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Authors: Jean-Christophe Grange

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Policíaco

El vuelo de las cigüeñas (13 page)

BOOK: El vuelo de las cigüeñas
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—¿Cuál es su opinión?

—El asesinato de Rajko es un enigma total. Ningún testigo, ninguna huella, ningún móvil. Sin contar con la perfección de su técnica. Después de la autopsia, imaginé lo peor. Creí en una maquinación racista que la había tomado con los gitanos. Pensé: ha vuelto el tiempo del nazismo. Se van a cometer otros crímenes. Pero no. Desde el mes de abril no ha habido ninguno más. Ni aquí, ni en ninguna otra parte de los Balcanes. Esto me alivió un poco. Decidí incluir este asesinato en el balance de nuestras pérdidas y beneficios.

»Debo de parecerle un cínico. Pero usted no tiene ni idea de la vida cotidiana de los roms. Nuestro pasado, nuestro presente, nuestro porvenir no son más que persecuciones, manifestaciones hostiles, la negación total. He viajado mucho, Antioche. Por todas partes he encontrado el mismo odio, el mismo temor al nómada. Lucho contra ello. Alivio los sufrimientos de mi pueblo en la medida de lo posible. Paradójicamente, mi minusvalía me ha dado una fuerza formidable. En el mundo de los
Gadjé
, un enano no es más que un monstruo, que se derrumba bajo la pesada carga de su diferencia. Mi defecto ha sido como una especie de suerte, como una segunda oportunidad, ¿comprende? El combate por mi diferencia se ha reforzado con otra causa, más amplia, más noble. La de mi pueblo. Déjeme seguir mi camino. Si unos sádicos decidieron destripar a una de sus víctimas, si de ahora en adelante la toman con los
Gadjé
, me trae sin cuidado.

Me levanté. Djuric se retorció en el sillón para poner los pies en el suelo. Me precedió con su caminar torcido. En el pasillo, martilleado por la música, me calcé mis Dockside sin decir una palabra. En el momento de despedirme, en aquella penumbra sofocante, Djuric me observó durante unos segundos.

—Es extraño. Su cara me es familiar. ¿Quizá yo haya podido conocer a alguien de su familia cuando estuve en Francia?

—Lo dudo. Mi familia nunca vivió en la metrópoli. Además, mis padres murieron cuando yo tenía seis años. Y no tengo más familia.

Djuric no escuchó mi respuesta. Sus ojos saltones se fijaron en mi cara como el haz de luz de una torre de vigilancia. Finalmente, murmuró bajando la cabeza y acariciándose la nuca:

—Extraña, realmente extraña esta impresión.

Abrí la puerta para evitar darle la mano. Djuric concluyó:

—Buena suerte, Antioche. Pero aténgase al estudio de las cigüeñas. Los hombres no son dignos de su atención, ya sean gitanos o
Gadjé
.

15

A las nueve y media entré en la estación de Sofía acompañado por Marcel y Yeta. Había allí una especie de bruma dorada, movediza, caprichosa. Fijado en lo alto, un reloj metálico, en forma de espiral, se inclinaba sobre el inmenso vestíbulo. Sus agujas giraban a sacudidas, como si quisieran marcar el ritmo de salidas y llegadas. Debajo, un gran barullo. Los turistas arrastraban sus maletas y avanzaban en grupos desorientados. Los obreros, llenos de barro o de grasa, deambulaban con la miraba perdida. Madres de familia, con la cabeza envuelta en pañoletas coloradas, arrastraban una chiquillería mal vestida, con pantalones cortos y sandalias. Militares, con uniforme de color caqui, se tambaleaban y reían a carcajadas, borrachos como cubas. Pero, sobre todo, abundaban los gitanos. Dormidos en los bancos, amontonados en los andenes, o comiendo salchichas y bebiendo vodka, junto a las vías del tren. Por todas partes, mujeres con pañuelos con bordados dorados, hombres de tez oscura, niños semidesnudos, indiferentes a los horarios, y a todos aquellos que corrían tras un tren, tras sus sueños o su trabajo.

