Read Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero Online
Authors: Álvaro Mutis
Tags: #Relatos, Drama
Marzo 18
Sucedió lo que hace rato vengo temiendo: la hélice chocó con un fondo de raíces y se torció el eje que la sostiene. La vibración se hizo alarmante. Hemos tenido que atracar en una orilla de arena de pizarra, que despide un tufo vegetal dulzón y penetrante. Hasta que logré convencer al Capitán de que sólo calentando el eje se conseguiría enderezarlo, lucharon varias horas en las maniobras más torpes e imprevisibles en medio de un calor soporífero. Una nube de mosquitos se instaló sobre nosotros. Por fortuna, todos estamos inmunes a esta plaga, con excepción del gigante rubio que soporta el embate con una mirada colérica y contenida, como si no supiera de dónde procede el suplicio que lo acosa.
Al anochecer se presentó una familia de indígenas, el hombre, la mujer, un niño de unos seis años y una niña de cuatro. Todos desnudos por completo. Se quedaron mirando la hoguera con indiferencia de reptiles. Tanto el hombre como la mujer son de una belleza impecable. Él tiene los hombros anchos y sus brazos y piernas se mueven con una lentitud que destaca aún más la armonía de las proporciones. La mujer, de igual estatura que el hombre, tiene pechos abundantes pero firmes, y los muslos rematan en unas caderas estrechas graciosamente redondeadas. Una leve capa de grasa les cubre todo el cuerpo y desvanece los ángulos de coyunturas y articulaciones. Los dos tienen el cabello cortado a manera de casquetes que pulen y mantienen sólidos con alguna substancia vegetal que los tiñe de ébano y brillan con las últimas luces del sol poniente. Hacen algunas preguntas en su lengua que nadie entiende. Tienen los dientes limados y agudos y la voz sale como el sordo arrullo de un pájaro adormilado. Entrada ya la noche, logramos enderezar la pieza, pero sólo hasta mañana podrá colocarse. Los indios atraparon algunos peces en la orilla y se fueron a comerlos a un extremo de la playa. El murmullo de sus voces infantiles duró hasta el amanecer. He leído hasta conciliar el sueño. En la noche el calor no cesa y, tendido en la hamaca, pienso largamente en las necias indiscreciones del Duque de Orléans y en ciertos rasgos de su carácter que irán a repetirse en otros miembros de la branche cadette, siempre de distinto tronco, pero con las mismas tendencias a la felonía, las aventuras galantes, el placer dañino de conspirar, la avidez por el dinero y una deslealtad sin sosiego. Habría que pensar un poco en las razones por las que tales constantes de conducta aparecen en forma implacable, casi hasta nuestros días, en estos príncipes de origen tan diferente. El agua golpea en el fondo metálico y plano con un borboteo monótono y, por alguna razón inasible, consolador.
Marzo 21
La familia subió a la lancha en la madrugada siguiente. Mientras bregábamos bajo el agua para colocar la hélice, ellos permanecieron de pie sobre el piso de palma. Durante todo el día estuvieron allí sin moverse ni pronunciar palabra. Ni el hombre ni la mujer tienen vellos en parte alguna del cuerpo. Ella muestra su sexo que brota como una fruta recién abierta y él el suyo con el largo prepucio que termina en punta. Se diría un cuerno o una espuela, algo ajeno por entero a toda idea sexual y sin el menor significado erótico. A veces sonríen mostrando sus dientes afilados y su sonrisa pierde por ello todo matiz de cordialidad o de simple convivencia.
El práctico me explica que es común en estos parajes que los indios viajen por el río en las embarcaciones de los blancos. No suelen dar explicación alguna ni dicen jamás dónde van a bajar. Un día desaparecen como llegaron. Son de carácter apacible y jamás toman nada que no les pertenece, ni comparten la comida con el resto del pasaje. Comen hierbas, pescado crudo y reptiles también sin cocinar. Algunos suben armados con flechas cuyas puntas están mojadas en curare, el veneno instantáneo cuya preparación es un secretó jamás revelado por ellos.
Esa noche, mientras dormía profundamente, me invadió de pronto un olor a limo en descomposición, a serpiente en celo, una fetidez creciente, dulzona, insoportable. Abrí los ojos. La india estaba mirándome fijamente y sonriendo con malicia que tenía algo de carnívoro, pero al mismo tiempo de una inocencia nauseabunda. Puso su mano en mi sexo y comenzó a acariciarme. Se acostó a mi lado. Al entrar en ella, sentí cómo me hundía en una cera insípida que, sin oponer resistencia, dejaba hacer con una inmóvil placidez vegetal. El olor que me despertó era cada vez más intenso con la proximidad de ese cuerpo blando que en nada recordaba el tacto de las formas femeninas. Una náusea incontenible iba creciendo en mí. Terminé rápidamente, antes de tener que retirarme a vomitar sin haber llegado al final. Ella se alejó en silencio. Entretanto, en la hamaca del eslavo, el indio, entrelazado al cuerpo de éste, lo penetraba mientras emitía un levísimo chillido de ave en peligro. Luego, el gigante lo penetró a su vez, y el indio continuaba su quejido que nada tenía de humano. Fui a la proa y traté de lavarme como pude, en un intento de borrar la hedionda capa de pantano podrido que se adhería al cuerpo. Vomité con alivio. Aún me viene de repente a la nariz el fétido aliento que temo no habrá de abandonarme en mucho tiempo.
