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Authors: José Saramago

Ensayo sobre la ceguera (17 page)

BOOK: Ensayo sobre la ceguera
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Poco a poco, bajo la luz amarillenta y sucia de las débiles bombillas, la sala fue hundiéndose en un profundo sueño, reconfortados los cuerpos por las tres refecciones del día, como raramente antes ocurriera. Si siguen así las cosas, acabaremos, una vez más, por llegar a la conclusión de que hasta en los peores males es posible hallar una ración suficiente de bien para que podamos soportar esos males con paciencia, lo que, trasladado a la presente situación, significa que, contrariamente a las primeras e inquietantes previsiones, la concentración de los alimentos en una sola entidad robadora y distribuidora tenía, al fin, sus aspectos positivos, por mucho que se quejaran algunos idealistas que hubieran preferido continuar luchando por la vida con sus propios medios, aunque por esa obstinación tuvieran que pasar algún hambre. Descuidados del día de mañana, olvidando que quien paga por adelantado siempre acaba mal servido, la mayoría de los ciegos, en todas las salas, dormían a pierna suelta. Otros, cansados de buscar sin resultado una salida honrosa a los vejámenes sufridos, fueron también quedándose dormidos, soñando con días mejores que los presentes, más libres si no más hartos. Sólo en la primera sala del lado derecho la mujer del médico estaba en vela. Tumbada en la cama, pensaba en lo que le había contado el marido cuando creyó que entre los ciegos ladrones había uno que veía, alguien que podrían utilizar como espía. Era curioso que no hubieran vuelto a hablar del asunto, como si al médico, lo que hace el hábito, no se le hubiese ocurrido que su propia mujer seguía viendo. Lo pensó ella, pero se calló, no quiso pronunciar palabras obvias, Eso que, irremediablemente, no podrá hacer él, lo podría hacer yo, Qué, preguntaría el médico, fingiendo no entender. Ahora, con los ojos clavados en las tijeras colgadas de la pared, la mujer del médico se preguntaba a sí misma, De qué me sirve ver. Le servía para saber del horror más de lo que hubiera podido imaginar alguna vez, le servía para desear estar ciega, nada más que para eso. Con un movimiento cauteloso se sentó en la cama. Ante ella estaban durmiendo la chica de las gafas oscuras y el niño estrábico. Se dio cuenta de que las dos camas estaban muy próximas, la chica había empujado la suya, sin duda para estar más cerca del pequeño si él necesitaba consuelo, o que le secaran las lágrimas por la falta de una madre perdida. Cómo no se me ocurrió, pensó, podía haber unido ya nuestras camas, dormiríamos juntos, sin estar con la constante preocupación de que él pueda caerse de la cama. Miró al marido, que dormía pesadamente en un sueño de puro agotamiento. No llegó a decirle que había traído las tijeras, que un día de éstos le arreglaría la barba, es trabajo que hasta un ciego puede hacer, siempre que no acerque demasiado las láminas a la piel. Se dio a sí misma una buena justificación para no hablarle de la tijera, Después vendrían todos los hombres, no haría otra cosa que cortar barbas. Rodó el cuerpo hacia fuera, asentó los pies en el suelo, buscó los zapatos. Cuando iba a calzárselos, se detuvo, los miró fijamente, después movió la cabeza y, sin ruido, los dejó en el suelo. Pasó al corredor entre las camas y fue andando lentamente en dirección a la puerta de la sala. Los pies descalzos sentían la inmundicia pegajosa del suelo, pero ella sabía que fuera, en los pasillos, sería mucho peor. Iba mirando a un lado y a otro, por si encontraba algún ciego despierto, aunque hubiera alguno vigilando, o toda la sala, no tenía importancia, con tal de que no hiciese ruido, y por más que lo hiciese, sabemos a cuánto obligan las necesidades del cuerpo, que no escogen horas, en fin, lo que no quería es que el marido se despertara y notase la ausencia a tiempo aún de preguntarle, Adónde vas, que es, probablemente, la pregunta que más hacen los hombres a sus mujeres, la otra es Dónde