Me levanté a beber agua y mi padre me preguntó si me pasaba algo. Estábamos en vilo de noche y de día. Le pedí que se durmiera porque si no dormíamos nos volveríamos locos. El doctor tenía razón. No debía buscar a la Laura viva porque lo más razonable era pensar que murió al nacer y que aquello le causó un grave trastorno a mi madre. Así que por su bien y por el mío debía encontrar pruebas de que estaba muerta. Ya no tenía que llevársela viva, como un regalo del destino, sino que le llevaría las pruebas concluyentes de la desgracia. Al día siguiente lo primero que haría sería buscar a Ana porque era la única persona a la que podía contarle ciertas cosas sin que pareciera que nos habíamos vuelto todos locos.
• • •
Me puse manos a la obra para localizar a Ana. Necesitaba hablarle de la llamada del doctor Montalvo y saber qué opinaba de él, si pensaba que había tratado bien el problema de mi madre, aunque puede que lo que quisiera fuera que no saliera de nuestras vidas una de las pocas personas que conocían bien a mi madre. No sabía dónde vivía, ni creía que mi madre hubiese estado nunca en su casa. Si hubiese estado, habría mencionado alguna vez cómo la tenía montada, si era grande o pequeña, si estaba en una buena zona. Seguramente estaría llena de detalles como las pinzas que había traído para coger los espaguetis y mi madre se habría fijado, los habría mencionado. Pero nada. No sabíamos gran cosa de ella. Se materializaba en nuestra vida, y nosotros nunca en la suya, como si al dejar de verla Ana y su mundo se desintegraran en el vacío. Cogí la agenda para buscar su número, y de nuevo aparecieron los círculos rojos, como ese en que estaba encerrado el nombre de Greta Valero, la clienta a la que no debía acercarme. Junto a otros nombres había un cuadrado, una flecha, un punto que significaban pedido servido, pedido pendiente, no interesa, pagado, no pagado, pero en otros casos el significado era indescifrable.
Junto al número de teléfono de Ana no había ninguna señal. Llamé y contestó una voz joven de mujer, que parecía ser una empleada, y a continuación se puso ella con la voz de hierro oxidado de la vez anterior como si por teléfono fuera una tubería medio hundida en un pantano. Le pregunté si le ocurría algo porque hacía unos cuantos días que no venía por casa. Dijo que había tenido trabajo, había tenido que viajar. Me preguntó por mamá. Todo sigue igual, dije. Por la tarde iría a verla y luego se acercaría por nuestra casa. Le dije que si no estábamos en ese momento ni mi padre ni yo que le pidiera la llave al vecino, y nada más decirlo me arrepentí porque no sabía si le gustaría a mi madre que Ana estuviera sola en nuestra casa. Procuraría que no se enterase.
Laura, ¡a trabajar!
Hace dos años la Selectividad me quedó para septiembre. La verdad es que saqué el bachillerato a trancas y barrancas porque el ballet me quitaba mucho tiempo para estudiar hasta que suspendí el acceso a la cantera del Ballet Nacional y Lilí perdió interés y podía hacer lo que quisiera, pero el mal ya estaba hecho y no llegué a reengancharme bien. Madame Nicoletta me obligó a terminar los cursos del conservatorio para que cuando ella se retirase pudiera sustituirla. Yo siempre sería su alumna favorita porque de todas las que habían pasado por su aula yo era la que más amaba el baile y a la gente, y formar bailarines era mucho más interesante y duradero que los escenarios. Tenía muchas ganas de regresar a su país, Rumanía, y nada más estaba esperando poder cobrar la pensión de jubilación. Pero no quería dejar su clase en manos de cualquiera y no me permitió titubear, desfallecer, cortar con el baile. Cuando me veía desganada me decía que es muy importante saber hacer algo bien en la vida, cocinar, bailar, cantar, cortar el pelo, poner ladrillos. El que sabe hacer algo bien no se muere de hambre, te lo aseguro, decía.