Ellos siguieron allí, de pie, en medio de la barca, con la mirada perdida en las copas de los árboles, masticando sin cesar un amasijo hecho de hojas parecidas a las del laurel y carne de pescado o de lagarto que capturan con una habilidad notable. El eslavo se llevó anoche a la india a su hamaca, y esta mañana amaneció otra vez con el indio que dormía abrazado sobre él. El Capitán los separó, no por pudor, sino, como explicó con voz estropajosa, porque el resto de la tripulación podía seguir su ejemplo y ello traería de seguro peligrosas complicaciones. El viaje, añadió, era largo y la selva tiene un poder incontrolable sobre la conducta de quienes no han nacido en ella. Los vuelve irritables y suele producir un estado delirante no exento de riesgo. El eslavo musitó no sé qué explicación que no logré entender y regresó tranquilamente a su hamaca después de tomar una taza de café que le ofreció el práctico, con quien sospecho que se ha conocido en el pasado. Desconfío de la obediente mansedumbre de este gigante, en cuyos ojos se asoma a veces la sombra de una cansina y triste demencia.
Marzo 24
Hemos llegado a un amplio claro de la selva. Después de tantos días, por fin, arriba, asoman el cielo y las nubes que se desplazan con lentitud bienhechora. El calor es más intenso, pero no nos abruma con esa agobiante densidad que, bajo el verde domo de los grandes árboles, en la penumbra constante, lo convierte en un elemento que nos va minando con implacable porfía. El ruido del motor se diluye en lo alto y el planchón se desliza sin que suframos su desesperado batallar contra la corriente. Algo semejante a la felicidad se instala en mí. En los demás es fácil percibir también una sensación de alivio. Pero allá, al fondo, se va perfilando de nuevo la oscura muralla vegetal que nos ha de tragar dentro de unas horas.
Este apacible intermedio de sol y relativo silencio ha sido propicio al examen de las razones que me impulsaron a emprender este viaje. La historia de la madera la escuché por primera vez en La Nieve del Almirante, la tienda de Flor Estévez en la cordillera. Vivía con ella desde hacía varios meses, curándome una llaga que me dejó en la pierna la picadura de cierta mosca ponzoñosa de los manglares del delta. Flor me cuidaba con un cariño distante pero firme, y en las noches hacíamos el amor con la consiguiente incomodidad de mi pierna baldada, pero con un sentido de rescate y alivio de anteriores desdichas que, cada uno por su lado, cargábamos como un fardo agobiante. Creo que sobre la tienda de Flor y mis días en el páramo dejé constancia en algunos papeles anteriores. Allí llegó el dueño de un camión, que él mismo conducía, cargado con reses compradas en los llanos y nos contó la historia de la madera que se podía comprar en un aserradero situado en el límite de la selva y que, bajando el Xurandó, podía venderse a un precio mucho más alto en los puestos militares que estaban ahora instalando a orillas del gran río. Cuando secó la llaga y con dinero que me dio Flor, bajé a la selva, siempre con la sospecha de que había algo incierto en toda esta empresa. El frío de la cordillera, la niebla constante que corría como una procesión de penitentes por entre la vegetación enana y velluda de esos parajes, me hicieron sentir la necesidad impostergable de hundirme en el ardiente clima de las tierras bajas. El contrato que tenía pendiente para llevar a Amberes un carguero con bandera tunecina, que necesitaba ajustes y modificaciones para convertirlo en transporte de banano, lo devolví sin firmar, dando algunas torpes explicaciones que debieron dejar intrigados a sus dueños, viejos amigos y compañeros de otras andanzas y tropiezos que algún día merecerán ser recordados.
Al subir a esta lancha mencioné el aserradero de marras y nadie ha sabido darme idea cabal de su ubicación. Ni siquiera de su existencia. Siempre me ha sucedido lo mismo: las empresas en las que me lanzo tienen el estigma de lo indeterminado, la maldición de una artera mudanza. Y aquí voy, río arriba, como un necio, sabiendo de antemano en lo que irá a parar todo. En la selva, en donde nada me espera, cuya monotonía y clima de cueva de iguanas me hace mal y me entristece. Lejos del mar, sin hembras y hablando un idioma de tarados. Y, entretanto, mi querido Abdul Bashur, camarada de tantas noches a orillas del Bósforo, de tantos intentos inolvidables por hacer dinero fácil en Valencia y Toulon; esperándome y pensando que tal vez haya muerto. Me intriga sobremanera la forma como se repiten en mi vida estas caídas, estas decisiones erróneas desde su inicio, estos callejones sin salida cuya suma vendría a ser la historia de mi existencia. Una fervorosa vocación de felicidad constantemente traicionada, a diario desviada y desembocando siempre en la necesidad de míseros fracasos, todos por entero ajenos a lo que, en lo más hondo y cierto de mi ser, he sabido siempre que debiera cumplirse si no fuera por esta querencia mía hacia una incesante derrota. ¿Quién lo entiende? Ya vamos a entrar de nuevo en el verde túnel de la jungla ceñuda y acechante, ya me llega su olor a desdicha, a tibio sepulcro desabrido.
