En alas de la seducción (37 page)

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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Romántico

BOOK: En alas de la seducción
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Newen soltó a Cordelia, satisfecho de haberle dado una lección y de haber desahogado en ella la furia que lo carcomía. Pero ni bien se enderezó, vio cómo la muchacha se llevaba las manos al estómago y se doblaba en dos, víctima de una tremenda arcada.

—¡Carajo! —exclamó, y la sostuvo mientras ella se recomponía, roja y sudorosa.

Todavía maldiciendo, la condujo hacia la cocina, donde sirvió agua de un jarro en la taza del desayuno y la obligó a beber a los apurones. Cordelia se atragantó, tosió, y después se alejó corriendo hacia el frescor de la tarde.

Una vez afuera, respiró hondo varias veces, con los ojos cerrados y los labios temblorosos. Nunca, jamás en toda su vida, había protagonizado un espectáculo tan denigrante. Y, por todos los santos, jamás había conocido a un hombre tan horrible como Newen Cayuki.

Al cabo de unos momentos, cuando la sensación comenzaba a remitir, sintió la presencia de él a sus espaldas. Estaba cerca, muy cerca, pero no la tocaba. Cordelia pensó que sería capaz de arrancarle los ojos si lo hacía. Pero Newen se mantuvo en silencio detrás de ella. Se volvió, dispuesta a ver su cara burlándose, y en lugar de burla, lo que vio en sus ojos fue consternación. La contemplaba con temor, buscando en ella signos de malestar. Cuando habló, su voz sonó más profunda de lo habitual.

—Perdone. Soy un bruto.

La muchacha lo miraba, incapaz de decir nada sobre eso.

—Lo que pasa es que... yo mismo crié a ese cóndor. Lo vi nacer, crecer, le enseñé a volar... y ahora... ahora debo enterrarlo.

Cordelia tragó saliva. Un nudo en la garganta le impedía hablar.

—Usted no tiene la culpa. Usted no lo mató —siguió Newen—. Por ignorancia es que mueren estos animales. Porque nadie se preocupa de enseñar lo verdaderamente importante en la vida. Si yo fuese un maestro, si pudiese... lo primero que enseñaría a los niños sería el respeto por la tierra, por los animales y las plantas. Como me educaron a mí. Les diría que somos tan importantes unos como otros. Que hay lugar para todos y... que hay que dejar que el río corra.

Jamás, desde que compartiera la cabaña con Newen Cayuki, Cordelia le había oído decir tantas palabras juntas. Estaba impresionada, no sólo por el discurso, sino por la emotividad de su voz. Se dio cuenta de que su intuición inicial no había fallado, que el guardaparque era un hombre duro porque había tenido que serlo, pero que en su corazón había un rescoldo de ternura, capaz de postrarlo delante de un cóndor muerto, o de enjugar una lágrima en un momento de tristeza.

Tragó el nudo y, siguiendo un impulso, lo tomó de la mano, tirando de él hacia la cabaña. Newen la miraba, indeciso.

—Venga —lo alentó—. Tengo algo para darle.

Entraron de nuevo y Newen observaba cómo Cordelia buscaba adentro de la bolsita que esa mañana había traído Medina para ella.


Voilá
—exclamó, sacando un trozo de telar.

Lo desplegó ante él, y Cayuki vio los trazos geométricos de varios animales sobre un fondo color crema. Uno de ellos era el cóndor de los Andes, representado como lo habían hecho desde siempre los tehuelche en sus pinturas rupestres.

—Lo vamos a poner aquí —sugirió Cordelia con reverencia, y cubrió con la tela el cuerpo de Antiman.

Newen miraba todo sin entender.

—Hágalo usted, señor Cayuki. Yo... no me atrevo. Si va a enterrarlo, me gustaría que llevara esto.

Luego Cordelia volvió a tomar la mano del indio, reteniéndola en mudo apoyo a sus sentimientos, y permaneció así, de pie junto a él, contemplando los restos del cóndor que ella también empezaba a amar a partir de ese día.

