En picado (7 page)

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Authors: Nick Hornby

BOOK: En picado
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—Me paso la vida escribiéndolas —dijo Jess. Parecía bastante contenta al respecto. Los dos hombres se quedaron mirándola, y no dijeron nada. Pero te dabas perfecta cuenta de lo que estaban pensando.

—¿Qué? —dijo Jess.

—Imagino que nosotros tres hemos escrito sólo una —dijo Martin.

—Cambio y cambio lo que quiero decir —dijo Jess—. No hay nada malo en eso. Es una decisión importante.

—Una de las mayores —dijo Martin—. Una de las diez más importantes, sin duda.

Martin era una de esas personas que a veces parece que está bromeando cuando no lo está, o que no bromea cuando lo hace.

—En cualquier caso. No, no voy a leerla en alto. —Estaba entrecerrando los ojos para poder ver el número, y luego lo marcó en el móvil. Y unos segundos después ya estaba hecho. Se disculpó por llamar tan tarde, y les dijo que había surgido un imprevisto y que Matty se quedaría un día más. Lo hizo como si supiera que no le iban a hacer ninguna pregunta. Si hubiera llamado yo, me habría embarcado en una larguísima explicación de por qué llamaba a las cuatro de la madrugada, para algo que tendría que haber pensado hacía meses, y entonces hubieran visto mi interior como a través de un cristal y yo habría confesado y acabado por ir a la residencia a recoger a Matty unas horas antes en lugar de un día después.

—Vale —dijo JJ—. Maureen viene. Así que sólo faltas tú, Martin. ¿Te unes al grupo?

—¿Dónde está el tal Chas?

—No lo sé —dijo Jess—. Por ahí, en alguna fiesta. ¿Depende de eso? ¿De dónde está?

—Sí. Prefiero matarme de una puta vez antes que coger un taxi para ir al sur de Londres a las cuatro de la mañana —dijo Martin.

—No conoce a nadie en el sur de Londres —dijo Jess.

—Perfecto —dijo Martin. Y al decirlo te dabas cuenta de que en lugar de matarnos lo que íbamos a hacer era bajar de aquella azotea y ponernos a buscar al novio de Jess (o lo que fuera). No era un plan genial, la verdad. Pero era el único que teníamos, así que lo que íbamos a hacer era intentar que funcionara.

—Pásame tu móvil para que haga unas llamadas —dijo Jess.

Martin le dio el móvil, y Jess se fue al otro extremo de la azotea, donde nadie podía oírla, y los tres nos quedamos esperando a que nos dijera adonde teníamos que ir.

MARTIN

Sé lo que están pensando todos ustedes, gente superinteligente que lee el
Guardian
y compra en Waterstone's y a la que le parecería tan descabellado ver los programas de la hora del desayuno de la tele como comprarles cigarrillos a sus hijos. Estarán pensando: «Oh, este tipo no era serio. Quería que un fotógrafo de algún tabloide captara su abrir comillas grito de petición de ayuda cerrar comillas para que pudiera vender al
Sun
la exclusiva "Mi infierno suicida". "SHARP ELIGE LA SALIDA MÁS HORRIBLE".» Y puedo entender por qué estarán pensando eso, amigos míos. Subo unas escaleras, me tomo un par de tragos de whisky escocés de la petaca mientras bamboleo los pies en el abismo, y luego, cuando una chica chiflada me pide que le ayude a buscar a su ex novio en no sé qué fiesta, me encojo de hombros y me voy con ella. ¿Qué ánimo suicida es ése?

