—No nos engañemos, Frank. Los dos sabemos qué significa. Sé que usted la quiere, y por eso me cuesta tanto trabajo hablarle de esto… Frank, te ha engañado desde el principio… —era la primera vez que lo tuteaba—. ¿Nunca te pareció sospechoso que se interesara tanto por tu trabajo, por el curso de las investigaciones? No te dejes llevar por los sentimientos: recuerda cuál ha sido su conducta desde que te conoció… No sabes nada de ella. No tiene vida propia… Te ha espiado desde el principio, Frank…
Su rostro se descompuso, golpeado por un relámpago de dolor.
—Creo que trabaja para los rusos.
—No puedo creerle, Gustav. Creo que
usted
es quien pretende alejarme de mi verdadero objetivo, no ella…
—Haz que la siga uno de tus hombres de confianza, Frank —aseveré, contundente—. Descubrirá lo mismo que yo.
—Debo pedirle que se marche —me dijo—. Nuestra colaboración ha terminado.
—Como usted quiera, profesor Bacon —dije con serenidad mientras me levantaba—. Usted sabrá…
La noche le hacía pensar en el vientre de una ballena: en todo caso un sitio inhóspito y grave que lo engullía poco a poco hasta despojarlo de todas sus certezas. No había estrellas y sólo el vacío dejado por la luna nueva le proporcionaba un hálito de esperanza.
Deambulaba desde hacía un par de horas, sin rumbo fijo, antes de regresar a su casa y a su fatal encuentro con Irene. A lo largo de todo ese tiempo no había podido poner sus ideas en orden, como si alguien le hubiese extirpado la capacidad de razonar. Por más que se esforzaba, por más que trataba de repasar cada uno de los momentos que había pasado con ella, Bacon no conseguía discernir si Irene había estado fingiendo amor o si en realidad lo había sentido. Durante los últimos meses su vida privada se había reducido a sus contactos nocturnos con ella, a sus largas conversaciones y a su pasión desbordada pero, fuera de eso —debía reconocerlo— Irene era una incógnita. Había visto su amor maternal, el cuidado con el cual se encargaba del pequeño Johann y eso le había bastado para creer en ella. Y, aún peor, la amaba. Desde sus lejanos tiempos con Vivien no había sido capaz de pronunciar estas palabras —y de estremecerse al hacerlo— y ahora se daba cuenta de que quizás todo había sido un engaño, un plan diabólico utilizado en su contra. No podía creerlo, no podía aceptar que se hubiese equivocado tanto. Y sin embargo…
Y sin embargo se sentía devorado por la incertidumbre. Después de convivir con Irene durante meses, de mirarla a diario, de besar sus caderas y de acariciar su nuca, de ducharse con ella y de respirar sus cabellos, de beber su cuerpo y de dormir en su regazo, no era capaz de saber si ella le había dicho la verdad… ¡Era terrible! No poder confiar ni siquiera en la persona amada; peor aún: en la única persona por la que él lo hubiese abandonado todo, la ciencia y su trabajo, sus propias certezas, su vida.
Se decidió a buscarla, incapaz de resistir la espera. Subió los escalones del edificio como quien encara el patíbulo y, sin dirigirse siquiera a su apartamento, entró directamente en el de Irene. Como cada noche, ella lo esperaba despierta, aunque esta vez con una sombra de exaltación. En cuanto Irene lo miró, en cuanto distinguió la posición de sus hombros y la contracción de sus labios, en cuanto contempló la angustia, la rabia y la impotencia que lo ensombrecían, se dio cuenta de que él sabía. En ocasiones podía parecer ingenua, pero no era ninguna tonta. Ni siquiera tuvo que preguntarle nada. Debía empezar a poner en marcha la segunda parte de su plan. Sus primeras palabras fueron:
—Perdóname, Frank.
Ella trató de abrazarlo, en vano. Bacon se hizo a un lado.
—¿Cómo has sido capaz?
—Lo siento, no tenía alternativa…
—¿Quién te paga por la información?
Las lágrimas corrían por el rostro de Irene como un par de marcas de infamia.
