En una silla de ruedas

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Authors: Carmen Lyra

BOOK: En una silla de ruedas
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Es la novela romántica que a sus veinte años (1917) publicó Carmen Lyra, la gran escritora costarricense cuya obra emigró después hacia temas de crítica social.

En la Introducción, la autora recuerda que al correr de los años, encontró “un rollo de papeles manuscritos, atados con un cordoncito de seda azul” en un baúl perteneciente a una tía que ofició de madre para ella. Eran los originales de aquella obra que salió a la luz en una edición muy limitada, de la cual conservó un ejemplar rescatado de un basurero de Casa Presidencial luego que los Tinoco la abandonaran y huyeran al extranjero. De ambas copias nace la segunda edición que repone secuencias eliminadas en la primera y libera algunas frases de ciertos adjetivos que le otorgaban un peso innecesario.

La historia fluye con los desbordes sentimentales del Romanticismo en un ambiente que rememora un San José idílico que difícilmente dejará de ser parte de la memoria colectiva de los costarricenses.

Carmen Lyra

En una silla de ruedas

ePUB v1.1

iBrain
20.07.12

Título original:
En una silla de ruedas

Carmen Lyra, 1917.

EDITORIAL DIGITAL

Imprenta Nacional de Costa Rica

Costa Rica

Editor original: iBrain (v1.0 a v1.1)

ePub base v2.0

A manera de prólogo

No hace mucho tiempo que en un viejo baúl —propiedad de una tía que me sirvió de madre— encontré un rollo de papeles manuscritos, atado con un cordoncito de seda azul. El tiempo los habrá puesto amarillentos, y comejenes y pejecillos los tenían todos agujereados. Eran los originales de
En una silla de ruedas
, novela que escribí hace mucho, pero mucho tiempo, tanto que me dan ganas de decir que ese hecho se pierde en la noche de los tiempos. Entonces yo no había cumplido mis veinte años y la novela se publicó por ahí de 1917 en una corta edición. El único ejemplar que me queda está sucio y hasta comido por las ratas. Una mano amiga lo rescató de un basurero en la Casa Presidencial que acababan de abandonar los Tinoco cuando dejaron el poder y huyeron al extranjero.

Me conmoví profundamente cuando encontré estos originales. Me pareció ver las manos de mi vieja tía —adoloridas y deformadas por el reumatismo— haciendo el rollo con todo cuidado y luego atándolo con aquella cinta desteñida por el tiempo. La pobreza apenas le permitió aprender a leer, pero quería el esfuerzo que yo había realizado. Besé el recuerdo de esas queridas manos que en vida tanto bien me hicieran y que ahora andan entre el polvo de la tierra. Con el manuscrito en el regazo desempolvé memorias muy lejanas frente al antiguo cofre. En el interior de la tapa se verán restos de figurines; modas pasadas, mangas de jamón, largas faldas y damas con cintura de avispa y enormes sombreros adornados con plumas. Hay un cromo desteñido: es una linda señorita vestida de rojo, con su miriñaque y su pequeña sombrilla que apenas le protege la rubia cabellera. Cuando yo era chiquilla, los hombres llevaban en el forro de sus sombreros de pita, cromos como el que encuentro pegado en la tapa del baúl. Hoy las niñas tapizan las puertas de su armario con fotografías de estrellas de cine.

Desato el rollo de cuartillas. Son de diferentes tamaños y de diferentes clases de papel. Qué apretados los garabatitos con que mi mano iba contando las tristes aventuras de Sergio Esquivel y las ternuras de Mama Canducha. Allá, muy lejos en el tiempo, estoy yo inclinada sobre estas cuartillas a altas horas de la noche. En ese entonces la máquina de escribir no contaba para mí: la pluma corría sobre la superficie del papel y producía un ruido pequeñito como el del roer de un ratoncillo en una dura corteza. A veces yo misma me ponía a llorar de las cosas tan tristes que le ocurrían al niño condenado a vivir en una silla de ruedas.

