—¡Dios mío, qué alegría me da verle! —repitió—. Cuando el serviola anunció la llegada de un navío creía que era el
Active
que había llegado antes de tiempo, pero en cuanto pudo verse el casco del viejo
Leopard
loreconocí, pues navegué en él en 1793. El horrible
Leopard
parece haber regresado del mundo de los muertos, y con bastantes daños, por lo que veo. ¿Qué le ha ocurrido?
—Aquí están las cuentas y una detallada información sobre el estado del navío, señor, junto con mis cartas y mis informes desde el día en que salimos de los
downs
[2]
hasta esta mañana —dijo Jack Aubrey dejando los papeles sobre la mesa—. Lamento mucho que sean tan largos que puedan parecerle aburridos y también lamento haber tardado tanto en traer el
Leopard
, y en estas condiciones.
—Bueno, más vale tarde que nunca… —dijo el almirante y se puso los lentes, le echó un vistazo al montón de papeles y volvió a quitarse los lentes—. Cuénteme ahora de forma resumida lo que ha ocurrido y más tarde leeré todos estos papeles.
—Pues, señor —dijo Jack, tratando de recordar—, como usted sabe, tenía orden de ir a Botany Bay para ayudar al señor Bligh, que se encontraba en una situación terrible, y en el último momento decidieron embarcar a algunos presidiarios para que los llevara hasta allí. Los presidiarios trajeron consigo el tifus, que se propagó con extraordinaria rapidez cuando llegamos a unos doce grados al norte del Ecuador y entramos en la zona de calmas ecuatoriales, en la que permanecimos interminables semanas. Perdimos a más de cien hombres a causa de la epidemia y duró tanto tiempo que tuvimos que desviarnos a Brasil para abastecernos de provisiones y desembarcar a los enfermos. Sus nombres están aquí. —Dio unas palmaditas a uno de los montones de papeles—. Entonces nos quedamos unos días frente a Recife y más tarde, cuando nos dirigíamos a El Cabo, nos encontramos con un navío holandés, el
Waakzaamheid.
—Precisamente ese navío es una amenaza para nosotros, una terrible pesadilla —dijo el almirante con rabia.
—Sí, señor. Y puesto que el número de tripulantes era tan reducido y no teníamos suficientes artilleros para disparar todos los cañones, evité entablar un combate con el navío holandés y avancé hasta los 41° sur. El navío nos persiguió durante mucho, mucho tiempo, pero por fin logramos dejarlo atrás. Sin embargo, como su capitán sabía muy bien cuál era nuestro destino, cuando hicimos rumbo al noroeste para ir a El Cabo lo encontramos otra vez, a barlovento. Se avecinaba una tormenta… Bueno, señor, para no cansarle, el navío fue persiguiéndonos hasta los 43° sur mientras el viento soplaba cada vez con más fuerza y la marejada aumentaba, pero evitamos que nos diera alcance porque atamos guindalezas a los topes y tiramos por la borda los toneles de agua. Un disparo de uno de nuestros cañones de popa derribó el palo trinquete del navío y entonces viró a barlovento y se hundió.
—¿De veras? ¡Dios mío! —dijo el almirante—. ¡Estupendo, estupendo! Había oído que usted lo había hundido pero me costaba trabajo creerlo. Y no sabía en qué circunstancias había sido.
El almirante podía imaginarse cómo había ocurrido todo, conocía las aguas de las altas latitudes al sur del Ecuador, sabía que en la zona de los cuarenta grados los vientos eran muy fuertes y las olas enormes y que cualquier barco que virara a barlovento allí se hundiría de inmediato.
—¡Estupendo! Eso es un alivio para mí. Le felicito de todo corazón, Aubrey —añadió y le estrechó la mano otra vez.
Entonces miró hacia la puerta entreabierta y elevando la voz, dijo:
—¡Chloe! ¡Chloe!
