Read Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero Online
Authors: Álvaro Mutis
Tags: #Relatos, Drama
Comimos en su camarote y tuve que reconocer que las artes del cocinero de Kingston estaban a la altura de la fama que predicaba su patrón. Este encendió un cigarrillo de tabaco negro, que despedía un olor ácido de arbusto carbonizado, y, frente a dos tazas de café bien cargado, comenzamos a intercambiar noticias sobre lo que había sido de nosotros durante el largo período en el cual no nos habíamos visto. Al terminar, le expliqué que pasaba por una de esas épocas en que todo sale mal. Estaba varado en New Orleans y se me agotaban los pocos dólares que me quedaron tras liquidar un mirífico negocio de implementos para pesca en alta mar que vendía a la gente de Grand Isle, en los Cayuns. Ya había enviado varios S.O.S. a mis amigos en los cinco continentes sin obtener ninguna respuesta. Era como si hubieran muerto todos. «Sí —me interrumpió Wito—. Después se los encuentra uno en cualquier bar y preguntan con una cara de sorpresa recién estrenada: "¿Pero dónde andabas? Creíamos que te habías muerto'». Bueno, lo cierto era que me quedaban en el bolsillo apenas los billetes suficientes para pagar la siniestra pensión en un barrio de turcos y marroquíes adonde había recalado con una
belly-dancer
, sobrina de la dueña del tugurio. La bailarina se largó al poco tiempo a San Francisco y yo me quedé allí aguantando, con relativa paciencia, el fastidioso rosario de reclamos de la agria tía que me echaba la culpa de la huida de su, según ella, cándida sobrina. Una joya la niñita, una joya que prometía más de lo que la buena señora sospechaba. Tenía ya más de diez relojes de marcas costosísimas que le distraía a los clientes, mientras se le acercaban durante el baile para meterle en la cintura o en el sostén un mugroso billete de cinco dólares, cuando no alguno de una devaluada moneda suramericana. Wito me miraba a través del tupido matorral de las cejas, mientras una sonrisa satisfecha le bailaba alrededor de sus facciones de zorro inofensivo.
—Venga conmigo —dijo al final de mi historia—, necesito un contador y, aunque ya sé que los números no son su fuerte, es tan sencillo lo que hay que hacer que hasta usted sirve. El que traía se enfermó de malaria y quedó hospitalizado en la Guayana. Los reglamentos de la marina mercante me exigen tener uno a bordo. Usted me arregla el problema. Pero debo contarle que mis cosas no van mucho mejor que las suyas, Gaviero. Comencé a endeudarme hace ya un año. Iba pagando como podía pero, de pronto, todo empezó a complicarse. No hay carga y cada vez aparecen más compañías aéreas medio piratas, que con tres viejos DC-4 transportan carga a unos precios que no sé cómo les alcanza para la gasolina.
—Depende de la carga, Wito, depende de la carga —le aclaré alarmado por su ingenuidad.
—Sí —prosiguió—, tiene razón, qué tonto soy. Bueno, la verdad es que el
Hansa Stern
ya pertenece en dos terceras partes a los bancos. Pero ahora tengo una buena perspectiva con un cargamento de copra de la isla de San Andrés para llevar, al parecer, hasta Recife y mañana me resuelven algo para traer a Houston unas maderas de Campeche. Si las dos cosas me salen, libero el barco y nos largamos a Chipre a mover peregrinos.
Allí nos habíamos conocido hacía ya una buena cantidad de años, en circunstancias que ya vendrá la hora de contar. Acepté, naturalmente, la oferta de Wito, aunque me surgían las mayores dudas sobre la solidez y realidad de las dos operaciones que nos iban a sacar del atolladero. Algo flotaba en los ojos de mi amigo que me estaba indicando que las cosas andaban tal vez mucho peor de lo que él mismo aceptaba. Pero quedarme en New Orleans era en verdad como llegar al fondo del pozo. Sentía hacia la ciudad, tal como ahora era, una profunda antipatía. El puerto
créole
y bullanguero, con música excelente y mujeres de los cuatro puntos cardinales, dispuestas a todo, se había convertido en una pretensiosa capital maquillada con su color local tan cursi como falso, lista para acoger a un turismo tejano y del
middle west
, muestra repugnante de la peor clase media americana. Sólo quedaba el río, majestuoso y siempre en actividad, que parecía dar dignamente la espalda al lamentable espectáculo de una ciudad que antes fue su favorita. Recogí mis cosas y dejé a la dueña del inquilinato maldiciéndome en tres dialectos de Anatolia, mientras el taxi se alejaba conducido por un negro gigantesco que se reía sin entender una palabra del chaparrón siniestro que llovía a mis espaldas. Instalé mis pertenencias, tan escasas que cabían en una no muy impecable bolsa de marino, en el camarote que me correspondía. Al cerrar la puerta con llave para dirigirme a cenar con Wito, me topé con Cornelius. Ya dije cuál fue su primera reacción. Mi larga experiencia con los frisios me dio el aplomo suficiente para soportar los primeros días de su reservada y quisquillosa compañía.
