Endymion (13 page)

Read Endymion Online

Authors: Dan Simmons

Tags: #Los cantos de Hyperion 3

BOOK: Endymion
5.66Mb size Format: txt, pdf, ePub

De Soya siente el impulso de persignarse, pero se contiene. Sus lecturas, su formación y su fe le han enseñado que el TecnoNúcleo era el mal encarnado, la más activa manifestación del Maligno en la historia humana moderna. La destrucción del TecnoNúcleo no sólo había sido la salvación de la acosada Iglesia, sino de la humanidad. De Soya trata de imaginar qué aprendería un alma humana nonata del contacto directo con esas inteligencias carentes de cuerpo y alma.

—La niña es peligrosa —susurra el cardenal Lourdusamy—. Aunque el TecnoNúcleo quedó desterrado por la caída de los teleyectores, aunque la Iglesia ya no permite que las máquinas sin alma tengan verdadera inteligencia, esta niña fue programada como agente de las IAs caídas... una agente del Maligno.

De Soya se frota la mejilla. De repente está muy cansado.

—Habla usted como si aún viviera —murmura—. Y aún fuera una niña.

El cardenal Lourdusamy cambia de posición, haciendo susurrar sus mantos de seda.

—Ella vive —dice con ominosa voz de barítono—. Y es todavía una niña.

De Soya mira el holo que flota entre ellos. Toca el cubo y la imagen se disipa.

—¿Almacenaje criogénico? —pregunta.

—En Hyperion hay Tumbas de Tiempo —dice Lourdusamy—. Una de ellas, una cosa llamada Esfinge, que tal vez usted recuerde por el poema o por la historia de la Iglesia, se ha usado como portal temporal. Nadie sabe cómo funciona, y no funciona con la mayor parte de la gente. —El cardenal mira al almirante y de nuevo al sacerdote capitán—. Esta niña desapareció en la Esfinge hace doscientos sesenta y cuatro años estándar. En ese momento sabíamos que era peligrosa para Pax, pero llegamos varios días tarde. Tenemos información fiable de que saldrá de esa tumba dentro de menos de un mes estándar... siendo todavía una niña. Todavía letalmente peligrosa para Pax.

—Peligrosa para Pax —repite De Soya. No comprende.

—Su Santidad ha previsto este peligro —sentencia el cardenal Lourdusamy—. Hace casi tres siglos Nuestro Señor juzgó adecuado revelar a Su Santidad la amenaza que representa esta pobre niña, y el Santo Padre ha decidido enfrentar este peligro.

—No comprendo —confiesa el padre capitán De Soya. El holo está apagado, pero con la mente aún ve el rostro inocente de la niña—. ¿Cómo puede esa chiquilla ser un peligro?

El cardenal Lourdusamy aprieta el antebrazo de De Soya.

—Como agente del TecnoNúcleo, será un virus introducido en el Cuerpo de Cristo. Se ha revelado a Su Santidad que la niña tendrá poderes... poderes que no son humanos. Uno de esos poderes es la facultad de persuadir a los fieles de abandonar la luz de las enseñanzas de Dios, de abandonar la salvación para servir al Magno.

De Soya asiente, aunque no entiende. Le duele el antebrazo por la presión de la vigorosa mano de Lourdusamy.

—¿Qué desea de mí, excelencia?

El almirante Marusyn habla con una voz estentórea que sorprende a De Soya después de tantos cuchicheos y susurros.

—A partir de este momento —dice Marusyn—, usted queda relevado de su misión en la flota, padre capitán De Soya. A partir de este momento, su misión es hallar y devolver esta niña al Vaticano.

El cardenal parece sorprender un destello de angustia en los ojos de De Soya.

—Hijo mío —dice con voz más serena—, ¿temes que la niña sufra daño?

—Sí, excelencia. —De Soya se pregunta si esta admisión lo descalificará como oficial.

La presión de la mano de Lourdusamy se aligera, se vuelve amigable.

