Endymion (4 page)

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Authors: Dan Simmons

Tags: #Los cantos de Hyperion 3

BOOK: Endymion
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Herrig fue el último en declarar. Conmocionado y pálido a tres días de su resurrección, vestido con traje oscuro y capa de negocios, confirmó con voz trémula el testimonio de los demás y describió mi brutal ataque. Mi defensor, designado por el tribunal, no lo interrogó. Siendo cristianos renacidos en buenos tratos con Pax, esos cuatro no tenían obligación de declarar bajo la influencia de la droga de la verdad o cualquier otra forma de verificación química o electrónica. Yo me ofrecí para someterme a la droga o al sondeo pleno, pero el fiscal alegó que esos artificios eran irrelevantes, y el juez aprobado por Pax dio su acuerdo. Mi defensor no presentó una protesta.

Fue un juicio sin jurado. El juez tardó menos de diez minutos en llegar a un veredicto. Yo era culpable y fui sentenciado a ser ejecutado con una vara de muerte.

Solicité que la ejecución se demorase hasta que pudiese avisar a mi tía y mis primos del norte de Aquila para que me visitaran por última vez. Mi solicitud fue denegada. La hora de la ejecución se fijó para la madrugada del día siguiente.

3

Un sacerdote del monasterio Pax de Puerto Romance fue a visitarme esa noche. Era un hombre de cabello ralo, un tío menudo, nervioso y un poco tartamudo. Una vez en la sala de visitas, que no tenía ventanas, se presentó como el padre Tse y pidió a los guardias que se marcharan.

—Hijo mío —dijo, y sentí ganas de sonreír, pues el sacerdote aparentaba mi edad—, hijo mío... ¿estás preparado para mañana?

Perdí las ganas de sonreír. Me encogí de hombros.

El padre Tse se mordió el labio.

—No has aceptado a Nuestro Señor... —dijo con voz tensa de emoción.

Quise encogerme de hombros otra vez, pero opté por hablar.

—No he aceptado el cruciforme, padre. Quizá no sea lo mismo.

Sus ojos castaños eran insistentes, suplicantes.

—Es lo mismo, hijo mío. Nuestro Señor nos ha revelado esto.

Callé.

El padre Tse dejó su misal y me tocó las muñecas amarradas.

—Si te arrepientes esta noche y aceptas a Jesucristo como tu salvador personal, tres días después de mañana te levantarás para vivir de nuevo en la gracia del perdón de Nuestro Señor. —No pestañeó—. Lo sabes, ¿verdad, hijo mío?

Lo miré a los ojos. Un prisionero de la celda contigua se había pasado las tres últimas noches gritando. Me sentía muy fatigado.

—Sí, padre. Sé cómo funciona el cruciforme.

El padre Tse negó enfáticamente con la cabeza.

—El cruciforme no, hijo mío. La gracia de Nuestro Señor.

Asentí.

—¿Usted ha experimentado la resurrección, padre?

El sacerdote agachó la cabeza.

—Todavía no, hijo mío. Pero no temo ese día. —Me miró de nuevo—. Y tú tampoco debes temer.

Cerré los ojos un instante. Había estado pensando en esto cada minuto de los últimos seis días y noches.

—Mire, padre, no quiero ofender, pero hace unos años tomé la decisión de no someterme al cruciforme, y creo que no es el momento apropiado para cambiar de opinión.

El padre Tse me clavó sus ojos brillantes.

—Cualquier momento es apropiado para aceptar a Nuestro Señor, hijo mío. Después de la madrugada de mañana no habrá más tiempo. Tu cadáver será sacado de este lugar y arrojado al mar como alimento para los peces carroñeros...

Esta imagen no era nueva para mí.

—Sí. Conozco la pena para un homicida que no se ha convertido antes de la ejecución. Pero tengo esto... —Me toqué el pórtate-bien cortical que me habían adherido a la sien—. No necesito que me encastren un parásito cruciforme para someterme a una esclavitud más profunda.

El padre Tse retrocedió como si lo hubiera abofeteado.

—Una vida de entrega a Nuestro Señor no es esclavitud —dijo. La cólera le había curado el tartamudeo—. Hubo millones que entregaron su vida antes de que se ofreciera la bendición tangible de una resurrección inmediata en esta vida. Hoy hay miles de millones que lo aceptan con gratitud. —Se levantó—. La elección es tuya, hijo mío. La luz eterna, con el don de una vida casi ilimitada en este mundo para servir a Cristo, o la oscuridad eterna.

Aparté los ojos con indiferencia.

El padre Tse me bendijo, se despidió con una mezcla de tristeza y desprecio, dio media vuelta, llamó a los guardias y se marchó. Un minuto después el dolor me acuchilló el cráneo cuando los guardias activaron mi pórtate-bien para llevarme de vuelta a la celda.