En primer lugar, tendré que hacerles saber que saqué una nota muy alta en la Escala de Intención de Suicidio de Aaron T. Beck. Apuesto a que ni siquiera sabían que existía tal escala, ¿me equivoco? Bien, pues existe, y calculo que, de treinta, saqué como veintiún puntos, lo cual, como pueden imaginar, me complació bastante. Sí, había considerado la posibilidad de suicidarme más de tres horas antes de intentarlo. Sí, estaba seguro de morir, por mucho que pudiera recibir asistencia médica (son quince pisos, y se calcula que más de diez te matan casi infaliblemente). Sí, hubo una preparación activa del suicidio: escalera, cizalla y demás. Puntúo en todas. Las únicas preguntas en las que puede que no reciba la máxima puntuación es en las dos primeras, que se refieren a lo que Aaron T. Beck llama «aislamiento» y «momento». «Nadie cercano para un posible contacto visual u oral», te da los máximos puntos, lo mismo que «Intervención de terceros altamente improbable». Podría argüirse que al elegir el sitio más conocido para suicidarse del norte de Londres, y una de las noches del año preferidas para tal menester, la intervención de terceros era casi inevitable. Y yo respondería diciendo que estábamos actuando de forma estúpida, simplemente. Estúpida o grotescamente absorta, elijan ustedes.

Y sin embargo, por supuesto, si no llega a ser por el montón de suicidas que me encontré allí arriba, no estaría aquí hoy, así que el viejo Beck quizá no vaya tan descaminado. Puede que no estuviéramos contando con que alguien viniera a rescatarnos, pero en cuanto empezamos a entrar en colisión unos con otros se generó un deseo colectivo —un deseo nacido más que todo del embarazo— de archivar la idea de matarnos, al menos durante aquella noche. Ninguno de nosotros bajó aquellas escaleras habiendo llegado a la conclusión de que la vida era algo bello y precioso; si algo había cambiado, era que nos sentíamos un poco más desdichados al bajar hacia la calle que cuando habíamos subido a la azotea, porque la única solución que habíamos encontrado para nuestro aprieto no la teníamos ya a nuestro alcance, al menos de momento. Y arriba en la azotea había habido una especie de extraña excitación nerviosa; por espacio de un par de horas habíamos vivido como en un estado de independencia, en el que las leyes del «nivel de la calle» carecían ya de vigencia para nosotros. Aunque nuestros problemas nos habían llevado allí arriba, era como si éstos, cual
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hubieran sido incapaces de subir las escaleras con nosotros; y ahora tuviéramos que bajarlas y enfrentarnos a ellos de nuevo. Pero al parecer no teníamos otra opción. Aunque no tuviéramos nada en común aparte de esto, bastaba para hacer que sintiéramos que nada —ni el dinero ni la clase ni la educación ni la edad ni los intereses culturales— merecía ya la pena. Habíamos formado una nación, de súbito, en aquel par de horas, y de momento no queríamos más que estar con nuestros nuevos compatriotas. Apenas había intercambiado unas palabras con Maureen, y ni siquiera sabía su apellido; pero ella me comprendía mejor que mi mujer durante nuestros últimos cinco años de convivencia. Maureen sabía que yo era infeliz, porque me había conocido allí arriba, y eso significaba que sabía la cosa más importante de mi persona; Cindy, sin embargo, siempre se había confesado perpleja ante cada cosa que yo hacía.

Habría sido perfecto si me hubiera enamorado de Maureen, ¿no es cierto? Hasta puedo ver el titular periodístico: «¡SHARP HA VUELTO!» Y el artículo contaría cómo el Viejo Tipejo había visto lo erróneo de sus actos y había decidido sentar la cabeza con una buena mujer mayor y hogareña, en lugar de andar persiguiendo colegialas y actrices de serie C con implantes mamarios. Sí, señor. Sigue soñando.

