En una silla de ruedas (16 page)

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Authors: Carmen Lyra

BOOK: En una silla de ruedas
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Como el señor presidente de la directiva del Hospicio de Incurables deseaba que su imagen y su nombre pasaran a la posteridad rodeados de una aureola de gloria, trató de destacarse a fin de que los otros miembros del patronato creyeran que era un deber de justicia colocar el busto del señor presidente a la entrada del edificio y que su retrato se colgara en una de las principales paredes del asilo. Para ello inventó que el legado de una beata rica fuese destinado a levantar un pabellón de grandes proporciones y que otras entradas se dedicaran a jardines, pavimentos de helado mosaico y a unos ventanales para la capilla. Había que recortar en los alimentos, y los viejos incurables tuvieron que conformarse durante mucho tiempo, con una agua chacha en lugar de café y con arroz y frijoles de mala calidad y sin manteca, acompañados de bananos sancochados. Los nuevos salones eran helados como una nevera, debido a los muros de cemento y a los pisos de mosaico, y dentro de ellos temblaban de frío los ancianos en los días de lluvia y en las heladas noches de diciembre. Pero el señor presidente del patronato hizo muy buen negocio con el pedido de cemento, por el cual no tuvo que pagar derechos por ser cemento destinado a una obra de beneficencia y el cual él vendió ganándose un gordo porcentaje. El señor presidente del asilo se deleitaba viendo sobre la blancura inmaculada de las paredes del nuevo pabellón y sobre el brillo del pavimento del mosaico, destacarse en toda su desnudez, la desolada miseria de aquellos desvalidos.

Cuando inauguraron los fríos salones, el presidente compró una página entera en cada uno de los diarios de la localidad e hizo que tomaran fotografías suyas, rodeado de los viejecillos asilados. Dichas fotografías aparecieron en las páginas compradas, en todas se veía la rechoncha figura del señor presidente en diferentes poses, sonriendo siempre, con una sonrisa que él creía parecida a la de San Vicente de Paul: en esta se le veía con Marín a sus pies: en la de más allá con la mano colocada con amor sobre la cabeza de un paralítico.

En cuanto estuvo el terreno preparado, se procedió a colocar el busto y el retrato, uno y otro obra concienzuda de artistas nacionales. No hay que decir que fueron pagados con fondos del hospicio. Y los periodistas dijeron en sus crónicas sobre la ceremonia del homenaje al señor presidente del Hospicio de Incurables, que nuestro filántropo era como el fuego que calentaba aquellas míseras existencias.

Siempre fue de países distantes que vinieron quienes más influyeron en la vida de Sergio: del Tirol, Miguel; de Chile, Rafael Valencia.

Era un domingo por la mañana. Se celebraba la misa acostumbrada en la capilla del Hospicio de Incurables, y Sergio tocó un arreglo que él y Miguel habían hecho de algunos pasajes de la pasión de San Mateo de Bach y luego comenzó a soñar con su violín, tocando una danza popular, una danza de duendes muy conocida, en la que el autor había puesto de relieve el encanto inefable que hay en los movimientos de las cosas pequeñas y humildes que nadie se detiene a mirar. La música de las danzas era interpretada siempre por Sergio en una forma que conmovía profundamente a quien la escuchaba. Era como si a través de ella, Sergio comunicara las sensaciones más íntimas y fervorosas de su alma. Era como si se pusiera a decir que volar no era su mayor anhelo, que no eran las alas lo que él pedía y menos las alas de los ángeles. No, decía la música de su violín, no son alas lo que yo quiero …lo que yo quiero son mis pies, mis pies, mis pies. Lo que su arco sacaba de las cuerdas graves y agudas de su violín en aquellos acordes, en aquellos
pizzicatos
, en aquellos arpegios rápidos, en las notas que tocaba con los dedos un zapateado de Zarazate, en una danza popular eslava o mejicana, en una danza noruega de Grieg, era su humilde y poderoso deseo de poner sus pies sobre la tierra, de sentir bajo sus plantas lo deleznable del polvo del camino, la blandura sucia del barro, la dureza de las piedras, la suavidad de la yerba. Caminar despacio por las veredas, subir y bajar por las pendientes, correr por los potreros y luego girar y saltar cogidos de las manos de los muchachos y de las muchachas al son de la música. Por último, tocó aquella fantasía para violín, compuesta por Miguel hacía muchos años al escuchar en el hospital las ruedas de la silla de Sergio.