—¡Frank! —chilló—. Por favor…
—¿Para quién trabajas?
—Te lo suplico…
—¿Para los rusos?
Irene hizo un movimiento de cabeza.
—¿Por qué?
—¿Por qué? —repitió ella, cuidándose de no mostrar una debilidad excesiva—. Oh, lo siento tanto…
—Me has engañado desde el principio.
—Ésa era mi intención. Debía hacer que te enamorases de mí…
—¡Pues lo lograste!
—Pero de pronto todo cambió. Todo empezó a salir mal, Frank…
Comenzaste a importarme pero yo ya no tenía otro remedio que seguir colaborando con ellos… Quieren a Klingsor a cualquier precio…
—Me traicionaste… Me vendiste.
—No, Frank, no —su actuación no mejoraba—. Quizás lo nuestro comenzó así, pero no contaba con que yo terminaría enamorándome de ti… ¡Lo juro! Todos los días me torturaba, quería confesártelo, pero me daba demasiado miedo… Debí hacerlo hace mucho, antes de que tú lo descubrieses… Te amo.
—¿Y piensas que ahora puedo creerte, Irene?
—Frank, es la verdad…
—He escuchado lo mismo tantas veces —dijo Bacon, apático—. Me gustaría que fuese cierto, Irene. Me gustaría más que nada en el mundo… Pero es demasiado tarde.
Bacon se dio media vuelta.
—Adiós, Irene.
Berlín, julio de 1943
A mediados de 1943, Heinrich me envió una carta diciéndome que necesitaba verme. Marianne recibió la noticia más alarmada que yo y toda aquella semana los tres —incluida Natalia— apenas pudimos conciliar el sueño. Entonces no imaginábamos el sentido de su visita. Él no le había dicho nada a su propia esposa y todos temíamos lo peor. Lo recibí con un abrazo y el gesto compungido de quien se sabe culpable. Heini tenía el rostro enjuto y demacrado, cubierto por unas arrugas que yo nunca le había visto. Me agradeció haberlo recibido y, después de saludar a Marianne, me pidió que pasásemos de inmediato a la biblioteca.
—¿Qué sucede, Heini? —le dije, sirviendo un par de copas de oporto—. ¿A qué se debe tanto misterio? Llevamos meses sin saber de ti, Natalia apenas te ve y de pronto te presentas con esta urgencia.
Heinrich se tomó el oporto de un trago para darse valor y comenzó a hablar con una voz apenas audible.
—Gustav, te agradezco lo que ustedes dos han hecho por ella —me dijo—. Pero el motivo de mi visita es otro. Después de tantos malentendidos, no sabes cuánto aprecio que podamos charlar con franqueza…
—Nunca dejamos de ser amigos —mentí.
—Lo sé —me dio un golpe en el hombro—. Por eso he querido venir. Tú siempre has sido un ejemplo para mí, ¿sabes? Te has mantenido en tu lugar, firme, dedicado a lo que a te gusta: la ciencia.
—Ojalá fuese tan fácil…
—No quiero alargarme demasiado, resultaría sospechoso —exclamó—. Lo que vengo a decirte es muy delicado. Yo sólo soy una especie de portavoz… Sí, no te sorprendas, vengo como amigo tuyo, pero también como enviado…
—¿De quién?
—De mucha gente, Gustav. De mucha gente que, como tú, desde el principio ha aborrecido todo esto…
—No comprendo, Heini… Creo que será mejor no hablar más…
—Espera, Gustav, por favor —me tomó del brazo; sus ojos imploraban que lo escuchase.
—Está bien.
—Somos más de los que te imaginas. Hemos hecho planes desde hace mucho pero sólo ahora nos sentimos con la fuerza suficiente para llevarlos a cabo… Sé que no me comprendes, pero la verdad es que nunca me diste oportunidad de explicarte… Al principio Hitler me deslumbró, como a muchos, tengo que aceptarlo, pero muy pronto me di cuenta de la realidad… En cuanto empezó la guerra… ¡No sabes cuántas atrocidades he contemplado a lo largo de estos años, querido amigo! Si no te lo dije, fue porque no quería ponerte en peligro antes de tiempo.
