¿Demasiada fantasía en estos comentarios? Tal vez no, si atendemos al contexto en el que están ubicados estos relieves. De hecho, todo el templo de Dendera está cubierto de inscripciones que podrían facilitarnos pistas para interpretarlos. No en vano, se trata de un recinto consagrado al conocimiento en su estado más puro, y que fue erigido en época ptolemaica (siglo I d.C, en tiempos de Ptolomeo IX) para preservar en él, en los estertores de la cultura egipcia, un saber de más de seis mil años de antigüedad.
Una de esas inscripciones, ubicada según John Anthony West en una de las cámaras subterráneas cerradas hoy al público, describe cómo el templo de Dendera fue construido «de acuerdo con un plan escrito sobre rollos de piel de cabra, en la época de los compañeros de Horus»
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. Estos compañeros de Horus, o
Shemsu-Hor
, sucedieron en muchos siglos a los
nTrw (neteru
, «dioses») y pertenecían a una cultura mucho más desarrollada que éstos. De hecho, según algunas tradiciones, el templo de Dendera, así como el de Edfú y Abydos, están ubicados sobre los lugares donde, en plena noche de los tiempos, los
Shemsu-Hor
libraron sus batallas e hicieron uso de todo su poder destructor.
Durante estos últimos años de visitas ininterrumpidas a Egipto, un extraño entretenimiento ha ocupado mis ratos libres: buscar en otros templos ptolemaicos como el de Kom-Ombo o el de Edfú —también construidos sobre los montículos primordiales marcados por los compañeros de Horus— trazas del insólito jeroglífico de las «bombillas». Al principio, la tarea no dio ningún fruto. Sencillamente, no existían «bombillas» de ese tamaño esculpidas en ningún otro recinto faraónico.
Sin embargo, cuando dejé de buscar lámparas incandescentes gigantes y me concentré en los pequeños jeroglíficos, buscando alguna clase de forma estilizada de «bombilla», éstas comenzaron a surgir por todas partes. Las hallé en los corredores de Edfú, bien visibles. También en Kom-Ombo, e incluso en Esna. ¡No había un solo templo de aquel período que no las tuviera!
Las de Edfú me llamaron especialmente la atención. Se trataba de una especie de flores de loto simplificadas, de las que también emergían serpientes que, a su vez, eran cubiertas por una suerte de campanas transparentes. La pregunta resultante de aquella sucesión de hallazgos era obvia: ¿tanto se popularizó el uso de «bombillas» en los templos del Alto Nilo en época ptolemaica, que se decidió acuñar un signo propio para definirlo?
La búsqueda del significado para ese signo jeroglífico tan parecido a las «bombillas» de Dendera no fue fácil. Con los datos que me brindó el experto en cultura egipcia Nacho Ares logré por fin ubicar nuestra «bombilla de Edfú» en catálogos modernos que la clasificaban dentro del apartado de «edificios y partes de edificios», o en listas de jeroglíficos inventados por los ptolomeos que las consideraban como simples determinativos, creados con la intención de acompañar a otras palabras y dotarlas de un contexto semántico propio.
En realidad, Dendera no es el único lugar de Egipto donde existen jeroglíficos que recuerdan bombillas eléctricas. En la fotografía superior señalo dos «bombillas» que se encuentran en el templo de Edfú; la inferior presenta una imagen con «bombillas» de Kom-Ombo. Ambos, templos ptolemaicos del Alto Egipto.
Otras interpretaciones, en cambio, consideraban este símbolo como la representación de un sagrario o una suerte de sanctasanctórum, dando la impresión de que los buenos de Krassa y Habeck —después de todo— tenían razón al afirmar que las «bombillas» no habían podido ser descifradas. Cada experto daba su lectura.
Como apreciará el lector, todas éstas son interpretaciones lo suficientemente vagas como para dejarnos como al principio. ¿O tal vez no? De hecho, sólo si aceptamos la hipótesis de que la casta sacerdotal tenía acceso a una clase de conocimientos tecnológicos impropios de su época, tal vez heredados de esos misteriosos «sembradores de cultura» que fueron los
Shemsu-Hor
, explicaríamos satisfactoriamente cómo los artistas egipcios —que no trabajaban movidos por un sentido estético, sino religioso— rompieron las tinieblas de recintos como la «tumba persa» de Sakkara, con la que iniciaba este relato.
Y vaya por delante una última pista para lectores despiertos: tanto el templo de Dendera como el de Edfú tenían una clara función astronómica. Los techos de sus corredores, la orientación precisa de sus muros a los puntos cardinales y hasta la inclusión de elementos estelares tan clásicos como el célebre «zodíaco de Dendera», apuntan claramente a la existencia de cierta conexión estelar en estos recintos. E indican probablemente —y ésa es una opinión totalmente subjetiva— la dirección hacia la que debemos encaminar nuestros pasos detrás del «enigma eléctrico» de Egipto.
Una ola de calor procedente del Bósforo anunciaba que la jornada iba a ser especialmente dura. Era 9 de agosto. De 1998, por más señas.
A mediodía me esperaba en su despacho la directora del palacio museo más fabuloso de la ciudad, el Topkapi. Era una cita precipitada, casi fuera de mi programa de viaje, pero que bien merecía la pena. Si todo salía bien, sabía que tendría un gran reportaje bajo el brazo.
… Si salía bien.
Filiz Cagman, una mujer de aspecto sobrio, pelo corto como el de un muchacho y ojos fríos, me miró de arriba abajo nada más entrar en sus dominios. La estancia era mucho más austera que la recepción en la que colgaban los retratos de los últimos ocho directores de la institución, pero no tardé en descubrir en ella el aura de autoridad que la señora Cagman se había forjado a conciencia.