¡Cuán lejos de la idea de que del otro lado de la pared, unos oídos que conocían y comprendían la música, lo estaban escuchando con admirable emoción!

Pasó que después de comenzada la misa, se detuvo un coche a la entrada del hospicio, y de él descendieron tres personas: una de ellas era un extranjero, Clovis Shirley, célebre compositor inglés que también era un organista de renombre. El músico inglés viajaba por América. Sin procurarlo él, se supo enseguida en los altos círculos sociales del paso por Costa Rica del famoso personaje inglés y enseguida nuestro pequeño mundo artístico y hasta el gobierno, se dedicaron a festejarlo.

En la mañana de ese domingo lo paseaban por los alrededores de la ciudad. Al pasar por el Hospicio de Incurables, mostró deseo de visitarlo. Bajaron, y al llegar a la capilla, oyó el violín de Sergio. Inmediatamente el músico se sintió atraído por aquel modo de interpretar a Bach y luego se quedó confuso al oír la danza de los duendes. No quiso entrar en la capilla para no llamar la atención. La música compuesta por Miguel le pareció conmovedora y él que había viajado por toda Europa, se dijo que nunca había escuchado un violín que lo emocionara como este. La ejecución de los otros valía más, indudablemente, pero el violín que tenía ante los oídos lo conmovía de una manera nueva. Esperó hasta el final del oficio, entonces se situó a la entrada a ver desfilar el tropel de criaturas estropeadas por la vida. Miraba ansioso a los que salían. Sergio apareció en su silla empujada por Mama Canducha; tras él venía su nuevo amigo "Lorita", trayendo el violín con gran veneración. Con el sombrero en la mano se acercó el extranjero al viejecillo y le preguntó:

—¿Dónde está el violinista?

Alguien le indicó a Sergio, quien ya le llamara la atención, y tendiéndole la mano le dijo:

—Clovis Shirley, señor. Jamás he escuchado un violín que me haya hecho sentir lo que el suyo.

Así comenzó esta amistad: ascendió en minutos a una altura que las gentes tranquilas logran alcanzar en años, y dejó profundas huellas en la vida de nuestro amigo.

Desde este día, el organista frecuentó Los Incurables, y al poco tiempo Sergio sintió que un noble corazón le había abierto las puertas al suyo.

Clovis Shirley era un hombre de unos treinta y cinco años, cuyo carácter jovial y vivo estaba muy lejos de la proverbial flema inglesa. Sus amigos decían que a su nacimiento, las hadas de los dones amables, se reunieron en torno de su cuna: artista coronado de renombre a los veinticinco años, generoso, muy rico, apuesto, gentil y simpático, adorado por las mujeres y querido y admirado por cuantos lo trataban. Tal era el nuevo amigo que salía al encuentro de Sergio.

La gloria que lo rodeaba, no había inflado su pensamiento. Le agradecía profundamente a la naturaleza el haberle puesto entre la carne la pasión por la música, pero no se envanecía por ello, como no le envanecía su nariz apolínea ni su cabellera. Su inteligencia comprendió desde muy temprano que todo esto se hizo sin la intervención de su voluntad.

