Al cerrar el armario, no pudo evitar pensar en el diamante azul.
A las doce vendría a visitarla un tal Maximiliano Lucido, profesor de Politología de la Universitá degli Studi di Firenze.
La carta recibida en el buzón de la via Ghibellina, además de muy bien escrita, tenía la particularidad de llevar anexados los resúmenes de dos tratados: uno sobre el deseo y otro sobre el miedo; según palabras de Lucido, cíclopes a los cuales tarde o temprano debía enfrentarse el ser humano. De todas las cartas que le llegaban, ésta era la primera que la hacía trabajar.
Se leyó los folios y, aunque estuvo de acuerdo en algunos de sus párrafos, llegó a la conclusión de que la metafísica era una entelequia.
Desganada, abrió la puerta del ático. Empezaba a cansarse de ser
La Donna di Lacrima;
de representar aquel personaje que últimamente no le reportaba ningún tipo de placer. Después de recibir a aquel actor pedante y estúpido, había decidido que no permitiría que la tocaran. Le estaban pasando demasiadas cosas.
Desde que había leído los versos que el librero le dejara en el pupitre, algo en su interior no la acosaba. Tal vez se tratara de aquello que tantas veces había hecho sentir a los personajes que inventaba en sus novelas y que había descrito con lujo de detalle en muchos capítulos, pero que al vivirlo en carne propia tomaba otra dimensión.
Una cosa era describir y otra muy distinta, sentir. ¿Qué iba a hacer con ese sentimiento que no tenía pies ni cabeza?
Y peor aún, ¿seguía yendo al ático para ver a aquellos hombres? ¿O lo que le interesaba, en realidad, era comprobar si había llegado alguna carta más del desconocido que firmaba con la letra L.? ¿Era posible esa dicotomía interior? ¿Que por un lado le empezara a atraer el librero y por el otro tuviera esa fascinación por aquel desconocido que le escribía esas cartas tan extrañas?
Al entrar, las hermosas jaulas de bambú se agitaron. Los pájaros azules le daban la bienvenida, enseñando vanidosos sus aristocráticos plumajes. Ella los saludó imitando su canto y las aves respondieron con una algarabía monumental. Ese día traía algo entre sus manos que la tenía entusiasmada: dos jaulas, una repleta de pichojués y otra de colibríes traídos de Cali. Se los había encargado a un viejo hippy caleño que tenía un puesto en el mercato Centrale de la via de H'Ariento y que era capaz de conseguir lo imposible. Vendía chinchorros guajiros, hamacas de San Jacinto, filigranas de Mompós, carrieles paisas, cántaros en werregue chocoanos, sombreros vueltiaos, totumas vallunas, alpargatas tolimenses, mochilas wayúus y algún que otro manjar colombiano como dulce de paila, carimañolas, guarapo, chontaduros, arequipe, chicha, bienmesabe, desamargado y cocadas. Después de una larga espera, finalmente los pájaros habían llegado. Le gustaban porque concentraban el sonido de su niñez. Aquel fondo musical que en los mejores y peores momentos de su vida había permanecido inalterable.
Abrió la jaula de los toh y fue metiendo uno a uno los pichojués, habiéndoles mientras los dejaba dentro.
Tras una batalla en la que los pájaros azules lucharon con picos y coletazos por mantener su soberanía y no aceptar a los intrusos, al final, toh y pichojués se pusieron de acuerdo y empezaron a cantar una suerte de galimatías que finalmente se convirtió en un maravilloso concierto.
