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Authors: Clara Sánchez

Tags: #Narrativa

Entra en mi vida (7 page)

BOOK: Entra en mi vida
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—Bandido, he estado buscándote por todas partes —dijo mirándonos incrédula—. Vaya sorpresa. Esto sí que es una sorpresa.

Expresamos una alegría exagerada. En una situación normal no nos habríamos puesto así. Incluso Ángel estaba radiante. Le pedimos que se quedara con nosotros a cenar. Ella dijo que estaba con unos amigos y que tendría que avisarles. En otras circunstancias se le habría dicho que no cambiara los planes, pero en ésta debíamos pensar en nuestra supervivencia. Mi padre le pidió que se quedara.

Cambiamos el italiano por un restaurante mucho mejor donde servían ostras y langosta. Los mayores cenaron con champán. Todo era poco por volver a la vida. Al día siguiente Ana se marchó. Dijo que la esperaba un amigo muy especial y que tal vez nos lo presentase un día. Dijo que era un hombre muy rico que había conocido en Tailandia y que cuando fuesen más en serio nos invitaría a toda la familia a su casa. Antes de irse se quitó un pañuelo blanco y rojo que llevaba al cuello y me lo dio. Ponía la palabra amor en muchos idiomas, yo sólo entendí amor y
love
.

A partir de aquí, gran parte de las conversaciones de mis padres se centraron en el tailandés rico y en la cabeza loca de Ana. En el fondo mi madre la admiraba porque en su vida no le había pasado nada malo ni tenía ninguna sombra dentro. Y si a ella no le hubiese ocurrido lo de Laura puede que también fuese un poco así, como esas madres que no están todo el rato mirando lo que haces, que no ven el peligro, que se fuman un pitillo con los ojos entrecerrados mientras a sus hijos podría atropellarles un coche, pero que por designios de la vida no les pasa nada y llegan a los veinte años sanos, fuertes, espontáneos y decididos. La casa del tailandés estaba en Bangkok y me la imaginaba con un techo inmenso, estanques llenos de nenúfares y budas en el jardín. Mi madre decía que un viaje así nos costaría una fortuna pero que era una oportunidad de conocer mundo. También decía que había que tener mucho mundo para poder estar con un hombre de ojos rasgados, con otras costumbres y muchos refinamientos. Mi padre dijo que un hombre es un hombre aquí y en la China.

Ángel y yo nos empeñábamos en comernos el arroz con palillos para no hacer el ridículo cuando fuésemos a Tailandia. Gracias, Ana, por introducir el lejano Oriente en nuestras vidas, aunque sólo fuese porque nos sirvió para terminar bien aquellas vacaciones. Y cuando nuestro soñado viaje quedó en el olvido, mi madre decía que seguramente no había salido bien el romance con el oriental y que no sería ella quien le recordara a Ana este fracaso sentimental.

II

Un bosque de sombras y flores

Capítulo 10

El padre de Verónica

Ángel se había convertido en un chico aceptable, casi guapo, cuando nuestra madre enfermó. Tenía quince años, y yo, diecisiete. Ya estábamos hechos a la idea de que cuando pegase el último estirón cambiaría mucho, se volvería más ancho y le saldría barba y bigote, se le afianzaría la mirada y dejaría de tener voz de niña.

Ese año aprobé la selectividad por los pelos y me jugaba el poder entrar en la universidad el curso siguiente. Quería estudiar Medicina. En unos meses sería mayor de edad. Podría votar. No tendría por qué soportar la vida de los demás, la vida de mi madre. Había crecido viviendo sensaciones que no entendía y estaba harta. Me ilusionaba encontrar un trabajo mientras estudiase y compartir un piso con compañeros de la facultad que seguro que conocería. Sería maravilloso tener mi propia vida. Desde luego me costaría trabajo abandonar a mi familia en este bosque de sombras y flores que era nuestra casa. Afortunadamente, Ángel seguiría aquí en representación de los dos para que nuestra madre no pensara demasiado y de paso tampoco mi padre, que se quejaba amargamente de que la gasolina estaba por las nubes y no había clientela. A veces se pasaba las horas muertas en la parada o callejeando por ahí, y era casi un milagro que le parara alguien con maletas y cara de ir al aeropuerto: la gente prefería tomar el metro. Así que entre unas cosas y otras su mujer aportaba más dinero a la casa y eso le mortificaba. Pero todo cambió de repente.

Hasta este momento, hasta que mi madre empezó a no comer, lo más importante para la familia eran mis futuros estudios. Incluso mi madre parecía haber bajado la guardia en su enfermiza obsesión por la Laura de la foto. Últimamente daba la impresión de que Ángel y yo éramos más reales, Laura sólo existía dentro de la cartera, y de que en este nuevo mundo cada uno iría ocupando su verdadero sitio. Lástima que un día mi madre dejase de tener hambre y comenzara a adelgazar.