Como lo había sospechado desde un comienzo, los negocios no fueron como Wito me los había pintado. Lo de las maderas de Campeche se redujo a una escueta operación consistente en llevar traviesas para ferrocarril desde el puerto mexicano hasta Belice. Una miseria. Lo de la copra se redujo a dos viajes, desde San Andrés hasta Cartagena, con el horrible producto que impregnaba el aire con su intenso olor aceitoso, pariente del que despiden las chinches. Ni para pagar el diésel consumido en el trayecto. Luego siguieron algunos otros encargos de igual importancia que, evidentemente, no alcanzaban a cubrir la operación del
Hansa Stern
al cual el nombre le quedaba cada vez más inapropiado y grotesco. Wito nos debía casi tres meses de salario. «Con ustedes —se disculpaba en la sobremesa, escondiendo sus ojos grises tras el bosque de pelos que los protegían— me puedo tomar esta penosa libertad porque son mis amigos y comprenden mejor que nadie cómo son estas cosas. Pero a los proveedores, a las autoridades portuarias y al resto de la tripulación no puedo pagarles con palabras y protestas de amistad. Algo se presentará, ya lo sé, pero ojalá sea pronto. No sé qué hacer». Se pasaba la mano por el pelo entrecano, cortado al cepillo, con el gesto de quien trata de resolver un teorema de geometría por un abstruso camino que no es el conocido y normal. A sus premiosas disculpas contestábamos siempre, Cornelius y yo, tratando de alentarlo y comunicarle ánimos. Por nosotros, desde luego, no tendría que preocuparse, estábamos en el mismo barco —el chiste no le hacía sonreír, desde luego, porque lo habíamos repetido hasta la saciedad— y de pronto, un día, nos iba a llegar el contrato que nos sacaría a flote —aquí ya el improbable humor ni siquiera era registrado por Wito.
La capacidad para magnificar los negocios que se iban ofreciendo se agotaba en Wito a ojos vista. No es que cayera en la depresión o el desánimo. Eso hubiera sido en él inconcebible. Simplemente, era obvio que el mecanismo que lo sostuvo durante tantos años se había trabado allá adentro, dejando a nuestro hombre en una suerte de marcha neutra. La rigidez de sus gestos y posturas se iba haciendo más notoria y sus silencios de Báltico más largos. No solía ya demorarse en la sobremesa recordando los viejos tiempos: nuestro encuentro en Chipre, su primera travesía al lado de Cornelius, que había sido compañero de colegio de su esposa en Rotterdam, nuestras andanzas en el Adriático con Abdul Bashur, amigo y cómplice en operaciones que tocaban terrenos vedados por el código penal. Su mutismo era notorio. Ahora callaba frente a la taza de café negro y, cada vez con mayor frecuencia, llenaba sucesivas y minúsculas copas de licor de frambuesa que bebía de golpe y con aire ausente pero cortés.
La esposa de Wito pertenecía a una familia hebrea de Amsterdam. Se casaron cuando era primer oficial en un barco de pasajeros de la Nord Deutsche Lloyd Bremen, el
Murla
. Estuvo siempre enamorada de él como una quinceañera desbocada. Cuando obtuvo el grado de capitán, compró el
Hansa Stern
con el dinero de una herencia que le dejaron en Aruba unos tíos sin hijos. El barco llevaba entonces otro nombre, un poco más de acuerdo con su modesto tonelaje. Susana lo bautizó de nuevo, movida por sus recuerdos hamburgueses. Durante muchos de los viajes que emprendieron al comienzo, ella acompañaba a Wito. En sus incursiones por las Antillas fue en donde la bautizaron como Wita, lo que era más que previsible conociendo a la gente de las islas. Como en verdad se llamabaSusana, el apodo de Wita no le iba para nada. Pero la cosa no tenía remedio y ella la tomaba con total indiferencia a veces teñida de cierto humor judío. Hacía contraste muy notable con su esposo por su estatura de soprano wagneriana y una cara sonriente, ancha, con una tez rosada de niña que añadía mucha gracia a sus ojos pardos de una movilidad inteligente e incansable. Tuvo conmigo ternuras de hermana menor. Solía reprocharme siempre con burlona impaciencia:
—¡Ay, Gaviero! No sé qué le encuentras a ese perpetuo vagabundear tuyo, dando tumbos de un lado para otro. ¿Por qué no te casas y te instalas en alguna parte?