JJ

Mientras Jess llamaba a todos sus conocidos para averiguar dónde estaba el tal Chas, yo estaba apoyado contra el muro, mirando la ciudad a través de la alambrada, y trataba de imaginar qué música estaría escuchando en ese preciso momento si hubiera tenido un iPod o un discman. Lo primero que me vino a la cabeza fue
The Abominable Snowman in the Market
, de Jonathan Richman, quizá porque era tierno y tonto, y me recordaba un tiempo de mi vida en que podía permitirme ser así. Y entonces me puse a tararear
In Between Days
, de The Cure, lo cual tenía más sentido. No era hoy ni era mañana, y no era el año pasado ni el año siguiente, y, en fin, todo aquello de la azotea estaba en una especie de limbo de «en medio», pues aún no habíamos decidido hacia dónde debía dirigirse nuestra alma inmortal.

Jess se pasó diez minutos hablando con «fuentes cercanas» a Chas y volvió con la mejor de las suposiciones, según la cual Chas estaba en una fiesta en Shoreditch. Bajamos quince tramos de escaleras, en medio de un sonido seco de percusión y de un olor pestilente a orines, y salimos a la calle, donde nos quedamos tiritando mientras esperábamos a que apareciera un taxi negro. Nadie dijo gran cosa, aparte de Jess, que hablaba por todos nosotros. Nos dijo quién daba la fiesta, y quiénes suponía que estarían en ella.

—Estarán Tessa y toda su panda.

—Ah —dijo Martin—. Toda su panda.

—Y Alfie y Tabitha y toda esa panda que va a Ocean los sábados. Y Ácido Pete y los demás de la pandilla de diseño gráfico.

Martin refunfuñaba. Maureen parecía mareada.

Un joven negro que conducía un viejo Ford destartalado se paró a nuestro lado. Bajó la ventanilla del acompañante del conductor y alargó el torso hacia ella.

—¿Adónde queréis ir?

—A Shoreditch.

—Treinta libras.

—Que te den —dijo Jess.

—Cállate —dijo Martin, y se montó en el asiento delantero—. Invito yo.

Los demás nos montamos en la trasera.

—Feliz Año Nuevo —dijo el conductor.

Ninguno de nosotros dijo nada.

—¿Fiesta? —dijo el conductor.

—¿Conoces a Ácido Pete? —le preguntó Martin—. Bueno, queremos encontrarle. Va a ser regocijante.

—¿Regocijante? —Jess soltó un bufido—. ¿Por qué dices eso, so capullo? Si quieres vacilar conmigo y usar palabras irónicas, será mejor que me adviertas con mucha antelación.

Eran ya las cuatro y media de la madrugada, pero en la calle había millones de personas, a pie o en coche o en taxi. Todos parecían ir en grupo. A veces la gente nos saludaba con la mano, y Jess les devolvía el saludo.

—¿Y tú qué? —le preguntó Jess al taxista—. ¿Trabajando toda la noche? ¿O luego vas a tomarte unas copas a alguna parte?

—Trabajo
toute la nuit
—dijo el taxista, de origen africano—. Toda la noche.

—Mala suerte —dijo Jess.

El taxista rió sin alegría.

—Sí. Mala suerte.

—¿A tu parienta le importa?

—¿Perdón?

—A tu parienta.
La femme
. ¿Le importa? ¿Que tengas que trabajar toda la noche?

—No, no le importa. Ahora no. No en ese sitio donde está.

Cualquiera con la mínima antena emocional podría haber captado que el estado de ánimo del taxista se había vuelto realmente sombrío. Cualquiera con un poco de experiencia en la vida se habría dado cuenta de que aquel hombre tenía una historia, y que esta historia, fuera cual fuera, no era muy propiciatoria de talantes festivos. Cualquiera con algo de sentido común se hubiera parado ahí.

—Oh —dijo Jess—. Una mujer mala, ¿eh?

Me estremecí, y estoy seguro de que los demás también. Bocazas golpea de nuevo.

—No mala. Muerta —dijo el hombre en tono neutro, como si se limitara a hacer constar un hecho, como si «mala» y «muerta», en su oficio, fueran dos direcciones que la gente acostumbraba confundir.

—Oh.

—Sí, hombres malos la mataron. La mataron, mataron a su madre, mataron a su padre.

