En busca de Klingsor (49 page)

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Authors: Jorge Volpi

Tags: #Ciencia, Histórico, Intriga

BOOK: En busca de Klingsor
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Una noche no resistí más. En vez de esperar la ritual visita de Natalia a nuestra casa, me presenté en la suya. Me recibió con una sonrisa incómoda, que revelaba un nerviosismo sabio y culpable.

—Te amo a ti —le dije—. Sólo a ti.

Ella me abrazó con fuerza y luego permitió que yo le arrancase la ropa, que violentase su cuerpo y su alma y que la llevase al lecho que compartía con Heinrich. Natalia se comportó como un fantasma: por más que tratase de aferrarme a ella, por más fuerte que la abrazara, por más dulces o vulgares o terribles que fuesen las palabras con las cuales trataba de encadenarla a mí, ella escapaba con sutileza, como si su piel y su esqueleto estuviesen hechos con mercurio, no más que una luminosa prolongación de mi deseo, un resplandor o una alucinación. Sin embargo, al final terminó aceptando lo evidente.

—Yo también te amo —sollozó en mi hombro.

¿Cómo creerle? ¿Cómo asumir que su voz era cierta y responsable, aguda como una espada, inclemente como nuestra traición? ¿Cómo? Y, no obstante, yo lo hacía, incapaz de soportar la idea contraria, demasiado débil para pensar que sus palabras fuesen una vana delicadeza, una confusión o una duda.

—¿Y Marianne?

—¿Y Heinrich? —dije yo, impávido y cruel.

A partir de ese momento, no volvimos a mencionar nuestras ataduras, como si un nuevo universo se abriese para nosotros. Aunque comenzaba a vivir tres existencias distintas y aunque para lograrlo engañaba a tantas personas, entonces yo pensaba que, desde el instante en que mi amor por Natalia era claro, yo estaba a salvo: sólo existía con ella y por ella; lo demás —el matrimonio, la amistad, las matemáticas, la guerra— eran espejismos, azarosas brutalidades que nada tenían que ver conmigo. ¿Qué podía hacer? ¿Qué podíamos hacer, Natalia y yo, en medio del desorden de aquellos años? ¿Huir? ¿Es que había algún refugio para nosotros, una sola posibilidad, una esperanza? Desde luego que no: nuestra condena era segura; nuestra separación y nuestra muerte, no más que hechos diferidos a los que nos acercábamos sin remedio. Y, sin embargo, nunca fui tan feliz como entonces.

EL PRINCIPIO DE INCERTIDUMBRE

Gotinga, junio de 1947

¿Quién dice la verdad? ¿Y quién miente? ¿Me amas o me engañas? ¿Cumplirás tu promesa o renegarás de ella? ¿Me salvarás, Dios mío, o me dejarás perecer en esta cruz? ¿Culpable o inocente? Lo sé, lo sé. Al
principio de incertidumbre
le ha llegado a suceder la misma desgracia que a la relatividad de Einstein: miles de personas que no entienden una palabra de física, provocadas por cientos de periodistas que saben aún menos, suponen que han comprendido el sentido profundo de la expresión por más que la sola unión de una incógnita y un número —¡por no hablar de una maleducada letra griega!— les cause profundos dolores de cabeza. Y entonces, micrófono o estilográfica en mano, se dan a la tarea de
popularizar
el mensaje de la ciencia. De pronto, la foto de Einstein aparece en el
New York Times
, el mundo entero se fija en sus zapatos sin calcetines y en su cabello revuelto. Y no falta el palurdo que dice, convencido de su sapiencia: «Todo es relativo».

A Heisenberg no le fue mucho mejor. Su principio de incertidumbre sólo se refería, en realidad, al elusivo mundo subatómico, no a los amores ambiguos, a las promesas rotas o a las traiciones venideras. Originalmente, Werner sólo quería describir una característica bastante anormal de la física cuántica. Mientras físicos como Schrödinger y Einstein se obcecaban en defender la regla clásica según la cual un electrón debía poder
visualizarse
, Heisenberg demostró que era imposible medir, a un tiempo, el movimiento y la velocidad del electrón. No, no se trataba de un error, ni de un fallo de nuestras herramientas, sino de una consecuencia inevitable de las leyes físicas.