Casi al mismo tiempo que suspendía la Selectividad me entregaron mi diploma de danza clásica en el conservatorio. Cuando se lo enseñé a Lilí, casi no lo miró. Incluso le dolió que le recordara mi fracaso en el Ballet Nacional.
—Greta y yo hemos estado pensando en tu futuro —dijo—. Ya tienes diecisiete años y debes ir cogiendo experiencia en el trabajo. Si hubieses aprobado la Selectividad ni se nos habría pasado por la cabeza, pero, según están las cosas, lo mejor es que empieces a familiarizarte con la tienda. Quiero que te hagas cargo de ella mientras tu madre viaja. Yo ya no soy la que era, necesito refuerzos.
Ya había ayudado muchas veces a mi abuela en Navidades, verano y fines de semana. Quizá por eso mis amigas se habían ido alejando de mí, porque siempre tenía algo que hacer y no podía perder el tiempo como la mayoría de la gente de mi edad.
—Madame Nicoletta me ha ofrecido su puesto en el conservatorio.
—Eso no es trabajo. Como distracción, vale, pero no es un trabajo, trabajo. Empezarás mañana a las nueve. Bajas y que Paloma vaya explicándote lo que hay que hacer hasta que abramos a las diez.
No me examiné en septiembre. Estaba absorbida por la zapatería, y Nicoletta se llevó un disgusto cuando dije que sólo podría hacerme cargo de sus alumnas de ocho a diez de la noche y algún domingo por la mañana. Cualquier otra habría dicho que me fuese a tomar viento, pero ella habló con la directora y la convenció de que aceptara mis condiciones.
—No dejes que nadie te quite esto. Lo que tú sabes hacer no es fácil.
Creía a la profesora, tenía fe en ella. Sabía que todo lo hacía por mi bien, como si supiese más sobre mi vida que yo y como si le interesara más que a mí misma.
No podía quejarme: mamá y Lilí me habían dado la oportunidad de estudiar y yo la había echado por la borda, y ahora me ofrecían el negocio familiar para que me abriera camino. No podía quejarme.
Verónica y el padre de Juanita
Le llevé a mi madre una de sus batas de estar por casa, era de tela de algodón con flores y un cinturón largo de la misma tela. Le hice un lazo para que no le arrastrara por el suelo al sentarse en el sillón. Intenté dar un paseo con ella por el pasillo, pero se cansaba. Así que la peiné y, como de pasada, le pregunté si había estado alguna vez en casa de Ana. No había estado, dijo casi sorprendida de no haber estado y no haberse dado cuenta. Aunque tenía una excusa. Ana había cambiado bastantes veces de domicilio, había roto no sabía cuántas relaciones, no llevaba la cuenta, Ana era inconstante, no quería ataduras. Últimamente era difícil saber dónde paraba. Era ella la que acudía a nuestra casa y a mi madre siempre le había sorprendido que no se olvidara de ella como había hecho otra mucha gente que simplemente con el paso del tiempo, la distancia, el cambio de circunstancias, aunque guardasen un buen recuerdo, iban alejándose y desapareciendo. Ana, no. Ana daba señales de vida como mínimo en Navidades, en los cumpleaños y cuando sentía nostalgia del pasado y de la amistad. Se conocieron cuando ambas trabajaban en un centro comercial vendiendo ropa. Mientras ordenaban los mostradores y doblaban la ropa que descolocaban las clientas —las furias, como ellas las llamaban— hablaban de sus cosas. Para Ana era algo puramente temporal, le gustaba viajar y conocer mundo, y en cuanto ahorrara lo suficiente mandaba la tienda a la mierda y se marchaba a Tailandia, su sueño dorado. Unos cuantos meses más tarde mi madre se quedó embarazada y aquí se cortó la conversación sobre Ana. Se le acabaron las palabras. El episodio de su embarazo de Laura y todo lo que ocurrió estaba encerrado en un cofre que yo aún no podía abrir. Si yo no hubiese sabido lo que sabía le habría preguntado, pero el ser consciente de las cosas le hace a uno muy discreto, paciente, callado.
