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Authors: Ken Follett

En el blanco (27 page)

BOOK: En el blanco
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En el moderno mostrador de recepción que se alzaba en el centro del vestíbulo había otra pareja de guardias, compuesta por Steve Tremlett y una atractiva joven a la que Kit no reconoció. Se quedó un poco rezagado respecto al grupo para evitar que Steve lo viera de cerca.

—Supongo que querréis acceder a la unidad de procesamiento central —comentó Steve.

—Sí, habría que empezar por ahí —contestó Nigel. Steve arqueó las cejas al oír su acento londinense, pero no hizo ningún comentario.

—Susan os indicará el camino. Yo debo quedarme junto al teléfono.

La tal Susan lucía el pelo corto y un piercing en la ceja. Llevaba puesta una camisa con charreteras, corbata al cuello, pantalones oscuros de sarga y zapatos negros de cordones. Los recibió con una sonrisa afable y los guió por un pasillo revestido con paneles de madera oscura.

Una insólita tranquilidad se apoderó de Kit. Estaba dentro, escoltado por una guardia de seguridad, a punto de desvalijar el laboratorio de su padre. Un sentimiento fatalista se apoderó de él. La suerte estaba echada, y ahora no podía hacer otra cosa que jugar sus cartas, para bien o para mal.

Entraron en la sala de control.

La estancia estaba más limpia y ordenada de lo que Kit la recordaba, con todo el cableado oculto y los libros de registro perfectamente alineados en un estante. Supuso que era cosa de Toni. También allí había dos guardias en lugar de uno, sentados a un largo escritorio y controlando los monitores. Susan los presentó como Don y Stu. El primero era un hombre de tez oscura, con rasgos indios y un marcado acento de Glasgow, mientras que el segundo era un pelirrojo con pecas. Kit no reconoció a ninguno de los dos. Un guardia de más no suponía ningún problema grave, se dijo a sí mismo, solo otro par de ojos a los que ocultar las cosas, otra mente a la que distraer, otra persona a la que sumir en la apatía.

Susan abrió la puerta de la sala de máquinas.

—La CPU está aquí dentro.

Instantes después, Kit accedía al santuario. «¡Esto es pan comido!», pensó por más que le hubiera costado semanas de preparación. Tenía ante sí los ordenadores y otros aparatos que controlaban no solo el funcionamiento de las líneas telefónicas, sino también la iluminación, las cámaras de seguridad y las alarmas de todo el complejo. El mero hecho de haber llegado hasta allí era toda una hazaña.

—Muchas gracias —le dijo a Susan—. Creo que a partir de aquí podemos seguir por nuestra cuenta.

—Si necesitáis algo, estaré en recepción —se ofreció Susan antes de marcharse.

Kit dejó su portátil sobre un estante y lo conectó al ordenador que controlaba las líneas telefónicas. Se acercó una silla y giró el portátil para que nadie pudiera ver la pantalla desde la puerta. Notaba la mirada desconfiada y malévola de Daisy fija en él.

—Vete a la habitación de al lado —le ordenó—. Y vigila a los guardias.

Daisy lo miró con profundo rencor unos instantes, pero acató la orden.

Kit respiró hondo. Sabía exactamente lo que tenía que hacer. Debía trabajar deprisa, pero sin descuidar ningún detalle.

En primer lugar, accedió al programa que controlaba las imágenes de las treinta y siete cámaras del circuito de televisión cerrado. Comprobó la situación en la entrada al NBS4, donde reinaba la normalidad. Luego se interesó por el mostrador de recepción, donde vio a Steve pero no a Susan. Repasando la señal de otras cámaras, la encontró patrullando el edificio. Apuntó la hora exacta.

La potente memoria del ordenador almacenaba las imágenes captadas por las cámaras durante cuatro semanas antes de reescribirlas. Kit conocía bien el programa; no en vano lo había instalado. Localizó las imágenes grabadas por las cámaras del NBS4 el día anterior a aquella misma hora. Comprobó el contenido de la grabación, seleccionando aleatoriamente varios momentos del metraje para asegurarse de que ningún científico chiflado había estado trabajando en el laboratorio en mitad de la noche. Pero todas las imágenes mostraban habitaciones vacías, lo cual era perfecto.

Nigel y Elton lo observaban en medio de un silencio tenso.

Entonces pasó las imágenes de la víspera a los monitores que los guardias tenían delante.

A partir de aquel instante, cualquiera podía entrar en el NBS4 y hacer lo que le diera la gana sin que ellos se enteraran.

Los monitores estaban equipados con interruptores polarizados capaces de detectar cualquier cambio en la señal recibida. Si, por ejemplo, esta procedía de un aparato de vídeo distinto al programado, el sistema haría saltar la alarma. Sin embargo, aquella señal no provenía de una fuente externa, sino directamente de la memoria del ordenador, por lo que el cambio pasaría inadvertido.

Kit pasó a la sala de control. Daisy se había desparramado sobre una silla y llevaba su chaqueta de piel por encima del mono de trabajo de Hibernian Telecom. Observó las pantallas. Todo parecía normal. El guardia de tez oscura, Don, lo miró con gesto inquisitivo.