El contacto con esta alma poco egoísta, que amaba la vida y podía comprender su apasionamiento por el arte de los sonidos, fue para la de Sergio un gran bien. Con su ingenuidad de niño, le relató su vida de músico solitario, como la de esos grillos ermitaños que pasan los días a la entrada de su celdita, cantándole al sol, a la noche oscura, a la estrella lejana y a la nube que la oculta, a la flor que amanece abierta a la vera de su morada y al gusano que pasa arrastrándose. En él todo se convertía en armonías y su violín se encargaba de echarlas al viento en forma de canciones humildes. Lo presentó a su maestro, y el organista habituado a ver encumbradas e hinchadas tantas medianías, se maravilló al encontrar escondido en un humilde afilador, a un artista, estudiante del conservatorio de Praga, que sabía enseñar armonía y contrapunto. Sergio le hizo conocer sus composiciones y su nuevo amigo encontró notables su "Marcha de Job", inspirada por el montón de carne atormentada que se movía en su derredor, y su "Canción del Grillo", cuya grandiosa humildad enternecía.

Un día Clovis Shirley halló en el camino, al venir al hospicio, a Mama Canducha y le hizo compañía. Le impresionaba la devoción que la vieja india le tenía a Sergio. Hizo caer la conversación sobre él; con delicadeza trató de informarse de su vida, y la anciana al palpar con las finas antenas de sus sentimientos que en "el machito", como ella llamaba a Clovis Shirley, había un verdadero amigo de "su muchacho", le relató las intimidades de esta alma atormentada. Al escucharla los ojos del organista se nublaron. El afecto y la simpatía que ya profesaba a Sergio, se hicieron grandes y fuertes. Su espíritu apasionado quiso hacer volar el pensamiento de Sergio por regiones desconocidas en las cuales se olvidara de sí mismo, y lo invitó a ello con ideas embriagadoras.

El organista propuso a Miguel y a Sergio, dar unas audiciones en el Teatro Nacional. Este se negó al principio, pero hablaba el organista con tanto entusiasmo y además se ofrecía acompañarlo al piano, que acabó por ceder. Miguel no dijo nada, pero no volvió a asomarse por el hospicio. Enseguida Clovis Shirley hizo traer un piano y desde que llegó el instrumento, casi no volvió a salir de allí. Las horas se le iban en un soplo.

¡Cuán feliz fue Sergio al escuchar por primera vez las voces de su violín entrelazándose con los compases del piano! Por fin el solitario había encontrado un compañero. Sin saber por qué, el recuerdo de Ana María pasó a través del minuto encantado como el pájaro azul de la leyenda. Al tocar una fantasía de Schumann, tuvo la ilusión de que el acompañamiento era un cielo crepuscular de verano y sobre este fondo el canto de su violín encendía la estrella de la tarde.

Creaciones de Beethoven, de Haydn, de Haendel, de Mozart, de Chopin, se esparcieron por el ambiente desolado del hospicio, como el perfume guardado en un vaso que se abriera, perfume extraído hacía muchos años de flores, cuyos pétalos se deshicieron, y cuyos átomos andaban ahora quién sabe en qué cuerpos.

La aureola que rodeaba a Clovis Shirley, le abrió todas las puertas; sin ninguna dificultad anunció las audiciones que darían en el Teatro Nacional. La novedad de aquel artista costarricense desconocido, elogiado por el gran músico extranjero hizo bulla en nuestra sociedad. Desde una semana antes de llevarse a cabo la primera audición, los diarios movieron en sus columnas los incensarios, ante el célebre organista inglés y el violinista nacional. Todo lo que se contaba de este, rodeaba su nombre de leyenda. Y quizá fue más la curiosidad de ver en el escenario a un violinista paralítico, y no el deseo de oír buena música, a la que nuestro público no es aficionado, lo que llenó el teatro.

Llegó el día de la primera audición. En el hospicio había un movimiento inusitado. Los ciegos seguían con los oídos y los demás con orejas y ojos, las visitas que entraban y salían: músicos, periodistas, curiosos. Había un continuo placentero en todas aquellas bocas que siempre eran nidos de lamentos; en este día hubo de todo menos quejidos porque el afán de fisgonear hacía olvidar las enfermedades. ¡Y las cosas maravillosas que sobre "El violinista" contaron esas lenguas cándidas!

