«¿Dónde están los soldados?»
Como para responderme, pasan figuras oscuras en armadura de combate. Me sobresalto cuando disparan sus barrocos haces energéticos y sus dardos, pero no disparan contra mí. Están disparando por encima del hombro. Son guardias suizos y están huyendo. Inaudito.
De repente, en medio del ulular del viento, oigo alaridos humanos. No entiendo cómo es posible. Estos soldados conservarían los cascos ceñidos y los visores trabados durante una tormenta. Pero hay alaridos.
Un jet o deslizador ruge en lo alto, a diez metros de mí, disparando a ambos flancos con sus armas automáticas —sobrevivo porque estoy justo debajo del aparato— y tengo que frenar bruscamente cuando una terrible explosión de luz y calor ilumina la tormenta. El deslizador o jet se ha estrellado contra una de las tumbas, creo que el Monolito de Cristal o la Tumba de jade.
Más disparos a mi izquierda. Vuelo a la derecha, y de nuevo al noroeste, tratando de esquivar las tumbas. Gritos a mi derecha y hacia delante. Relámpagos de energía hienden la tormenta.
Esta vez alguien dispara contra mí. ¿Dispara y yerra? ¿Cómo es posible?
Sin esperar respuesta, hago descender la alfombra como un ascensor expreso. Choco contra el suelo, ruedo a un costado. Haces de energía ionizan el aire sobre mi cabeza. La brújula inercial, todavía colgada de mi cuello, me golpea la cara mientras ruedo. No hay rocas donde ocultarse; la arena es chata. Trato de cavar una zanja con los dedos mientras los rayos azules horadan el aire. Nubes de dardos chasquean sobre mí. Si hubiera estado en el aire, la alfombra y yo seríamos andrajos.
Algo enorme está de pie a tres metros, separando las piernas. Parece un gigante en armadura de combate, un gigante de muchos brazos. Un rayo de plasma le acierta, perfilando por un instante su silueta erizada de pinchos. La cosa no se derrite ni se cae ni vuela en pedazos.
«Imposible. Joder, totalmente imposible.» Una parte de mi mente nota fríamente que estoy pensando obscenidades, como siempre hice en combate.
La enorme silueta se ha ido. Más alaridos a mi izquierda, explosiones delante. ¿Cómo cuernos encontraré a la niña en medio de esta batahola? Y si la encuentro, ¿cómo lograré llegar a la tercera Tumba Cavernosa? La idea —el gran plan— consistía en que yo me llevara a Aenea durante la distracción milagrosa que el poeta había prometido, me dirigiera a la Tumba Cavernosa y tecleara el tramo final del programa para el trayecto de treinta kilómetros hasta la Fortaleza de Cronos, en el linde de la cordillera de la Brida, donde A. Bettik y la nave espacial estarían esperando dentro de... tres minutos.
Aun en medio de este jaleo, no hay manera de que las naves orbitales ni las baterías antiaéreas de tierra pasen por alto un objeto del tamaño de esa nave, si permanece en tierra durante más de los treinta segundos convenidos. Esta misión de rescate está jodida.
La tierra tiembla y un estruendo llena el Valle. O bien ha volado algo enorme —un depósito de municiones, por lo menos— o bien se ha estrellado algo mucho más grande que un deslizador. Un fulgor rojo y violento ilumina el norte del Valle, llamas visibles a pesar de la tormenta. Contra el fulgor veo veintenas de armaduras que corren, disparan, vuelan, caen. Una silueta es más pequeña que las demás y no tiene armadura. La silueta más pequeña, todavía recortada contra el rabioso fulgor de la pura destrucción, ataca al gigante, golpeando pinchos y espinas con sus pequeños puños.
«¡Mierda!» Me arrastro hacia la alfombra, no la encuentro en la tormenta, me quito arena de los ojos, me arrastro en un círculo y siento tela bajo la palma derecha. En pocos segundos la estera quedó casi sepultada en la arena. Cavando como un perro frenético, desentierro las hebras, activo la estera y vuelo hacia el fulgor que se desvanece. Ya no veo las dos siluetas, pero he tenido la presencia de ánimo de echar un vistazo a la brújula. Dos centellas vibrantes incineran el aire, una a centímetros de mí, la otra a milímetros de la estera.
—¡Maldición! —grito sin dirigirme a nadie en particular.
El padre capitán De Soya no está consciente del todo cuando brinca en el hombro blindado del sargento Gregorius. De Soya entrevé otras formas oscuras corriendo con ellos a través de la tormenta, disparando rayos de plasma contra blancos invisibles, y se pregunta si éste es el resto de la escuadra de Gregorius. En sus pantallazos de conciencia, anhela desesperadamente ver a la niña, hablar con ella.
Gregorius tropieza con algo, ordena a su escuadrón que se aproxime. Un escarabajo —un vehículo blindado— ha bajado su escudo de camuflaje y está apoyado al sesgo en un pedrejón. Falta la oruga izquierda, y los cañones traseros se han derretido como cera en una llama. La ampolla de visión derecha está astillada.