—¿Hay algún teléfono que funcione en esta sala? —preguntó Kit para disimular.

—Ninguno —contestó Don.

Sobre el borde inferior de cada pantalla había una línea de texto que informaba de la fecha y hora actuales. La hora era correcta en las pantallas que mostraban la grabación del día anterior -Kit se había asegurado de eso-, pero la fecha correspondía a la víspera.

Confiaba en que nadie se fijara en esa incoherencia. Los guardias consultaban las pantallas buscando algún tipo de actividad, sin detenerse a leer una información que ya conocían.

Deseó estar en lo cierto.

Don empezaba a preguntarse a qué venía aquel súbito interés del técnico de la compañía telefónica por los monitores de seguridad.

—¿Le puedo ayudar en algo? —preguntó en tono desafiante.

Daisy emitió un gruñido y se removió en la silla, como un perro que huele la tensión entre humanos.

Justo entonces, el móvil de Kit empezó a sonar.

Volvió a la sala de máquinas. En la pantalla de su portátil apareció el mensaje: «Kremlin llamando a Toni». Supuso que Steve quería informar a Toni de que el equipo de mantenimiento había llegado. Decidió pasar la llamada. Quizá sirviera para tranquilizar a Toni y disuadirla de ir hasta allí. Presionó un botón y permaneció a la escucha.

—Soy Toni Gallo. —Estaba en el coche; Kit oía el ruido del motor.

—Aquí Steve. Ha llegado el equipo de mantenimiento de Hibernian Telecom.

—¿Han arreglado el problema?

—Acaban de empezar. Espero no haberte despertado.

—No, no estoy durmiendo. Voy de camino hacia ahí.

Kit soltó una maldición. Aquello era justo lo que temía.

—No tienes por qué hacerlo, de verdad —repuso Steve.

«¡Bien dicho!», pensó Kit.

—Quizá no —replicó ella—, pero me quedaré más tranquila si lo hago.

«¿Cuánto tardarás en llegar?», pensó Kit.

Steve tuvo la misma idea.

—¿Dónde estás ahora?

—A pocos kilómetros, pero las carreteras están fatal y no puedo ir a más de treinta por hora.

—¿Has cogido el Porsche?

—Sí.

—Esto es Escocia, Toni. Deberías haberte comprado un Land Rover.

—No, debería haberme comprado un carro de combate.

«Venga —pensó Kit—, ¿cuánto vas a tardar?»

Toni contestó a su pregunta:

—Tardaré por lo menos media hora en llegar, quizá incluso una hora.

Colgaron, y Kit masculló una maldición.

Trató de tranquilizarse. La visita de Toni no tenía por qué ser el fin. No había manera humana de que supiera lo que estaba ocurriendo. Nadie sospecharía que algo iba mal hasta que hubieran pasado varios días. Aparentemente, lo único fuera de lo común era aquella avería en las líneas telefónicas, que un equipo de mantenimiento se habría encargado de reparar para cuando ella llegara. Hasta que los científicos volvieran al trabajo, nadie se daría cuenta de había habido un robo en el NBS4.

Su gran temor era que Toni lo reconociera pese al disfraz. Parecía otra persona, se había quitado los objetos personales que podían delatarlo y sabía cambiar su tono de voz forzando el acento escocés, pero la muy zorra tenía el olfato de un sabueso y Kit no podía arriesgarse a que lo descubriera. Si se presentaba allí antes de que se hubieran marchado, haría todo lo posible por evitarla y dejaría que Nigel hablara con ella. Aun así, las probabilidades de que algo fuera mal se multiplicarían por diez.

Pero no podía hacer nada al respecto, excepto darse prisa.

El siguiente paso era introducir a Nigel en el laboratorio sin que ninguno de los guardias lo viera. El problema en este caso eran las patrullas. Cada hora, uno de los guardias de recepción hacía una ronda por el edificio siguiendo una ruta específica y tardaba veinte minutos en completar el recorrido. Una vez que el guardia de turno hubiera pasado por delante del NBS4, tenían una hora para trabajar a sus anchas.

Kit había visto a Susan haciendo la ronda minutos antes, cuando había conectado su portátil al programa de vigilancia. Consultó la pantalla de recepción y la vio sentada con Steve detrás del mostrador, lo que significaba que había concluido su ronda. Kit consultó el reloj. Tenía un margen de treinta minutos antes de que volviera a iniciar la ronda.

Kit había manipulado las cámaras del laboratorio de alta seguridad, pero seguía habiendo una cámara por fuera de este que mostraba la entrada al NBS4. Abrió la grabación del día anterior y la pasó hacia delante. Necesitaba media hora de tranquilidad, sin nadie pasando por delante de la pantalla. Detuvo la imagen en el punto en que aparecía el guardia que hacía la ronda. Empezando por el momento en que este abandonaba la pantalla, pasó las imágenes de la víspera en el monitor de la sala contigua. Lo único que Don y Stu verían a lo largo de la siguiente hora, o hasta que Kit restableciera el funcionamiento normal del sistema, sería un pasillo vacío. Aquella pantalla mostraría no solo la fecha sino también la hora equivocada, pero una vez más confiaba en que los guardias no se fijaran en ese detalle.

