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Authors: Jean-Christophe Grange

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Policíaco

El vuelo de las cigüeñas (11 page)

BOOK: El vuelo de las cigüeñas
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De pronto, una larga cresta blanquecina se recortó en el paisaje. «Ahí están», murmuré. Marcel cogió los prismáticos y los enfocó en dirección al grupo. Al momento me ordenó: «Coge por esa carretera», y me señaló un sendero a la derecha. Conduje por encima de los surcos en el barro, y así nos acercamos, lentamente, a las cigüeñas. Había allí varios centenares. Adormecidas, silenciosas, erguidas sobre una sola pata. «Apaga el motor», me susurró Marcel. Salimos del coche y avanzamos. Algunos pájaros se estremecieron, batieron las alas y luego emprendieron el vuelo. Nos detuvimos. Treinta segundos. Un minuto. Los pájaros volvieron a lo suyo, picoteando la tierra, caminando con paso cauteloso. Avanzamos un poco más. Los pájaros estaban a treinta metros. Marcel dijo: «Detengámonos. No podemos acercarnos más». Cogí los prismáticos y observé a las cigüeñas. Ninguna llevaba anilla.

La mañana acabó en el campamento de Marin. Los roms fueron esta vez más acogedores. Me enteré del nombre de las mujeres: Sultana, la esposa de Marin, la giganta del jersey amarillo; Zaïnepo, la de la nariz rota, la esposa de Mermet; Katio, con las manos en las caderas y melena rojiza, la esposa de Costa. Mariana, la viuda de Rajko, mimaba a Denke, su hijo de tres meses. Se había levantado el sol. Una efervescencia subía desde los pastizales, orquestada por un torbellino de insectos.

—Quisiera hablar con el que descubrió el cuerpo —dije por fin.

Marcel hizo un gesto de contrariedad, pero tradujo mi requerimiento. Marin, a su vez, me miró de arriba abajo con enfado y llamó a Mermet. Era un coloso de piel morena, con una cara aguzada y semioculta debajo de una caballera brillante. El rom no tenía ninguna gana de hablar conmigo. Arrancó una hierba y se puso a mascarla, con aire ausente, mientras susurraba algunas palabras.

—No hay nada que decir —tradujo Marcel—. Mermet descubrió el cuerpo de Rajko en el bosque. Toda la familia peinaba el campo en su búsqueda. Mermet se aventuró por un lugar apartado donde nadie se atreve a ir. Se dice que hay osos. Allí encontró el cuerpo.

—¿Dónde exactamente? ¿En el monte bajo? ¿En un claro?

Marcel tradujo mi pregunta. Mermet respondió. Minaüs volvió a tomar la palabra:

—En un claro. La hierba estaba muy corta, como aplastada.

—¿No había ninguna huella en la hierba?

—Ninguna.

—Y por los alrededores, ¿tampoco había rastros de pasos o de neumáticos?

—No. El claro está en el interior del bosque. Donde no pueden llegar los coches.

—¿Y el cuerpo? —continué—. ¿Cómo estaba el cuerpo? ¿Parecía Rajko haberse resistido?

—Es difícil de decir —respondió Marcel después de haber oído a Mermet—, Rajko estaba tirado en el suelo, con los brazos a lo largo del cuerpo. Su piel mostraba cuchilladas por todas partes. Las entrañas le salían por una hendidura parduzca, que comenzaba aquí —Mermet se golpeó el corazón—. Lo extraño era su rostro. Parecía estar dividido en dos partes. Los ojos abiertos de par en par, en blanco y llenos de miedo; y la boca cerrada, sin rictus de dolor y con los labios distendidos.

—¿Es todo? ¿No hay nada más que le llamase la atención?

—No.

Mermet se calló unos instantes, mascando siempre su brizna de hierba, antes de añadir:

—La víspera debió de haber habido allí una tormenta de mucho cuidado, porque todos los árboles estaban caídos, con las ramas y el follaje totalmente destrozados.