—Total —dijo—, Ana nunca ha parado en un sitio fijo. Menuda vida se pega.
La verdad era que hasta ahora me gustaba que fuera así. Ana aparecía de pronto con su aire mundano, entraba en la casa como cuando se abre la puerta y entra alguna hoja, algún papel o el caniche del vecino, y luego se marchaba, ¿para qué más?
—Nos ha hecho la cena un par de veces.
A mi madre le extrañó. Abrió los ojos un poco más de lo normal y alzó las cejas.
—No me lo ha dicho…, no quiere que le deba nada. ¿Qué tal cocina?
—No está mal.
—No le diré nada para que no se sienta incómoda. Me tranquiliza que una adulta os eche un ojo y os obligue a comer. Estás más delgada. Por lo menos tu hermano estará comiéndose esas paellas tan horribles de tu abuela.
Siempre decía tu abuela, casi nunca mi madre o mamá. Tampoco papá. Los trataba más como unos parientes lejanos que como auténticos padres, y en nuestra casa la mayoría de las veces los llamaba por sus nombres, Marita y Fernando.
—¿Ángel llama por teléfono?
—De vez en cuando. La abuela dice que está negro como un tizón.
Movió la cabeza y cerró los ojos un segundo.
—Quizá he sido muy dura con ella.
Sabía perfectamente que era por algo de Laura, por algo que no podía perdonarle a su madre.
—Creo que le gustaría venir a verte.
—Bueno, ya hablaremos de eso otro día. Lo importante es que Ángel está en buenas manos y así no tienes que encargarte de él.
• • •
Aunque traté de llegar a casa antes que Ana, fue inútil. El vecino me dijo que le había entregado las llaves hacía dos horas a una señora alta, delgada, simpática pero sin pasarse, elegante y que olía muy bien, lo que él entendía por una señora. Se llama Ana, le dije.
—El nombre no le hace justicia —replicó—, tendría que llamarse Penélope. Ha traído un perro.
Eso quería decir que venía con tiempo.
Me sorprendió que en todo este rato no hubiese preparado nada de cena. No sé por qué al decirme el vecino lo de las dos horas imaginé que la entrada de nuestra casa estaría inundada de un maravilloso olor a horno. No es que tuviera hambre ni lo deseara, es que no sabía para qué llegaba tan pronto si no era para eso.
Al abrir la puerta,
Gus
se me echó encima. Ana no había dejado cerrado el jardín, y noté cómo sus patas arañaban el parqué. Mientras le acariciaba el lomo y me dejaba lamer, apareció Ana por el pasillo. Venía del fondo, donde estaban nuestros dormitorios y los baños.
—Vengo del baño —dijo sin que le preguntara—.
Gus
, vete al jardín.
Me quité los zapatos, colgué el bolso en el armarito de la entrada, me desabroché los pantalones y, mientras caminaba hacia mi cuarto, grité:
—Dice el vecino que tendrías que llamarte Penélope.
—Vaya —dijo—, qué ojo tiene. Siento haber venido tan pronto. He calculado mal el tiempo.
Me duché rápidamente esperando encontrarme con la mesa puesta al salir. Pero todo seguía igual, ni siquiera había pasado por la cocina. No había visto el lugar de honor que yo le había dado a las pinzas de los espaguetis y al vinagre.
—Hoy —dijo— os tengo preparada una sorpresa. Todos estamos cansados.
• • •
La sorpresa consistía en ir a cenar fuera. Un amigo suyo tenía un restaurante con dos estrellas Michelin y ella quería invitarnos allí. Era lo más cómodo y lo más saludable, cambiar un poco de ambiente.
Mi padre dijo que estaba cansado, que la mayoría de los clientes pedían el aire acondicionado y le dolía un poco la garganta.