has estado. Una de las ciegas estaba sentada en la cama, con la espalda apoyada en la cabecera, la mirada vacía clavada en la pared de enfrente, sin conseguir alcanzarla. La mujer del médico se detuvo un momento como si dudara tocar aquel hilo invisible que flotaba en el aire, como si un simple contacto pudiera destruirlo irremediablemente. La ciega alzó el brazo, debía de haber percibido una leve vibración en la atmósfera, después lo dejó caer, desinteresada, le bastaba con no poder dormir por culpa de los ronquidos del vecino. La mujer del médico continuó andando, cada vez más deprisa a medida que se aproximaba a la puerta. Antes de seguir en dirección al zaguán, miró a lo largo del corredor que llevaba a las otras salas de este lado, más adelante estaban las letrinas, y al fin la cocina y el refectorio. Había ciegos tumbados junto a las paredes, eran de aquellos que a la llegada no fueron capaces de conquistar una cama, o porque en el asalto se quedaron atrás, o porque les faltaron fuerzas para disputarla y vencer en la lucha. A diez metros, un ciego estaba tumbado encima de una ciega, él aprisionado entre las piernas de ella, lo hacían lo más discretamente que podían, eran de los discretos en público, pero no se necesitaba tener el oído muy apurado para saber en qué se ocupaban, mucho menos cuando uno y otro no pudieron reprimir los jadeos y los gemidos, alguna palabra inarticulada, que son señales de que todo aquello estaba a punto de acabar. La mujer del médico se quedó parada mirándolos, no por envidia, que tenía a su marido y la satisfacción que él le daba, sino por causa de una impresión de otra naturaleza para la que no encontraba nombre, podría ser un sentimiento de simpatía, como si estuviera pensando en decirles, No se preocupen, sigan, también sé yo lo que es eso, podría ser un sentimiento de compasión, Aunque ese instante de goce supremo pudiera duraros la vida entera, nunca los dos que sois podréis llegar a ser uno solo. El ciego y la ciega descansaban ahora, separados ya, uno al lado del otro, pero seguían cogidos de la mano. Eran jóvenes, tal vez novios, fueron al cine y allí se quedaron ciegos, o un azar milagroso los juntó aquí, y, siendo así, cómo se reconocieron, vaya por Dios, por las voces, hombre, por las voces, que no es sólo la voz de la sangre la que no necesita ojos, el amor, que dicen que es ciego, tiene también su palabra que decir. Lo más probable, con todo, es que los hubieran atrapado al mismo tiempo en una redada de ciegos, en ese caso, las manos enlazadas no son de ahora, están así desde el principio.

La mujer del médico suspiró, se llevó las manos a los ojos, necesitó hacerlo porque estaba viendo mal, pero no se asustó, sabía que sólo eran lágrimas. Después continuó su camino. Una vez en el zaguán, se acercó a la puerta que daba a la cerca exterior. Miró hacia fuera. Tras el portón había una luz, y sobre ella la silueta negra de un soldado. Del otro lado de la calle las casas estaban todas a oscuras. Salió al rellano. No había peligro. Aunque el soldado viera su silueta, sólo dispararía si ella, tras bajar la escalera, se aproximara, después de una advertencia, a aquella otra línea invisible que era para él la frontera de su seguridad. Habituada ya a los ruidos continuos de la sala, a la mujer del médico le sorprendió aquel silencio, un silencio que parecía estar ocupando el espacio de una ausencia, como si la humanidad, toda ella, hubiera desaparecido, dejando sólo una luz encendida y un soldado guardándola, a ella y a un resto de hombres y de mujeres que no la podían ver. Se sentó en el suelo con la espalda apoyada en el marco de la puerta, en la misma posición en que había visto a la ciega de la sala, y mirando hacia el frente, como ella. Estaba fría la noche, el viento soplaba a lo largo de la fachada del edificio, parecía imposible que aún hubiera viento en el mundo, que fuese negra la noche, no, lo decía por ella, pensaba en los ciegos para quienes el día duraba siempre. En la luz apareció otra silueta, debía de ser el relevo de la guardia, Sin novedad, estaría