No te aburriré con la larga letanía de los pensamientos que pasaron por mi cabeza en esa interminable noche de otoño. Yo tenía veintisiete años. Amaba la vida con una pasión que a veces me creaba problemas, aunque nunca habían sido tan graves. En las primeras horas de esa última noche, pensé en la fuga con la desesperación de un animal enjaulado. La cárcel estaba en el abrupto acantilado que daba sobre el arrecife llamado la Mandíbula, en la bahía de Toschahi. Todo era irrompible. Perspex, acero ultrafuerte, plástico. Los guardias portaban varas de muerte y no parecían reacios a usarlas. Aunque yo pudiera escapar, una presión en el control remoto del pórtate-bien me derribaría con la peor migraña del universo mientras ellos seguían la señal que los llevaría a mi escondrijo.

Pasé las últimas horas reflexionando sobre la necedad de mi breve e inservible vida. No lamentaba nada, pero tampoco tenía mucho que hablara a favor de los veintisiete años que Raul Endymion había vivido en Hyperion. El tema dominante de mi vida parecía ser esa perversa terquedad que me había inducido a rechazar la resurrección.

Con que debes a la Iglesia una vida de servicios, susurró una voz frenética en mi cabeza.
Al menos así tendrás una vida. ¡Y más vidas después! ¿Cómo puedes rechazar semejante trato? Cualquier cosa es preferible a la muerte verdadera, a que arrojen tu cadáver a los celacantos y gusanos-tiburón. ¡Piensa en ello!
Cerré los ojos y fingí dormir tan sólo para huir de los gritos que resonaban en mi mente.

La noche duró una eternidad, pero el amanecer pareció llegar pronto. Cuatro guardias me escoltaron hasta la cámara de muerte, me amarraron a una silla de madera y cerraron la puerta de acero. Mirando por encima del hombro izquierdo, vi rostros observándome a través del Perspex. Esperaba un sacerdote, tal vez no el padre Tse, pero un sacerdote, algún representante de Pax que me ofreciera una última oportunidad de inmortalidad. No había ninguno. Eso sólo me satisfizo en parte. No sé si habría cambiado de opinión a último momento.

El método de ejecución era sencillo y mecánico, quizá no tan sutil como la caja del gato de Schrödinger, pero aun así ingenioso. Desde la pared una vara de muerte apuntaba a la silla donde yo estaba sentado. Vi la luz roja que se encendía en la pequeña unidad comlog adherida al arma. Los prisioneros de las celdas contiguas me habían descrito gustosamente la mecánica de mi muerte aun antes de que se dictara sentencia. El ordenador comlog tenía un generador de números aleatorios. Cuando el número generado fuera un número primo inferior a diecisiete, se activaría el rayo de la vara. Cada sinapsis de esa masa gris que era la personalidad y memoria de Raul Endymion sería incinerada. Pulverizada. Derretida hasta convertirse en el equivalente neurónico de un desecho radiactivo. Las funciones autónomas cesarían milisegundos después. Mi corazón y mi respiración cesarían en cuanto mi mente fuera destruida. Los expertos decían que la muerte por la vara era indolora. Los que resucitaban después de una ejecución con vara de muerte no querían hablar sobre la sensación, pero en las celdas se decía que dolía como el demonio, como si estallaran todos los circuitos del cerebro.

Miré la luz roja del comlog y el extremo de la vara. Algún chusco había puesto una pantalla LED para que yo pudiera ver los números generados. Pasaban como los números de un ascensor al infierno: 26-74-109-19-37... Habían programado el comlog para que no generase números mayores que 150... 77-42-12-60-84-129-108-14...

Perdí los estribos. Apreté los puños, forcejeé contra las correas de plástico, insulté a las paredes, a los rostros pálidos distorsionados por las ventanas de Perspex, a la puta Iglesia y su puta Pax, al puto cobarde que había matado a mi perra, a los putos cobardes que...

No vi el número primo bajo que aparecía en pantalla. No oí el murmullo de la vara de muerte cuando se activó el rayo. Sentí algo, una frialdad de cicuta que comenzaba en la nuca y se propagaba por mi cuerpo con la velocidad de la conducción nerviosa, y me sorprendí de sentir algo. «Los expertos están equivocados y los convictos tienen razón —pensé frenéticamente—. Puedes sentir la muerte por la vara.» Me habría reído si el aturdimiento no me hubiera cubierto como una ola.

Una ola negra.

Una ola negra que me arrastró.

4

No me sorprendí de despertarme con vida. Tal vez uno sólo se sorprende cuando se despierta muerto. De todos modos, desperté sin más incomodidad que un cosquilleo en los brazos y me quedé acostado, mirando el sol que se deslizaba por un tosco techo de yeso, hasta que un pensamiento urgente me despabiló.

«Espera un minuto. ¿Yo no estaba...? ¿Ellos no...?»

Me incorporé y miré en torno. Si tenía la sensación de que mi ejecución había sido un sueño, el prosaico aspecto de mi entorno pronto se encargó de disiparla. La habitación tenía forma de pastel, con una pared curva y blanqueada y un techo de yeso. La cama era el único mueble, y la gruesa y blancuzca ropa de cama complementaba la textura del yeso y la piedra. Había una maciza puerta de madera —cerrada— y una ventana con forma de arco abierta a la intemperie. Un vistazo al cielo color lapislázuli me reveló que aún estaba en Hyperion. Era imposible que aún estuviera en la prisión de Puerto Romance; la piedra era demasiado vieja, los detalles de la puerta demasiado ornamentales, la calidad de las mantas demasiado buena.