—Necesitas distraerte; por que nos quedemos aquí encerrados Betty no va a mejorar, pero si cuando vamos a verla estamos de buen humor y contentos ella se anima. He reservado mesa. A las once estamos de vuelta.
Mi padre se duchó y se cambió de ropa, y cuando regresó al salón, Ana, al verle, durante unos segundos reaccionó como las vecinas, las profesoras y como las madres de mis compañeras de clase: no podían evitarlo. Mi padre no se daba cuenta de nada, simplemente se había duchado y se había puesto unos vaqueros y una camisa blanca. Para apartar los ojos de él, Ana me miró.
—Tú te pareces más a Betty.
Durante toda la cena, mi padre y yo sentimos que estábamos traicionando a mi pobre madre. El dueño del restaurante era amigo de Ana y no sabía cómo complacernos. Y ella estaba en su salsa: se olvidó de su amiga, de que nosotros no estábamos para fiestas, de que cuanto más espléndidos eran los platos más nos mortificaba, y de que éramos incapaces de disfrutar de aquello. Se bebió una botella de champán francés ella sola y miraba a mi padre sin ningún disimulo, directamente a los ojos, como si estuvieran solos. Hasta que a las once menos cuarto mi padre dijo que a las once en punto debíamos estar en casa. Habíamos ido en el coche de ella y de vuelta condujo mi padre. Por cortesía insistió en llevarla a casa, pero ella no le dejó. Dijo que también él había bebido y que si le pillaban le quitarían la licencia, mientras que ella estaba perfectamente y que al llegar llamaría para tranquilizarnos. Mi padre se sentó a esperar la llamada con remordimientos por haber consentido que se marchara en este estado, mientras yo, sin remordimiento alguno, fui a ponerme lo que llamábamos pijama, unos pantalones cortos y una camiseta. El sitio de la camiseta era el respaldo del sillón que me había comprado mi madre para que no se me desviara la columna. Era de oficina y se podía graduar en todos los sentidos. A mí ahora me servía principalmente para dejar la camiseta. Y fue al cogerla cuando me dio la impresión de que los libros en mi escritorio no estaban como debían estar. Alguien los había movido. La asistenta no vendría hasta dentro de quince días —de hecho en los rincones había pelusa—, y a mi padre no se le ocurriría entrar en mi cuarto. Por mi parte, no había tocado el escritorio ni para quitarle el polvo desde que me examiné, y recordaba perfectamente que el libro de filosofía estaba encima del de francés a la izquierda, y a la derecha los apuntes de lengua, los de historia del arte, los de latín y sobre ellos una novela de Galdós. Ahora el orden había cambiado y los cajones estaban perfectamente encajados cuando yo siempre los dejaba unos milímetros abiertos para que no se escurrieran los folios al fondo.
No me imaginaba a Ana haciendo algo así, no le pegaba. No pegaba con sus faldas de ante, las camisas de cuello subido, los anillos. Podría ser que el viento hubiese tirado los apuntes y ella los hubiese recogido y hubiese tratado de dejarlo todo lo mejor posible. Vagué por la casa en silencio, en un silencio más pesado que el aire, como el agua de las piscinas. En ese estado en que parece que unas manos te oprimen ligeramente se piensa mejor, se ve mejor, se adivina mejor. Fui al dormitorio de mis padres. No controlaba los cajones de la cómoda tanto como los míos, pero también me daba la impresión de que habían sido tocados, los calcetines de mi padre revueltos. En el joyero no faltaba nada. No se había llevado nada. En el armario, al abrirlo, creí notar el suave perfume de Ana, y las perchas no estaban en estricto orden, tal como los ordenados de mis padres las colocaban, juntas, pero no pegadas. En ese momento el estómago me dio un vuelco. Levanté nerviosa la funda de tela blanca del abrigo de visón y metí la mano en el bolsillo donde había guardado el saquito de raso con el dinero. No estaba allí. Estaba en el otro. Lo abrí y lo conté. No faltaba nada. Sin embargo, podría jurar que no había dejado el dinero en este bolsillo.