La persona que escribió todo esto era una criatura que vivía emocionada en la superficie del espacio y del tiempo y su pensamiento giraba como una mariposa loca alrededor de una llama. El mejor guía de la juventud inquieta de Costa Rica en aquellos días, era José Enrique Rodó, con su
Ariel
y sus
Motivos de Proteo
. Nuestro concepto del ideal estaba encarnado en el gentil Ariel de Shakespeare, el geniecillo del aire desligado de la tierra y tan grato —como dice Aníbal Ponce— a los Prósperos eruditos y a las Mirandas de los principios del siglo XX, unos y otros tan despectivos ante el monstruo Calibán, sin el cual no pueden pasarse, pues él es quien busca la leña y les enciende el fuego a cuyo amor cocinan los alimentos y calientan sus miembros finos y friolentos.

Por aquel tiempo mi sed de justicia sabía aplacarse con el gesto misericordioso del Obispo de
Los miserables
, quien ofrece al ladrón —para defenderlo— sus candelabros de plata cuando los gendarmes lo traen ante el bondadoso prelado con los cubiertos que Juan Valjean habrá robado. Este gesto del personaje de Víctor Hugo se entendía muy bien dentro de mi conciencia de entonces con la no resistencia al mal de Tolstoy y con la rebeldía de los personajes de Zolá. Yo leía cuanto me caía en las manos en mi ansia de saber y de acallar el hambre de mi fantasía. ¡Qué confusión había dentro de mi cabeza! En vano la colección Ariel del maestro García Monge —publicación en la que dominaba el motivo romántico— trataba de poner algún orden entre aquella maraña de ideas y de emociones. De lo que ocurría en el mundo, del movimiento revolucionario de Europa, de la primera Guerra Mundial y de sus causas, yo nada sabía. Vivía como en otro planeta, como si el rugir de los cañones de Verdún no tuviera nada que ver con mi país ni conmigo. Para mí, solo Francia, la Francia conocida a través de libros sentimentales, era la única que tenía razón en la contienda.

Una inteligente amiga mía, una doctora en medicina a quien di a leer mi novela, me hizo una crítica que encuentro muy atinada: me decía que yo trataba solo el lado sentimental del conflicto, que no me había atrevido a bajar al infierno que se desarrolla dentro de un ser humano mutilado por la parálisis. El drama sexual apenas si lo toco. Mi ignorancia de entonces alrededor de esa situación y posiblemente los prejuicios me obligaron a pasar en puntillas sobre la superficie de ese fenómeno. Me criticaba también mi amiga el "final feliz" que doy a
En una silla de ruedas
, final digno de una película de Hollywood. Es poco real —me decía— pues la vida es cruel y no le importan los individuos sino la especie. Sin embargo, el final de mi novela no es un final definitivo: allí quedó Sergio expuesto a nuevos dolores y a nuevas pequeñas alegrías.

Comparo los originales con el ejemplar que tengo al frente y encuentro que en la primera edición fueron suprimidos muchos pasajes, como el de Ña Joaquina, el de Pastora, el de los pajaritos del tío José, etc. Me pregunto por qué causa fueron excluidos, y no la recuerdo.

Saco pues, del baúl de la querida tía, mi romántica novela, como de un desván en donde se guardan cosas viejas, pasadas de moda. Retoco el texto, le quito adornos inútiles, adjetivos que hacen pesada la frase, lo pulo y le agrego los pasajes que fueron suprimidos en la primera edición.

Carmen Lyra

San José, Costa Rica, junio de 1946

1

Cuando llegó esta desgracia, Sergio aún no había cumplido sus dos años.

Una mañana la madre abrió la ventana del dormitorio y el niño permaneció quieto en su camita, como si el sol no hubiese entrado en la habitación sorbiéndose la oscuridad que la llenaba. No hubo como todos los días, frotamiento de ojos, risas torpes porque aún tenían las alas metidas en el sueño, ni brazos impacientes agitándose en reclamo del cuello materno. Se le hubiera creído muerto si su mirada no se hubiese tendido llena de angustias a la madre.