—Yo te lo advertí…
—Sí, y entonces no te hice caso. Perdóname, perdona mi ceguera anterior —se bebió otro vaso de vino—. Pero he cambiado, eso es lo importante. Te lo repito: somos muchos, civiles y militares, y no estamos dispuestos a permitir que el horror continúe por más tiempo…
—Un poco tarde para empezar, ¿no te parece?
—Tienes razón, pero quizás nos quede algo de tiempo. Tenemos que intentarlo, Gustav. Les he hablado de ti… Están muy interesados en la idea de que un científico nos apoye… Serías muy valioso para nosotros.
Me extrañaba que Heini me hablase con tanta desenvoltura, con tanta inocencia, sobre un asunto tan arduo. ¿Y si en realidad era una trampa? ¿Si nos había descubierto y ahora quería vengarse del peor modo posible?
—Lo siento, Heini, pero no puedo aceptar… —le dije, pensativo. Es demasiado arriesgado y demasiado tarde… Ahora perdóname tú.
—¡Gustav! —me imploró—. No puedes abandonarnos así. Tú sabes que estamos haciendo lo correcto… Te diré lo que haremos. Acompáñame a una de las reuniones. Si estás de acuerdo con nuestros planteamientos, adelante. Si no, haremos como si nunca te hubiésemos conocido…
—De acuerdo, Heini —le dije al fin—. Voy a pensarlo.
—Gracias, Gustav —se levantó y volvió a darme un abrazo—. Sabía que al final terminarías haciendo lo correcto, amigo mío.
Gotinga, junio de 1947
Cuando llegué a su despacho, lo encontré desplomado sobre el escritorio y con un rostro que anunciaba la devastación del insomnio. Dos gruesas ojeras habían contaminado su piel terrosa, y sus labios secos y su expresión contrahecha me revelaban que las dudas que había sembrado en él habían florecido durante la noche anterior hasta convertirse en enormes bosques de sombras.
—¿Qué hace aquí? —me espetó con mal disimulada violencia—. Le dije que no quería verlo más…
Yo no hice caso a sus palabras y me senté pausadamente frente a él, como tantas veces en el pasado.
—¿Confirmó mis sospechas, Frank?
—¡Váyase al demonio, Links!
—Frank, yo sigo considerándome su amigo —mi tono era más sosegado—. Me preocupa su estado de ánimo y me preocupa el futuro de la investigación…
—¡Pues a mí no! ¡Al demonio con la investigación y con Klingsor!
—Frank —insistí—, no puede hablar de ese modo. Comprendo que se sienta mal, no hay nada peor que reconocer la traición de alguien en quien hemos depositado nuestra confianza…
—Usted debe saber mucho de eso.
—Debemos seguir adelante —evadí su ironía—. Yo sigo pensando que no hemos perdido la dirección adecuada…
Bacon ni siquiera me miraba. Permanecía concentrado en los dedos de su mano, como si en el contorno de sus uñas se concentrasen todos los secretos del universo.
—Sí, seguiré adelante —me dijo—. No tengo otra opción. Pero temo que no con su ayuda, Gustav…
—Por Dios, Frank, no puede echarme así sólo porque he sido yo quien le ha revelado las verdaderas intenciones de Irene. Me recuerda a los mensajeros que, sólo por el hecho de transmitir malas noticias, eran ejecutados al instante…
—¡Basta de tonterías, Gustav! —los ojos de Bacon se clavaron en mi rostro, tratando de traspasar mi piel, de mirarme por dentro—. Ya no puedo confiar en usted. Ni en nadie. No sé si todo lo que he hecho durante estos meses ha sido una evasión inútil o si en realidad me he acercado a la verdad. No puedo saberlo y usted es, en gran medida, el responsable…
—¿Yo?
—Gustav, esta conversación no va a llevarnos a ninguna parte —exclamó con falsa firmeza—. Le agradezco sus servicios, pero nuestra colaboración ha terminado. Ahora déjeme solo.
