada la hora, ofrecerla a su
thane
bien acabada y guarnecida. ¿No era acaso una señal de que había recibido el favor de su dios? Pero un arma de esta índole, por muy hechizada que estuviera, no haría de Hornfel un mandatario supremo. Tan sólo el Mazo de Kharas refrendaría su ascensión al poder absoluto, y ni siquiera el cabecilla hylar juzgaba posible hallar aquel emblema del poder. Extraviado durante tantas generaciones, y en un lugar tan enigmático, nunca volvería a investir a un monarca absoluto de los clanes de los enanos.
De todos modos, lo que sí haría la Espada Real, por el mero influjo de sus resplandores sobrenaturales, sería garantizar la designación de un regente. No cabía duda de que tal honor recaería sobre Hornfel.
Muchos de los integrantes del consejo de los
thanes
acogerían con agrado el nombramiento de su compañero. Si alguien era capaz de pacificar las alborotadas reuniones era precisamente el hylar. Cierto que no siempre salía airoso de tan difícil empeño, mas incluso ahora, cuando no ostentaba sino un derecho hereditario a dirigir algunas asambleas y un rango análogo al de los otros cinco miembros, aplacaba los revueltos ánimos más a menudo que ninguno de éstos. Se repetían en exceso, en opinión del conspirador, las ocasiones en que el augusto cónclave tomaba las decisiones que Hornfel sugería. Como regente, el hylar se adueñaría de la voluntad de todos sus anteriores colegas. Pese a que nadie le otorgaría el título de rey supremo, controlaría Thorbardin a su antojo.
Realgar lanzó una siseante maldición. El ansia de poderío siempre había estado viva en sus fibras, equiparable al vibrante fluir de la sangre a través de sus venas. No había sido proclamado
thane
de los theiwar tan sólo porque así lo dictaminaran las leyes de sucesión, sino porque se abrió camino mediante el crimen, el engaño y la magia negra. Aborrecía al hylar, descendiente de una saga de soberanos absolutos, de una manera tan espontánea como odiaba la luz del sol.
Despacio, el theiwar relajó sus dedos y, con elegante gesto, los ondeó en el aire a la vez que murmuraba los versículos de un encantamiento. En respuesta a su convocatoria un enjambre de sombras fluctuó, brotado de la nada, sobre el podio, se espesó y amalgamó en una humeante sustancia.
—¿Me has mandado llamar,
thane? -
-preguntó una voz, unos segundos antes de que la nebulosa criatura adquiriese un perfil definido.
El dignatario no habló hasta que el ladrón se hubo arrodillado en su presencia. Cuando lo hizo, fue breve: le explicó en qué consistía su misión y lo despachó. Solo de nuevo, se dedicó a tramar la muerte de Hornfel.
Isarn, si quería, podía arrullarse en la dicha que le proporcionaba el hecho de haber elaborado una Espada Real con el consenso de Reorx. Realgar, por su parte, adorador de una diosa infernal y maligna, notó cómo la mano de ésta navegaba en las corrientes nocturnas. Al amanecer sería él quien poseería el arma y quien se declararía monarca regente de las seis facciones de enanos de las montañas.
* * *
Skarn era el truhán escogido por Realgar, pero no su servidor. Se limpió la sangre de las manos, reflexionó sobre las ventajas de matar al aprendiz que yacía inconsciente en el suelo pétreo de la herrería y, al vislumbrar la tizona, olvidó al infortunado.
Recién ajustada la empuñadura, recta y fina su hoja, la espada tenía el color de Solinari. El corazón del acero, sin embargo, palpitaba con los remedos en miniatura de los haces solares. Se encontraba sobre el anverso del yunque, allí donde Stanach, al encorvarse para ultimar su quehacer, se había derrumbado bajo el golpe del extremo romo de la daga del intruso.
Al igual que el theiwar, Skarn también hizo sus planes. Realgar había contraído con él una deuda de venganza. Él lo llamaba
thane,
pero nunca lo consideró su superior sino el causante de la muerte de su hijo.
«Una pequeña negligencia en el ejercicio de la magia», había aseverado Realgar, más como una simple constatación que como una disculpa por el desgraciado final de Tourm.
Aunque los
derro
formaban una raza aficionada a las artes diabólicas, Realgar no permitía la asistencia de otros hechiceros a sus experimentos. Recelaba de que le arrebatasen sus secretos, contentándose con adiestrar como acólitos, y muy de vez en cuando, a quienes poseían el suficiente talento para aprender los sortilegios más sencillos. Los apodaba «brujillos», con un tono sumamente despectivo.
Tourm había sido uno de ellos. Podría haber llegado mucho más lejos. Con las enseñanzas apropiadas habría viajado al extranjero, a la Torre de la Alta Hechicería, para someterse a la Prueba bajo la tutela de los maestros de la nigromancia, los Túnicas Negras. Habría tenido éxito en su examen: el fuego de la magia ardía en su alma, su deseo de danzar al ritmo de las llamas era la razón primordial de su existencia.