—Sí, un día lo haré. Ayúdame a buscar esposa —le contestaba para sacármela de encima.
—No, pobre mujer. Tienes más manías que un viejo rabino y cada día estás más loco —comentaba mientras venía a sentarse en mis rodillas y a pellizcarme las orejas, haciendo muecas de fingido reproche.
Conocí a Wito en Chipre, cuando Bashur y yo buscábamos un carguero para transportar una mercancía poco convencional, como habíamos resuelto llamarla con Abdul, entre regocijados y cautelosos. Se trataba de armamento y explosivos con destino a un pequeño puesto marítimo cerca de Haifa. Como la operación ofrecía más de un riesgo, ya cerrado el trato con Wito le pedimos que dejara a su mujer en tierra. «Si van a volar en pedazos yo prefiero que sea conmigo», comentó ella muy decidida. No hubo forma de convencerla de lo contrario y el viaje, lleno de sobresaltos, estuvo salpicado de sabrosas escenas en donde Wita, simulaba más que sentía de verdad, súbitos pánicos o exaltadas explosiones de júbilo cuando sorteábamos un obstáculo peligroso; ya fuera una lancha torpedera con el Union Jack en la popa o aviones egipcios que pasaban en vuelo rasante haciendo señales de las que era mejor no hacer caso.
Mientras liquidaba el infernal negocio de la mina de Cocora me enteré de la muerte de Wita. Había fallecido en Willemstad a causa de una tifoidea mal cuidada. Cuando se creyó fuera de peligro, comió una canasta de cerezas que le habían enviado sus padres desde Holanda. Sentí su ausencia como pocas veces he sufrido la muerte de alguien. Tenía esa tan rara condición de transmitir la felicidad, de hacerla brotar a cada instante, así, gratuitamente, sin razón alguna, porque sí, porque venía con ella, con sus gestos, con su risa, con su amor por la gente, por los animales, por los atardeceres en el trópico y las para ella siempre infantiles e inexplicables ocupaciones y preocupaciones de los hombres. Cuando perdemos a alguien así, sabemos que una ración más de la escasa dicha que nos es concedida se ha ido para siempre.
Wito me contó, en breves palabras y sin muchos detalles, la huida de su hija con un pastor protestante. La muchacha apenas cumplía quince años. No heredó la rozagante frescura de su madre pero sí su estatura, junto con la tiesura de movimientos del padre y algo de sus facciones de coyote trasnochado. Padecía un defecto de audición y tenía un genio de los mil demonios. Lo que más le dolió a Wito fue la tartufería del pastor, la beatitud meliflua con la que se insinuó en su casa aprovechando la ausencia de la madre y la debilidad de la joven. A ésta la perdonaba con sospechosa facilidad de quien se ha librado de una carga inmanejable. Al recordarla, parecía reprocharle tácitamente la ausencia de todas las gozosas virtudes de la madre. Wito seguía amando a su mujer con un fervor incompatible con su edad y con el tiempo transcurrido desde cuando ella dejó de existir. Cada vez que la mencionaba, uno tenía la impresión de que estaba a su lado. Pero en los últimos tiempos, también ese tema familiar fue paulatinamente desapareciendo de las charlas de sobremesa. Una cadena de necias fatalidades, de crecientes descuidos, de abulia cuidadosamente maquillada con el estricto cumplimiento de una rutina más inútil cada día, había venido a estropearlo todo.
