Read Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero Online
Authors: Álvaro Mutis
Tags: #Relatos, Drama
Junio 2
Esta mañana nos encontramos con un planchón muy semejante al nuestro. Estaba varado en mitad de la corriente a causa de unos bancos de arena en donde se acumulaban troncos y ramas arrastradas por el río. Venía bajando y encalló en la noche. El práctico se había quedado dormido. Lo acompaña un mecánico que mira con resignación e indiferencia los esfuerzos de su compañero por desvarar el planchón con la ayuda de una pértiga. Mientras el Capitán intenta ayudarlos empujando con nuestra lancha un costado de la embarcación, yo converso con el mecánico que seguía mirando escéptico nuestros esfuerzos por desvararlos. Le pregunto por los aserraderos. Me informa que, en efecto, existen; que estamos a una semana de viaje si no tenemos problemas con los rápidos que hay más arriba. Se muestra intrigado por mi interés en esas instalaciones. Le digo que pienso comprar allí madera para venderla en los puertos del río grande. Me mira con una mezcla de extrañeza y fastidio. Empezaba a explicarme algo sobre los árboles cuando el ruido de nuestro motor, que aceleró en ese momento para liberar al fin el lanchón varado, me impidió entender lo que decía. A gritos le pedí que me volviera a explicar, pero alzó los hombros con indolencia y bajó a encender su motor mientras la corriente los empujaba rápidamente. Se perdieron a lo lejos en una curva del trayecto.
Seguimos nuestro camino. Intenté averiguar algo con el Capitán sobre lo que me había comenzado a decir el mecánico. «No haga caso —comentó—. Se habla mucha tontería sobre eso. Usted vaya, vea, y entérese por sí mismo. Yo sé poco del asunto. Los aserraderos están allí; los he visto varias veces y he traído a gente que trabajaba en ellos. Lo que sucede es que sólo hablan en su idioma y no me ha interesado averiguar qué es lo que se hace allá, ni cuál es el negocio. Sonfinlandeses, creo, pero si les habla en alemán algo entienden. Le repito, no haga caso de rumores ni de chismes. La gente aquí es muy dada a inventar historias. De eso viven, de contarlas en las rancherías y en los puestos del ejército. Allí las adornan, las aumentan, las transforman, y con eso engañan el tedio. No se preocupe. Ya llegó hasta aquí. Verifique por su cuenta, y a ver qué pasa». Me he quedado pensando en lo que dice el Capitán y caigo en la cuenta de que he perdido casi por completo el interés en este asunto de la madera. Me daría igual que nos devolviésemos ahora mismo. No lo hago por pura inercia. Es como si en verdad se tratara sólo de hacer este viaje, recorrer estos parajes, compartir con quienes he conocido aquí la experiencia de la selva y regresar con una provisión de imágenes, voces, vidas, olores y delirios que irán a sumarse a las sombras que me acompañan, sin otro propósito que despejar la insípida madeja del tiempo.
Junio 4
La corriente del río comienza a cambiar bruscamente de aspecto. Se adivina un lecho abrupto y rocoso. Los bancos de arena han desaparecido. El caudal se estrecha y empiezan a surgir ligeras colinas, estribaciones que se levantan en la orilla, dejando al descubierto una tierra rojiza que semeja, en ciertos trechos, la sangre seca y, en otros, alcanza un rubor rosáceo. Los árboles dejan al descubierto sus raíces en los barrancos, como huesos recién pulidos, y en sus copas hay una floración en donde el lila claro y el naranja intenso se alternan con un ritmo que pudiera parecer intencional. El calor aumenta, pero ya no tiene esa humedad agobiante, esa densidad que nos despoja de toda voluntad de movimiento. Ahora nos envuelve un calor seco, ardiente, fijo en su intacta transmisión de la luz que cae sobre cada cosa dándole una presencia absoluta, inevitable. Todo calla y parece esperar una revelación arrasadora. El tableteo del motor es una mancha en la absorta quietud del paisaje. El Capitán se acerca para advertirme: «Dentro de poco entraremos en los rápidos. Los llaman el Paso del Ángel. No sé de dónde viene ese nombre. Tal vez se deba a esta calma que, al bajar el río, espera a los viajeros como un alivio y una certeza de que ha pasado el peligro. Al remontar la corriente crea, en cambio, un engaño que puede ser fatal para los novatos. Aquí siempre digo en voz alta la oración para los caminantes en peligro de muerte. La escribí yo mismo. Es ésta. Léala. Si no cree en ella, por lo menos le servirá para distraer el miedo». Me entrega una hoja protegida por un forro de plástico, escrita por ambos lados. Las manchas de grasa, de barro, de mugre acumulada por el tiempo y el roce de innumerables manos, apenas permite leer el texto escrito en una caligrafía femenina de rasgos altaneros, agudos y de una claridad desafiante. En espera de la llegada a los rápidos transcribo la oración del Capitán, que dice así:
«Alta vocación de mis patronos y antecesores, de mis guías y protectores de cada hora,
hazte presente en este momento de peligro, extiende tus aceros, mantén con firmeza la ley de tus propósitos,
revoca el desorden de las aves y criaturas augurales y limpia el vestíbulo de los inocentes
en donde el vómito de los rechazados se cuaja como una señal de infortunio, en donde las ropas de los suplicantes
son mácula que desvía nuestra brújula, hace inciertos nuestros cálculos y engañosos nuestros pronósticos.