—Una última pregunta. ¿Rajko no te habló de nada, de algún descubrimiento que hubiese hecho? ¿Parecía temer algo?

Mermet, en palabras de Marcel, puso el punto final:

—Nadie lo había visto desde hacía dos meses.

Anoté estos detalles en mi cuaderno, después le di las gracias a Mermet. Él me contestó con un leve gesto de cabeza. Tenía la expresión de un lobo al que se le ofrece un plato de leche. Volvimos al campamento. Los niños insistieron en poner en la radio del coche algunas de sus cintas. Al momento, el Volkswagen, con las puertas abiertas, se convirtió en una orquesta gitana, en la que el clarinete, el acordeón y los tambores competían en una carrera trepidante. Estaba muy sorprendido. Como todo el mundo, pensaba que la música gitana estaba compuesta de violines y de nostalgia. Esta estridencia se parecía mucho más a una obsesiva danza de derviches.

Sultana nos ofreció un café turco, un líquido amargo que flotaba sobre sus posos. Apenas me mojé los labios. Marcel se lo bebió a pequeños tragos, como lo haría un conocedor, mientras hablaba en voz alta con la mujer del jersey amarillo. Me pareció que el tema de la charla era el café, las recetas y métodos para hacerlo. Después, él vació la taza y esperó unos minutos. Finalmente, escrutó los posos con ojos de experto y comentó lo que veía, ayudado por Sultana. Comprendí que comentaban cuál era la mejor manera de adivinar el porvenir leyendo en los posos del café.

Por mi parte, sonreía a unos y a otros, pero por dentro me sentía nervioso. Para Marin y los demás, la muerte de Rajko pertenecía al pasado. Marcel me había explicado que, después de un año, el nombre del muerto es liberado. Entonces es cuando se le puede dar ese mismo nombre a un recién nacido, organizar un banquete y dormir en paz, porque de allí en adelante el alma del desaparecido deja de atormentar a su hermano en sus sueños. Para mí, al contrario, esta desaparición hacía añicos el presente. Y, sin duda, también el futuro.

A las dos de la tarde, las nubes habían vuelto. Teníamos que marcharnos para acudir a la cita con Milan Djuric en Sofía. Saludamos a la
kumpania
y partimos entre risas y abrazos.

Por el camino cruzamos los suburbios de Sliven. Grupos de chabolas polvorientas atravesados por senderos de tierra, en los que yacían, aquí y allá, cadáveres de coches. Aminoré la marcha.

—Tengo muchos amigos aquí —dijo Marcel—. Pero prefiero ahorrarte eso.

Al borde de la carretera, niños gitanos saludaron a nuestro paso:
«Gadjé, Gadjé, Gadjé
». Iban descalzos, sus caras estaban sucias y tenían el pelo espeso y mugriento. Después de unos instantes, rompí el silencio y le pregunté a Marcel:

—Marcel, dime una cosa, ¿por qué los niños roms van tan sucios?

—No es por negligencia, Louis. Es una vieja tradición. Según los roms, si un niño es muy guapo puede atraer los celos de los adultos, siempre dispuestos a echarle el mal de ojo. Así pues, nunca los lavan. Es una especie de disfraz para ocultar su belleza y su pureza a los ojos de los demás.

14

En el camino de regreso, Marcel me habló de Milan Djuric.

—Es un tipo extraño —dijo—. Un gitano solitario; nadie sabe de dónde viene. Habla francés perfectamente. Se dice que hizo estudios de medicina en París. Apareció en los Balcanes allá por los años setenta. Desde esa época, Djuric anda de un lado para otro, por Bulgaria, Yugoslavia, Rumania, Albania y atiende a los enfermos gratuitamente. Trata a los gitanos con los medios de que dispone. Conjuga la medicina moderna con los conocimientos botánicos de los gitanos. Salvó así a muchas mujeres de graves hemorragias. Habían sido esterilizadas en Hungría o en Checoslovaquia. Sin embargo, Djuric fue acusado por practicar abortos clandestinos. Incluso fue condenado dos veces, creo. Puras mentiras. Tan pronto como salió de la cárcel volvió a su trabajo. En el mundo de los gitanos, Djuric es una celebridad, casi un mito. Se cree que tiene poderes mágicos. Te aconsejo que vayas a verlo solo, quizá hable con un
Gadjo
; con dos, sería demasiado.