El pequeño se acostó alegre. Antes de dormirse jugó y retozó en el regazo de la vieja Canducha y cuando ella acomodó la cabeza de Sergio en la almohada y subió el embozo para que no pasase frío, aún no se le había cerrado en su boca la risa.

Al abandonarse al sueño, parecía una vida que iba al encuentro del sol; al despertar, era una vida que la suerte había dejado en el país brumoso de la tristeza. Era como si una hada maléfica se hubiera deslizado entre el silencio de la noche hasta la cama de Sergio y hubiera vaciado su rencor en esta existencia que comenzaba a abrirse.

Se llamó al médico. Su diagnóstico fue que se trataba de un caso de la Parálisis de la mañana de West. La familia no entendió lo que aquello quería decir. Lograron salvarle la vida, pero la enfermedad no quiso abandonar las piernas.

El anciano médico que lo vio nacer exclamó alegremente cuando Sergio llegó a este mundo, al mirarlo tan bien conformado: —¡Bienvenido, muchacho! Se ve que Nuestro Señor estaba de buen humor cuando te hizo. Aquí tenemos a uno a quien nos mandan bien armado para ir por este valle de lágrimas—. Pero el tiempo vino a demostrarle que por más médico que fuera, no tenía nada de profeta; él mismo fue quien dijo con voz apenada al colega que acudió a ayudarle a estudiar aquel caso, mientras movía en todo sentido las piernecillas marchitas:

—Miembros de Polichinela, amigo mío. Un
culdejatte
para mientras viva. Ojalá me equivoque…

¡Un
cul-de-atte
! Y Sergio sonreía al médico que a la cabecera de su cama le auguraba un destino muy diferente de aquel que entreviera para el niño el día de su nacimiento.

Más tarde se pidió para él a los Estados Unidos, una silla de ruedas. Era una silla que mediante cierto mecanismo podía ensanchar asiento y respaldo, un aparato que crecería conforme Sergio lo necesitara. Estaba hecha de madera a prueba de comején, y de acero labrado; tenía adornos dorados y los almohadones forrados en terciopelo. Todo en ella era pulido y reluciente, sin embargo, era un mueble triste.

Jamás Cinta, la madre de Sergio, ni Canducha, olvidaron el primer día en que el chiquillo fue colocado en la silla, entre almohadones suaves. El pobre reía y palmoteaba como si se tratara de un juego.

La vieja criada se enjugó los ojos, a escondidas, con la punta del delantal: —¡Virgen de los Ángeles! ¡Qué el niño Sergio no se quedara en aquella silla! ¡Qué hiciera un milagro!— Ella le ofrecía unas piernas de oro que iría a colgar en su altar apenas viera que su cholito "se decida a andar como los cristianos".

Cinta empujaba la silla. La rodó hacia el jardín y el chirrido de las ruedas en la arena, se le metió en el corazón como una espina.

Pasaron los años y el milagro que anhelaba Canducha no se realizaba. Muchas veces los dorados de la silla perdieron su brillo y se hicieron relucir nuevamente, y muchas veces también fueron renovados los almohadones de terciopelo. El niño continuaba en ella. Sergio y el mueble iban creciendo a la par.

Era la figura de Sergio una de esas figuras que no se olvidan nunca: moreno y pálido, con una frente amplia y una nariz recta que prometían un noble perfil de varón. Sus ojos grandes de córnea muy blanca, miraban bajo las pestañas, muy largas y negras, con una mirada que hacía pensar en las corrientes de agua que se arremolinan bajo los bosques tupidos. El cabello abundante, negro y lacio, se lo recortaba la madre en torno del cuello delicado y frágil. La inquietud y la alegría de la infancia, prisioneras en este cuerpo condenado a vivir en una silla de ruedas, asomaban siempre por sus ojos y por sus labios, como esos traviesos rayos de sol que en un día oscuro saben abrirse camino a través de la lluvia y de la niebla. Era tranquilo con esa resignada tranquilidad de los árboles en los días apacibles, cuando no hay viento.

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