—Oh.

—Sí. En mi país.

—Ya.

Y ése fue el punto en el que Jess dejó de hablar: exactamente aquel en el que su silencio la pondría en evidencia. Seguimos en silencio, sumidos en nuestros pensamientos. Y yo hubiera apostado un millón de libras a que todos nuestros pensamientos, en algún rincón de su maraña y su turbión, contenían una versión de una única pregunta: «¿Por qué no habíamos visto a aquel hombre allá arriba? ¿Había estado ya en la azotea y había acabado por bajar, como nosotros? ¿Nos miraría despectivamente si le contáramos nuestros problemas? ¿Cómo diablos había llegado a ser tan...
testarudo?»

Cuando llegamos a nuestro destino, Martin le dio una sustanciosa propina, y él se mostró contento y agradecido, y nos llamó «mis amigos». A nosotros nos habría gustado ser sus amigos, pero seguramente no le habríamos gustado gran cosa si hubiera llegado a conocernos.

Maureen no quería venir con nosotros, pero la hicimos seguirnos y subir las escaleras y entrar en una pieza lo más parecida a un loft neoyorquino que he visto desde mi llegada al Reino Unido. En Nueva York habría costado una fortuna, lo que quiere decir que habría costado una fortuna y un treinta por ciento más en Londres. Aunque eran las cuatro y media de la madrugada, estaba llena de gente, de la gente que menos me gusta: putos estudiantes de arte. O sea, Jess ya nos lo había advertido, pero aun así me causó como una conmoción. Todos aquellos gorros de lana, y bigotes a los que les faltaba una parte, tatuajes y zapatos de plástico... O sea, soy un tipo liberal, y no quería que Bush bombardeara Irak, y me gusta darle una calada a un porro como a cualquiera, pero esa gente sigue llenándome el corazón de miedo y de repelús, sobre todo porque sé que no les habría gustado mi grupo. Cuando tocábamos en una ciudad universitaria, sabía que íbamos a tenerlo crudo. No les gusta la música de verdad, a esos tipos. No les gustan los Ramones o los Temptations o los 'Mats. Les gustan D. J. Bleepy y sus estúpidos pitidos. O hacen como que son jodidos gángsters, y escuchan hip-hop sobre putas y pistolas.

Así que estaba de mal humor desde que salimos a buscar a Chas. Temía que tuviera que meterme en alguna pelea, e incluso imaginaba a qué iba a deberse esa pelea: a que defendería a Martin o a Maureen de la guasa de algún gilipollas con perilla, o de alguna mujer con bigote. Pero no hubo tal pelea. Lo curioso del asunto fue que Martin, con su traje y su falso bronceado, y Maureen con su gabardina y sus zapatos de batalla, no casaban nada mal en aquel ambiente. Su aspecto era tan convencional que parecían..., no sé,
del espacio exterior
. Martin y su pelo de la tele podría haber pertenecido perfectamente al grupo Kraftwerk, y Maureen podría haber sido una versión bastante extraña de la Mo Tucker de Velvet Underground. Yo llevaba unos pantalones negros gastados, una chupa de cuero y una vieja camiseta de Gitanes, y me sentía como un puto bicho raro.

Hubo sólo un incidente que hizo que me entraran ganas de romperle las narices a alguien. Martin estaba allí de pie, bebiendo vino del gollete de una botella, y un par de tipos empezaron a mirarle fijamente.

—¡Martin Sharp! ¡De los mismísimos desayunos de la tele! —dijo uno de ellos.

Sentí como un escalofrío. Nunca había salido por ahí con una celebridad, y no se me había ocurrido que entrar en una fiesta con la cara de Martin era como entrar en esa fiesta desnudo: hasta los estudiantes de arte se fijaban en ella. Pero la cosa era más complicada que el que simplemente lo reconocieran.

—¡Ahí va, sí! ¡Qué buen ojo! —dijo su amigo.

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