Al principio nadie se dio cuenta, ni ella misma, hasta que empezó a ser raro ese continuo cansancio que no la dejaba levantarse de la cama y lo achacamos a que no paraba un momento. La obligamos a ir al médico, y el médico dijo que tenía anemia crónica y arritmia y que era normal que no pudiera con su alma. También dijo que tenía el corazón muy deteriorado, débil, y que le pondría una medicación severa, pero que no descartaba la operación. La ingresaron en el hospital. La abuela Marita, cuando se enteró, quiso venir a verla, pero mi madre se negó en redondo. Sólo consintió que mi hermano fuese a pasar con ellos el resto del verano, hasta que empezara el instituto. Que por una vez en su vida haga algo útil esa vaga, dijo mi madre, que nunca fingía sentir lo que no sentía por la abuela. Para mí supuso un gran alivio porque así, por lo menos, no tendría que ocuparme de él ni pensar en que comiera bien. Mi padre siempre recurría a los menús y yo me las arreglaba con cualquier cosa.

Ahora sí que la vida había cambiado bruscamente, más que nunca. Al menos yo era mayor y podía ocuparme de la familia. Mi padre no salía de su aturdimiento. Se le caía el pelo. A veces venía a casa oliendo demasiado a cerveza y yo tenía que decirle que podían retirarle el carné y la licencia del taxi. Le daba todo igual, el mundo se desmoronaba. Yo me pasaba la vida entre el hospital y nuestro bosque de sombras y flores, como yo llamaba a nuestra casa. Ahora también un bosque de silencio. Mi madre me decía con una voz extraña, que parecía salir directamente de un corazón arenoso y sin fuerza, que estaba bien, y me pedía que vigilara a Ángel, que le llamara a Alicante día sí y día no. Tu padre ya tiene bastante con el taxi, decía. Gracias a Dios, no sois unos niños, y sois listos, no os pueden engañar tan fácilmente, decía.

Para tranquilizarla le dije que, aunque Ángel aparentemente no se enteraba de nada, se enteraba de todo. Tiene unas antenas muy largas, le dije, no se le escapa nada, sabe defenderse. Le dije que se acordara de la vez que se perdió en la calle y cómo al final supo volver. Entonces me cogió el brazo con la mano, la tenía esquelética y demasiado pálida. Me dolía su mano. No era normal que mi madre de pronto tuviese una mano de doscientos años.

—Quiero que sepas que es una tontería empeñarse en que las cosas sean como deberían ser. Se pierde la vida intentándolo.

¿A qué se refería?, ¿a la vida en general?, ¿a algo que le quedaba por hacer?, ¿cuentas pendientes? Me vino a la mente el nombre de Laura, pero me contuve puesto que nunca me había hablado de ella. Sobre todo no quería que se alterase, no quería que hiciese ningún esfuerzo de ninguna clase.

—Si no te he dicho algunas cosas es para que no cargues con eso. Es porque para ti no deben tener importancia —dijo abriendo la puerta a un sinfín de sospechas.

Hizo una pausa esperando quizá que le preguntase algo, pero no le pregunté. En ese momento me interesaba más ella que sus confesiones.

—En un bolsillo del abrigo de visón hay una bolsa con dinero. Tu padre no sabe nada. Son ahorrillos. Por si nos venían mal dadas quería darle una sorpresa.

Jamás me imaginé a mi madre capaz de una cosa así, de ocultarle algo de dinero a su marido.

—¿Y qué quieres que haga?

—Que sepas que está ahí por lo que pueda pasar.

—Bueno, lo dejaré ahí hasta que salgas.

Cerró los ojos. ¿Para qué querría ese dinero? No creía de verdad que fuera para darle una sorpresa a mi padre. Se lo contaban todo y siempre estaban haciendo cuentas. Uno frente al otro con la calculadora solar en medio, de cara a la ventana para que le diera la luz. Para él habría sido un gran alivio saber que contaban con un millón de pesetas de reserva, y sin embargo mi madre tenía las narices de verle mortificarse sin darle la buena noticia. Quería ese dinero para algo que ella consideraba más importante que la tranquilidad momentánea de mi padre.

Uno de esos días, un día de primeros de septiembre, ya no tan caluroso, pero con los árboles que rodeaban el hospital profundamente verdes y los pájaros alegres como si ni la enfermedad ni el mal existieran, me asusté. Estaba sola frente a la soledad de mi madre. Sus secretos se habían convertido en una soledad devastadora, que salía de la habitación 407 del hospital y caía sobre el mundo como un eclipse. Envolvía el verde de los árboles, el canto de los pájaros, el ruido de los coches y el resplandor de las ventanas cambiándolo todo. También me envolvía los pulmones y las venas y los pensamientos. Tuve miedo de que mi madre muriera. ¿Y si moría? Por lo menos tendría que llevarse la sensación de que su vida no había sido un completo fracaso y de que algo al final era como debía ser. No quería que la gente de la marquesina del autobús me viese llorar por algo que aún no había ocurrido y me puse las gafas de sol e intenté pensar en mis estudios, y entonces me asaltó la duda, la fuerte duda, de no haber formalizado la matrícula de la universidad a tiempo.