Apareció una esbelta joven de piel de color canela. Vestía un
sarong
[3]
y una chaqueta abierta que permitía ver sus pechos firmes y puntiagudos. El capitán Aubrey fijó la vista en ellos inmediatamente y tragó con dificultad. Llevaba mucho tiempo sin ver los pechos de una mujer. Pero el almirante no, por eso miró a la joven con indiferencia y le pidió que trajera champán y galletas. Ambas cosas fueron traídas enseguida por otras tres jóvenes muy parecidas, alegres y sonrientes. Y mientras ellas las servían, el capitán Aubrey notó un olor a ámbar gris y a almizcle y también a clavos y a nuez moscada.
—Éstas son mis cocineras cuando estoy en tierra —dijo el almirante—. Saben hacer muy bien los platos típicos de este lugar. Brindo por usted, Aubrey, y por la victoria que ha conseguido. No todos los días un navío de cincuenta cañones hunde a otro de setenta y cuatro.
—Es usted muy amable, señor —dijo Jack—, pero me temo que lo que voy a decirle ahora no es tan agradable. Puesto que habíamos tirado por la borda toda el agua excepto una tonelada más o menos, hice rumbo al sureste para recoger trozos de hielo flotantes en vez de retroceder mil millas para llegar hasta El Cabo. Y pensaba que en cuanto termináramos de aprovisionarnos de agua nos dirigiríamos a Botany Bay, adonde llegaríamos sin dificultad con ayuda del viento entablado del oeste. Encontramos el hielo, formando una enorme isla, mucho más al norte de lo que pensaba, pero cuando apenas habíamos recogido unas cuantas toneladas la niebla se hizo tan densa que tuve que ordenar a los botes que regresaran. Entonces la niebla nos envolvió y el barco chocó contra la isla de hielo por la popa y a consecuencia de ello, el timón se rompió y se abrió una vía de agua en el costado de babor, cerca del codaste. A pesar de que tratamos de taponarla deslizando varias velas por el costado, cada vez entraba más agua, por eso tuvimos que tirar por la borda los cañones y muchas más cosas.
El almirante, con una expresión grave, asintió con la cabeza.
—Los tripulantes se comportaron mejor de lo que esperaba. Estuvieron bombeando agua mientras pudieron mantenerse en pie. Pero cuando el agua ya cubría el sollado fui informado de que muchos temían que el barco se hundiera y deseaban probar suerte en los botes. Les dije que debíamos deslizar otra vela por el costado y que ordenaría que entretanto se prepararan y se llenaran de provisiones los botes, pero lamento decirle, señor, que poco después algunos marineros forzaron la puerta del pañol del ron y entonces se acabó el orden. Los botes zarparon en condiciones deplorables. ¿Sabe usted si sobrevivió alguno de ellos, señor?
—Sé que la lancha llegó a El Cabo, aunque ignoro los detalles sobre el viaje… Por eso había oído ese rumor sobre el
Waakzaamheid
. Dígame, ¿fue con ellos algún oficial o algún cadete?
Jack se quedó pensativo, dándole vueltas a la copa entre los dedos. Las jóvenes habían dejado la puerta entreabierta y Jack podía ver el patio y en ese momento vio pasar apresuradamente cinco casuarios que parecían gallinas por su aspecto y su forma de caminar, pero gallinas de cinco pies de altura. Sin embargo, esto apenas hizo desviarse su atención.
—Sí, señor —respondió—. Yo mismo le di permiso al primer oficial para que se fuera y cuando le hablé a la tripulación implícitamente le di permiso.
Observó que el almirante se hacía sombra con la mano y le miraba atentamente.
—Tengo que decir, señor —añadió—, que el primer oficial se comportó en todo momento como corresponde a un marino. Estoy muy satisfecho de su comportamiento. Y hay que tener en cuenta que en el sollado el agua nos llegaba a las rodillas.