—Aquí —jadea Gregorius, y baja al padre capitán De Soya por la ampolla.
El sargento entra, iluminando el interior del escarabajo con la linterna de su arma. El asiento del piloto parece rociado con pintura roja. Los tabiques posteriores parecen salpicaduras de colores, como ese absurdo «arte abstracto» pre-Hégira que el padre capitán De Soya una vez vio en un museo. Sólo que este lienzo de metal está salpicado de fragmentos humanos.
El sargento Gregorius se interna en el escarabajo ladeado y apoya al capitán contra un tabique. Otras dos figuras con traje entran por la ampolla astillada.
De Soya se limpia la arena y la sangre de los ojos.
—Estoy bien —dice. Quería decirlo con tono de mando, pero su voz es débil, casi infantil.
—Sí, señor —gruñe Gregorius, sacando su kit médico de su pak.
—No necesito eso —murmura De Soya—. El traje...
Los trajes de combate tienen su propio sellador y sanadores semiinteligentes. De Soya está seguro de que el traje ya ha curado los tajos o perforaciones menores. Pero mira hacia abajo.
Casi le han cortado la pierna izquierda. La armadura blindada y omnipolímera cuelga en andrajos, como caucho harapiento en una llanta barata. Ve la blancura del fémur. El traje ha ceñido el muslo superior en un tosco torniquete, salvándole la vida, pero hay media docena de perforaciones en el pecho y parpadean luces rojas.
—Ah, Jesús —susurra De Soya. Es una plegaria.
—Está bien —dice el sargento Gregorius, ciñendo el muslo con su propio torniquete—. Conseguiremos un enfermero y lo llevaremos sin pérdida de tiempo al hospital de la nave. —Mira a las dos agotadas figuras que están detrás de los asientos delanteros—. ¿Kee? ¿Rettig?
—Sí, sargento.
El más menudo de ambos mira hacia arriba.
—¿Mellick y Ott?
—Muertos, sargento. Esa cosa los atacó en la Escalinata.
Se quita el guantelete y palpa las heridas más grandes con sus enormes dedos—. ¿Eso duele, señor?
De Soya sacude la cabeza. No siente el contacto.
—De acuerdo —dice el sargento, pero no parece convencido. Llama por la red táctica.
—La niña —dice el padre capitán De Soya—. Tenemos que encontrar a la niña.
—Sí, señor —dice Gregorius, pero continúa llamando por varios canales. De Soya presta atención y oye la algarabía.
—¡Cuidado! ¡Cielos! Está regresando...
—¡
San Buenaventura
! ¡
San Buenaventura
! ¡Tiene una fractura en el casco! Repito. Tiene una fractura en el casco.
—Escorpión uno-nueve a cualquier controlador... Cielos... Escorpión uno-nueve, motor izquierdo apagado, cualquier controlador... no puedo ver el Valle... me desviaré...
—¡Jamie, Jamie! Oh Dios...
—¡Fuera de la red! ¡Maldición, mantened la disciplina! ¡Despejad las comunicaciones!
—Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea Tu nombre...
—Cuidado con esa jodida... mierda. Esa jodida cosa recibió un impacto pero...
—Intrusos múltiples, repito, intrusos múltiples, olvidar control de fuego, intrusos múltiples...
Un griterío.
—Mando Uno, adelante, Mando Uno, adelante.
Sintiendo que pierde la consciencia en gotas, como la sangre que forma un charco bajo su pierna herida, De Soya baja los visores.
La pantalla táctica es basura. Sintoniza la banda privada del deslizador de Barnes-Avne.
—Comandante, habla el padre capitán De Soya. ¿Comandante?
La línea no funciona.
—La comandante ha muerto, señor —dice Gregorius, apretando una ampolla de adrenalina contra el brazo desnudo de De Soya. El padre capitán no recuerda que le hayan quitado el guantelete y la armadura de combate—. Vi la caída del deslizador en táctico antes de que todo se fuera al demonio —continúa el sargento, uniendo la pierna floja de De Soya al fémur, como alguien que sujetara una carga suelta—. Ella ha muerto. El coronel Brideson no responde. El capitán Ranier no contesta desde la nave-antorcha. El C
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no responde.
De Soya procura mantenerse consciente.
—¿Qué está pasando, sargento?
Gregorius se le acerca. Tiene los visores levantados y por primera vez De Soya ve que el gigante es negro.
—Teníamos una frase para esto en la infantería de marina, antes que yo entrara en la Guardia Suiza.
—Episodio crítico —dice el padre capitán De Soya, tratando de sonreír.
—Así lo llaman los señoritos elegantes de la flota —conviene Gregorius. Hace una seña a los otros dos soldados, que salen por la ampolla astillada. Gregorius alza a De Soya y lo carga como un bebé—. En la infantería, señor —continúa el sargento, sin el menor esfuerzo—, lo llamábamos «un desbarajuste de Dios y muy Señor mío».
De Soya siente que se desmaya. El sargento lo apoya en la arena.