Invoco tu presencia en esta hora y deploro de todo corazón la cadena de mis prevaricaciones:
mi pacto con los leopardos cebados en las pesebreras,
mi debilidad y tolerancia con las serpientes que cambian de piel al solo grito de los cazadores extraviados,
mi solidaria comunión con cuerpos que han pasado de mano en mano como vara que ayuda a salvar los vados y en cuya piel se cristaliza la saliva de los humildes,
mi habilidad para urdir la mentira de poderes y destrezas que apartan a mis hermanos de la recta aplicación de sus intenciones,
mi inadvertencia en proclamar tus poderes en las oficinas de la aduana y en las salas de guardia,
en los pabellones del dolor y en las barcas en donde florece la fiesta, en las torres que vigilan la frontera y en los pasillos de los poderosos.
Borra de un solo trazo tanta desdicha y tanta infamia, presérvame
con la certeza de mi obediencia a tus amargas leyes, a tu injuriosa altanería, a tus distantes ocupaciones, a tus argumentos desolados.
Me entrego por entero al dominio de tu inobjetable misericordia y con toda humildad me prosterno
para recordarte que soy un caminante en peligro de muerte, que mi sombra nada vale,
que el que perece lejos de los suyos es como basura triturada en los rincones del mercado,
que soy tu siervo y nada puedo y que en estas palabras se encierra el metal sin liga ni impurezas de aquel que ha pagado el tributo que se te
debe ahora y siempre por la pálida eternidad. Amén».
Mis dudas sobre la eficacia de tan bárbara letanía eran más que fundadas, pero no me atreví a transmitirlas al Capitán que me había entregado el texto con tan evidente unción y tanta seguridad en sus virtudes preventivas y protectoras. Fui hasta la proa en donde observaba los remolinos que empezaban a sacudir la embarcación y le entregué el papel que guardó en un bolsillo trasero de su pantalón en donde también conserva todos los instrumentos para la limpieza de su pipa.
Junio 7
Pasamos los rápidos sin mayor percance, pero fue una prueba en muchos aspectos reveladora de la imagen que hasta ayer tenía del peligro y de la presencia real de la muerte. Cuando digo real me refiero a que no se trata de ese fantasma que solemos invocar con la imaginación y darle cuerpo con elementos tomados del recuerdo de quienes hemos visto morir en las más variadas circunstancias. No. Se trata de percibir con la plenitud de nuestra conciencia y de nuestros sentidos, la proximidad inmediata e irrebatible del propio perecer, de la suspensión irrevocable de la existencia. Allí, al alcance de la mano, irrecusable. Buena prueba, larga lección. Tardía, como todas las lecciones que nos atañen directa y profundamente.
El día en que el Capitán me dio su famosa oración, el mecánico decidió que debíamos detenernos para revisar el motor. Al remontar la corriente de los rápidos, una falla significa la muerte segura. Atracamos, y el hombre se aplicó en desarmar, limpiar y probar cada una de las partes de la máquina. Fascinante la paciente sabiduría con que este indio, salido de las más recónditas regiones de la jungla, consigue identificarse con un mecanismo inventado y perfeccionado en países cuya avanzada civilización descansa casi exclusivamente en la técnica. Las manos de nuestro mecánico se mueven con tal destreza que parecen dirigidas por algún espíritu tutelar de la mecánica, extraño por completo a este aborigen de informe rostro mongólico y piel lampiña de serpiente. Hasta que hubo probado escrupulosamente cada etapa del funcionamiento del motor, no quedó tranquilo. Con una parca señal de la cabeza hizo saber al Capitán que estaba listo para remontar el Paso del Ángel. La noche se nos vino encima y resolvimos quedarnos hasta la madrugada siguiente. No era cosa de comenzar el ascenso en la oscuridad. Al otro día, partimos con las primeras luces del alba. Contra lo que yo suponía, los rápidos no están formados por rocas que sobresalen de la corriente, obstaculizando su curso y haciéndolo más violento. Todo sucede en las profundidades, en el fondo, cuyo suelo se puebla de cavidades, ondulaciones, cuevas, remolinos y fallas, a tiempo que se acentúa la pendiente por la que desciende el agua en un fragoroso torbellino de fuerza arrolladora que cambia de dirección e intensidad a cada momento.