Mama Canducha estaba en trabajos con la silla. Hizo ponerle flamantes almohadones nuevos; barnizó las maderas y dio brillo a los dorados. En ella aparecería "su muchacho" ante cientos de personas. Cuando lo vio partir puso una candela a la Virgen y se arrodilló ante su imagen para que ella se lo sacara con bien.

El éxito fue notable: los conocedores, comprendieron que se hallaban frente a dos grandes músicos; a los aficionados no les dolió el dinero pagado y los curiosos salieron satisfechos. ¡En verdad que la figura del violinista no se podía mirar con indiferencia! Su vestido negro hacía resaltar la delicada palidez de su rostro. Las mujeres se sentían atraídas: hacían comentarios sobre sus ojos, su perfil, sus manos: el gesto arrogante y descuidado con que echaba hacia atrás su cabellera lacia: hablaban de su sonrisa melancólica y la distinción y naturalidad de sus movimientos. Los periódicos lo pusieron en las estrellas y uno dijo que al contemplar a Sergio sentado en su silla, con las piernas cubiertas por una costosa piel oscura, se pensaba en el hermoso e infortunado príncipe de aquel cuento oriental, con su tronco y sus miembros inferiores convertidos por malas artes en un bloque de mármol negro.

Han transcurrido tres semanas después de la última audición en el Teatro Nacional. Hace unos días de la partida del organista en vía de paseo al Guanacaste. Prometió a su amigo que a su regreso permanecería con él una semana, antes de continuar su viaje hacia la América del Sur. La novelería ha dejado por fin tranquilo a Sergio: se encontraba incómodo entre tantas gentes que no hablaban nada a su corazón, y a quienes veía acudir a contemplarlo como a un fenómeno raro. La paja ha sido aventada y Sergio ha descubierto que bajo tanta balumba solo había uno que otro grano bueno.

Es una tarde de octubre. Ha cesado el aguacero que cayera tenaz durante dos horas. Sergio está ante su ventana y mira con desaliento la ciudad que parece abrumada bajo un firmamento de plomo. Algunas chimeneas de fábricas y talleres arrojan columnas de humo, rectas, del mismo color de la bóveda del cielo, la cual dijérase sostenida por ellas. Los árboles gotean y las torres de San Francisco no se ven porque están cubiertas por la neblina y en todo hay una calina pesada que doblega el espíritu.

La idea de que Clovis Shirley partirá para no volver nunca, acaba de desolarlo.

Por un caminillo transversal que conduce a su cuarto, se acerca Miguel con un niño en los brazos, seguido por una mujer enlutada, con la cabeza baja y cubierta por el llanto.

Al verlo en la ventana, Miguel lo señala, la enlutada levanta la cabeza y Sergio reconoce un rostro muy querido:

—¿Ana María?

Hace más de un año de su separación. Ella entra con timidez, no se atreve a acercarse, pero Sergio la atrae y la abraza con ternura.

Luego cuenta por qué está allí: ayer tarde uno de los chiquillos de Rosa, le llevó de Heredia unas compras envueltas en un periódico. Al desenvolverlas, sus ojos tuvieron una sorpresa alegre: allí estaba la fotografía de Sergio y después tres columnas que hablaban de él y de su violín. Bien decía ella: al violín de Sergio solo hablar le faltaba. Desde ese momento le entraron unos deseos inmensos de abrazarlo. No tenía sino un colón y entonces madrugó y se vino a pie hasta Heredia. Desgraciadamente llovió desde temprano y tuvo que escampar varias veces. Eso sí, el último aguacero le había cogido en despoblado y estaban hechos una sopa. Tuvo un gran susto porque no querían dejarla entrar, por dicha en ese momento llegaba Miguel, él habló con la directora y allí estaba.

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