Como él mismo escribió: «En teoría, para observar directamente un electrón, haría falta construir un microscopio potentísimo, de alta resolución, pero para ello sería necesario iluminar el electrón con una luz de longitud de onda muy pequeña. Pero, por desgracia, los cuantos de luz emitidos bastarían para modificar el comportamiento del electrón que tratamos de observar… Por ello, cuanto más exactamente determinemos su posición, tanto más imprecisa será la velocidad en ese mismo instante, y viceversa. Y esta relación también opera para otras parejas conjugadas de variables, como energía y tiempo. Y otra cosa: el límite de precisión antes mencionado, que ha sido impuesto por la naturaleza, tiene la importante consecuencia de que, en cierto sentido, dejan de ser válidas las leyes sobre la causalidad».

Así de simple. O de complejo. Era la prueba definitiva de que la ciencia había dejado de ser una forma de conocer completamente el universo para pasar a ocupar una posición más modesta: la de ofrecer una visión parcial, mínima, del cosmos. Y para colmo, como afirmaba Heisenberg, ello conducía a la desconcertante conclusión de que la causalidad clásica también había perdido importancia. El artículo de Heisenberg que contenía el principio de indeterminación, apareció en la
Zeitschrift für Physik
el 22 de marzo de 1927, cuando él desempeñaba el cargo de asistente de Bohr en Copenhague, con el título algo incómodo de «Sobre el contenido observable de la cinemática y de la mecánica cuántica». No obstante, sólo dos semanas después, Heisenberg publicó, en una revista no científica, un largo ensayo derivado del anterior, de modo que le corresponde alguna responsabilidad por el uso que sus palabras han adquirido en bocas menos doctas.

Así que ustedes disculparán el que recurra a esta odiosa vulgarización pero, en aquellos momentos, yo no podía dejar de pensar que el teniente Bacon y yo habíamos sido presa de algo muy parecido al principio de incertidumbre. Poco importaba que, en el fondo, los átomos apenas tuviesen que ver con nuestras pesquisas. Klingsor hacía que nos sintiésemos, en realidad, en medio de la mayor de las dudas. ¿Estábamos siguiendo el camino correcto? ¿Se trataba de una trampa? ¿O ni siquiera eso, sino de una simple equivocación? Y, a partir de ahí, las preguntas cada vez se volverían más acuciantes y desesperanzadoras. ¿Podíamos confiar en los demás? ¿Era Irene una amante devota? ¿Y era Bacon un hombre fiel? ¿Yo debía seguir creyendo en la ingenuidad y la torpeza del teniente? ¿Era prudente que él siguiese mis indicaciones? ¿Estaba yo manipulándolo a mi favor, como decía Irene? ¿O era ella quien lo manipulaba a él? ¿Quién jugaba con quién? ¿Quién traicionaba a quién? ¿Y para qué? ¿Éramos, de un modo u otro, piezas en el ajedrez de Klingsor? O, peor aún, ¿Klingsor no era más que una abstracción de nuestras mentes, una proyección desorbitada de nuestra incertidumbre, un modo de colmar nuestro vacío?

No había modo de saberlo. Confiar en alguien equivalía, inmediatamente, a perder la confianza de otro; obtener un resultado llevaba, por fuerza, a un error de apreciación que surgía, como una enfermedad súbita, en algún otro lugar. Todos nos contradecíamos y, al mismo tiempo, todos asegurábamos decir la verdad. Una verdad que, según todas las apariencias, ya no existía. Klingsor nos vencía con sus propias armas y nosotros, simples mortales, apenas podíamos luchar contra él en la vasta soledad del mundo.

