Encuentros (El lado B del amor) (21 page)

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Authors: Gabriel Rolón

Tags: #Amor, Ensayo, Psicoanálisis

BOOK: Encuentros (El lado B del amor)
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Toda la estética de la película está teñida de azul, de allí su nombre. Pero lo que quiero remarcar es una escena en particular en la que ella que, como toda mujer, es un verdadero enigma para el hombre que la ama, lo llama y se da el siguiente diálogo:

—¿Usted me quiere? —le pregunta ella.

—Sí.

—¿Desde cuándo?

—Desde hace mucho.

—Bueno, si quiere tenerme, venga ahora.

—Sí, enseguida.

Esto es lo que tiene el deseo. Venga ahora. Porque el deseo es premura y por eso ella le dice que vaya ya. Y este hombre enamorado obedece y va. Está lloviendo y llega todo mojado. Entonces ella le dice:

—Sáquese eso —y él obedece—. Lo otro también —le exige.

Y, como el hombre está nervioso, asustado y demora mucho, se desviste ella primero.

Decíamos que el amor se parece a la hipnosis, y aquí eso se ve claramente, en esa obediencia impensada que él tiene con esa mujer.

Pero bueno, la noche pasa y a la mañana siguiente, cuando todo termina, ella se viste y le dice:

—¿Sabe? Yo soy una mujer como todas. Tengo caries, toso, me va a olvidar, quédese tranquilo… Ah, no se olvide de cerrar la puerta antes de salir.

Y se va.

He ahí la diferencia entre quien se relaciona desde el amor y el que lo hace desde el lugar del deseo. Pero como sus reglas son diferentes, sucede entonces que el juego puede volverse peligroso, porque en algún momento uno de los dos va a sufrir.

Hay quien se relaciona con alguien que está en pareja, por ejemplo, y dice que el problema no es suyo ya que está solo y no traiciona a nadie, que el problema es del otro y que se haga cargo, entonces.

Pero puede ocurrir que esta persona se enamore de quien le proponía solamente pasarlo bien con las reglas del deseo, y entonces aparecen los problemas, porque debe desprenderse de una relación que empieza a lastimarla, o aparecen los conflictos, los reclamos, o la persona que está en pareja teme que todo salga a la luz y no sabe cómo cortar ese vínculo.

Mariano, el paciente de
Historias de diván
, me decía que él le había avisado cuál era su situación a su amante, que ella lo había aceptado y que entonces no entendía por qué ahora le venía con todos esos reclamos.

Lo que él no entendía es que muchas veces alguien acepta una situación pensando en que va a poder manejarla, hasta que se le va de las manos y comprende, entonces, una verdad dolorosa: que no somos una unidad íntegra e inmutable y que lo que nos hizo feliz en el pasado puede transformarse en el infierno de nuestro presente

«Ella lo aceptó», decía Mariano. Yo me pregunto si eso era cierto. Si esa persona que aceptó cuando tenía cinco años menos, cuando no estaba enamorada, cuando sólo quería pasar un buen rato, es la misma que hoy sufre y reclama porque ya no le alcanza con ser la amante elegida por un hombre infiel.

Entonces ¿ser infiel es algo que se elige?

Dijimos que la fidelidad es una elección personal y con esa idea introdujimos algo del orden de la libertad de cada sujeto ya sea para ser fiel o para no serlo. Pero me gustaría decir que la libertad total de elección es algo que no existe en ninguna persona, que toda elección está condicionada desde algún lugar.

Cuando una paciente, por ejemplo, habla y dice que su pareja hace tal o cual cosa y tiene tal o cual actitud, y nosotros al escucharlo le decimos: «Ah, cómo su papá, ¿no?». Es allí donde ella cae en la cuenta de algo que a lo mejor no había percibido y toma conciencia del porqué de una elección de pareja que parecía haber tomado libremente pero que, sin embargo, estuvo condicionada por su historia, por sus modelos de pareja, de hombre, de familia.

Pero en realidad, cuando señalamos estas cosas, lo hacemos para que el paciente entienda algo de la manera en particular en la que se relaciona, en la que desea e incluso en la forma en la que sufre. No para inhabilitar este modo, excepto que esté adherido al sufrimiento. Porque todos elegimos de acuerdo a algún modelo que tiene que ver con lo que ha sido nuestra primera infancia y cómo se constituyeron nuestras relaciones, ya sea que estemos a favor o en contra de esos modelos.

Es decir que alguien puede decir que le gusta tener una pareja que sea de tal o cual forma, porque eso es lo que vivió o, por el contrario, elegir una pareja totalmente diferente de la de sus padres. Pero siempre, más o menos, para un lado o para el otro, todos tenemos inconscientemente algo que condiciona nuestras elecciones. Y el tema de la infidelidad no escapa a esto.

«¿Qué querés? —me decía un paciente—. Si yo aprendí a relacionarme así. Mi padre, toda la vida la humilló a mi madre, la maltrataba, por eso yo no soporto los gritos y soy incapaz de ofender a mi mujer.»

