Read Enciclopedia de las curiosidades: El libro de los hechos insólitos Online
Authors: Gregorio Doval
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A
las 0 horas 17 minutos 11 segundos (GMT) del 30 de junio de 1908 se registró en la taiga siberiana, cerca del río Podkamennaya-Tunguska, una colosal explosión cuya energía se calculó en 12,5 megatones TNT, equivalente a 1.500 bombas como la de Hiroshima. Tres atronadoras detonaciones y un cañoneo aterrorizaron a los habitantes de la cercana ciudad de Vanavara. Según testigos presenciales, momentos antes de la explosión, algunos árboles y
yurtas
(cabañas típicas de la región) fueron violentamente arrancados del suelo; y en los ríos de la zona, olas gigantescas avanzaron contracorriente. En algunas comarcas de la región, la vegetación quedó reducida a cenizas, pero en otras, sin embargo, no se produjeron daños materiales. La causa fue atribuida sucesivamente a un meteorito (1927), a un cometa (1930), a una explosión nuclear (1961), a la antimateria (1965), a un pequeño agujero negro (1973) y a la explosión de un platillo volante (1978). A pesar de estos intentos, durante muchos años este suceso no obtuvo una explicación científica medianamente convincente, hasta que, en 1992, los físicos rusos Nevski y Balklava dieron a conocer una teoría que parece explicarlo todo. Según ellos, la explosión se debió a que un meteorito atravesó la atmósfera terrestre y fue destruido por un rayo que él mismo generó. Cuando un objeto penetra a alta velocidad en la atmósfera queda envuelto en plasma, su superficie se calienta por el rozamiento y comienza a liberar electrones, que son arrastrados en dirección contraria a la trayectoria de la cola del plasma. Al perder partículas, el meteorito va cargándose positivamente, generando una diferencia de potencial que libera a su vez su energía en forma de rayo. La descarga eléctrica, con una intensidad de cientos de miles de amperios, pudo desintegrar parte de la roca antes de llegar al suelo. En cuanto a las tres detonaciones que constataron los testigos, se explican según la teoría de estos físicos rusos como las correspondientes al propio rayo, a la destrucción del meteorito y a la onda balística provocada por la irrupción en la atmósfera de un objeto a velocidad supersónica. El cañoneo posterior pudo corresponder al habitual eco que provoca el trueno que sigue a un rayo, en los miles de canales de descarga que lo componen. Por lo que respecta al levantamiento de árboles y casas se debió a que la enorme carga positiva del meteorito pudo inducir cargas negativas en los objetos terrestres, produciéndose una atracción electrostática. El rayo también habría producido intensas radiaciones X y neutrónicas, como consecuencia de la síntesis nuclear de deuterio, lo que provocó a su vez mutaciones posteriores en los árboles.
L
a tradición griega recuerda la erupción del volcán de la isla Santorini, en el mar Egeo, alrededor del año 1628 a. de C. como la mayor de que se tiene constancia histórica. Se ha calculado que su potencia equivalió a cinco veces la que se produjo en 1883 en la isla indonesia de Krakatoa. En la de Santorini explotó la montaña del volcán, formando un cráter de 762 metros de profundidad y 83 km
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de área, lanzándose al aire unos 24 km
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de cenizas. A veces se ha especulado que en esta explosión se funda la leyenda de la desaparición de la Atlántida.
E
n abril de 1815, el volcán indonesio Tambora (situado en la isla indonesia de Sumbawa) produjo la peor erupción de los últimos siglos que se recuerda, liberando por su cráter la energía equivalente a un millón de bombas atómicas como la de Hiroshima. El cielo se ennegreció con las cenizas volcánicas, oscureciendo el brillo del sol. Como consecuencia, las temperaturas del hemisferio norte bajaron cinco grados, lo que resultó fatal para las cosechas. A causa de la propia erupción y del hambre consecuente murieron unas 90.000 personas.
E
l 27 de agosto de 1883, la explosión de la montaña de Krakatoa (que hasta entonces no era un volcán) hizo desaparecer gran parte de esta isla deshabitada del estrecho de Sonda, entre las islas de Java y Sumatra, en el Pacífico. En las islas vecinas murieron por efectos de la explosión más de 36.000 personas. La erupción volcánica de la isla convirtió una montaña de entre 400 y 800 metros sobre el nivel del mar en un pequeño golfo de 300 metros de profundidad, mientras que olas gigantescas de entre 15 y 30 metros de altura arrasaban las costas adyacentes. Se ha calculado que el material sólido expulsado por el cráter fue de 18.000 m
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y las cenizas cubrieron un área de 825.000 km
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. El polvo proyectado por este volcán, y por los otros 15 que en un breve plazo de tiempo de aquel mismo año entraron en erupción en la misma zona del estrecho de Sonda, formó una colosal nube que envolvió prácticamente todo el planeta, alterando circunstancialmente el clima.