Miró a Nigel.

—En marcha.

Elton se quedó en la sala de máquinas para asegurarse de que nadie tocaba el portátil.

Al cruzar la sala de control, Kit le dijo a Daisy:

—Nos vamos a la furgoneta, a coger el nanómetro. Tú quédate aquí.

En la furgoneta no había nada remotamente parecido a un nanómetro, pero Don y Stu no lo sabían.

Daisy rezongó y apartó la mirada. No se le daba muy bien disimular. Kit deseó que los guardias se limitaran a pensar que tenía mal genio.

Kit y Nigel se dirigieron rápidamente al NBS4. Kit pasó la tarjeta magnética de su padre por el escáner y presionó el índice de la mano derecha sobre la pantalla táctil. Esperó mientras el ordenador central cotejaba la información de la pantalla con la de la tarjeta. Se fijó en que Nigel llevaba consigo el elegante maletín de piel granate de Elton.

La luz que había por encima de la puerta seguía empecinadamente roja. Nigel miró a Kit con ansiedad. Este no podía creer que su plan no funcionara. El chip contenía los detalles codificados de su propia huella dactilar, lo había comprobado. ¿Qué podía ir mal?

Justo entonces, una voz femenina dijo a sus espaldas:

—Me temo que no podéis entrar ahí.

Kit y Nigel se dieron la vuelta. Susan estaba justo detrás de ellos, el gesto afable pero receloso. «Debería estar en recepción», pensó Kit, presa del pánico. Se suponía que no empezaba una nueva ronda hasta que hubiera pasado media hora.

A menos que Toni Gallo hubiese ordenado redoblar no solo el número de guardias, sino también las rondas.

Justo entonces se oyó una campanilla similar a un timbre. Se volvieron los tres hacia la luz que había por encima de la puerta. Había cambiado a verde, y la pesada puerta de seguridad se abría lentamente, pivotando sobre bisagras motorizadas.

—¿Cómo habéis abierto la puerta? —preguntó Susan. Ahora había temor en su voz.

Involuntariamente, Kit miró la tarjeta robada que descansaba en su mano.

Susan siguió su mirada.

—¿De dónde habéis sacado ese pase? —preguntó, sin salir de su asombro.

Nigel se movió en su dirección.

Susan dio media vuelta y echó a correr.

Nigel fue tras ella, pero la doblaba en edad. «Nunca la cogerá», pensó Kit. Gritó de rabia. ¿Cómo podía haberse torcido todo en tan poco tiempo?

Entonces Daisy salió al pasillo que conducía a la sala de control.

Kit nunca pensó que se alegraría de ver su fea cara.

No pareció sorprenderle lo más mínimo la escena con la que se encontró: la guardia corriendo hacia ella, Nigel siguiéndola, Kit petrificado en la retaguardia. Fue entonces cuando este se dio cuenta de que Daisy habría estado observando cuanto ocurría en los monitores de la sala de control. Habría visto a Susan saliendo de recepción y, habiéndose percatado del peligro, se había puesto en marcha.

Susan vio a Daisy y vaciló un momento, pero siguió corriendo hacia delante, al parecer decidida a embestirla.

Un amago de sonrisa afloró a los labios de Daisy. Tomó impulso llevando el brazo hacia atrás y hundió el puño enguantado en el rostro de Susan. El golpe produjo un sonido asqueroso, como si alguien hubiera dejado caer un melón sobre un suelo embaldosado. Susan se desplomó como si se hubiera empotrado contra una pared. Daisy se frotó los nudillos, complacida.

Susan se incorporó de rodillas. Respiraba con dificultad, sorbiendo la sangre que le manaba de la nariz y la boca. Daisy sacó del bolsillo de la chaqueta una porra flexible de unos veinte centímetros de largo, fabricada, supuso Kit, con bolas de acero metidas en una funda de piel. Daisy alzó el brazo.

—¡No! —gritó Kit.

Daisy aporreó a Susan en la cabeza. La guardia cayó al suelo sin emitir sonido alguno.

—¡Déjala! —chilló Kit.

Daisy levantó el brazo para volver a golpear a Susan, pero Nigel se adelantó y le cogió la muñeca.

—No hay por qué matarla —dijo.

Daisy retrocedió a regañadientes.

—¡Pirada de mierda! —gritó Kit—. ¡Conseguirás que nos condenen a todos por homicidio!

Daisy miró el guante marrón claro de su mano derecha. Había sangre en los nudillos. La lamió a conciencia.

Kit no podía apartar los ojos de la mujer que yacía inerte en el suelo. La mera visión de su cuerpo postrado le resultaba repugnante.

—¡Esto no tenía que haber pasado! —dijo, alarmado—, ¿Ahora qué hacemos con ella? 

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