Pero resultaba ser que le era infiel de un modo sistemático, con mujeres que le gustaban mucho menos que ella, pero no podía evitarlo, era algo casi compulsivo. Y, en análisis, llegó a la conclusión de que la infidelidad era una manera en la que estaba repitiendo esa humillación del hombre hacia la mujer.

No digo que siempre que alguien engaña a su pareja la esté humillando, pero este hombre lo vivía de esa manera.

¿Elegía la infidelidad? Sí y no. Porque, como dijimos, no hay una manera de elegir que sea totalmente pura, porque toda persona deviene de una construcción en la que intervienen factores históricos, sociales y culturales. Nadie surge de la nada. Todo hombre se ha criado en algún lugar y a partir de ahí ha desarrollado una manera de sentir, una conducta y una forma de vérselas con su deseo.

¿Le quita eso responsabilidad sobre sus actos?

De ningún modo. Un hombre, decía Freud, es responsable hasta de lo que sueña.

¿Se puede volver de una infidelidad?

Generalmente sufrir una infidelidad genera un enorme dolor. La sensación de que algo se ha roto es inevitable y el valor y la confianza en uno mismo se ve menoscabado. El engaño produce una herida Narcisista y eso deja secuelas, porque esas heridas jamás se curan totalmente. Con lo cual quiero decir que esa persona tendrá que aprender a convivir con el hecho de no haber podido ser todo para el otro.

Pero en estas condiciones, ¿puede reintentarse una pareja después de una infidelidad?

Y hay que decir que como cada sujeto es único, hay parejas que pueden reconstruirse después de un arduo trabajo y hay otras que no pueden ni siquiera intentarlo y se separan. Pero hay un tercer grupo, que es el peor de todos, que es el de aquellos que no pueden resolver lo que pasó y, sin embargo, permanecen juntos. Se quedan en una relación que tiene un nivel de tensión enorme, reprochándose lo ocurrido aún muchos años después, con la angustia y la rabia que surge ante la menor discusión.

Ésa es la peor de todas las opciones. Reintentar una relación después de una infidelidad es algo posible, pero requiere de una profunda sinceridad personal para poder reconocer si alguien puede o no volver a confiar. Hay veces que se puede intentar. Y si a pesar de poner lo mejor que tenemos nos damos cuenta de que el dolor no cesa, decir simplemente: no puedo.

En ese caso, siempre es mejor separarse que sostener a cualquier costo una familia que ya no es lo que era y que no tiene posibilidad alguna de recuperar la felicidad.

Octavo encuentro
AMORES QUE MATAN

«El impulso del amor, llevado hasta el extremo, es un impulso de muerte.»

GEORGE BATAILLE

Relaciones peligrosas

Unos capítulos atrás, para reflexionar sobre algunas cuestiones referidas a la Represión, nos apoyamos en una escena de la película
El príncipe de las mareas
y me gustaría, para entrar en la temática de las relaciones peligrosas, volver a ese film, pero esta vez a su primera escena.

Una cámara aérea sobrevuela un paisaje hermoso de ríos y esteros ilustrando el relato en
off
del protagonista que nos cuenta que nació en un pueblo de pescadores, que vivió en una casita blanca que su tatarabuelo ganó en un juego de lanzamiento de herraduras y que fue quedando como herencia a su padre, el cual era pescador y tenía un barco camaronero que le permitía manejar algunos días. Vemos imágenes de él y sus dos hermanos corriendo y jugando y todo parece ser un paraíso.

Hasta que la voz nos dice que ese padre que lo llevaba al río y le dejaba manejar el barco hubiera podido ser un buen padre si no hubiera sido tan violento.

En ese momento el director nos muestra desde fuera de la casa, ensombrecidas por las cortinas, las imágenes de una discusión en la que el marido acusa a su mujer de no respetarlo y ambos se gritan hasta que se ve a los niños que abren la puerta y salen corriendo.

El personaje reflexiona y dice que la mayoría de los niños no pasa por las cosas que pasaron ellos, que tienen una vida normal y rutinaria, y concluye diciendo: «Siempre he envidiado a esos niños».

Por último su relato pasa a la descripción de la madre y nos cuenta que era una mujer muy hermosa, que solía llevar a sus hijos a expediciones por los bosques y que acostumbraba reunirlos para contarles cuentos e inventarles historias fantásticas que ellos seguían con atención y entusiasmo.

«Cuando era un niño —dice Tom, el protagonista— yo creía que mi madre era la mujer más maravillosa del mundo… no soy el primer niño que se equivoca al juzgar a sus padres.»

Ya instalados en un clima pesado y un poco angustioso, nos enteramos de que esos tres hermanos habían inventado un ritual muy particular: se quitaban la ropa y corrían por el muelle hasta zambullirse en el agua. Una vez sumergidos, formaban un círculo tomados de la mano y permanecían allí todo lo que podían aguantar, hasta que ya no les quedaba más aire y se veían obligados a subir a la superficie para respirar. Ése era el juego que más les gustaba, porque debajo del agua existía un mundo silencioso y lleno de paz. Un mundo en el que no existían padres.