E
n el año 1876, un maremoto arrasó la bahía de Bengala tomando la dirección del delta del Ganges. Una ola de 15 metros de altura se estrelló contra la costa (fenómeno que, por cierto, se conoce con el nombre de procedencia japonesa
tsunami
, que significa «ola desbordante»), alcanzando 365 km
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tierra adentro y ocasionando la muerte a unas 215.000 personas. En 1883 se produjo otro tsunami alrededor de la isla de Krakatoa, en Indonesia, al entrar en erupción un volcán, lo que provocó una ola gigante que se pudo percibir en todos los mares del mundo. El 1 de abril de 1946, los grandes fondos marinos del Pacífico Norte, frente a Alaska, se vieron sacudidos por un fuerte terremoto que originó otra ola gigantesca. Cuatro horas más tarde de la sacudida sísmica, la ola había cruzado 3.600 kilómetros de océano, marchando a la increíble velocidad de 900 km/h, yendo a golpear de lleno en el archipiélago de Hawai, en el que causó un indeterminado pero alto número de víctimas. El tsunami mayor de los registrados en épocas históricas alcanzó los 85 metros de altura. Esta formidable ola chocó contra la isla Ishigaki, en el archipiélago japonés de las Ryukyu, el 24 de abril de 1771, desprendiendo un enorme bloque de coral de 750 toneladas, que salió proyectado, yendo a caer a más 2,5 kilómetros de distancia. Se supone que hace unos 100.000 años un descomunal tsunami de 300 metros de altura, surgido tras la caída de un meteorito, chocó contra las costas de Hawai.
E
l 12 de julio de 1984, cayó sobre Múnich el peor granizo que se recuerda en Centroeuropa. Las piedras de hielo llegaron a medir 9 centímetros de diámetro, cayendo a unos 100 kilómetros por hora. Los estragos causados superaron los 200.000 millones de pesetas, dañándose unos 70.000 edificios y unos 240.000 vehículos, y muriendo 10 personas, con 400 heridos. Un flamante
Boeing 737
resultó seriamente dañado al acercarse al aeropuerto de Múnich, aterrizando con los timones deshechos y gravemente perforado todo su fuselaje. Sin embargo, aquella no fue la peor granizada que se recuerda. El récord mundial constatado lo ostenta una granizada caída en el distrito de Golpalganj, en Bangladesh, el 14 de abril de 1986, con piedras de hasta 1 kilo 20 gramos. Por efecto de esta granizada murieron 92 personas.
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n grupo de exploradores, conducido por el general Henry Washburn, descubrió para los occidentales en 1870 el conocido como
Old Faithful
(en inglés, «Viejo Puntual»), uno de los mayores géiseres del mundo, que lanza al aire cada hora una hirviente columna de agua de unos 45 metros durante casi cinco minutos, con total puntualidad y exactitud cronométricas desde que fue descubierto.
U
n iceberg de 335 kilómetros de largo por 97 de ancho (es decir, más grande que, por ejemplo, Cataluña o Galicia) fue avistado a 240 kilómetros al oeste de la isla Scott, en el océano Pacífico meridional, por la tripulación del barco estadounidense
Glacier
, el 12 de noviembre de 1956. El más alto conocido hasta la fecha fue visto frente a la costa occidental de Groenlandia en 1958 por el rompehielos norteamericano
East Wind
, calculándose que medía 167 metros de altura.
E
n numerosas publicaciones científicas de solvencia reconocida se han publicado en diversos momentos de la historia noticias referentes a extrañas lluvias de ranas, sapos, peces, arañas, caracoles, mejillones, escarabajos, hormigas, gusanos, tierras de colores, lana e incluso cruces (como ocurrió en Sicilia en el año 746). Se supone que todos estos sucesos se producen al quedar atrapados estos animales u objetos por los fuertes remolinos que suelen acompañar a las tormentas. Entre las más famosas lluvias extrañas están las que a continuación se comentan:
Según diversas crónicas antiguas, en el año 371 se produjo en la región francesa de Artois una lluvia de lana, seguida de otra de agua grasienta, tras lo cual la tierra, hasta entonces estéril, se convirtió en fértil. Este legendario hecho dio lugar al culto del
Santo Maná
que se sigue en la catedral de Arrás. El 5 de mayo de 1786, tras una larga sequía, cayó una gran cantidad de pequeños huevos negros sobre la capital haitiana de Puerto Príncipe. Algunos de los huevos fueron conservados y empollados, naciendo de ellos unos seres no identificados que, según las descripciones, perdieron rápidamente varias capas de piel y que parecían renacuajos. En el verano de 1804, en las cercanías de Toulouse se produjo una lluvia de sapos. El 14 de marzo de 1813 una lluvia roja, calificada de «gotas de sangre» cayó sobre una amplia zona de Italia, en los alrededores de Nápoles. Tras analizar dichas gotas, se comprobó que se trataba de agua con un alto contenido de hierro y cromo. El 30 de junio de 1838, en pleno corazón de Londres, los transeúntes se sorprendieron al ver llover ranas y renacuajos. El 28 de diciembre de 1857, durante el transcurso de una fuerte tormenta, las aceras de la ciudad de Montreal, en Canadá, se cubrieron con centenares de pequeños mejillones. El 11 de febrero de 1859, se produjo una lluvia de peces (concretamente gobios) en el condado inglés de Glamorganshire. El 3 de mayo de 1876, cayó sobre el sur del condado de Bath, en el estado norteamericano de Kentucky, una lluvia de minúsculos trozos de carne. El 24 de febrero de 1884 y el 19 de julio de 1906 cayeron sendas lluvias de hormigas sobre las ciudades de Nancy (Francia) y Milán (Italia). Pocos meses después, el 22 de agosto, en Bilbao, según las crónicas, «llovieron codornices». El 10 de marzo de 1901, en la ciudad siciliana de Palermo, una nueva lluvia de sangre cayó sobre los despavoridos habitantes de la ciudad. Después se comprobó que se trataba de gotas de lluvia impregnadas con un finísimo polvo de color rojo. A finales de 1971, una lluvia de corpúsculos amarillos cayó en las inmediaciones de la ciudad de Sidney, en Australia. La única explicación oficial dada al caso vino de boca del ministro australiano de Salud Pública, Mr. Jago, que aclaró (!?) que se trataba de «deyecciones de polen no digerido de abejas que sobrevolaron la zona» (sic). El 3 de julio de 1977, una gran nube de heno sobrevoló la localidad inglesa de Devizes, descargando en pleno centro del pueblo.