Una hora más tarde, hacia las seis, llegamos a los alrededores de Sofía. Atravesamos primero barrios ruinosos, cercados por zanjas profundas. Después, seguimos a lo largo de terrenos baldíos en los que los gitanos acampaban y luchaban por vivir. Sus tiendas empapadas de agua parecían a punto de hundirse en aquellas tierras de aluvión. Una escena absurda: las niñas gitanas, con pantalones anchos de paño, a la oriental, tendían la ropa a secar en este apocalipsis de lluvia y barro. Miradas hurañas, sonrisas furtivas. Una vez más, la belleza y el orgullo del pueblo rom me llegaban al corazón.

Tomé por el bulevar Lenin y dejé a Marcel y a Yeta en la plaza Narodno-Sabranie. La pareja tenía un apartamento muy cerca de allí. Marcel quiso explicarme dónde vivía Milan Djuric. Sacó un viejo cuadernillo y empezó a llenar una página entera con esquemas, adjuntando notas en cirílico. «No puedes equivocarte», dijo, y siguió inundando la página con nombres de calles, de atajos, de detalles inútiles. Finalmente, escribió la dirección exacta en caracteres latinos. Marcel y Yeta insistieron en acompañarme a la estación. Quedamos citados a las ocho en ese mismo lugar.

Volví al Sheraton, recogí mi bolsa de viaje, pagué la cuenta con varios fajos de billetes y pregunté si había algún mensaje para mí. A las seis y media ya estaba conduciendo de nuevo por las calles de la dulce Sofía.

Recorrí una vez más el bulevar Rouski, después giré a la izquierda para meterme por la avenida del General Vladimir-Zaïmov. Las señales luminosas se reflejaban en los charcos. Llegué a la cima de una colina. Abajo se extendía una verdadera selva. «Tienes que atravesar un parque», había dicho Marcel. Recorrí así varios kilómetros, por espesos bosques. Descubrí, a lo largo de aquella carretera parduzca, barrios dormitorio muy tristes. Por fin localicé la calle que buscaba. Di vueltas, vacilé. El chasis de mi coche daba botes sobre una calzada llena de baches. El doctor vivía en el edificio 3 C. Pero este número no aparecía por ninguna parte. Me detuve y enseñé la hoja del cuaderno con la dirección de Djuric a unos niños roms que jugaban bajo la lluvia. Me indicaron el edificio, que estaba situado justo frente de mí, y se echaron a reír.

En el interior el calor era más intenso todavía. Olores de fritanga, de coles y de basuras saturaban la atmósfera. Al fondo, dos hombres aporreaban la puerta del ascensor. Dos colosos sudorosos, cuyos músculos brillaban bajo la cruda luz de una lámpara eléctrica. «¿El doctor Djuric?», les pregunté. Me indicaron con los dedos el número 2. Subí de un salto los dos pisos y vi la placa del médico. Un jaleo de mil demonios se oía detrás de la puerta. Llamé al timbre varias veces. Por fin, me abrieron. La música me rompía los tímpanos. Apareció una mujer, muy redonda y muy morena. Le repetí mi nombre y el de Djuric. Acabó por dejarme entrar y luego me abandonó en un pasillo exiguo, entre los fuertes efluvios de ajo y un ejército de zapatos. Me quité mis Dockside y esperé, con el rostro bañado en sudor.

Oí varios portazos, luego el ruido aumentó y luego se alejó. Al cabo de unos pocos segundos, reconocí, entre la algarabía de voces, la música que Marin y su familia escuchaban en la radio de mi coche, las mismas trepidaciones, la misma locura entremezclada con clarinetes y acordeones. Aquí intervenían también unas voces. La voz de una mujer, ronca y desgarrada.