Les pido que incorporen la sensación potente de desprotección y angustia que esos chicos tenían. Su miedo, su vulnerabilidad y su necesidad de escapar, aunque más no fuera por unos instantes, de una realidad cruel y amenazante. Una realidad hecha de relaciones violentas que ellos no podían evitar.

Y elijo esta escena porque, por lo general, cuando hablamos de relaciones peligrosas la tendencia inicial es pensarlas dentro del marco de la pareja, ya que por tratarse de un vínculo tan fuerte y particular ésta se adueña de nuestros primeros pensamientos cuando hacemos referencia a los celos, la dependencia o la agresión.

La pareja aparece como el núcleo principal de nuestras relaciones, y eso no tiene por qué extrañarnos, ya que el mundo parece estar armado para ser vivido de a dos. La sociedad propone un modelo de vida tan a la medida de dos que confunde no estar en pareja con estar solo, y esa supuesta soledad le resulta inexplicable e inquietante.

Siempre que alguien nos invita a alguna reunión o a alguna fiesta nos pregunta con quién vamos a ir. Como si una persona no pudiera estar sola, ya sea porque lo elige o porque la elección de otro lo ha dejado, como dice Serrat, «chupando un palo sentado, sobre alguna calabaza».

Pero preferí elegir como disparador una escena que plantea las relaciones peligrosas desde el marco mismo de ese primer lazo que establece una persona en su infancia, que es con los padres. Porque la influencia que este vínculo fundante tiene en lo que será el futuro emocional de una persona es de una importancia crucial.

¿Un chico que ha tenido una infancia violenta,
será inexorablemente un hombre violento?

En realidad, lo que esta pregunta conlleva es una vieja discusión entre el libre albedrío y el determinismo. Y esto me plantea, como analista, una imposibilidad de tomar partido de manera drástica por una u otra opción.

Ya saben ustedes que el libre albedrío le supone al hombre la libertad para elegir las cosas de su vida, mientras que el determinismo sostiene, en cambio, que el destino ya está escrito y es inmodificable.

Evidentemente el psicoanálisis no es una teoría determinista, ya que mal podría alguien ser analista si no creyera que tiene la posibilidad de ayudar a alguien a cambiar su destino. Pero tampoco podemos sostener a rajatabla la postura en favor del libre albedrío, si como tal suponemos la libertad total.

Porque el sujeto, como ya dijimos, está sujetado a su historia, a su deseo, a su inconsciente y a las palabras que otros han volcado sobre él. Dentro de esa sujeción tiene un límite en el cual puede moverse y elegir qué tipo de vida o de relaciones quiere para sí. Pero esa libertad jamás será completa.

No es tan fácil como suponer que alguien pudiera decir: «Estuve pensando y acabo de decidir que me voy a enamorar de un hombre que me pegue». No.

Por el contrario, atravesada por el dolor y la incomprensión, esa persona viene a análisis y dice que no puede explicarse por qué hizo ese tipo de elección y de dónde le viene esa tendencia autodestructiva. Y lo que ocurre es que una elección de amor es, muchas veces, una manera más en la que puede aparecer el inconsciente, un modo particular de recordar, ya no con ideas o palabras sino con actos, algo que no se pudo resolver y que tiene su origen en esas relaciones primarias.

Por eso decimos que el análisis no se propone ir en busca del bienestar de una persona, que el paciente se sienta mejor o que recupere un equilibrio perdido. De un análisis esperamos mucho más. Esperamos que cambie la vida y el destino de un paciente. De modo que no podemos pensar que ese destino ya está escrito y es inmodificable, pero tampoco ignorar que
nadie puede saltar por encima de sus rodillas
y que, por ende, la libertad total es una utopía.

Ahora bien, nos preguntábamos si alguien que fue golpeado, necesariamente será un golpeador y hay que decir que ese tipo de experiencias vividas en la infancia dejan huellas profundas de las que no es fácil desprenderse. Porque la violencia es una manera más de comunicarse que tiene, obviamente, reglas propias y consecuencias tremendas, pero que no deja de ser por eso, un modo de comunicación.

Tanto el que grita, como el que pega, o el que es amenazado, está estableciendo una dinámica que sostiene el vínculo a un costo altísimo, un costo que no vale la pena pagar (aclaro para disgusto de los que sustentan lo maravilloso del amor incondicional) y hay dos maneras diferentes de repetir este modelo en la adultez.

Una es quedarse en el mismo lugar del maltratado y elegir como pareja, por ejemplo, a una persona que le pegue o que le grite como lo hacían en su infancia sus padres o sus abuelos. Es decir que en este caso lo que se repite de un modo exacto es el lugar subjetivo en el que esa persona aprendió a relacionarse.

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