Capítulo XXII

La ceremonia del entierro del cóndor se llevó a cabo al día siguiente, después de corroborar que el ave había muerto por ingestión de cebos envenenados, que se trataba del joven Antiman, liberado a la vida silvestre en la primavera pasada con el número 25, el que portaba en una caravana entre las plumas.

Cayuki hubiera querido enterrarlo sin pompa ninguna, pero Cordelia estaba empeñada en asignarle un lugar señalado, un bonito rincón al pie de un precioso maitén, del lado de la bajada al arroyo, donde sabía que Newen solía bañarse. Insistió también en marcar el lugar con una cruz.

—Esto es ridículo —protestó Newen—. Es un cóndor, no un cristiano.

—No importa, señor Cayuki. Es para que usted sepa dónde está. Tiene que ser algo distinto, que se destaque. No podemos poner una piedra o un tronco, porque se vería igual a todos.

La dejó hacer, porque el gesto de la muchacha al desprenderse de su regalo para envolver el cuerpo de Antiman lo había conmovido.

Cuando volvieron a la cabaña, Newen tuvo que ocuparse del papeleo para presentar el informe y Cordelia aprovechó el momento para lavar algo de ropa.

Mientras lo hacía, utilizando una enorme batea que el guardaparque le había construido junto a la bomba, la muchacha pensaba en qué diferente era su vida desde que viajó a aquel lugar. Y qué raro se sentiría volver a la civilización un día, cuando su hermano llegara. Ese pensamiento la perturbó. No había duda de que volvería, pero esa certeza ya no le servía de consuelo como antes. ¿Qué sucedería con Newen? ¿Qué habría significado para él lo sucedido la noche anterior? No quería aceptar que el guardaparque la había tomado como a cualquier otra mujer, quería creer que ella significaba algo para él en su mundo áspero, un mundo vedado para todos, incluso para ella.

Le había tomado cariño a Dashe, que la seguía a sol y a sombra. Se había acostumbrado a visitar a Doña Damiana todas las tardes y estaba poniendo en práctica sus enseñanzas; ya no tenía tan ásperas las manos, gracias a los remedios caseros de la
machi.
Había entablado amistad con varias personas de la región: Walter, que cada dos o tres días pasaba a saludar y permanecía charlando con ella y con Cayuki mientras compartían el café, el propio Medina, que ya no la miraba con suspicacia y se preocupaba sinceramente por que se sintiera cómoda; hasta su ayudante, Lemos, que al principio la esquivaba, avergonzado de su conducta en la noche de la fiesta, pero que, a medida que pasaban los días y ella seguía allí, había adoptado una actitud correcta y amable, aunque procurando siempre no encontrarse con Cayuki.

En realidad, su mayor fracaso en la vida social de Los Notros era el propio Cayuki. El hombre era duro de pelar. Jamás revelaba sus sentimientos, dejando aparte el día que halló al cóndor y aquella noche, cuando se apoderó de ella con un fuego del que no lo creyó capaz. Ahora él trataba de no permanecer mucho tiempo en su compañía. Cordelia, en cambio, se sentía cada vez más cercana al guardaparque. Convencida de que era un hombre bueno que había sufrido mucho, intentaba sonsacarle cosas que la ayudaran a comprenderlo, pero Newen Cayuki era un hombre inabordable. Se decía que estaba haciendo tamaño esfuerzo en favor de su hermano para que, cuando le tocara ocupar su puesto pudiese saber a qué atenerse, pero una vocecita interior le susurraba que su interés por el guardaparque estaba más relacionado con el cosquilleo que sentía en su presencia, cada vez que él regresaba de la ronda y se quitaba los implementos, uno por uno, frente a la puerta, o los momentos en que, al amanecer, lo espiaba desde el altillo mientras, con el torso desnudo, él preparaba el café y el almuerzo que comería en su trabajo.