—¡Hummm! —dijo el almirante—. De todas formas no me parece muy correcto. ¿Se fueron con él otros oficiales?
—Sólo el contador, señor. Y también se fue el pastor. Los demás oficiales y los cadetes se quedaron y se comportaron muy bien.
—Me alegra saberlo —dijo el almirante—. Continúe, Aubrey.
—Pues, señor, logramos reducir la entrada de agua, colocamos un timón provisional e hicimos rumbo al archipiélago Crozet. Desgraciadamente, no pudimos llegar hasta allí, así que continuamos navegando con rumbo a una isla llamada Desolación, de la que me había hablado el capitán de un ballenero y que un francés había situado en los 49°44' de latitud sur. Allí escoramos el barco y pudimos reparar la vía de agua y también completamos la aguada y cargamos numerosas provisiones: carne de foca y de pingüino y nutritivas coles. Luego hicimos un nuevo timón con un mastelero, pero como no teníamos fragua no podíamos instalarlo. Entonces, afortunadamente, llegó a la isla un ballenero norteamericano que tenía las herramientas que necesitábamos. Siento tener que comunicarle, señor, que uno de los presidiarios logró subir a bordo del ballenero junto con un norteamericano a quien yo había clasificado como guardiamarina. Ambos escaparon.
—¿Un norteamericano? —preguntó el almirante—. ¡Ahí tiene usted! ¡Todos son iguales! ¡Malditos bribones! La mayoría de ellos son delincuentes y el resto mestizos. ¿Sabe que se acuestan con mujeres negras, Aubrey? Sé de buena tinta que se acuestan con mujeres negras. ¡Traidores! Les colgaría a todos o haría con ellos un concurso de tiro al blanco. Así que ese tipo que usted había clasificado como guardiamarina desertó y, además, arrastró a un inglés. ¡Esa es la gratitud norteamericana! ¡Todos son iguales! Les protegimos de los franceses hasta 1763 y ¿qué hicieron? Le diré lo que hicieron, Aubrey: mordieron la mano que les daba de comer. ¡Sinvergüenzas! ¡Ahí tiene usted! Ese guardiamarina norteamericano incitó a escaparse a uno de los presidiarios y seguramente ese tipo estaba condenado por parricidio o por inmoralidad o por ambas cosas… tal para cual, Aubrey, tal para cual.
—Tiene mucha razón, señor, mucha razón. Y si uno se mancha de brea, es muy difícil quitar las manchas y volver a estar limpio.
—Las manchas de brea se quitan con trementina, Aubrey.
—Sí, señor. Pero tengo que decir en favor de ese tipo que nos ayudó durante la epidemia trabajando como ayudante del cirujano y, además, que escapó con una presidiaria, una presidiaria norteamericana que tenía algunos privilegios y estaba encerrada sola. Era una joven de una belleza extraordinaria. Su apellido era Wogan.
—¿Wogan? ¿Era Louisa Wogan? ¿Tenía el pelo negro y los ojos azules?
—No me fijé en el color de sus ojos, señor, pero era una joven de extraordinaria belleza. Creo que su nombre era Louisa. ¿La conocía usted, señor?
El almirante Drury enrojeció. Entonces dijo que casualmente había conocido a una tal Louisa Wogan… era amiga de su primo Volwes, el lord más joven del Almirantazgo… también era amiga de la señora Drury… pero no tenía nada que ver con Botany Bay… el nombre era muy corriente… era una coincidencia que se llamaran igual pero no eran la misma persona, pues ahora recordaba perfectamente que la señora Wogan que él conocía tenía los ojos de color avellana. Luego dijo que no debían hablar de eso en aquel momento y que el capitán Aubrey debía continuar su relato.