Después, se acercó a las plantas florecidas y dejo en libertad a los colibríes. Puso una mezcla de mirra y azahar en los incensarios y los encendió. Caminó hasta el salón y buscó, entre las paredes forradas de espejos, la trampilla que la llevaba a su habitación. Al entrar, sacó del clóset la capa de seda, la máscara y las sandalias de tacón finísimo y los dejó preparados sobre la cama. Fue al baño, se desnudó y, como todavía era pronto, abrió la llave de la bañera, calibró la temperatura del agua, vertió aceites y sales y, cuando estuvo llena, se metió. El agua caliente la recibió amorosa. Sumergió su cuerpo y luego la cabeza, despacio, sintiendo cómo el agua abrazaba su cuello, su mentón, su boca, su nariz, sus ojos, su frente, su pelo, todo hasta el fondo, y cuando estaba dentro, de repente la oyó.
—Qué tonta has sido, Ella. La otra noche tuviste la posibilidad de haber tenido un final apoteósico. ¡De libro! ¿No querías ser importante? ¿No sabes que cuando un escritor muere de forma trágica sus libros cobran mayor importancia? Acuérdate, «no hay muerto malo». Si me hubieras hecho caso, ahora tu desaparición estaría en grandes titulares. ¿No querías ser una escritora intimista y profunda? Pues lo intimista y profundo es así; llega al desgarro y la destrucción. Eso tiene morbo, querida, gusta y conmueve.
»He luchado contigo para que me entiendas, pero no has querido. Todo lo he hecho por tu bien. Me has culpado siempre de quererte morir, fíjate que no digo «quererte matar», escritora, lo hago ex profeso; «quererte morir», porque ése es tu deseo, no el mío. Yo sólo te ayudo, pero cuando estoy a punto de prestarte la mejor colaboración, vienes tú y, zas, lo jodes todo. Creo que estás buscando un final literario para lograr llanto, y después… ¿sabes lo que pasa después? Que viene otra historia y nadie se acuerda de ti. Por eso es tan importante que tu final sea memorable. Vas de final literario pobre, y eso no tiene impacto, ¿me entiendes? Necesitas un final que sobrepase la media literaria, que alcance el do de pecho. No sé si me explico.
»Bebes, bebes y bebes. Vienes y vas. Quieres que te abracen pero no abrazas; quieres escribir pero no escribes; abandonas tu cuerpo cada noche sin darle ni una gota de placer. ¡Mírate! Mira tu sexo…, ahí lo tienes, dormido. Abre las piernas y míratelo bien. ¿Qué ves? Un clítoris marchito. Una vagina cerrada y reseca. ¿Hace cuánto que no te tocan de verdad? ¿Hace cuánto que no te tocas? ¡Qué pena me das, escritora!
»Caminas y caminas sin saber realmente adónde van tus pasos. Del hotel a la academia, del hotel a la librería, del hotel al ático, del hotel a la carretera… ¡Pierdes el tiempo!
»No te dejas aconsejar, cariño. Yo podría ayudarte, pero no me dejas. Si quieres escucharme, y veo que hoy lo haces, quédate así, tal como estás, quietecita. Hasta que te duermas. El agua está caliente, como te gusta, tiene la temperatura justa. Deja que entre el agua en tu boca… No te resistas. Por un instante querrás salir. No lo hagas. Serán unos pocos segundos y después entrarás en un dulce sueño. Te prometo que en él no habrá nada; nadie va a molestarte. Sólo encontrarás una luz blanca…
Blanca, blanca, blanca…
—¡¡¡NOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOO!!!
La puerta del ático era de roble macizo y tenía en la parte superior una inmensa chapa de bronce con la cara enfurecida de un león en altorrelieve. El animal sostenía entre sus dientes la circunferencia de un reloj sin agujas que hacía de mirilla.
Mientras esperaba a que le abrieran, el filósofo se dedicó a buscar en aquella cabeza más de un significado. «La bestia ha dominado a la bestia», pensó.
Observó el timbre y sintió la necesidad de pulsarlo varias veces, pero se contuvo, aplicando el método de respirar hondo y contar. Su gran defecto era la impaciencia y aunque en una de sus cátedras más brillantes enseñaba cómo vencerla, en verdad no tenía ni idea de cómo lograrlo.