• • •

Me dije que podría ir estudiando por mi cuenta y al año siguiente hacer primero y algunas asignaturas de segundo. Mi madre estaba muy contenta de que fuese universitaria y se lo decía a los médicos y a las enfermeras. Cada vez estaba más consumida, y los médicos estaban esperando a que se le elevaran los niveles de hierro y a que remitiese una infección para operar.

Le pedí a mi padre que procurase ir al hospital un rato todos los días, pero me contestó que no podía dejar el taxi y que ahora necesitaríamos más dinero para su recuperación, medicinas. Eran excusas para no pasar por el trance de verla como una anciana de cuarenta kilos.

—Tiene otra mirada —dijo completamente derrotado.

Estaba sentado frente a la televisión y le puse delante un plato con un trozo de lasaña que acababa de calentar. Ya no me gustaba cocinar, hacer platos sabrosos para alimentar cuerpos desagradecidos que enferman. Mi madre no hacía excesos y últimamente tomaba los complementos vitamínicos que vendía. No tendría por qué haberle pasado nada. Mi padre comía sin ganas. Movía el tenedor como si estuviera luchando con el aire.

—¿La has hecho tú? —dijo mirando la televisión.

—Es congelada.

—Ya me parecía.

Masticaba despacio, tragaba con dolor, la montura de las gafas despedía un resplandor de escaparate.

—Papá, el dinero no es problema.

Se volvió hacia mí con el tenedor en alto.

—Qué inocente eres.

Solté el paño de la cocina con que me había estado limpiando las manos mientras hablábamos hasta dejarme las palmas completamente rojas. Notaba correr la sangre por ellas a toda velocidad. Recorrí el pasillo hasta el cuarto de mis padres. Le saqué a mi padre un pijama limpio de la cómoda y luego abrí el armario, busqué la funda de tela blanca que cubría el visón, la subí y metí la mano en los bolsillos. En uno había un bulto, una bolsa de seda marrón, como el forro del abrigo. Dentro había un millón de pesetas en billetes de cinco mil. Los conté rápidamente mirando hacia la puerta. Volví a contarlos. Si se los enseñaba ahora a mi padre, no tendría excusa para no visitar a su mujer todos los días, para no escuchar salir de la boca de los médicos su gravedad, ni para dejarlo todo en mis manos. Pero entregarle este dinero a mi padre era perder la esperanza de que mi madre volviera a ser dueña de sus secretos. Sin embargo, el secreto de Laura sí que lo compartía con su marido e incluso con Ana la del perro. Volví a meter la bolsa de seda con el dinero en el bolsillo del visón, lo cubrí con la funda y luego me subí en la butaca forrada de terciopelo azul claro y saqué de entre la manta la cartera de piel de cocodrilo.

La extendí en la mesa de caoba del comedor. Mi padre seguía tenedor en mano sin comer y mirando sin ver la televisión. Llevaba pantalón corto y una camiseta de propaganda del polideportivo. No era consciente de su aspecto porque nunca había aspirado a llevar nada más que la vida que llevaba, el trabajo y su familia, pero tenía unos ojos azules que me habría gustado heredar y una sonrisa que hacía que le dejaran colarse en los puestos del supermercado y en el médico, y quizá por eso me resultaba tan dramático ser testigo de cómo iba perdiendo pelo y cómo se iba cargando de hombros.

Mi madre podría haber sido una mujer celosa, pero no lo era, casi no lo miraba. Ante su presencia no se ponía ni tan simpática ni chispeante como las demás: tenía cosas más importantes en que pensar que en el irresistible atractivo de su marido. En compañía de su mujer él se convertía en un hombre normal y corriente, de tono bajo.

Dudé y tuve que tragar saliva antes de encender la luz y llamar su atención. Estaba cruzando una línea que nadie me había pedido que cruzara. Se me pidió que cuidara del atontado de mi hermano y en cierto modo de mi padre. Hablar con los médicos y hacerle compañía a mi madre me lo había impuesto yo misma porque no me fiaba del aturdimiento de mi padre. Lo que iba a suceder a continuación, la información que se desprendiera de la foto de Laura, era una nueva responsabilidad que me echaba sobre la espalda.

—Papá.

Se giró hacia mí. Me miró interrogándome con los ojos tras unos cristales donde se reflejaba el comedor con la litografía enmarcada de Miró.

—Papá —volví a decir.

Su mirada bajó de mi cara a la cartera abierta y observó cómo yo sacaba la fotografía de Laura en cuestión de unos segundos que parecieron horas.

Se la enseñé.

—¡Por Dios! —dijo esforzándose por levantarse, como si fuera joven por fuera y viejo por dentro—. ¿Es que no vamos a acabar nunca con esta historia?

Me encogí de hombros.

—¿Qué significa?

Como respuesta me la arrebató de la mano.

—Ha sido nuestra pesadilla. Es nuestra pesadilla. Y tú no tendrías que meterte en esto.

—La encontré por casualidad.

—¿Por casualidad encima del armario entre una manta? Le dije a tu madre que necesitábamos una caja fuerte.

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