Otros detalles iban surgiendo más discretamente. Colores brillantes, sombreros de fieltro, músicas a todo volumen que salían de las radios, puestos de venta de cacahuetes en el mismo andén. La estación de Sofía era ya Oriente. Allí comenzaba el mundo abigarrado de Bizancio. El de los
hammams
, el de las cúpulas doradas, las piedras cinceladas y los arabescos. Allí comenzaban los aromas de incienso y los vientres flexibles de las danzarinas. Allí comenzaba el islam, los minaretes y las llamadas incansables de los muecines a la oración. Desde Venecia o desde Belgrado había que pasar por Sofía para llegar a Turquía. Era el paso obligado, el giro decisivo del Orient Express.

—Antioche, Antioche… qué apellido más raro para una familia francesa. Es el nombre de una antigua ciudad de Turquía —dijo Marcel, mientras me seguía con paso apresurado.

Apenas lo oía, pero le respondí:

—Mis orígenes son oscuros.

—Antioche… Ya que vas a estar un tiempo en Turquía, pásate por allí, es cerca de la frontera siria. La ciudad se llama ahora Antakya. En la Antigüedad era una ciudad inmensa, la tercera del Imperio romano, después de Roma y Alejandría. Hoy en día la ciudad ha perdido su esplendor, pero tiene ciertas cosas dignas de ver, muy interesantes…

No contesté. Marcel estaba empezando a resultarme pesado. Buscaba la vía 18, dirección Estambul. Estaba al final de la estación, muy alejada del vestíbulo central.

—Necesito que devuelvas tú el coche.

—No hay problema. Aprovecharé para sacar a Yeta por
Sofia by night
.

La vía 18 estaba desierta. El tren todavía no había aparecido. Habíamos llegado con una hora de antelación. Viejos vagones, sobre los raíles vecinos, nos tapaban toda visión. Sin embargo, a nuestra derecha, detrás de los vagones estacionados, vi a dos hombres. Parecían caminar en la misma dirección que nosotros, aunque no llevaban maletas. Marcel dijo:

—Volveremos a vernos, sin duda, en París, en octubre cuando vaya a Francia.

Después se dirigió a una gitana que esperaba allí, sola con su hijo. Yo dejé mi bolsa de viaje en el suelo. Conmocionado por las palabras de Djuric, tenía prisa por instalarme en el tren para estar solo y poder reflexionar sobre todo lo que acababa de saber.

Más allá de los vagones, volví a ver a aquellos dos hombres. El de mayor estatura llevaba un chándal azul oscuro, de tejido acrílico. Sus cabellos erizados parecían trozos de vidrios rotos. El otro era una especie de coloso rechoncho, de rostro pálido, con barba de tres días. Dos tipos con mala sombra, como los hay en todas las estaciones. Marcel seguía hablando con la gitana. Finalmente, se giró hacia mí y me explicó:

—Ella quiere viajar en tu compartimento. Es la primera vez que coge un tren. Va a Estambul, a reunirse con su familia…

Vi a los dos hombres a menos de cincuenta metros justo enfrente de nosotros, en el hueco entre dos vagones. El rechoncho estaba de espaldas y parecía buscar algo en su impermeable. Un largo reguero de sudor manchaba su espalda. El tipo grande nos miraba fijamente con ojos febriles. Marcel bromeaba conmigo:

—¡Cuidado! No la toques antes de haber salido de Bulgaria. ¡Ya sabes cómo son los gitanos!

El hombre rechoncho giró sobre sí mismo. Le dije a Marcel:

—¡Vámonos de aquí! —me agaché para recoger la bolsa. Cuando mi mano apretaba la correa, sonó una ligera detonación. Un segundo después, yo estaba en el suelo y giré la cabeza para gritar—: ¡Marcel! —demasiado tarde. Su cráneo acababa de estallar en pedazos.

Se oyó otra detonación, bajo una lluvia de sangre. El grito de Yeta desgarró el espacio. Era la primera vez que oía su voz. Una, dos, tres, cuatro detonaciones amortiguadas resonaron en la estación. Vi a Yeta saltar por los aires. Un haz minúsculo de luz, de un rojo granate, lo recorría todo. Pensé: «un visor láser», y repté sobre la sangre que cubría el asfalto. Eché un vistazo a la derecha: la gitana sujetaba a su hijo, con las manos llenas de sangre. Eché otro vistazo a la izquierda: los asesinos corrían con el cuerpo inclinado para localizarme entre las ruedas de acero. El hombre del impermeable tenía un fusil de asalto provisto de un silenciador. Me deslicé al foso de las vías, frente a mis atacantes. Tropecé con el cuerpo de Yeta. Vísceras rosadas y rojas palpitaban entre los pliegues de su vestido. Luego eché a correr, tropezando sobre los raíles.