Me levanté, me encontré desnudo. Caminé hacia la ventana. La brisa otoñal era intensa, pero el sol me entibiaba la piel. Estaba en una torre de piedra. El amarillo chalma y una gruesa maraña de raraleña tejían una sólida techumbre de árboles en las colinas hasta el horizonte. Una vegetación siempreazul crecía en las laderas de granito. Vi más murallas, almenas y la curva de otra torre. Las paredes parecían antiquísimas. La calidad de su construcción y el aire orgánico de su arquitectura pertenecían a una época de destreza y buen gusto, muy anterior a la Caída.

Adiviné de inmediato mi paradero: el chalma y la raraleña sugerían que aún estaba en el continente meridional de Aquila; las elegantes ruinas hablaban de la ciudad abandonada de Endymion.

Nunca había estado en la localidad de donde mi familia tomaba su apellido, pero Grandam, la narradora de nuestro clan, la había descrito muchas veces. Endymion había sido una de las primeras ciudades de Hyperion colonizadas después de que la nave semillera se estrelló setecientos años antes. Hasta la Caída había sido famosa por su buena universidad, una estructura enorme semejante a un castillo que dominaba la ciudad. El abuelo del bisabuelo de Grandam había sido profesor de la universidad hasta que las tropas de Pax dominaron la región de Aquila central y expulsaron a miles de personas.

Y ahora yo había regresado.

Un hombre calvo de tez azul y ojos color azul cobalto traspuso la puerta, dejó en la cama ropa interior y un traje sencillo de algo que parecía algodón casero.

—Vístete, por favor —dijo.

Miré en silencio mientras el hombre daba media vuelta y salía. Tez azul. Ojos color azul cobalto. Calvo. Tenía que ser un androide, el primero que yo veía. Si me hubieran preguntado, habría dicho que no quedaban androides en Hyperion. La biofacturación era ilegal desde la Caída, y aunque el legendario Triste Rey Billy los había importado para construir la mayoría de las ciudades del norte siglos antes, no deberían quedar androides en nuestro mundo. Sacudí la cabeza, me vestí. El traje me sentaba a la perfección, a pesar de mis hombros grandes y mis piernas largas.

Estaba de vuelta ante la ventana cuando el androide regresó. Se detuvo en la puerta y gesticuló con la mano.

—Por aquí, por favor, M. Endymion —dijo, usando el honorífico tradicional en inglés de la Red.

Contuve el impulso de hacer preguntas y lo seguí por la escalera de la torre. La habitación de arriba ocupaba todo el piso. El sol del atardecer atravesaba vitrales rojos y amarillos. Al menos una ventana estaba abierta, y oí el susurro de un viento lejano en la hojarasca.

Esta habitación era tan blanca y austera como mi celda, salvo por un apiñamiento de aparatos médicos y consolas de comunicaciones en el centro del círculo. El androide se marchó, cerrando la gruesa puerta, y tardé un segundo en comprender que había un ser humano en medio de todo ese equipo.

Al menos, creí que era un ser humano.

El hombre estaba sentado en una cama flotante de flujoespuma. Tubos, intravenosas, filamentos de monitoreo y umbilicales de aspecto orgánico unían el equipo con la cenicienta figura. Digo «cenicienta», pero en verdad el hombre parecía momificado, la tez arrugada como los pliegues de una vieja chaqueta de cuero, el cráneo manchado y calvo, los brazos y piernas consumidos al extremo de ser meros apéndices vestigiales. La postura del viejo evocaba un pichón arrugado y sin plumas que se ha caído del nido. Su tez apergaminada tenía un aire azulado que me hizo pensar «androide» por un momento, pero luego reparé en la diferencia del tono de azul, en el leve fulgor de las palmas, las costillas y la frente, y comprendí que miraba a un humano verdadero que había recibido tratamientos Poulsen durante siglos.

Ya nadie recibe tratamientos Poulsen. Esa tecnología se perdió con la Caída, así como la materia prima de mundos perdidos en el tiempo y el espacio. O eso creía yo. Pero aquí había una criatura que tenía muchos siglos y debía de haber recibido tratamientos Poulsen desde hacía escasas décadas.

El anciano abrió los ojos.

Desde entonces he visto ojos igualmente enérgicos, pero hasta ese momento nada me había preparado para la intensidad de esa mirada. Creo que retrocedí un paso.

—Acércate, Raul Endymion. —La voz era como una hoja sin filo raspando pergamino. El viejo movía la boca como un pico de tortuga.

Me acerqué, deteniéndome sólo cuando una consola se interpuso entre la forma momificada y yo. El viejo parpadeó y alzó una mano huesuda que sin embargo parecía demasiado pesada para esa muñeca delgada como una ramilla.

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