diciendo el soldado que irá a la tienda, a dormir el resto de la noche, no imaginaban ellos lo que estaba pasando detrás de aquella puerta, probablemente no les había llegado el ruido de los disparos, una pistola común no hace un gran estruendo. Unas tijeras aún menos, pensó la mujer del médico. No se preguntó inútilmente de dónde le vino tal pensamiento, sólo se sorprendió de la lentitud de su llegada, cómo la primera palabra había tardado tanto en aparecer, el vagar de las siguientes, y cómo después encontró que el pensamiento ya estaba allí, donde quiera que fuese, y sólo le faltaban las palabras, como un cuerpo que buscase, en la cama, la concavidad que había sido preparada para él por la simple idea de acostarse. El soldado se acercó al portón, pese a estar a contraluz se nota que mira hacia este lado, debe de haber reparado en aquel bulto inmóvil, pero no hay luz bastante para distinguir que es una mujer sentada en el suelo, con los brazos agarrando las piernas y el mentón apoyado en las rodillas, entonces el soldado apunta el foco de una linterna hacia este lado, no hay duda, es una mujer que se está levantando ahora con un movimiento tan lento como antes había sido el pensamiento, pero esto no puede saberlo el soldado, lo que él sabe es que tiene miedo de aquella figura que parece no acabar nunca de levantarse, se pregunta si debe dar la alarma, inmediatamente decide que no, es sólo una mujer, y está lejos, en todo caso, y por si las moscas, apunta preventivamente el arma, pero para hacerlo tuvo que dejar la linterna, en ese momento el foco luminoso le dio de lleno en los ojos, como una quemadura instantánea le quedó en la retina una sensación de deslumbramiento. Cuando se restableció la visión, la mujer había desaparecido, ahora este centinela no podrá decir a quien venga a relevarle, Sin novedad.

La mujer del médico está ya en el lado izquierdo, en el corredor que la llevará a la tercera sala. También aquí hay ciegos durmiendo en el suelo, más que en el ala derecha. Camina sin hacer ruido, despacio, siente que el suelo viscoso se le pega a los pies. Mira para dentro de las dos primeras salas, y ve lo que esperaba ver, los bultos tumbados bajo las mantas, un ciego que tampoco consigue dormir y lo dice con voz desesperada, oye los ronquidos entrecortados de casi todos. En cuanto al olor que esta humanidad desprende, no le extraña, no hay otro en todo el edificio, es también el olor de su propio cuerpo, de las ropas que viste. Al doblar la esquina para ir hacia el corredor que da acceso a la tercera sala, se detuvo. Hay un hombre en la puerta, otro centinela. Tiene un garrote en la mano, hace con él movimientos lentos, a un lado y a otro, como para interceptar el paso de alguien que pretenda aproximarse. Aquí no hay ciegos durmiendo en el suelo, el corredor está libre. El ciego de la puerta sigue con su vaivén uniforme, parece que no se cansa, pero no es así, pasados unos minutos cambia el garrote de mano y vuelve a empezar. La mujer del médico avanzó pegándose a la pared del otro lado, con cuidado de no rozarla. El arco que el garrote describe no llega siquiera a la mitad del ancho corredor, dan ganas de decir que este centinela hace la guardia con el arma descargada. La mujer del médico está ahora exactamente ante el ciego, puede ver la sala tras él. Las camas no están todas ocupadas, Cuántos serán, pensó. Avanzó un poco más, casi hasta el límite del alcance del garrote, y allí se detuvo, el ciego volvió la cabeza hacia el lado donde ella estaba, como si hubiera percibido algo anormal, un suspiro, un estremecimiento en el aire. Era un hombre alto, de manos grandes. Primero estiró hacia delante el brazo que sostenía el garrote, barrió con gestos rápidos el vacío ante él, dio luego un paso breve, durante un segundo la mujer del médico temió que estuviera viéndola, que no hiciese otra cosa que buscar el lugar más favorable para atacarla. Esos ojos no están ciegos, pensó alarmada. Sí, claro que estaban ciegos, tan ciegos como los de todos los que viven bajo estos techos, entre estas paredes, todos, todos, excepto