Siempre por el foso y al abrigo de mis perseguidores, alcancé el otro extremo de las vías. Miré hacia el vestíbulo. La multitud estaba allí, indiferente. En lo alto, el reloj marcaba las 21.55. Tras examinar los rostros más próximos, me levanté y me abrí paso entre la gente, dando codazos, apretando contra mí la bolsa de viaje ensangrentada. Finalmente, alcancé las puertas de salida. Ni rastro de los asesinos.

Corrí hacia el aparcamiento y me metí en el coche. Por suerte, tenía las llaves. Arranqué a todo gas, derrapando sobre el asfalto mojado. No sabía adónde ir, pero pisaba a fondo el acelerador. Las imágenes estallaban en mi cerebro: el rostro de Marcel saltando en pedazos sanguinolentos, el cuerpo de Yeta basculando sobre los raíles, la gitana estrechando a su hijo. Todo rojo, rojo, rojo.

Llevaba conduciendo cinco minutos cuando un escalofrío me recorrió la nuca. Pisándome los talones, me seguía un coche, una berlina oscura. Aceleré, giré a la izquierda, luego a la derecha, pero la berlina estaba siempre detrás. Iba con los faros apagados, a una velocidad alucinante. Una farola iluminó furtivamente el interior de la berlina. Vi a los asesinos. El gigante conducía y el retaco no ocultaba su arma, un fusil pesado, con cañón largo. Llevaban ambos amplificadores de luz encasquetados en la cabeza.

Giré a la izquierda, por una avenida larga y desierta, pisando a fondo el acelerador. La berlina me seguía de cerca. Pegado al volante, intentaba poner en orden mis ideas. No tenía escapatoria. Además, los asesinos aprovecharon la línea recta para cerrarme el paso, pegando coche contra coche. Las carrocerías se rozaban y chirriaban bajo la lluvia. Giré tan violentamente a la derecha que la berlina siguió su camino todo recto. Alcancé los doscientos kilómetros por hora. En la avenida, las farolas de sodio temblaban con la tormenta. De repente, apareció un paso a nivel, y el chasis rebotó en el asfalto con un fuerte ruido metálico. Las dos vías de la avenida se redujeron a una sola.

Con las luces largas descubrí un nuevo cruce. Me aventuré por la derecha y entonces un brillo oscuro me cerró el camino. Era la berlina, atravesada en la carretera. Oí cómo las primeras balas resbalaban sobre el capó. La lluvia jugaba a mi favor. En la primera calle perpendicular a la avenida reculé hacia la izquierda, justo a tiempo de ver a la berlina pasar volando delante de mí. Luego seguí recto a toda velocidad, calle abajo. Fui perdiendo impulso a medida que me metía en un laberinto de calles tortuosas, casas negras y trenes dormidos. Entré en una zona de almacenes, sin iluminación. Apagué los faros y salí de la carretera, metiéndome por un terraplén. Me deslicé entre los vagones, dando botes y patinando hasta detenerme al final de una vía férrea. Salí del coche. La lluvia había cesado. A trescientos metros, un almacén abandonado se levantaba entre las sombras. Con mucha cautela, entré en el edificio.

Los cristales estaban rotos, las paredes reventadas y cables arrancados se retorcían por todas partes; hacía mucho tiempo que allí no había puesto el pie nadie. El suelo era un continuo crujir bajo mis zapatos, un jardín movedizo de plumas y cacas. Miles de palomas habían elegido el lugar para hacer su nido. Di algunos pasos más. Fue como si la quietud de la noche se quebrase de golpe. Millares de pájaros batiendo las alas y piando me rompían los tímpanos. Hubo un revuelo de plumas y al mismo tiempo un olor acre lo llenó todo. Me metí por un pasillo. Efluvios de petróleo y de grasa llenaban el aire húmedo. Mis ojos se adaptaron a la oscuridad. A la derecha se abría una larga sucesión de despachos con los cristales destrozados, cuyos fragmentos se esparcían por el suelo. Seguí recto, salvando sillas rotas, armarios tirados y teléfonos hechos pedazos. Al fondo apareció una escalera.