Mis responsabilidades se iban reduciendo a bien poca cosa: registro del consumo y pago del combustible, la nómina que comprendía a seis marineros, el cocinero y cinco maquinistas; la provisión y control de los víveres y alguna otra compra incidental y sin importancia. Esto me tomaba menos de una hora al día. El resto del tiempo se iba en especular, con la ayuda de Cornelius, sobre las posibles soluciones a una situación que se estaba tornando insostenible. El holandés divagaba con esa lentitud síntoma del ocio en el que suelen flotar los obesos cuando se agotan sus responsabilidades que, en su caso, se concretaban a bajar de vez en cuando al cuarto de máquinas para supervisar el trabajo y reemplazar, cada vez con mayor frecuencia, a Wito en el puente de mando. Nuestro amigo transcurría más y más horas al día encerrado en su camarote, con la mirada perdida en la opacidad de sus cavilaciones. Íbamos entrando todos en un estado muy cercano a una controlada y estéril desesperanza. Llegué, en un momento, a pensar que el imposible color amarillo con el que estaba pintado el
Hansa Stern
influía en la ausencia de contratos de carga que nos esperaba en cada puerto. Porque, ¿a quién se le había podido ocurrir embadurnar la nave con ese tinte color cola de papagayo, que le quitaba la poca dignidad que podía tener el destartalado carguero construido en Belfast hacía más de ochenta años y que había servido en más de una guerra bajo las más heteróclitas banderas? Sólo a Susana Geltern, nacida Silverbach, quien tenía sobre las cosas del mar la misma desaprensiva actitud de su marido. Pero cargar al color con la culpa de todo no dejaba de ser una manera más de evadir el problema. Lo evidente era que se nos había venido encima una mala racha. Una de esas sombrías fatalidades de cada uno de nosotros en particular, que entraba en conjunción con la fuerza de una tormenta inmanejable.
Siempre he pensado que a estos períodos de catastrófica secuencia de infortunios no hay que darles un sentido trascendente de fatalidad metafísica. Nunca he creído en eso que las gentes llaman mala suerte, vista como una condición establecida por los hados sin que podamos tener injerencia en su mudanza u orientación. Pienso que se trata de un cierto orden, exterior, ajeno a nosotros, que imprime un ritmo adverso a nuestras decisiones y a nuestros actos, pero que en nada debe afectar nuestra relación con el mundo y sus criaturas. Cuando una de esas rachas se ensaña sobre mí, sigo disfrutando la compañía de mis compañeros de bar, la complicidad de amigas de ocasión, el diálogo con las sabias y reposadas madames de las casas de citas y compartiendo con algunos entendidos y muy estimados amigos, dispersos por algunos rincones del planeta, la especulación sobre el destino de las grandes dinastías de Occidente, signado a menudo por esas uniones fatales hechas con evidentes fines políticos y que cambian luego toda la historia durante varios siglos. En Puerto Rico, por ejemplo, sigo meditando con un muy querido y más que eminente historiador, sobre las consecuencias del matrimonio de María de Borgoña con Maximiliano de Austria. El perderse por tales laberintos, que pueden parecer a los neófitos una ocupación estéril, me parece mucho más práctico y con los pies en la tierra, que embestir a topes, como un borrego, contra circunstancias extrañas a nosotros que se conjuran para complicarnos el lado puramente utilitario de nuestra vida que es, sin duda, el más irreal e inasible dada su elemental e irremediable idiotez. Para esas especulaciones dinásticas nada más propicio, al menos en mi caso, que el bochorno ardiente del trópico que suele aguzar mis sentidos y mi inteligencia hasta límites de lo visionario y delirante. Es, entonces, cuando el calor y la humedad se conjuran para establecer una noche con ambiente de caldera y llega el sueño, como una guillotina aterciopelada y piadosa, que nos deja a la orilla de olvidadas regiones de la infancia o de oscuros rincones de la historia, poblados por figuras que vivimos como fraternas presencias inefables. Cuántas veces, en esas semanas anteriores a la llegada a Cristóbal, volvió a visitarme el sueño recurrente en el que participo como consejero militar y político de un paleólogo, alto, moreno y de una delgadez de asceta, que reina en Nicea. Todo se cumple con una deliciosa y eficaz parsimonia. La feliz conclusión de empresas guerreras y la firma de arduos tratados suceden dentro de un orden que podría calificarse de intemporal y platónico, hermano del que se instala a un tiempo en el centro de mi ser y en la dorada plenitud del pequeño imperio a orillas del mar de Mármara. De allí que, cuando mis asuntos de la diaria rutina toman un sesgo adverso, como era el caso entonces en el
Hansa Stern
, en mi interior persisten, intactas, mi disposición y simpatía por los seres que pueblan la historia y por el mundo que se ofrece al alcance de mis sentidos. Es más, a medida que los escollos prácticos se multiplican, mas generosamente se ensancha el territorio y el disfrute de esos dones que tejen la trama esencial de mi vida.