—Ten la certeza, hijo mío, de que nadie en la Santa Sede ni en Pax tiene la intención de dañar a esta niña. Más aún, el Santo Padre nos ha encomendado que tu segunda prioridad consista en cerciorarte de que ella no sufra el menor daño.

—Su primera prioridad —dice el almirante— consistirá en traerla aquí, a Pacem. Al mando de Pax en el Vaticano.

De Soya asiente y traga saliva. La pregunta que más lo acucia es «¿Por qué yo?».

—Sí, señor. Comprendo —dice en voz alta.

—Recibirá usted un disco de autoridad papal —continúa el almirante—. Podrá reclamar cualquier material, ayuda, enlace o personal que las autoridades locales de Pax estén en condiciones de proveer. ¿Tiene preguntas sobre eso?

—No, señor —responde De Soya con voz firme, aunque su mente es presa del vértigo. Un disco de autoridad papal le daría más poder del que poseen los gobernadores planetarios de Pax.

—Se trasladará al sistema de Hyperion hoy mismo —continúa el almirante Marusyn con la misma voz enérgica—. ¿Capitana Wu?

La edecán de Pax se adelanta y entrega a De Soya un disco rojo. El padre capitán asiente, pero su mente está gritando: «Al sistema de Hyperion hoy mismo... ¡La nave Arcángel de nuevo! Morir otra vez. El dolor. No, dulce Jesús, querido Señor. ¡Aleja de mí este cáliz!»

—Tendrá el mando de nuestra nave correo más nueva y avanzada, capitán —dice Marusyn—. Es similar a la nave que lo trajo al sistema de Pacem, sólo que puede llevar seis pasajeros, tiene armamento similar al de su nave-antorcha y posee un sistema de resurrección automático.

—Sí, señor —dice De Soya. «¿Un sistema de resurrección automático? —piensa—. ¿Una máquina administrará el sacramento?»

El cardenal Lourdusamy le palmea el brazo.

—El sistema robótico es lamentable, hijo mío. Pero la nave puede llevarte a lugares donde Pax y la Iglesia no existen. No podemos negarte la resurrección sólo porque estés fuera del alcance de los siervos de Dios. Ten la certeza, hijo mío, de que el Santo Padre en persona ha bendecido este equipo de resurrección y lo ha investido con el mismo imperativo sacramental que ofrecería una auténtica misa de Resurrección.

—Gracias, excelencia —murmura De Soya—. Pero no comprendo... lugares adonde no llega la Iglesia... ¿No debo viajar a Hyperion? Nunca he estado allá, pero creí que ese mundo era miembro de...

—Pertenece a Pax —interrumpe el almirante—. Pero si usted no logra capturar... —una pausa—. Si no logra rescatar a la niña... si por alguna razón imprevista usted debe seguirla a otros mundos, otros sistemas... creímos conveniente que la nave tuviera un nicho de resurrección automática para usted.

De Soya inclina la cabeza en confusa obediencia.

—Pero esperamos que encuentre a la niña en Hyperion —continúa el almirante Marusyn—. Cuando usted llegue a ese mundo, mostrará su disco papal a la comandante de tierra Barnes-Avne. La comandante está a cargo de la brigada de la Guardia Suiza que está apostada en Hyperion, y a su llegada usted tendrá el mando efectivo de esas tropas.

De Soya parpadea. «¿Comandante de guardias suizos? ¡Soy capitán de una nave de la flota! No sé distinguir una maniobra terrestre de una carga de caballería.»

El almirante Marusyn ríe.

—Entendemos que esto está fuera de sus deberes normales, padre capitán De Soya, pero tenga la seguridad de que es necesario que usted tenga ese mando. La comandante Barnes-Avne continuará a cargo de las fuerzas terrestres, pero es imperativo que se consagren todos los recursos al rescate de esta niña.

De Soya se aclara la garganta.

—¿Qué le sucederá...? Ustedes dicen que no sabemos su nombre. A la niña, me refiero.

—Antes de su desaparición —dice el cardenal Lourdusamy— ella se llamaba Aenea. Y en cuanto a lo que le sucederá, te reitero, hijo mío, que nuestras intenciones son impedir que infecte el Cuerpo de Cristo con su virus, pero lo haremos sin dañarla. Más aún, nuestra misión... tu misión... es salvar el alma inmortal de la niña. El Santo Padre se encargará de ello.