«No se meta en la hamaca. Manténgase en pie y agárrese bien de los barrotes del toldo. No mire a la corriente y trate de pensar en otra cosa». Tales fueron las instrucciones del Capitán, que se mantuvo todo el tiempo en la proa, agarrado a una precaria pasarela, al lado del práctico que manejaba el timón con bruscas sacudidas destinadas a evitar los golpes de agua y espuma que se alzaban de repente como anunciando la espalda de un animal inconcebible. El motor quedaba al aire a cada momento y la hélice giraba en el vacío, en un vértigo desbocado e incontrolable. A medida que nos internábamos en la cañada que la corriente había cavado durante milenios, la luz se fue haciendo más gris y nos envolvió un velo de espuma y niebla nacido del turbulento girar de las aguas y de su choque contra la pulida superficie rocosa de las paredes que las encauzan. Durante largas horas podía pensarse que estaba anocheciendo. El lanchón cabeceaba y se sacudía como si estuviera hecho con madera de balso. Su estructura metálica resonaba con un acento sordo de trueno distante. Los remaches que unían las láminas vibraban y saltaban, comunicando a toda la armazón esa inestabilidad que precede al desastre. Las horas pasaban y no teníamos la certeza de estar avanzando. Era como si nos hubiéramos instalado para siempre en el estruendo implacable de las aguas, esperando ser arrastrados de un momento a otro por el remolino. Un cansancio indecible empezó a paralizar mis brazos, y sentía las piernas como si estuvieran hechas de una blanda materia insensible. Cuando creí que ya no podría más, alcancé a escuchar al Capitán que gritaba algo en dirección mía. Con la cabeza señaló el cielo y en su semblante apareció una sonrisa deforme y enigmática. Seguí su mirada y vi que la luz se iba aclarando por momentos. Algunos rayos de sol atravesaron la nube de espuma y niebla que se iluminó con los colores del arco iris. Los rugidos del torrente y el retumbar del casco se fueron haciendo menos notorios. La lancha avanzaba meciéndose rítmicamente, pero ya controlada por el esfuerzo regular y firme de la hélice. Cuando se redujeron aún más los cabeceos de la embarcación, el Capitán se sentó en cuclillas sobre el piso y me hizo señas de que me recostara en la hamaca. Su célebre parasol de colores había desaparecido. Cuando traté de moverme sentí que todo el cuerpo me dolía como si hubiera recibido una paliza. Dando tumbos llegué hasta la hamaca y me acosté con una sensación de alivio que se repartía por todo el cuerpo como un bálsamo que agradecían cada coyuntura, cada músculo, cada centímetro de la piel aterida y azotada por las aguas. Una ligera ebriedad y un apacible avanzar del sueño me fueron ganando mientras celebraba la dicha de estar vivo. El río se extendía de nuevo por entre juncales de donde partían bandadas de garzas que iban a posarse en las copas de los árboles cargados de flores. De nuevo el calor seco, inmutable, inmóvil, vino a recordarme que habían existido otras tardes semejantes a esta que terminaba en medio de una calma bienhechora y sin fronteras.
Caí en un profundo sueño hasta que el práctico se me acercó con una taza de café caliente y unas tajadas de plátano frito en un desportillado plato de peltre: «Hay que comer algo, mi don, si no repara las fuerzas, después se la gana el hambre y sueña con los muertos». Su voz tenía un acento paternal que me dejó bañado en una nostalgia pueril y gratuita. Le di las gracias y bebí el café de un solo trago. Mientras comía las tajadas de plátano sentí que regresaban, una a una, mis viejas lealtades a la vida, al mundo depositario de asombros siempre renovados y a tres o cuatro seres cuya voz me alcanzaba por encima del tiempo y de mi incurable trashumancia.
Junio 8
El paisaje empieza a cambiar. Al comienzo, los indicios se van presentando en forma esporádica y no siempre muy evidente. La temperatura, si bien sigue siendo la misma, es recorrida a ratos por leves ráfagas de una brisa fresca, ajena por completo a este calor de horno detenido como un terco animal que se niega a seguir su camino. Esas rachas de otro clima me recuerdan ciertas vetas que aparecen en el mármol y que son extrañas a la coloración, a la tonalidad y a la textura de la materia principal. Los pantanos, por su lado, van desapareciendo, reemplazados por una vegetación enana y tupida que despide una mezcla de aromas semejante al olor del polen cuando se guarda en un recipiente. Es algo que recuerda a la miel pero conserva, todavía, un acento vegetal muy pronunciado. El lecho del río se angosta y se hace más profundo. Las orillas van ganando una consistencia lodosa que, al tacto, anuncia ya la aparición de la arcilla. El agua tiene una transparencia fresca y un tenue color ferruginoso. Estos cambios influyen en el ánimo de todos. Hay un alivio de tensión, un deseo de conversar y un brillo en las miradas como si advirtiéramos la inminencia de algo largamente esperado. Con las últimas luces de la tarde, aparece, allá en el horizonte, una línea color azul plomo que llega a confundirse fácilmente con nubes de tormenta que se acumulan en una lejanía imposible de precisar. El Capitán se acerca para señalarme el sitio adonde miro con tanto interés. Mientras hace un movimiento ondulatorio con su mano, como si dibujara el perfil de una cordillera, sin decir palabra asiente con la cabeza y sonríe con un dejo de tristeza que vuelve a inquietarme. «¿Los aserraderos?», pregunto como si evitara la respuesta. Vuelve a mover la cabeza en señal afirmativa, mientras alza las cejas y extiende los labios en un gesto que quiere decir algo como: «No puedo hacer nada, pero cuente con toda mi simpatía».