No podía esperar el momento en que Bacon llegase de Copenhague para alertarlo sobre la verdadera naturaleza de Irene. Entonces yo no podía saber que era demasiado tarde. ¡Qué tonto fui! Debí haber actuado antes de que se marchasen, de haber asestado el primer golpe, de haberla atacado por sorpresa, hubiese podido vencerla, pero la morosidad o el descuido —o el simple azar— me llevaron a equivocarme. ¡Cómo habría de lamentar más tarde este mínimo error, esta leve vacilación! Han pasado más de cuarenta años y la rabia y la angustia todavía hinchan mis venas, brutalmente, hasta golpear mi viejo pecho. Por desgracia, no puedo cambiar el pasado: la flecha del tiempo no corre hacia atrás —¡maldita entropía!— y no puedo aspirar a otra cosa que a lamentar mi error…

Sabía que Frank e Irene regresarían a Gotinga el domingo por la noche, de modo que no tendría ocasión de visitarlo ese día sin despertar las sospechas de la mujer. Lo único que podía hacer era esperar a que él me llamase, como solía hacer cada vez que nos separábamos, y verlo a solas para referirle cuanto sabía. El domingo transcurrió como un siglo de silencio: la ansiada llamada telefónica no se produjo. Bacon se había desentendido de mí. Pasé toda la tarde en cama, azotado por un terrible dolor de cabeza que desde ese momento reconocí como un presagio de catástrofe.

Como todos los lunes, me presenté en el despacho de Bacon a las diez de la mañana. No parecía especialmente alterado —o lo disimulaba muy bien— y me estrechó la mano como de costumbre. Yo no podía adivinar que, a pesar de sus reservas —o a causa de ellas— había decidido comportarse conmigo de forma natural, evitando cualquier suspicacia por mi parte. Sin darnos cuenta, nos habíamos mezclado en otro juego —uno más de entre la infinita variedad de partidas que manteníamos entonces—, esta vez entre él y yo, y en el cual ganaría quien fuese capaz de disimular mejor su desasosiego.

—Creo que nadie me ha sorprendido tanto como el viejo Bohr —me dijo a modo de saludo—. A diferencia de los demás, no parece un genio, o al menos no de esa especie que parece saberlo y poderlo todo desde la infancia, sino un hombre que, con voluntad y paciencia, ha conseguido vencer todas sus limitaciones…

—¿Y qué le ha dicho?

—¿Bohr?

—Sí.

Bacon aún no tenía la habilidad suficiente para mantenerse impertérrito ante una pregunta directa.

—Usted tuvo razón, como siempre, Gustav —admitió a regañadientes; su actuación mejoraba—. Heisenberg y él rompieron a raíz del último viaje de éste a Copenhague. Sin embargo, aún no tengo claro el motivo. Hablar con Bohr es extremadamente difícil, y parece como si él se obstinase en olvidar la cuestión…

—Pero hay algo turbio, ¿verdad?

—Creo que sí —me respondió con sarcasmo—. Las palabras de Heisenberg irritaron a Bohr, pero no estoy convencido de que haya tratado de engañarlo, Gustav. Si Heisenberg era un agente de Hitler, habría que aceptar que su misión fue un completo fracaso… Supongamos por un momento que así fue. Werner se dirige a Copenhague siguiendo órdenes del Führer. Después de numerosos intentos, al fin se encuentra a solas con Bohr. ¿Y qué hace? No lo sabemos con exactitud, pero sí conocemos el resultado del encuentro. En vez de colaborar con Heisenberg, o creer en él, o aceptar la propuesta que éste le hacía, el danés decidió no volver a confiar en su antiguo alumno…

—Quizás fuese un error de Heisenberg…

—Hagamos un ejercicio, Gustav. Analicemos solamente el peor de los casos. Imaginemos que Heisenberg, ni más ni menos que el responsable científico del proyecto atómico alemán, intentó convencer a Bohr de la necesidad de detener
todas
las investigaciones relacionadas con asuntos bélicos… Y supongamos que lo hizo siguiendo los dictados de Hitler… Heisenberg está dispuesto a traicionar a su maestro para detener el programa atómico aliado… Muy bien, Gustav, ahora dígame: al final, ¿qué consiguió Heisenberg?