El tono del cardenal hace comprender a De Soya que la reunión ha concluido. El padre capitán se pone de pie, sintiendo en su interior el vértigo de la resurrección. «Debo morir de nuevo hoy mismo.» Aún siente júbilo, pero también ganas de llorar.

El almirante Marusyn también se pone de pie.

—Padre capitán De Soya, usted estará a cargo de esta misión hasta que la niña me sea entregada, aquí en la oficina de enlace militar del Vaticano.

—Dentro de semanas, por cierto —dice el cardenal, aún sentado.

—Es una enorme y terrible responsabilidad —dice el almirante—. Consagre cada onza de su fe y sus aptitudes a cumplir el deseo expreso de Su Santidad de traer a la niña sana y salva al Vaticano, antes de que el virus destructivo de su traición programada se difunda entre nuestros hermanos en Cristo. Sabemos que no nos defraudará, padre capitán De Soya.

—Gracias, señor —dice De Soya, y de nuevo se pregunta «¿Por qué yo?». Se arrodilla para besar el anillo del cardenal y al levantarse descubre que el almirante ha retrocedido hacia la oscuridad de la pérgola, donde las otras siluetas no se han movido.

Monseñor Lucas Oddi y la capitana Marget Wu se ponen a ambos lados de De Soya y actúan como escoltas mientras salen del jardín. El padre capitán —la mente aún presa de la confusión y la alarma, el corazón palpitante de ansiedad y terror ante la importante misión que le han confiado— mira hacia atrás justo cuando una lanzadera alumbra la cúpula de San Pedro, los tejados del Vaticano y el jardín con su estela de plasma azul. Por un instante las figuras que están dentro de la sombreada pérgola se recortan con claridad, alumbradas por el resplandor estroboscópico y azul. Allí están el almirante Marusyn, de espaldas, y dos oficiales de la Guardia Suiza en armadura de combate, sus lanzadardos en ristre. Pero la figura sentada es la que rondará los sueños y pensamientos de De Soya durante años.

En el banco del jardín, fijando los tristes ojos en De Soya, la frente alta y el semblante pintado breve pero indeleblemente por el fulgor azul del plasma, está Su Santidad, el papa Julio XIV, Santo Padre de más de seiscientos mil millones de fieles católicos, monarca
de facto
de cuatrocientos mil millones de almas en Pax, el hombre que acaba de lanzar a Federico de Soya a este viaje fatídico.

10

Era de mañana, después de nuestro banquete, y estábamos de nuevo en la nave espacial. Es decir, el androide Bettik y yo estábamos en la nave, habiendo llegado allí por un camino más cómodo, un túnel que conectaba las dos torres; Martin Silenus estaba presente como un holograma. Era una holoimagen extraña, pues el viejo poeta optó por hacer que el transmisor o el ordenador de la nave lo representaran en una versión más joven de sí mismo, un antiguo sátiro, sí, pero que se apoyaba en sus propias piernas y tenía cabello sobre su cabeza de orejas puntiagudas. Con su capa marrón, su blusa de mangas largas, sus pantalones abullonados y su boina, debía de haber sido todo un petimetre cuando esa ropa estaba de moda. Yo estaba viendo a Martin Silenus tal como era cuando había regresado a Hyperion como peregrino, tres siglos antes.

—¿Quieres seguir mirándome como un puñetero patán —dijo la holoimagen— o prefieres terminar esta puñetera excursión e ir al grano? —El viejo sufría una resaca por el vino de la noche anterior, o bien había recobrado salud suficiente como para estar de peor humor que de costumbre.

—Adelante —dije.