—Pero, Frank… —murmuré, sinceramente apenado.
—No hay más que decir, profesor Links. Hasta luego.
—No es justo —insistí—. Usted sigue bajo la influencia de esa mujer… Ha comprobado que le miente y, sin embargo, no puede desprenderse de los prejuicios que ella le ha transmitido…
—Eso ya no es asunto suyo, profesor.
—Muy bien, he de irme —accedí, incómodo—. Pero antes permítame que le cuente una historia. ¿Recuerda que, al inicio de la investigación, le narré el primer acto del
Parsifal
de Wagner?
—Sí, lo recuerdo —respondió con frialdad.
—Antes de marcharme, le contaré el segundo acto. Se lo debo…
—No me interesa escucharlo en estos momentos, profesor.
—Como le dije en aquella ocasión, al final del primer acto Parsifal ha asistido al ágape celebrado por los caballeros del Grial en el castillo de Montsalvat. Ahí, el héroe ha presenciado los sufrimientos de Amfortas, el cual ha perdido la gracia divina. Ante su dolor, Parsifal no ha experimentado compasión alguna… Se considera demasiado recto, demasiado virtuoso, demasiado severo, y cree que las penas de Amfortas son el justo castigo a sus pecados…
—Gustav, no estoy de humor. Déjeme tranquilo.
—Al iniciarse el segundo acto, Parsifal ha dejado atrás el castillo de Montsalvat y se ha dirigido hacia el sur, rumbo al palacio de Klingsor —al ir recordando esta aventura me sentía transportado por una extraña emoción—. ¿Y sabe por qué se dirige a aquellas tierras? Para probarse, querido amigo. Parsifal quiere saber cuán fuerte es. Lo que pretende casi parecería un acto de soberbia si no fuese, al mismo tiempo, la expresión de la pureza de su espíritu: busca someterse a la misma tentación que venció a Amfortas… Imagine la escena: Parsifal camina por los senderos encantados de Kolot Embolot y, ¿sabe a quién persigue? A la misma mujer de «aterradora belleza» que sedujo a Amfortas. La desea, Frank, la desea más que nada en el mundo. Pero la desea para ser capaz de rechazarla, para demostrar que es más fuerte que el rey… Se trata de una especie de ordalía, un misterioso duelo con el pasado. Klingsor, entonces, decide complacerlo. A veces no hay nada tan terrible como obtener aquello que se desea profundamente, ¿no cree? En el juego que se ha entablado entre ellos, el demonio está dispuesto a aceptar la apuesta que Parsifal le ha hecho al entrar en sus dominios…
—Ya sé adonde quiere llegar, Gustav, así que terminemos de una vez…
—No, no lo sabe, Frank. No puede saberlo —lo contradije, y continué—: La partida cósmica empieza, señoras y señores. En esta esquina, el joven Parsifal. En la otra, el viejo Klingsor. Para empezar, el Señor de la Montaña le envía a Parsifal una legión de hermosas doncellas de las flores, sutiles jovencitas, casi niñas que, desnudas, se lanzan a sus brazos, intentan besarlo y acariciarlo, prometiéndole goces inimaginables… Entre ellas, su futuro estaría asegurado: no tiene más que ceder a sus insinuaciones para comenzar a disfrutar los placeres de la eternidad… Y, sin embargo, Parsifal resiste. ¿Y sabe por qué? No desprecia a las ninfas porque sea un hombre fuerte y poderoso, no las aleja de sí, sin mirar sus senos blancos y tersos, apenas insinuados, porque tenga un estricto dominio de sí mismo, ¡no, señor! Para él esta prueba es muy fácil. ¡Lo más sencillo del mundo! Es como si todas aquellas muchachas ni siquiera existieran. ¿Conoce el motivo? Muy simple: Parsifal sólo desea a una mujer, sólo ansía el abrazo embriagador de la seductora de Amfortas. ¡Ella es la única que existe! ¡La única verdad posible, Frank! Y está dispuesto a alcanzarla en contra de todas las adversidades, a cualquier precio…