ella. En voz baja, casi un susurro, el hombre preguntó, Quién está ahí, no gritó como los centinelas de verdad, Quién vive, la respuesta sería Gente dé paz, y él diría Pase de largo, no fue así como ocurrieron las cosas, sólo movió la cabeza como si se respondiera a sí mismo, Qué locura, aquí no puede haber nadie, a estas horas está todo el mundo durmiendo. Palpando con la mano libre, retrocedió y, tranquilizado por sus propias palabras, dejó caer los brazos. Tenía sueño, llevaba mucho tiempo esperando al compañero que viniese a relevarlo, pero para eso era preciso que el otro, a la voz interior del deber, se despertase por sí mismo, que allí no había despertadores ni manera alguna de usarlos. Cautelosamente, la mujer del médico se acercó a la otra jamba y miró hacia dentro. La sala no estaba llena. Hizo un recuento rápido, le pareció que debían de ser unos diecinueve o veinte. En el fondo vio unas cuantas cajas de comida apiladas, otras estaban encima de las camas desocupadas, Era de esperar, no dan toda la comida que reciben, pensó. El ciego pareció otra vez inquieto, pero no hizo ningún movimiento para investigar. Pasaban los minutos. Se oyó una tos fuerte, de fumador, llegada de dentro. El ciego volvió la cabeza ansioso, al fin podría irse a dormir. Ninguno de los que estaban acostados se levantó. Entonces, el ciego, lentamente, como si tuviera miedo de que lo sorprendiesen en delito de flagrante abandono de puesto o infracción de las reglas por las que los centinelas están obligados a regirse, se sentó en el borde de la cama que tapaba la entrada. Cabeceó aún unos momentos, pero luego se dejó ir en el río del sueño, lo más seguro es que al hundirse en él pensara, No tiene importancia, nadie me ve. La mujer del médico volvió a contar a los que dormían dentro, Con éste son veinte, al menos se llevaba de allí una información segura, no había sido inútil la excursión nocturna, Pero habrá sido sólo para esto por lo que he venido, se preguntó a sí misma, y no quiso darse respuesta. El ciego dormía apoyando la cabeza en el marco de la puerta, el garrote había resbalado sin ruido hasta el suelo, allí estaba un ciego desarmado y sin columnas para derribar. Deliberadamente, la mujer del médico quiso pensar que este hombre era un ladrón de comida, que robaba lo que a los otros pertenecía en justicia, que la hurtaba de la boca de los niños, pero aun pensándolo no llegó a sentir desprecio, ni siquiera una leve irritación, sólo una extraña piedad ante el cuerpo caído, con la cabeza inclinada hacia atrás, el cuello recorrido por venas gruesas. Por primera vez desde que salió de la sala se estremeció, parecía que las losas del suelo le estaban helando los pies, como si se los quemaran, Ojalá no sea fiebre, pensó. No lo sería, sería sólo una fatiga infinita, unas ganas locas de envolverse a sí misma, los ojos, ah, sobre todo los ojos, vueltos hacia dentro, más, más, más, hasta poder alcanzar y observar el interior de su propio cerebro, allí donde la diferencia entre el ver y el no ver es invisible a simple vista. Lentamente, aún más lentamente, arrastrando el cuerpo, volvió hacia atrás, hacia el lugar al que pertenecía, pasó al lado de ciegos que parecían sonámbulos, sonámbula también para ellos, ni siquiera tenía que fingir que estaba ciega. Los ciegos enamorados ya no tenían las manos enlazadas, dormían tumbados de lado, encogidos para conservar el calor, ella en la concha formada por el cuerpo de él, al fin, mirando mejor, sí, se habían dado las manos, el brazo de él por encima del cuerpo de ella, los dedos entrelazados. Dentro, en la sala, la ciega que no conseguía dormir continuaba sentada en la cama, esperando que la fatiga del cuerpo fuese tanta que acabase por rendir la resistencia obstinada de la mente. Todos los otros parecían dormir, algunos con la cabeza tapada, como si buscaran una oscuridad imposible. Sobre la mesita de noche de la chica de las gafas oscuras se veía el frasquito de colirio. Los ojos ya estaban curados, pero ella no lo sabía.

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