«Sí, es un milagro —pensó Stanach—. Un lazo con los dioses y una fuerza que doblega a la naturaleza.» Tal fue la primera lección que le había impartido Isarn: que debía encomendarse a la divinidad y creer en sus propias facultades para dominar a los elementos, aunque sin perder de vista sus limitaciones. «La forja del arma más simple es un acto de culto», solía afirmar el veterano; un culto que él mismo se pasó la vida perfeccionando.
El acero brotó espeso, carmesí como la luna roja y fulgurante como el sol cuando aparece tras el horizonte. El alumno, encogidos los ojos frente a las abrasadoras ondas que de él dimanaban, llevó el bloque hasta el yunque. El maestro, de manazas enormes pero suaves si así se lo proponía, elevó el martillo, presto a cincelar el contorno de Vulcania.
El metal no se rebaja del mismo modo que la madera, sino que se golpea hasta darle la longitud y grado de angulación deseados. Aunque había hecho incontables armas antes que ésta, aunque herramienta y dedos configuraban un todo, cada una de las descargas de Isarn era prudente y mesurada. Ello no obstaba, sin embargo, para que las meditaciones intermedias durasen sólo unos pocos segundos, fruto como eran de la sapiencia y el instinto. No podía permitir que el acero se solidificara, perdiendo su carácter maleable.
El himno del martillo resonaba en la estancia, un jubiloso clamor que enaltecía los corazones. Stanach oía el Cántico de la Espada Magistral, y se dio cuenta de inmediato de que nunca los instrumentos del anciano habían interpretado tales notas. No volvería a escucharse aquel poema musical hasta que él, ahora pupilo, fundiese otra porción de hierro en su obra maestra.
No componía las estrofas otra letra que la que maestro y aprendiz modulaban en sus almas. Era el panegírico imaginario a un filo largo y estilizado, como correspondía a aquel que hubiera de adaptarse a la mano de Isarn. No le era difícil al discípulo visualizarlo mientras su maestro lo pulía con raspador y escofina y dejaba caer las limaduras sobre el suelo pétreo a la manera del polvo de plata.
Stanach incluso se representó el arma como un haz de argéntea luz de estrellas.
Perfilada la hoja, debía volver al fuego para templarse.
—Este —explicó Isarn al aprendiz— es el último viaje de la espada al calor, su última danza entre las ígneas lenguas.
A pesar de ser como un refrán muchas veces recitado, las palabras del veterano poseían una cualidad distinta en esta ocasión, cuando hacía penetrar su pieza cumbre en el proceso final. Parecían nuevas, frescas.
El anciano completó las funciones propias de la forja, calentamiento y temple del metal incandescente, con tanta solicitud como todas las anteriores. Su ayudante había azuzado las llamas hasta darles el punto justo, y ahora comprobó el aceite para que también su frescor fuera el exacto. Satisfecho, miró a su superior y la tizona.
En su postrera exposición al horno el filo no era ya un rayo de los astros nocturnos sino un rescoldo carmesí del mismo sol, un sanguinolento brazo de lava.
Al hundir Isarn el arma en el viscoso líquido, Stanach advirtió que su soleado relumbre se mitigaba hasta desvanecerse. El hierro candente pasó a ser plateado acero, prístino como la nieve y fuerte como la montaña. Inundados sus pulmones de vapor, sudorosas su epidermis y sus hercúleas extremidades, el artífice de Vulcania la retiró de la pila con gesto delicado.
Limpió el destellante aceite de la superficie con un fino lienzo, acariciando más que presionando, y posó al fin la hoja sobre el anverso del yunque como quien entrega un recién nacido al regazo materno.
Stanach contempló el juego de reflejos que establecían las llamas al reverberar en el purísimo acero, y también las vetas bermejas que punteaban el afilado reborde. Fascinado, con el corazón resonando con violencia en su pecho, fue a situarse entre el fuego y la mesa de herramientas. Su sombra no privó a la tizona de luz.
La espada, insuperable en todos sus pormenores, tenía su propio corazón de fuego. El corazón despedía delgadas líneas de luz carmesí que atravesaban el acero y que ninguna sombra podía debilitar.
Con las pupilas dilatadas y la encallecida mano trémula como si luchara contra la parálisis, el viejo maestro forjador estiró el brazo hacia el arma y al instante lo replegó, remiso a tocarla.
—¿Lo ves? —susurró—. ¿Ves lo mismo que yo, muchacho?
Stanach no halló el sonido de su propia voz. Mudo y sobrecogido, asintió con la cabeza y reculó unos pasos de Vulcania. Fue en aquel momento, mientras sus sentidos se impregnaban de la belleza de un arma aún sin empuñadura, cuando evocó involuntariamente los versos de un fragmento, tan a menudo citado y tan pocas veces creído, que se había convertido en la cantinela callejera de los niños.