Empezó a caminar en círculos por el rellano, tratando de controlarse, y miró la hora. Todavía faltaban diez segundos para que dieran las doce. De repente, el centro del reloj incrustado en el hocico del león se amplió y, desde el otro lado de la puerta, un ojo lo observó detenidamente.
Se sentía ridículo con la máscara que llevaba, no tanto por lo que ésta representara, sino porque nunca en su vida se había puesto ninguna. Era una antigua
hypokritas
griega, con la frente exageradamente marcada de surcos, el entrecejo fruncido y una expresión soberbia en su boca abierta. ¿Causaría algún impacto en la mujer?
Tal como decía en la carta, con el primer repique de campanas, la puerta del ático se abrió, invitándole a pasar.
Una vez dentro, se sintió desconcertado. No sabía exactamente qué motivación o mecanismo interior lo había empujado a estar allí.
Le gustaba tener el control de su vida; creía que hasta ahora lo había logrado, pero en este caso era como si sus esquemas se hubiesen roto. «La curiosidad es la madre de todos los vicios», se repitió mientras repasaba uno a uno los objetos que encontraba.
¿Qué hacía allí? Él, un pensador nato, reflexivo hasta la médula, dejándose llevar por un impulso banal e incluso mundano. El, con todos sus temas resueltos, sensato, contenido, docto, educado, preciso, visitando a una… ¿Qué nombre podría darle a la mujer que tenía tan alborotada a su ciudad? De todas las palabras que existían en el diccionario, ninguna conseguía definirla. ¿Qué hacía él allí? Se dejó guiar por las indicaciones, colocadas estratégicamente a lo largo del pasillo, hasta que llegó al centro del exuberante salón.
Se miró en sus paredes forradas de espejos, vestido con su careta de pensador griego y, tras reflexionar unos minutos sobre la intención de su visita, finalmente halló la justificación.
Había ido a ese lugar única y exclusivamente para analizar el comportamiento de la mujer y realizar dos estudios pormenorizados. El primero, que hablara sobre el deseo irrefrenable de jugar a ser otro, y el segundo, que se extendiera en el arte de la curiosidad.
El sitio estaba plagado de simbolismos. Podría asegurar, sin temor a equivocarse, que cada objeto estaba allí por alguna razón. El exceso de espejos debía significar el deseo de reivindicar la falsedad. Los pájaros, puesto que estaban enjaulados, un ansia de volar reprimida. El verde tal vez simbolizaba el aire y la vida. Los incensarios produciendo continuamente cenizas, lo perecedero: la muerte. Las velas… Cuando estaba a punto de decodificar su simbología la vio venir, majestuosa y fresca, y todos los esquemas que acababa de crear se desplomaron.
Tal como le indicó la mujer con un gesto, tomó asiento y esperó hasta que ella se recostó en el diván.
El silencio lo incomodó. ¿Cuánto tiempo debía transcurrir antes de empezar a hablar? Trató de permanecer quieto, pero la pierna empezó a temblarle; se le acababa de disparar aquel tic que no podía controlar.
Cuando vio que la espera se hacía insoportable y que la pierna estaba a punto de estallarle, habló.
—Bueno, bueno, bueno. Aquí estamos —dijo, involucrándola a ella—. Usted y yo, frente a frente. Máscara y máscara, es decir, falsedad contra falsedad. Porque… ¿qué es en realidad una máscara? ¿No es un escudo con el que nos resguardamos para no ser nosotros? Detrás de ella, nos ocultamos hasta de nuestras peores pesadillas. Llevándola no tenemos que hacernos responsables de nuestro comportamiento; perdemos la identidad, y con ella el decoro. En cierta forma, nos libera de todos los prejuicios. ¿Es eso lo que busca?
»No sé por qué, tengo la impresión de que usted es todo lo contrario de lo que representa. Perdóneme, no quisiera ofenderla, pero creo que hasta le cuesta mucho estar así, desnuda, vistiendo sólo esa capa, exhibiendo su cuerpo a un extraño por el que no siente absolutamente nada.