Subí los peldaños, bajo una bóveda blanqueada por las deyecciones de los pájaros. Tuve la impresión de penetrar en el ano de una paloma monstruosa. En el primer piso encontré una sala inmensa. Cuatrocientos metros cuadrados absolutamente vacíos, a la intemperie. Tan solo unas hileras de pilares rectangulares ocupaban a intervalos regulares el espacio. En el suelo había una infinidad de trozos de vidrio, que brillaban en la noche. Me puse a escuchar. No se oía ni el más mínimo ruido. Lentamente atravesé la sala, hasta llegar a una puerta metálica, cerrada con pesadas cadenas. Estaba acorralado, pero nadie me buscaría en aquel sitio. Decidí esperar a que amaneciese. Barrí los trozos de cristal detrás del último pilar y me instalé allí. Tenía el cuerpo destrozado, pero ningún miedo. Acurrucado detrás de la columna, no tardé en dormirme.

Me despertó un ruido de pisadas sobre los cristales rotos. Abrí los ojos y miré el reloj. Las tres menos cuarto. Aquellos cabrones habían tardado más de cuatro horas en encontrarme. Oía el leve crujir de sus pasos sobre el suelo detrás de mí. Sin duda habían localizado el coche y ahora buscaban mi rastro como dos animales al acecho. Resonó un batir de alas. Alto, muy alto, se oía el repiqueteo de la lluvia, que se había reanudado. Eché una ojeada y no vi nada. Los dos asesinos no utilizaban linternas, ni ninguna otra fuente de luz, solamente los amplificadores lumínicos. De pronto me puse a temblar. Este tipo de equipos suelen llevar un detector térmico. Si era el caso, el calor de mi cuerpo produciría una hermosa sombra roja detrás de la columna. La puerta que tenía delante de mí estaba cerrada con cerrojo. Los asesinos bloqueaban la otra salida.

Los leves crujidos en el suelo se oían con cadencia regular. Primero una serie de pasos, luego una pausa de diez o quince segundos, más tarde de nuevo la serie de pasos. Mis perseguidores se desplazaban juntos, pilar tras pilar. No sospechaban mi presencia. Avanzaban a paso lento, pero sin grandes precauciones. Inexorablemente, me encontrarían detrás de la última columna. ¿Cuántas habría entre nosotros? Los asesinos venían por mi izquierda. Me enjugué el sudor de la cara que ya me impedía ver. Lentamente, me quité los zapatos y me los colgué del cuello con ayuda de los cordones. Más lentamente todavía, me quité la camisa, la desgarré con los dientes centímetro a centímetro y, con los jirones, me vendé los pies. Los pasos se acercaban.

Estaba medio desnudo, despavorido, sudando de miedo. Eché una mirada por detrás de la columna y luego salté hacia la derecha, ocultándome detrás del pilar siguiente. No había puesto más que una vez los pies en el suelo, aplastando los trozos de cristal con mis plantillas de algodón. Ni el más mínimo ruido. Frente a mí, oía de nuevo el crujido de los pasos sobre el suelo. Rápidamente me deslicé detrás de la columna siguiente. Quedaban cinco o seis entre nosotros. Todavía los oía. Luego avancé otra columna. Mi plan era muy simple. Dentro de pocos segundos, los asesinos y yo estaríamos juntos a cada lado de la misma columna. Era preciso que me deslizase a la derecha mientras ellos pasaban por la izquierda. Era un proyecto insensato, casi infantil. Pero era mi última oportunidad. Lentamente, cogí del suelo con los dedos un trozo de escayola que remataba en una punta de vidrio. Pasé tres columnas sucesivas. El ruido de una respiración me paralizó. Estaban allí, del otro lado de la columna. Conté diez segundos y, al primer ruido de pasos, me pasé a la derecha, apoyando mi espalda ardiente contra el pilar.

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