—Sí, señor. Cuando instalamos el nuevo timón nos dirigimos a Port Jackson, a Botany Bay. Dos días después avistamos el ballenero a barlovento, pero me aconsejaron, es decir, creí que era mi deber no perseguirlo, pues debido a que la señora Wogan es ciudadana norteamericana y a que actualmente hay una gran tensión entre su país y el nuestro, si la sacaba del barco a la fuerza podía provocar un grave incidente. A propósito, ¿nos han declarado la guerra ya?
—No. No, que yo sepa. Me gustaría que lo hubieran hecho, porque no tienen ni un solo barco de línea y tres de sus pingües mercantes pasaron por Ambón la semana pasada. ¡Qué botines!
—No hay duda de que un botín siempre es bienvenido, señor. Bien, entonces llegamos a Port Jackson y comprobamos que ya se habían resuelto todos los problemas del capitán Bligh. Pero las autoridades no pudieron proporcionarnos ni un solo cañón, ni una vela, ni pintura sino sólo una pequeña cantidad de cabos. Me desesperaba ver que no podía conseguir nada de los militares que tenían el mando, los cuales parecían haberse vuelto contra la Armada desde que Bligh era el gobernador, así que desembarqué a los presidiarios que quedaban y acudí a este encuentro con gran rapidez, es decir, con gran rapidez teniendo en cuenta las condiciones del barco que está bajo mi mando.
—Estoy seguro de que ha hecho usted un gran esfuerzo, Aubrey. Y, sin duda, ha llevado a cabo una gran hazaña. Sea usted bienvenido. ¡Dios mío! Estaba convencido de que su barco se había hundido hace tiempo y se encontraba en algún lugar a mil millas de profundidad. La señora Aubrey ha llorado mucho pero no le daba por muerto. Hace un par de meses recibí una nota suya, que llegó en el
Thalia
, junto con algunas cosas que me rogaba le enviara a Nueva Holanda
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, ya que estaba segura de que usted se encontraba allí. Me parece que le mandaba libros y medias… Recuerdo que pensé: «¡Pobre mujer, ha tejido esto para un cadáver!». Era una nota muy bien escrita. Juraría que todavía la conservo. —Buscó entre sus papeles—. Sí, aquí está.
Al ver aquella letra tan bien conocida Jack sintió una fuerte emoción y hubiera jurado que incluso había oído la voz de Sophie. Durante unos segundos le pareció que se encontraba en la sala de desayuno de Ashgrove Cottage, en Hampshire, en el otro extremo del mundo, y que al otro lado de la mesa estaba Sophie, tan esbelta y hermosa como siempre, enteramente suya. Pero, en realidad, al otro lado de la mesa se encontraba un grueso contraalmirante que decía que todas las esposas eran iguales, incluidas las de los marinos. Decía que todas suponían que en cualquier puerto donde una embarcación pudiera fondear había un barco correo esperando para recoger sus cartas y llevarlas a su destino sin demora y que por ese motivo los marinos solían ser mal recibidos al volver a casa y se les culpaba por no haber escrito con más frecuencia.
«La mía no es igual», dijo Jack para sí mientras el almirante continuaba hablando.
—En el Almirantazgo tampoco le daban por muerto. Le asignaron la
Acasta
y Burrel llegó hace meses para sustituirle al mando del
Leopard
, pero murió de disentería junto con la mitad de sus hombres, al igual que muchos de los habitantes de este lugar. No sé qué voy a hacer ahora con el
Leopard
. Los únicos cañones que tengo son los que pertenecían a los holandeses y, como usted bien sabe, nuestras balas no sirven para los cañones holandeses, y sin cañones el navío sólo puede ser un transporte. Verdaderamente, deberían haberlo convertido en un transporte desde hace diez o quince años, pero eso ahora no importa. Lo que debe hacer usted, Aubrey, es bajar su equipaje a tierra tan pronto como pueda.
La Flèche
, al mando del capitán Yorke, está a punto de llegar de Bombay y hará una breve escala aquí, solamente para recoger mis informes, y regresará a Inglaterra tan rápido como una flecha. Rápido como una flecha, Aubrey.