»Hay otras mujeres que lo hacen, enseñan su cuerpo y además lo venden, pero usted no tiene nada que ver con ellas. Me temo que recurre a esto como podría recurrir a cualquier otra cosa para perderse de sí misma. Esa sensualidad o sexualidad que quiere demostrar en todo lo que la rodea no es real. ¿O sí? No sé por qué, me la imagino una mujer recatada y de principios que anda un poquillo perdida.
»He pensado mucho en usted, y en toda esta… —señaló la habitación— rara escenografía que ha montado para nosotros, los hombres. Le mentiría si no le dijera que tenía muchas ganas de conocerla y ver con mis propios ojos lo que comentan quienes ya han pasado por aquí.
»Siento tener que decirle que, a diferencia de muchos que la puedan haber visitado, a mí no me intimida nadie y menos alguien que no habla. Tal vez, con todo esto usted simplemente esté buscando ayuda o llamar la atención. Estoy seguro de que detrás de esa mujer que llora con su máscara hay una persona confundida, que tiene miedo de aceptarse tal como es. Usted tiene miedo de sí misma, que es lo mismo que tener miedo a la vida, pero ha olvidado que la vida le está enseñando algo, algo que tal vez se niega a ver.
La Donna di Lacrima
tomó de la mesilla la picadura aromatizada a canela que guardaba en una pequeña cartera de piel y con un gesto vaporoso fue llenando su pipa. Una vez la encendió y lanzó algunas volutas que se mezclaron con el humo del incienso, volvió a estirarse imperturbable.
—Se ha movido, ergo he dado en el clavo, ¿verdad?
»Mire, la vida no es feliz ni infeliz. Ese es un cuento que nos contaron cuando éramos pequeños y que nos quisimos creer. La vida sencillamente ES. Hoy estamos aquí, nos lo pasamos bien o nos fastidiamos; y eso es todo. Los días y las noches se suceden en filas ordenadas, y aunque a veces queremos adelantar para saltarnos los peores o dar marcha atrás para repetir los mejores, no podemos. Tenemos que vivirlos uno a uno, todos sin excepción. ¿Para qué? Para aprender. Y usted se preguntará… ¿y para qué aprender? Pues para saber más, para morir más sabios. ¿Qué le parece? ¡Vaya estupidez! Pero es así. Esa realidad la aceptas o no la aceptas, pues es imposible modificarla.
»¿Ha oído hablar del ánimo? Viene del griego
ánemos
, que es igual a viento, a alma. Es el impulso, la fuerza para continuar. Necesitamos impulsarnos hacia el futuro, saber ver más allá de lo que ven nuestros ojos. La falta de ánimo de la que se quejan tantos mortales, esa falta de aliento, es lo que produce el resquebrajamiento, la pérdida de interés; la que lleva a no entender el porqué de todo. ¿Cómo está de Si el
ánemos
está muy bajo, entra el aburrimiento, y no hay peor peligro que él. ¿Está usted aburrida? ¿Es acaso la razón por la que se viste así y recibe a hombres de esta manera? ¿Lo hace para entretenerse?
El filósofo la miró, buscando alguna reacción. Salvo su delicada mano acercando la pipa a la boca, su acerado cuerpo continuaba rígido: bello y rígido.
—¡Es tan difícil hablar con una estatua! ¿Es eso en realidad lo que quiere parecer? ¿Una
statua
sin sentimientos? Ya veo. Aunque no diga nada, aunque yo no tenga acceso a su mente, hay algo que en este instante nos iguala. Yo hablo y usted escucha. El acto de hablar y el de escuchar parten de una sola fuente: el sentir. Usted siente, como yo, como todas las personas. Quiere ser diferente, pero no lo es. La harina con la que usted quiere hacer su pan es la misma con la que los demás trabajamos.