Cordelia no había tenido pretendientes en su joven vida. Sus escarceos amorosos se habían reducido a las miradas que intercambiaba con los vecinos del barrio residencial en que vivían, porque su formidable abuelo espantaba a cualquiera que osara acercarse a su nieta. Por otro lado, la vida que llevaba en un colegio de monjas de lunes a viernes no era la más propicia para hacer amistades masculinas. Sabía que Emilio tenía algunos amigos que posaban sus ojos en ella, aunque eran tan pocas las ocasiones en que se le había permitido alternar con ellos, que a veces hasta dudaba de que ese interés no fuese una fantasía de su mente.

Newen Cayuki había abierto una puerta que ella no quería cerrar, después de que la besara y le hiciera el amor junto a la chimenea. Aun no habiendo recibido otros besos, Cordelia intuía que aquellos no habían sido comunes y corrientes. Es que el guardaparque tampoco era un hombre común y corriente.

—Buenos días.

La voz femenina la sobresaltó. A un par de metros, con las manos en la cintura y ataviada con un ceñido vestido de colores, se encontraba la misma joven antipática que conociera en lo de Doña Damiana. La miraba divertida, como si descubrirla lavando la ropa fuese lo último que esperaba. Cordelia sacó las manos del agua jabonosa y las ocultó detrás de la falda.

—Qué sorpresa.

—Le dije que vendría, ¿no? ¿Está Newen?

La
recién
llegada se hizo sombra con la mano, buscando con la mirada la figura masculina alrededor de la cabaña.

—Sí, está ocupado con...

—No importa. Yo misma me anuncio.

Cordelia la miró contonearse hasta la entrada de la casa, con su vestido de arabescos coloridos, sin mangas, bastante corto, que dejaba ver las lindas piernas morenas. Esta vez no llevaba trenzas, sino la cabellera espesa suelta sobre los hombros. Era evidente que se había esmerado en su arreglo para visitar "casualmente" a Newen.

La rabia le borboteaba en el pecho. Se sintió mezquina al desear que el guardaparque la despidiese diciendo que en ese momento estaba demasiado ocupado para atenderla. Pero ya salía Newen Cayuki, listo para su trabajo, mientras la muchacha morena le tendía los brazos y se colgaba de su cuello. Cordelia desvió la mirada. No quería saber si él la besaba o no. Se vio a sí misma, con los brazos mojados hasta el codo, el pelo recogido en una trenza desmañada y la ropa que solía usar para las tareas: una falda azul y una camisa de hombre enrollada en la cintura y en las mangas. Un adefesio.

Con el rabillo del ojo, vio a Cayuki sonreír y eso la fastidió más. ¿Cuántas veces le sonreía a ella, que compartía su vida y atendía su casa?

No escuchaba lo que decían, pero le pareció que la joven insistía en algo que al guardaparque no le agradaba. Finalmente, con un mohín, la mujer se hizo a un lado y caminó hacia donde Cordelia lavaba una y otra vez la misma prenda hasta casi deshacerla.

—Me voy. Lamento no poder quedarme a hacerle compañía, pero voy a estar ocupada en el pueblo. Otro día nos veremos.

—Adiós —murmuró Cordelia.

Observó que Cayuki se entretenía recogiendo sus cosas hasta que la joven desapareció de la vista. Recién entonces se puso en marcha, rumbo a su trabajo. Cordelia creyó ver en esa actitud una simulación. Esos dos tramaban encontrarse en otro sitio, tal vez en el bosque, y querían fingir indiferencia delante de ella. Sólo así se explicaba que la mujer partiese tan pronto. Cordelia se sintió frustrada. ¿Tan rápido había conquistado esa joven al guardaparque? ¿Tendrían una relación desde antes? Se sintió ofendida como si él le hubiese mentido y casi no lo saludó cuando pasó a su lado. Vio que él tomaba el sendero del sur, como cada día al empezar su ronda, y se le antojó que eso era parte del acuerdo. Seguramente, en alguna parte del camino se desviaría para encontrarse con su amante. Pero ella no era tan tonta. Aunque más no fuera para ver la sorpresa de los dos, los sorprendería en el bosque. Simularía estar buscando frutillas. Después de todo, Doña Damiana encontraría algún uso para las frutillas. Las
cholilas,
como les decía ella.