P
arece históricamente cierto que una terrible ola de calor sofocó Centroeuropa en el verano de 1132. Tanto fue el calor, se cuenta, que hasta el cauce del río Rin se secó por completo aquel año. A cambio, en el invierno de 1709 se registraron tan bajas temperaturas en toda Europa que muchos de los canales de Venecia llegaron a helarse.
H
ablando de fenómenos climatológicos extraños, hay que citar que el 18 de febrero de 1979 nevó en el Sahara argelino durante media hora. Esta es la única nevada caída en el Sahara de que se tienen constancia. Más impensable y raro aun es saber que la superficie del río Nilo se ha llegado a congelar por completo en tiempos históricos al menos en dos ocasiones que se hayan comprobado: en los años 829 y 1010 de nuestra era.
C
omo se sabe, el gran sabio griego Arquímedes (287-212 a. de C.) formuló el famoso principio que lleva su nombre, según el cual «todo cuerpo sumergido en un fluido experimenta un empuje hacia arriba igual al peso del fluido que desaloja». Pero el motivo y el momento de su descubrimiento, han pasado también, por su curiosidad, a la historia. Se cuenta que en cierta ocasión el rey Hierón II, en cuya corte de Siracusa servía Arquímedes, le pidió que comprobase si el orfebre que le acababa de hacer una nueva corona le había engañado, cual era costumbre en la época, mezclando plata con el oro que teóricamente componía el 100% de la pieza. Arquímedes no encontraba la forma de comprobarlo, hasta que un día, al sumergirse en una Pileta de una casa de baños, se dio cuenta de que cuantas más partes de su cuerpo introducía en ella, tanto más agua se desbordaba. De ello concluyó genialmente que un volumen igual de dos materiales distintos sumergidos en un mismo fluido desplazarían un volumen de éste diferente según fuera su peso específico. Como el oro pesa más que la plata, pudo poner a prueba la honradez del orfebre y atender el requerimiento del rey. Emocionado por el descubrimiento, continúa el relato tradicional, Arquímedes salió corriendo desnudo a la calle repitiendo su famoso grito: «¡
Eureka
!» («¡Lo encontré!»). Poco después, concluye la leyenda, pudo demostrar fehacientemente, para desgracia del orfebre, que Hierón II, como sospechaba, había sido efectivamente engañado.
En otro momento, Arquímedes acuñó la célebre frase «Dadme un punto de apoyo y moveré el cielo y las estrellas». Como Hierón II le pidiera que demostrara su tesis, Arquímedes, valiéndose de poleas, hizo que el propio rey de Siracusa levantara con su mano la proa de un barco cargado, en el puerto de la ciudad.
U
no de los más sorprendentes científicos de todos los tiempos fue sin duda el inglés Charles Babbage (1792-1871), un genio matemático apasionado por la exactitud y el empirismo exacerbados. Su genio fructificó en muchos grandes inventos: aparatos ferroviarios, luces de señales, avances en criptografía, cerraduras, etcétera, etcétera. Babbage mantuvo una constante y fértil amistad con los personajes más importantes de la ciencia europea de su momento: Humboldt, Laplace, Darwin… Y fundó la
Statistical Society
, la
British Association for the Advancement of Science
y la
Royal Astronomical
, además de ocupar la cátedra Lucasian de Matemáticas de la Universidad de Cambridge, que un siglo antes ocupara Newton. Pero su gran pasión fueron las máquinas de cálculo. Diseñó varias de ellas de incomparable perfección, que literalmente estaban muy por delante de los medios tecnológicos con que se contaba en la época. Sin embargo, su extremado perfeccionismo le impidió finalizar la construcción de una sola de ellas: según avanzaba, se le iban ocurriendo novedades y mejoras que iban demorando su finalización.