Marzo 27
Esta mañana, cuando orillamos para dejar varios tambores de insecticida en una ranchería ocupada por militares, bajaron los indios. Me enteré allí que mi vecino de hamaca se llama Ivar. La pareja lo despidió desde la orilla piando: «Ivar. Ivar», mientras él sonreía con una dulzura de pastor protestante. Al caer la noche, cuando estábamos tendidos en nuestras hamacas y, para evitar los insectos, no habíamos encendido aún la Coleman, le pregunté en alemán de dónde era, y me respondió que de Párnu, en Estonia. Hablamos hasta muy tarde. Intercambiamos recuerdos y experiencias de lugares que resultaron familiares para ambos. Como tantas veces sucede, el idioma revela de pronto a alguien por entero diferente de lo que nos habíamos imaginado. Me da la impresión de un hombre en extremo duro, cerebral y frío, y con un desprecio absoluto por sus semejantes, el cual enmascara en fórmulas cuya falsedad él mismo es el primero en delatar. De mucho cuidado el hombre. Sus opiniones y comentarios sobre el episodio erótico con la pareja de indios son todo un tratado de gélido cinismo de quien está de regreso, no ya de todo pudor o convención social, sino de la más primaria y simple ternura. Dice que viaja también hasta el aserradero. Cuando lo llamé factoría, se lanzó a una confusa explicación sobre en qué consistían las instalaciones, lo cual sirvió para sumirme aún más en el desaliento y la incertidumbre. Quién sabe qué me espera en ese hueco al pie de la cordillera. Ivar. Luego, durante el sueño, entendí por qué el nombre me era tan familiar. Ivar, el grumete que murió acuchillado a bordo de la Morning Star sacrificado por un contramaestre que insistió en que le había robado su reloj cuando bajaron juntos a visitar un burdel en Pointe-á-Pitre. Ivar, que recitaba parrafadas completas de Kleist, y cuya madre le tejió un suéter que él usaba con orgullo en las noches de frío. En el sueño me acogió con su acostumbrada sonrisa cálida e inocente y trató de explicarme que no era el otro, mi vecino de hamaca. Entendí al instante su preocupación y le aseguré que lo sabía muy bien y que no había confusión posible. Escribo en la madrugada aprovechando la relativa frescura de esta hora. La larga encuesta sobre el asesinato del de Orléans comienza a aburrirme. En este clima sólo las más elementales y sórdidas apetencias subsisten y se abren paso entre el baño de imbecilidad que nos va invadiendo sin remedio.
Pero meditando un poco más sobre estas recurrentes caídas, estos esquinazos que voy dándole al destino con la misma repetida torpeza, caigo en la cuenta, de repente, que a mi lado, ha ido desfilando otra vida. Una vida que pasó a mi vera y no lo supe. Allí está, allí sigue, hecha de la suma de todos los momentos en que deseché ese recodo del camino, en que prescindí de esa otra posible salida y así se ha ido formando la ciega corriente de otro destino que hubiera sido el mío y que, en cierta forma, sigue siéndolo allá, en esa otra orilla en la que jamás he estado y que corre paralela a mi jornada cotidiana. Aquélla me es ajena y, sin embargo, arrastra todos los sueños, quimeras, proyectos, decisiones que son tan míos como este desasosiego presente y hubieran podido conformar la materia de una historia que ahora transcurre en el limbo de lo contingente. Una historia igual quizá a esta que me atañe, pero llena de todo lo que aquí no fue, pero allá sigue siendo, formándose, corriendo a mi vera como una sangre fantasmal que me nombra y, sin embargo, nada sabe de mí. O sea, que es igual en cuanto la hubiera yo protagonizado también y la hubiera teñido de mi acostumbrada y torpe zozobra, pero por completo diferente en sus episodios y personajes. Pienso, también, que al llegar la última hora sea aquella otra vida la que desfile con el dolor de algo por entero perdido y desaprovechado y no ésta, la real y cumplida, cuya materia no creo que merezca ese vistazo, esa postrera revista conciliatoria, porque no da para tanto ni quiero que sea la visión que alivie mi último instante. ¿O el primero? Este es asunto para meditar en otra ocasión. La enorme y oscura mariposa que golpea con sus lanudas alas la pantalla de cristal de la lámpara empieza a paralizar mi atención y a mantenerme en un estado de pánico inmediato, insoportable, desorbitado. Espero, empapado en sudor, que desista de su revolotear alrededor de la luz y huya hacia la noche de donde vino y a la que tan cabalmente pertenece. Ivar, sin percibir siquiera mi transitoria parálisis, apaga la caperuza de la lámpara y se sume en el sueño respirando hondamente. Envidio su indiferencia. ¿Tendrá, en algún escondido rincón de su ser, una rendija donde aceche un pavor desconocido? No lo creo. Por eso es de temer.