—¡Quédese conmigo, capitán! Maldición, ¿me oye? ¡Quédese conmigo!
—Cuide su vocabulario, sargento —dice De Soya, sintiendo que pierde la conciencia pero sin poder evitarlo—. Recuerde que soy un sacerdote... tomar el nombre de Dios en vano es pecado mortal.
La negrura se cierra sobre él, y el padre capitán De Soya no sabe si ha dicho la última frase en voz alta.
Desde mi infancia en los brezales —mirando el humo de las fogatas de turba dentro del círculo protector de casas rodantes, esperando a que despuntaran las estrellas frías e indiferentes en el profundo cielo lapislázuli y preguntándome por mi futuro mientras esperaba la llamada que me traería calidez y alimento— tuve una percepción de la ironía de las cosas. Muchos sucesos importantes acontecen rápidamente, sin que los comprendamos en el momento. Muchos momentos poderosos quedan sepultados bajo el absurdo. Lo vi ocurrir en mi infancia, y lo he visto ocurrir toda mi vida.
Volando hacia la evanescente luz anaranjada de la explosión, me topé de pronto con la niña, Aenea. Primero había entrevisto dos figuras, la pequeña atacando a la grande, pero cuando llegué poco después, en medio del ronco aullido de la arena, sólo estaba la niña.
Así la vi en ese momento: una expresión de alarma y furia, los ojos rojos y entornados de rabia o para protegerse de la arena, sus pequeños puños apretados, su camisa y su suéter flojo flameando como banderas al viento, el cabello —castaño pero con mechones rubios que yo notaría más tarde— pegoteado y ondeante, lodosas estrías de llanto y moco en las mejillas, zapatos de lona y suela de goma totalmente inapropiados para la aventura en que se había embarcado, una mochila barata colgando de un hombro.
Yo debía presentar un espectáculo más descabellado: un joven fornido y musculoso de veintisiete años, con aire de tener pocas luces, tendido de bruces en una alfombra voladora, el rostro oscurecido por el pañuelo y las gafas oscuras, el pelo corto mugriento y desmelenado, la mochila colgada de un hombro, el chaleco y los pantalones sucios de arena y polvo.
La niña abrió los ojos sorprendida, pero tardé sólo un segundo en comprender que se sorprendía por la alfombra voladora, no por mí.
—¡Sube! —grité. Siluetas armadas pasaron de largo, disparando. Otras sombras acechaban en la tormenta.
La niña me ignoró, volviéndose como para buscar la sombra que estaba atacando. Noté que le sangraban los puños.
—Maldito sea —gritaba, casi llorando—. Maldito sea. —Fueron las primeras palabras que oí decir a nuestra mesías.
—¡Sube! —volví a gritar, y me dispuse a bajar de la estera para aferrarla.
Aenea dio media vuelta, me miró por primera vez y con cierta claridad a pesar de la tormenta de arena dijo:
—Quítate esa máscara.
Recordé el pañuelo. Al bajarlo, escupí una arena que era lodo rojo.
La niña pareció aprobarme. Se acercó y subió a la estera. Ahora ambos íbamos sentados en la ondulante alfombra, la niña detrás de mí, las mochilas entre ambos. Volví a ponerme el pañuelo y grité:
—¡Agárrate a mí!
Ella agarró los bordes de la alfombra.
Vacilé un momento, arremangándome para estudiar mi cronómetro de pulsera. Quedaban menos de dos minutos para el momento en que la nave haría su rápido descenso en la Fortaleza de Cronos. Ni siquiera podía encontrar la entrada de la tercera Tumba Cavernosa en ese tiempo, y quizá nunca pudiera en medio de ese caos. Como para enfatizar ese punto, un escarabajo con orugas se encaramó a una duna, casi aplastándonos hasta que viró a la izquierda, disparando contra algo que estaba hacia el este.
—¡Agárrate! —grité de nuevo, y puse la estera en plena aceleración, cobrando altura, observando mi brújula y concentrándome en volar hacia el norte hasta que salimos del valle. Aquél no era momento para estrellarse contra una pared de roca.
Una gran ala de piedra pasó debajo de nosotros.
—¡Esfinge! —le grité a la niña que iba detrás de mí. Al instante comprendí cuán estúpido era mi comentario. Ella acababa de salir de esa tumba.
Calculando que estábamos a varios cientos de metros de altitud, estabilicé la alfombra y aumenté la velocidad. El escudo protector se activó, pero la arena todavía giraba en torno de nosotros dentro del bolsón de aire atrapado.
—No deberíamos chocar con nada a esta alti... —grité por encima del hombro, pero me interrumpió la forma acechante de un deslizador que volaba hacia nosotros desde la nube de la tormenta. No tenía tiempo para reaccionar, y sin embargo lo hice, bajando tan abruptamente que sólo el campo de contención nos mantuvo en nuestro sitio. El deslizador pasó a menos de un metro. La pequeña estera se zarandeó en la estela de esa enorme máquina.
—Córcholis y recórcholis —dijo Aenea a mis espaldas—. Mierda y remierda.