·
· Bien lo saben los Enanos de las Montañas,
· que un rey supremo estas cosas puede hacer:
· una Espada Real,
· por Reorx, el Padre, de vida insuflada.
· Un alma en el crisol de la batalla,
· del sufrimiento, templada.
· Un Mazo como el que el legendario Kharas
· en la bruma quiere esconder.
·
Una Espada Real para que el soberano la blandiese, se la ciñera al cinto durante todos los días de su reinado y, llegada la hora, fuese sepultada junto a él. Un regio espíritu fortalecido en la ciencia que otorgan la guerra y el conflicto armado, sí, pero no menos que la experiencia de los juicios emitidos, que las decisiones que responsabilizan a quien las toma. Y el Mazo de Kharas, tanto tiempo oculto que en cada generación eran menos los enanos que no lo definían como un mito.
Mitos o realidades, ningún aspirante había ascendido al trono de los enanos desde que el Mazo se había extraviado.
El aprendiz tuvo un súbito escalofrío, pese a la exudación que todavía humedecía sus patillas. Entornó los párpados, tragó aire para refrenar los temblores y volvió a examinar la espada.
Las ramificaciones rojizas que surcaban el acero titilaban, como si de verdad Reorx le hubiera puesto un corazón y éste estuviera vivo. Al observarlo, el propio corazón de Stanach se acopló al recién nacido ritmo.
Según rumores y antiguas historias, tan sólo una Espada Real latía de este modo.
No se había forjado en Thorbardin ningún arma de aquellas características durante tres centurias. No obstante, ahora...
Stanach meneó la cabeza entre incrédulo y asombrado. Conocía las leyendas. ¿Qué miembro de su raza no las había oído contar? En un pasado remoto había existido una dinastía de reyes supremos. Duncan, el último de ellos, gobernó en la época en que estallaron las guerras de Dwarfgate, hacía ya trescientos años. Tuvo un heroico consejero y amigo, ese Kharas al que citaba la poesía popular. Se narraba que este personaje, cuyo nombre significaba «caballero» en lengua solámnica, había tallado un Mazo en las dependencias de la fragua de Reorx. Se aseveraba asimismo que el mencionado Kharas combatió con más denuedo y acierto que ningún otro en el sangriento período que sucedió al Cataclismo, cuando los ejércitos invasores de humanos y enanos de las colinas, capitaneados por el misterioso mago Fistandantilus, trataron de irrumpir en los territorios asignados a las tropas de las montañas y acceder a los supuestos tesoros de Pax Tharkas y Thorbardin.
La plaza subterránea de Thorbardin fue defendida con éxito de los atacantes, pero la fortaleza de Pax Tharkas se rindió. Y no fue ésta la peor desgracia, sino el hecho de que los dos grupos en que se habían escindido los enanos se declarasen enemigos irreconciliables. El fratricidio es el más grave de todos los pecados, y enfureció a Reorx. El dios, en su cólera, esgrimió contra sus hijos la misma hacha de la que se valiera para modelar el mundo y que, al decir de algunos, tomó parte en la realización del Mazo de Kharas. No le bastó con destruir el sector del país que había desatado su furia: lo deshizo de punta a acabo.
En su vasta demolición, la faz de Krynn, ya desfigurada y asolada por el Cataclismo, sufrió nuevas alteraciones. Las planicies de Dergoth degeneraron en un inmenso pantano, yermo y maldito, que recibió más tarde el apelativo de Llanuras de la Muerte. Bajo tan castigador brazo, Zhaman, otrora imponente y altiva ciudadela de los magos, se derrumbó sobre sí misma, desencadenando una devastadora tormenta de arena y roca.
Se decía que, cuando Kharas observó las ruinas del lugar, éstas habían conformado la caprichosa efigie de un enorme cráneo humano que parecía sonreír burlonamente. De ahí su nombre, Monte de la Calavera, y su actual carácter de monumento a los millares de caídos que perecieron mientras mataban a sus congéneres.
Mas el rostro del mundo no fue lo único que cambió. Poco después del conflicto, Duncan falleció. Sus codiciosos hijos comenzaron a conspirar unos contra otros antes ya de su enterramiento, enzarzándose en una pugna sin cuartel para ocupar el trono vacante. El héroe Kharas, sinceramente dolido por la pérdida de su monarca y confidente, asistió a aquella infame lucha por el poder y decidió que ninguno de los herederos obtendría la supremacía.
Dio sepultura al soberano en la magnífica torre que luego se llamaría la Tumba de Duncan. Enclave de ritos luctuosos y hechiceros, la mole se erguía suspendida sobre el cerro que coronaba el camposanto de los enanos conocido como Valle de los
Thanes.
Buscó acto seguido, con el concurso de la magia y el mismísimo Reorx, un escondrijo para su Mazo, y decretó que ningún súbdito de su especie reinaría con poder absoluto en Thorbardin sin este simbólico cetro.