—Ya le dije que quizás cometió una equivocación…

—¿Un error de cálculo de Klingsor? Lo dudo —Bacon se volvía cada vez más intransigente—. ¿Conoce cuáles fueron las consecuencias de aquella charla? Se lo voy a decir. En vez de tratar de detener a los científicos aliados, Bohr los animó aún más a continuar con su trabajo… En 1943 huyó a Suecia, luego a Inglaterra y, por fin, a Estados Unidos ¿y sabe qué fue lo primero que hizo allá? Visitó a quienes trabajaban en el proyecto atómico y se aprestó a contribuir, en lo posible, en la construcción de la bomba… ¡Justo lo contrario de lo que buscaban Heisenberg o Hitler! ¿Me ha comprendido?

—Un fracaso absoluto —tuve que reconocer.

—Así es —sonrió Bacon—. De pronto, toda nuestra teoría se desmorona. Creo que este dato basta para descartar a Heisenberg como posible consejero de Hitler…

—Que su estrategia haya fracasado con Bohr no necesariamente lo exime de lo demás…

—Claro que no, pero sí ha conseguido que yo me plantee serias dudas sobre el curso de esta investigación, Gustav…

De repente me di cuenta de todo: Irene lo había ganado para su causa. ¡Yo estaba a punto de perder!

—Quizás me haya precipitado en mis deducciones, Frank —le dije con una voz casi suplicante…

—Más que eso.

—Frank, por favor… Olvidémonos por un segundo de Klingsor… Lo que tengo que decirle es aún más grave, y más doloroso —me estaba jugando mi última carta—. Sé que tal vez no sea éste el mejor momento, porque usted ha comenzado a desconfiar de mí, pero es algo que usted debe saber… —me costaba trabajo encontrar las palabras precisas—. Espero que me perdone, pero no tengo salida.

—Al grano, Gustav —estalló Bacon—, empiezo a cansarme de sus rodeos…

—Se trata de Irene.

—¡Entonces no hay nada que hablar! Le agradezco que se preocupe por mí, pero no necesito sus consejos…

—No, Frank —traté de parecer lo más amigable y compungido que pude—. Es algo realmente delicado… Quizás no vaya a creerme, y piense que estoy inventando esta historia para desviar su atención, pero no es así. Se lo juro. Lo que voy a contarle es la verdad y nada más que la verdad…

—¿La verdad?

—Concédame el beneficio de la duda. En esta ocasión no se trata de una especulación mía, sino de algo que he visto y comprobado… De un hecho.

—¡Hable de una vez, Gustav!

—Hace unos días, antes de que ustedes se marcharan a Copenhague, por casualidad la vi de lejos… A Irene, quiero decir… Parecía llevar prisa… Y, no me pregunte por qué, decidí seguirla.

Bacon se levantó de su asiento, furioso.

—¿Quién se cree que es? —me gritó—. ¿Dios?

—Frank, por favor, no se altere…

—¡No tiene ningún derecho a meterse en mi vida privada!

Pensé que iba a golpearme, pero se contuvo de pronto. En el fondo le intrigaba lo que yo había descubierto.

—Lo siento —me disculpé, temblando—. No quería entrometerme, sólo seguí un presentimiento…

—Me tiene sin cuidado lo que haya visto, Gustav. Para serle sincero, ya no creo en usted…

—Sólo déjeme terminar, por favor. Luego usted decidirá lo mejor… —me defendí—. La seguí hasta el interior de una iglesia. Allí se encontró con un hombre y le entregó un sobre.

—¿Y eso qué? —dijo, aunque su voz había comenzado a temblar.

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