Corrió hacia la cabaña para cambiarse de ropa. Se lavó, peinó su cabello y lo dejó suelto en la espalda. Se puso una túnica celeste que había comprado en el pueblo y las zapatillas tejidas. A último momento, sacó su espejito de mano y contempló su rostro por partes. Ya no necesitaba rubores artificiales. El sol de la montaña había pintado un hermoso dorado en su piel. Pero el perfume no estaría de más. Mojó unas gotas de la loción de rosas blancas, que por milagro se había salvado de romperse, y partió hacia el bosque, decidida. Recordó de pronto que si iba a recolectar frutillas era mejor que buscase algo donde ponerlas, o no podría convencer a nadie, así que se hizo de una bolsa de arpillera que colgaba de un gancho en la cocina.

Sus pies la llevaban con rapidez. Ya no tropezaba tanto como antes. Había aprendido a esquivar las piedras redondas que podían arrastrarla en una caída cuesta abajo. Tomó el camino por el que había visto desaparecer a Llanka, pues estaba segura de que Newen se reuniría con la joven más tarde. No le resultaría difícil permanecer oculta en el bosque y aparecer cuando menos lo esperaran.

El canto de las cigarras prometía otra jornada calurosa, aunque ya se percibía en el aire el aroma dulzón de las primeras hojas marchitas que anunciaban el otoño. A pesar de la rabia que sentía, Cordelia no podía dejar de admirar el paisaje que la envolvía a medida que iba descendiendo. Ella, que no había conocido más verdor que el del jardín de su casa, meticulosamente podado y ornamentado de acuerdo al más exquisito gusto francés, se encontraba en plena cordillera, rodeada de picos nevados, árboles grandes como monumentos, lagos espejados y matorrales donde la vida bullía tanto de día como de noche. En los pocos días que llevaba viviendo en la colina del guardaparque, había visto más variedad de insectos y escuchado más trinos de aves que en toda su vida. ¡Hasta una... culebra! Sonrió al recordar aquel susto tremendo y cómo Newen se había escandalizado, cuando todavía creía que se trataba de su ayudante. Pensó que la señorita Llanka no había sido nombrada en ningún momento por Cayuki. Claro que él no era muy conversador. Tampoco la había visto en la Fiesta del Artesano. ¿Dónde viviría?

Mientras divagaba de esta forma, seguía adentrándose en la penumbra de un bosquecillo de arrayanes. Los troncos veteados de blanco formaban un cuadro encantador, de cuento de hadas. Cordelia nunca imaginó que existiesen árboles como esos, cuyas ramas de color canela se enroscaban entre los copos de follaje, salpicado de florecitas blancas. Se distrajo y tropezó, torciéndose un pie. Lanzó una maldición nada femenina y se detuvo para masajearse el tobillo. Fue por ese movimiento que no percibió la figura que la observaba desde el interior del bosque.

Un hombre que, en silencio, había seguido sus avances casi desde el principio.

Cuando Cordelia se enderezó, la figura ya no estaba. La muchacha continuó con más lentitud a causa del tobillo dolorido y algo dudosa sobre el camino a seguir. Le había parecido fácil desde la cabaña orientarse siempre en la dirección oeste. Ahora, en medio del follaje y sin sendero marcado, se sentía perdida. Encontró un claro pequeño donde la luz del sol se filtraba creando un escenario de luces y sombras y decidió descansar un momento allí. Si Newen la hubiese visto sentada entre los arrayanes color caramelo, con su cabello de plata suelto sobre la espalda, acariciándose el pie con aire distraído, habría confirmado su impresión de que Cordelia era un hada del bosque, porque la muchacha era una visión encantadora que se ofrecía al viajero desprevenido.

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