Fuesen estos eventos verídicos o inventados, meditó Stanach, nadie había sido elegido rey supremo desde entonces. Proliferaban los episodios críticos en que su pueblo había necesitado de forma perentoria un soberano que lo guiase, situaciones —recapacitó el enano— como las actuales, marcadas por la incertidumbre. En efecto, a las noticias que últimamente se filtraban desde el exterior sobre el inicio de una nueva guerra se sumaban las informaciones relativas a los dragones y al retorno de la Reina de la Oscuridad.
El alumno se secó el sudor frío de la frente con mano insegura. Nadie gobernaría sin el Mazo, como tampoco podía hacerse sin una Espada Real. A través de los años habían sido innumerables los enanos que intentaron crear un acero de virtudes especiales, sabedores unos de que ello permitiría que Thorbardin fuese gobernada por un rey en calidad de regente, y deseosos otros de que este primer paso condujera al hallazgo del arma de Kharas. Aunque hermosas obras de artesanía, ninguna de las tizonas así concebidas había sido una Espada Real. Reorx no les había conferido su soplo ni implantado el corazón carmesí del resplandeciente acero... hasta ahora.
Los herreros compartían la creencia de que la voz de todos los martilleos de los más avisados en su oficio retumbarían para siempre en el Eco del Yunque, una muy amplia caverna de los enanos que comunicaba Northgate con la ciudad de Thorbardin. Si era cierto, caviló Stanach, el repiquetear de la herramienta de Isarn sería el diapasón que daría la clave y armonizaría las resonancias de décadas de trabajo en una tonada eterna, imperecedera, entre los muros de la gruta.
Volvió a agitarse. Cuando apartó la mirada del acero ennoblecido por su deidad, vio que el maestro sollozaba. Había forjado una Espada Real para su
thane,
Hornfel, del clan hylar.
El robo
Aunque en el pasado, en los años previos al Cataclismo, había sido una ciudad idéntica a todas cuantas edificaron los enanos, Thorbardin, el último de los en un tiempo prósperos reinos de esta raza, era en la actualidad única en Krynn. Construida en el interior de la montaña, en un entramado de cavernas que se extendía a lo largo de unos treinta y cinco kilómetros de norte a sur, y veintidós de este a oeste, la ciudad era a la vez un inmenso lugar donde vivir y una fortaleza casi inexpugnable. Southgate, con sus fortificaciones y líneas de defensa secundarias, constituía su portal meridional. Las ruinas de Northgate, destruida durante el Cataclismo y ahora reducida a un mero saliente de dos metros sobre un valle situado trescientos más abajo, franqueaba el acceso a la metrópoli desde las Llanuras de la Muerte.
Los enanos de las montañas habían habitado allí una centuria tras otra con sus fraguas, tabernas, templos, comercios y hogares, e incluso parques y jardines. Cultivaron el cereal en los distritos campesinos hundidos en profundidades que subyacían a la misma capital, tras abandonar los campos del otro lado de Southgate a raíz de las guerras de Dwarfgate. La luz procedía de claraboyas de cristal, cavadas en paredes y techos, que recogían y canalizaban las reverberaciones solares del tal forma que ni a granjeros ni a ciudadanos les faltase iluminación.
Aunque, como ya se ha dicho, Thorbardin era una urbe, estaba dividida en seis más pequeñas que constituían las jurisdicciones de otros tantos
thanes,
o gobernadores menores. Todas ellas se hallaban en las entrañas de la tierra y, salvo una, habían sido erigidas en las orillas de una masa de agua artificial que los enanos denominaban Mar de Urkhan.
La sexta, la excepción y también la más hermosa, era la del clan hylar. Bautizada como Árbol de la Vida, tenía forma de estalactita y, partiendo de la laguna misma, se elevaba hasta una altura de veintiocho plantas. En este conglomerado central, abordable sólo en embarcaciones, se administraban las cuestiones de gobierno. Allí se reunía el consejo de los
thanes,
presidido por Hornfel, el cabecilla honorífico. La asamblea era el único estamento que gobernaba los destinos de Thorbardin desde hacía tres siglos.
En el seno de las sesiones parlamentarias se dilucidaban los entresijos políticos y tácticos de los seis reinos, tanto tejiendo como enmarañando sus urdimbres y, a veces, luchando con toda la ferocidad indisociable de un pueblo independiente. Los enanos velaban celosamente por sus derechos y libertades, sin tolerar injerencias extrañas.
Thorbardin era, resumiendo, la antiquísima residencia de los clanes de las montañas. Todo lo demás, incluidos sus territorios anexos al aire libre, eran el extranjero.
Había ciertos distritos debajo de la ciudad que no frecuentaban sino los hechiceros
derro,
de la tribu de los theiwar. Eran los Pozos Oscuros, ubicados en un nivel inferior respecto a las demarcaciones de labranza y los calabozos, pasada la vasta y muy deprimida caverna en la que se cimentaba la urbe sobre el corazón de las escarpaduras.