Apenas una mesa, una máquina de escribir y una montaña prudente de papeles era todo su mobiliario. Y bastaba.
Cagman sabía qué es lo que quería de ella —se lo había anunciado a su secretaria veinticuatro horas antes por teléfono—, y en su semblante se dibujaba un gesto inconfundible de desconfianza. ¿Había hecho bien en revelar tan claramente mis intenciones? Pronto lo sabría.
—Lamento no poder complacerle, señor Sierra —se excusó poco después de tenderme su mano, sin levantarse de su silla—, pero la petición que usted nos hace es en extremo insólita.
—Pensé que se trataba de un objeto de interés público. Por eso me permití solicitar verlo.
—Y lo es —me atajó antes de que mi protesta se elevara de tono—. Pero lo que pide no es posible por el momento.
—¿Por el momento? ¿Quiere decir que en alguna ocasión ha sido posible verlo?
La directora titubeó. Mi pregunta tenía trampa: si respondía afirmativamente, podría indagar en las fechas en las que el objeto de mi interés estuvo expuesto; si era negativa, el misterio se recrudecería por encima de lo esperado. Hablábamos, naturalmente, de una de las piezas más célebres del Museo Topkapi, reproducida en miles de libros en todo el mundo, y que paradójicamente, por su respuesta posterior, ¡no había estado colgada nunca de sus muros!
Al principio no la creí. Luego su mirada me convenció.
—El mapa de Piri Reis no está en exposición —repitió—. Lo lamento de veras.
«Piri Reis» era un mapa antiguo, atribuido a un almirante turco de principios del siglo XVI de idéntico nombre, y en el que se contenían una serie de datos geográficos y cartográficos sorprendentes. Para mi sorpresa, no sólo el mapa no había sido exhibido jamás en el Topkapi —pese a todas las referencias bibliográficas que indican lo contrario—, sino que según averigüé después, sólo destacadas personalidades como el mandatario y artífice de la moderna Turquía, Mustafá Kemal Atatürk, habían podido contemplarlo en toda su majestad.
O casi, porque según Cagman, el mapa se encuentra tan deteriorado que a los expertos sólo se les permite trabajar con copias.
Yo mismo, tras mucha insistencia, pude examinar la más antigua de ellas —una elaborada en 1933, cuatro años después de su «redescubrimiento», por el Ministerio de Educación de Ankara—, y comprar una reproducción a escala real en el museo naval de la ciudad. Atónito, descubrí que ese museo, ubicado en las orillas del Bósforo, posee una gigantesca reproducción en piedra del mapa en una de sus fachadas, e incluso comprobé que postales y láminas con aquellos reveladores bocetos cartográficos impresos formaban parte de los recuerdos para turistas más clásicos del lugar.
—No hay nada que pueda hacer por usted —repitió Filiz Cagman al fin—. Otra vez será.
Impotente, sin permiso para ver aquel mapa con tan fascinante historia a sus espaldas, reuní cuanta documentación y fotografías pude, y durante meses traté de reconstruir la «biografía» de la carta de navegación más extraña, polémica y reveladora que había tenido ocasión de examinar jamás.
La gesta moderna del mapa que me proponía investigar comenzó casi setenta años antes de mi visita. En efecto: en 1929, durante una inspección de los fondos de ese antiguo palacio imperial convertido en museo y centro de reunión social de Estambul, un grupo de operarios descubrió un viejo mapa pintado sobre piel de gacela, enrollado y olvidado hacía tiempo en una estantería de madera. Tras las primeras averiguaciones se determinó que el mapa en cuestión fue dibujado en 1513 —la fecha viene referida en caracteres arábigos en el propio documento y se corresponde con la del mes de
muharram
, del año islámico de 919—
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y su autor fue nada menos que uno de los héroes nacionales turcos: un almirante de la flota otomana llamado Piri Reis.
Todo un misterio. Sólo así puedo definir un mapa que fue dibujado en 1513 y que describe con tal precisión las costas americanas, incluyendo porciones de tierra todavía no descubiertas en esas fechas. Sin embargo, lo más enigmático es que represente parte de la costa de la Antártida, que no sería descubierta hasta 1818.
Este hombre, navegante de reconocido prestigio en su época, llegó incluso a publicar un libro —el
Kitabi Bahriye
—
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en el que describe minuciosamente todos los recovecos del mar Egeo. Sin embargo, cosas del destino supongo, su nombre se convertiría en universal gracias a aquel viejo rollo de cuero recién descubierto.
No era para menos. Su olvidado mapa describía con extraordinaria precisión las costas atlánticas de África, la Antártida, España y Sudamérica. Y lo hizo, según explica en el anverso de su propia obra, tomando los datos necesarios de un buen número de croquis antiguos cuyo origen nunca ha llegado a esclarecerse, pero entre los que debía de figurar —según explicó el almirante— una de las cartas de navegación empleadas por el mismísimo Cristóbal Colón. Y lo que es más importante: de los veinte mapas consultados por Reis, algunos databan de la época de Alejandro Magno y otros —aseguró— procedían de complejos cálculos matemáticos.
El almirante lo explicó así de claro:
En este siglo no hay mapa como éste en posesión de nadie. La mano de este pobre hombre la ha dibujado y ahora está construido. Lo he dibujado a partir de unas veinte cartas y mapamundis —éstas son cartas dibujadas en los tiempos de Alejandro, señor de los Dos Cuernos, que muestran las zonas habitadas del mundo; los árabes llaman a estos mapas
Jaferiye
— y de ocho
Jajeriyes
de este tipo y un mapa arábigo de Hind, y de los mapas recién dibujados por portugueses que muestran los países de Hind, Sind y China geométricamente dibujados, y también de un mapa dibujado por Colón en la región occidental. Reduciendo todos estos mapas a una escala, he llegado a esta forma final.
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