Y Realgar lo sabía. Debió de presentir el tremendo potencial del joven pupilo y, consciente de la magnitud de su poder, lo catalogó como una amenaza a su propia preeminencia. Pidió entonces a Tourm —no, se lo mandó— que formulase un conjuro muy complejo para el que aún no estaba capacitado. El superior contempló al «brujillo» mientras moría entre alaridos, atacado por informes y tenebrosos engendros del Abismo, que le arrancaban la carne de los huesos y, peor aún, el espíritu del cuerpo. Era innegable que había sido el neófito quien había invocado a las fuerzas arcanas, mas no lo era menos que Realgar lo había instigado, a sabiendas del resultado.
Desde el triste evento, Skarn había esbozado en su mente toda suerte de proyectos vindicativos. Ahora, al fin, se le mostraba la senda.
Levantó la espada del yunque y sonrió fríamente. Realgar necesitaba apoderarse del arma y él no se tomaría la molestia de analizar el porqué. Lo único que importaba era que, al impartir el theiwar sus instrucciones, se había reflejado en sus ojos su deseo imperioso de quedarse con ella. «Más que un deseo —se dijo el ladrón—. A Realgar le es imprescindible: se desesperará si me la llevo.»
Existían vías ignotas para escapar de Thorbardin, trochas apenas trilladas que, ya en el extranjero, podían surcarse sin que las patrullas fronterizas apresaran al huido. Skarn las conocía. Dejó a Stanach desmayado en la fragua y partió, diciéndose que, cuando el jefe theiwar se diera cuenta de que no iba a cumplir su mandato, él estaría, con la Espada Real, lejos de su patria.
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Fugitivos y viajeros
Un niño despertó, agitado y lloriqueando, de la misma pesadilla que obsesionaba a la casi totalidad de los ochocientos humanos que trataban de hallar la paz en el sueño: la de la servidumbre. Las estrellas, danzarinas luces de plata en la negra bóveda del cielo, espiaban a la mujer que, cansina y todavía medio dormida, se levantó y fue a consolar al pequeño. No era su madre, sino alguien que había visto morir a su hijo aquella misma mañana. En los dos días transcurridos desde que el grupo, antes esclavos en las minas de Pax Tharkas, huyera de las montañas, habían perecido cinco hombres, viejos y enfermos, y dos niños.
«Hasta ahora», caviló Tanis el Semielfo mientras contemplaba las llamas mortecinas de la fogata de campaña y acercaba con el pie un haz de leña. Sentía el agotamiento adherido a sus articulaciones. Casi un millar de personas atravesaba, en aquellos momentos, los estrechos pasos montañosos que unían Pax Tharkas con el camino del sur.
La ruta meridional no era el camino hacia la libertad. Tan sólo prometía un comienzo.
Unas pisadas, tan suaves como los susurros de la mujer para reconfortar al desvalido gimoteador, resonaron detrás de Tanis. Se volvió el joven, bajando la mano a la altura de la espada, y sonrió a modo de disculpa al comprobar quién era.
—Goldmoon —murmuró—, me preguntaba dónde te habías metido.
La princesa de las Llanuras era adorable. Aunque en su rostro se advertían la misma palidez, las mismas huellas de cansancio que en el de su amigo, irradiaba toda ella una serenidad que acariciaba a éste cual una dulce mano.
—Buscaba a Tasslehoff.
—¿Lo has encontrado?
—Por supuesto que no —respondió la dama con una sonrisa—. Era tan sólo una buena excusa para pasear por las colinas durante un rato.
—No se me había ocurrido pensar que alguien necesitase un pretexto para hacer lo que hemos estado haciendo a lo largo de dos dias, y que probablemente se prolongue mucho más.
Goldmoon se sentó junto a Tanis, dejándose caer con su donaire habitual.
—En ocasiones he de errar en solitario para meditar. ¿Adónde llevaremos a todo este gentío, querido Tanis?
«Sí, ¿adonde?», la coreó el joven para sus adentros. En voz alta dijo:
—No existen muchas opciones. Verminaard ordenará a sus draconianos que exploren estas montañas. Quizás ahora mismo nos pisen ya los talones pues, aunque Tas obstruyó muy bien la puerta, no aguantará demasiado. Hemos de salir de aquí sin demora y, dada la imposibilidad de retroceder, hay que seguir hacia adelante.
—¿Hacia adonde, en concreto?
—Sólo hay un lugar que retendría a los perseguidores, Goldmoon, un reducto que pueda calificarse de seguro.
—Thorbardin —concluyó la princesa por su interlocutor, a la vez que meneaba la cabeza en ademán negativo—. Los enanos no han mostrado ningún interés en la guerra que estalló hace ya tres años, a pesar de que ha desgarrado Krynn con su azote. ¿Qué te induce a creer que admitirán a ochocientos refugiados en su capital?
Tanis arrojó los troncos secos al fuego y al instante se avivaron los rescoldos, lamiendo ramas y cortezas.