Desde el túnel habíamos cogido el ascensor de la nave hasta la cámara de presión más baja. Bettik y el holo del poeta me condujeron por los niveles ascendentes: la sala de máquinas con sus indescifrables instrumentos y sus telarañas de tubos y cables; el nivel de sueño frío, con cuatro divanes de fuga criogénica en sus cubículos súper fríos (faltaba un diván, descubrí, porque Martin Silenus se lo había llevado con otro propósito); el corredor central donde yo había entrado el día anterior, cuyas paredes de «madera» ocultaban una multitud de armarios donde había trajes espaciales, vehículos todo terreno, aeromotos y algunas armas arcaicas; luego la zona habitable, con su Steinway y su holofoso; subimos por la escalera de caracol hasta lo que Bettik llamó la «sala de navegación» —había un cubículo con instrumentos electrónicos— pero que yo veía como una biblioteca, con muchos anaqueles repletos de libros (libros verdaderos, libros impresos) y varios divanes y camas cerca de las ventanas del casco; al fin llegamos a la cúspide de la nave, que era simplemente un dormitorio redondo con una cama en el centro.

—El cónsul gustaba de mirar el exterior desde aquí mientras escuchaba música —dijo Martin Silenus—. ¿Nave?

El tabique arqueado que rodeaba la sala circular se volvió transparente, igual que la proa que estaba encima de nosotros. Sólo nos rodeaban las oscuras piedras del interior de la torre, pero desde arriba caía una luz filtrada por el techo podrido del silo. Una música suave llenó la sala. Era un piano sin acompañamiento, y la música era antigua y cautivadora.

—¿Czerchyvik? —sugerí.

El viejo poeta resopló.

—Rachmaninoff. —Los rasgos de sátiro se ablandaron súbitamente en la luz tenue—. ¿Sabes quién toca?

Escuché. El pianista era muy bueno. Yo ignoraba quién era.

—El cónsul —murmuró Bettik.

—Nave, opácate —gruñó Martin Silenus. Las paredes se solidificaron. El holo del viejo poeta desapareció de donde estaba y reapareció cerca de la escalera. Insistía en hacer eso, y el efecto era desconcertante—. Bien, si hemos terminado la puñetera excursión, bajemos a la sala y veamos cómo ser más listos que Pax.

Los mapas eran de la especie antigua —tinta sobre papel— y estaban desplegados encima del reluciente piano de cola. El continente de Aquila extendía sus alas sobre el teclado, y la cabeza equina de Equus se curvaba en un mapa aparte. El holo de Martin Silenus caminó enérgicamente hacia el piano y clavó un dedo en el sitio que correspondía al ojo del caballo.

—Aquí —dijo— y aquí. —El dedo incorpóreo no hizo ruido contra el papel—. El papa tiene sus puñeteras tropas en todo el camino, desde la Fortaleza de Cronos... —el dedo señaló un punto donde la Cordillera de la Brida llegaba a su punto más oriental—, hasta el hocico. Tienen aeronaves aquí, en la ciudad maldita de Triste Rey Billy —el dedo silencioso tocó un punto al noroeste del Valle de las Tumbas de Tiempo—, y han reunido a la Guardia Suiza en el valle mismo.

Miré el mapa. Salvo por la abandonada Ciudad de los Poetas y el Valle, la zona oriental de Equus había sido un desierto inalcanzable para todos excepto las tropas de Pax durante más de dos siglos.

—¿Cómo sabe que hay guardias suizos? —pregunté.

El sátiro enarcó las cejas.

—Tengo mis fuentes.

—¿Sus fuentes describen las unidades y el armamento?

El holo carraspeó, como si el viejo fuera a escupir sobre la alfombra.

Other books

Interpreters by Sue Eckstein
Maxed Out by Daphne Greer
Until We Burn by Courtney Cole
The Age of Reason by Jean-Paul Sartre
The London Blitz Murders by Max Allan Collins
Fremder by Russell Hoban
L5r - scroll 04 - The Phoenix by Stephen D. Sullivan
The Grimscribe's Puppets by Joseph S. Pulver, Sr., Michael Cisco, Darrell Schweitzer, Allyson Bird, Livia Llewellyn, Simon Strantzas, Richard Gavin, Gemma Files, Joseph S. Pulver
March Violets by Philip Kerr
The Seventh Daughter by Frewin Jones