—Bonita voz, ¿verdad?

Entreabrí los ojos y dirigí la mirada hacia aquella sombra. Al final del pasillo había un hombre de pie, inmóvil: el doctor Milan Djuric. Fiel a sí mismo, Marcel no me había dicho lo principal: Milan Djuric era un enano. Un enano no muy pequeño —debía de medir uno cincuenta—, pero que mostraba ciertos rasgos característicos de su enfermedad. Su cabeza era enorme, su cuerpo, macizo, y sus piernas arqueadas se recortaban en la oscuridad como tenazas. No podía ver su rostro. Djuric volvió a hablar, con voz grave, en un francés impecable:

—Es Esma. La musa de los roms. En Albania, los primeros levantamientos gitanos empezaron con sus conciertos. ¿Quién es usted, señor?

—Me llamo Louis Antioche —le respondí—. Soy francés, y vengo de parte de Marcel Minaüs. ¿Puede usted concederme unos minutos?

—Sígame.

El doctor dio media vuelta y desapareció por la derecha. Lo seguí. Pasamos a un salón con una televisión encendida a todo volumen. En la pantalla, una mujer enorme con una melena rojiza, disfrazada de campesina, se contoneaba y cantaba como una peonza blanca y roja, acompañada por un viejo acordeonista vestido de
mujik
. El espectáculo era más bien deprimente, pero la música, espléndida. En el salón, unos roms berreaban todavía más alto. Bebían y comían, con gran acompañamiento de gestos y carcajadas. Las mujeres llevaban zarcillos en las orejas y largas trenzas muy negras. Los hombres se tocaban con pequeños sombreros de fieltro.

Entramos en el despacho de Djuric. Cerró la puerta y corrió una pesada cortina que atenuaba el ruido de la música. Le eché un vistazo a la habitación. La moqueta estaba raída y los muebles parecían de cartón. En un rincón había una cama con bardas de hierro y cuero. A su lado, en una estantería de vidrio, estaban dispuestos herrumbrosos instrumentos de cirugía. Durante breves momentos tuve la impresión de haber entrado en la casa de un médico abortista clandestino o de algún curandero. En seguida me arrepentí de haber pensado esto, porque sabía que Djuric había sido encarcelado varias veces por este tipo de prejuicios. Milan Djuric era simplemente un médico gitano, que curaba a otros gitanos.

—Siéntese —me dijo.

Escogí un sillón rojo, con los reposabrazos resquebrajados. Djuric permaneció de pie un instante delante de mí. Tuve oportunidad de observarlo a gusto. Su cara era fascinante. Era un bello rostro que parecía esculpido en madera, de rasgos suaves y regulares. Destacaban sus ojos verdes, enmarcados en gruesas gafas de carey. Djuric era un hombre de unos cuarenta años, prematuramente envejecido. En su oscura piel podían verse los surcos de las arrugas, y su pelo, muy espeso, era de un gris metálico. Sin embargo, ciertos detalles delataban en él una fuerza y un dinamismo inesperados. Sus brazos musculosos estiraban la tela de su camisa y, vistas de cerca, las dimensiones de su torso eran normales. Milan Djuric se sentó detrás de su escritorio. Fuera, la lluvia arreciaba. Empecé por felicitar al médico por su buen francés.

—Estudié en París. En la Facultad de Medicina, en la rue des Saints-Pères.

Calló, pero pronto retomó la palabra:

—Dejémonos de cortesías, señor Antioche. ¿Qué desea usted?

—He venido para hablar de Rajko Nicolitch, el gitano asesinado en abril pasado, en el bosque de Sliven. Sé que usted realizó la autopsia. Me gustaría hacerle algunas preguntas.

—¿Es usted de la policía francesa?

—No. Pero esta desaparición quizá tenga que ver con la investigación que actualmente llevo a cabo. Déjeme contarle mi historia. Usted mismo juzgará si lo que le digo merece atención.

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