Algo avergonzada por su determinación, Marguerite se prometió mantenerla en riguroso secreto. Si sus compañeros se enteraban de algo así...
—Perdone —Marguerite se disculpó ante Adam, que seguía mirándola con curiosidad—. He caído en la cuenta de un despiste y me ha sentado mal.
—Suele pasar. Ya llegará a mi edad, ya. Y entonces sabrá lo que es despistarse.
Marguerite empezaba a dudar de que llegase a alcanzar una edad avanzada, pues el caso en el que estaba metida le parecía cada vez más peligroso. Mientras llegaba a la escalera, sus ojos comprobaron el atestado buzón del profesor Varney. En efecto, llevaba días sin pasar por su domicilio. ¿A lo mejor desde la muerte de Delaveau? Sospechoso...
Subieron hasta la primera planta, que permanecía en penumbra. Allí el anciano se despidió y entró en su piso, momento que Marguerite aprovechó para estudiar la puerta del apartamento de Varney.
No le costó mucho percatarse de que la cerradura había sido forzada, así que empujó la puerta y entró, no sin antes sacar su pistola. Su presentimiento de que la bruja acababa de estar allí se consolidaba, y con él, su resentimiento.
Una vez en el interior, llamó al profesor Varney. Nadie contestó. Tras comprobar que el piso estaba vacío, se dedicó a cotillear por todos los rincones para hacerse una idea de la personalidad del profesor. La casa estaba sucia. Pero era una simple consecuencia de la ausencia de su inquilino, una ausencia de varios días, a juzgar por el estado de la cocina y el contenido que pudo atisbar en la nevera.
La presencia de un teléfono fijo en el pequeño salón la sorprendió. ¿No se suponía que no tenía teléfono? Marguerite se acercó y pulsó el botón del contestador que permitía escuchar los nuevos mensajes. Había seis, ninguno comprometedor. El más viejo era del sábado, el día posterior a la muerte de Delaveau y de los chicos. El día siguiente a Halloween.
Marguerite observaba todo con suspicacia. Tomó un retrato de Varney, fijándose en cada centímetro de su rostro. No parecía un mal tipo. Aunque los que transmitían esa impresión solían ser los peores psicópatas. Cuántos asesinos en serie resultaban ser perfectos vecinos y encantadores amigos. La primera regla de supervivencia era no fiarse de la excesiva amabilidad.
Marguerite decidió que la entrevista con Varney no podía esperar. Acudiría al instituto para encontrarse con él. Justificaría el encuentro con la excusa de avisarle de que habían entrado en su casa, para que aquel hombre no sospechase que lo estaban investigando.
La detective se quedó mirando un ordenador portátil que había en la habitación más pequeña. No, la bruja no había acudido allí a robar.
-ESE tal Luc Gautier moriría hace años —elucubraba Daphne junto a Dominique—, y sería condenado al Infierno bajo una naturaleza vampírica. Allí habrá permanecido, como monstruo, hasta que la apertura de la Puerta Oscura y una cierta dosis de desgraciada casualidad lo han vuelto a traer a este mundo —detuvo sus palabras para tomar aliento—. Una vez aquí, ha matado al profesor Varney para adoptar su forma, aunque sigue refugiándose de día en su verdadero panteón, el de la familia Gautier. Continúa ocupando su propia tumba, que es lo que tenemos que localizar.
Pero no existía ningún registro de las tumbas de los cementerios de París, o al menos ellos no lo conocían. Por eso no les había quedado más remedio que iniciar una agotadora búsqueda por los diversos recintos funerarios de la ciudad; primero, el de Montmartre, donde no habían localizado ningún panteón con ese apellido, y luego, el de Montparnasse, donde se encontraban en aquellos momentos.
—Bueno, al menos sabemos que es un panteón —se consoló la bruja, con aquella voz como agrietada a la que Dominique no conseguía acostumbrarse—. Si tuviésemos que ir lápida por lápida, nos harían falta meses para cubrir todas las posibilidades.
Ambos alzaron la mirada sobre el bosque de cruces, túmulos y viejas construcciones de techos afilados. Allí permanecían enterradas decenas de miles de parisinos.
—Algo es algo —contestó Dominique, admirado de la energía que seguía exhibiendo la mujer—. ¿Has visto qué tumba tan curiosa?
El chico señalaba una escultura de cristal que sobresalía entre otras sepulturas más normales, más alta que una persona. Se trataba de un enorme pájaro de cristal de ojos rojos y pico dorado, erguido y con las alas extendidas, que se alzaba sobre la plancha de granito oscuro de la tumba.
—A mi amigo Jean Jacques, un pájaro que ha volado demasiado pronto —leyó Dominique.
Volar. Los dos pensaron en el Viajero, conducidas sus reflexiones por la impactante coincidencia de que el vuelo de Pascal también le había llevado al Mundo de los Muertos. Aunque con billete de vuelta, claro. Confiaron en que su marcha no fuera igual de irreversible que la de aquel desconocido llamado Jean-Jacques.
—Debía de ser muy joven —Daphne seguía con los ojos orientados hacia el pájaro de vidrio, aprovechando para descansar unos instantes—. Qué pena me dan estas cosas.
Dominique asintió.
—Pero la tumba mola.
—Quien la esculpió tenía que quererlo mucho. Aunque sea más doloroso así, creo que es la mejor forma de morir.
El chico miró a la vidente con curiosidad.
—¿Te refieres a que haya alguien que llore tu muerte, que la llore de verdad?
—Sí. Tiene que ser terrible acabar en este mundo sin que tu muerte le importe a nadie. Eso es la soledad en estado puro. No hay nada más dramático que esos cadáveres de ancianos que se van pudriendo en un piso sin que nadie se haya dado cuenta de que ya no están. Hasta que el olor, una molestia, obliga a los vecinos a descubrir el cuerpo. Qué triste.
Dominique no supo qué responder. La avanzada edad de Daphne hacía albergar a la bruja pensamientos en los que él, tan joven, no se detenía. Al muchacho, los cementerios le daban un poco de aprensión, aunque, en el fondo, le habían resultado interesantes las pocas veces en que había visitado alguno. Le parecían lugares solemnes que él respetaba, e imaginó sin esfuerzo que los góticos debían de encontrarlos llenos de la magia de lo misterioso, de lo oculto, de lo eterno. Porque muchos de ellos, por lo visto, no se limitaban a lo estético, sino que otorgaban una dimensión más trascendente a la afición por lo fúnebre. Supuso que personas con las inquietudes de Jules o la misma Michelle habrían recorrido aquellos senderos flanqueados de tumbas con la misma fascinación sobrecogedora de quien pasea frente a un admirado paisaje agreste. El dolor implícito en los epitafios, en las fechas y los nombres de los fallecidos, constituía un ingrediente amargo, pero imprescindible, dentro de aquel cuadro; los góticos guardaban en su convicción oscura un indisoluble vínculo con lo trágico que a Dominique, vitalista convencido, le resultaba romántico a pesar de no compartirlo.
Daphne contempló el cielo, calibrando por su resplandor ya casi mortecino el tiempo que les quedaba de luz.
—Será mejor que continuemos la búsqueda —advirtió con semblante preocupado—. Pronto tendremos que volver al desván de Jules. Me temo que si no tenemos un poco de suerte, Varney nos va a encontrar antes que nosotros a él. Y hay que intentar evitarlo a toda costa.
—¿Crees que ya sabe dónde se oculta la Puerta Oscura? —planteó Dominique procurando disimular su propia crispación.
—Mis intuiciones son confusas —reconoció ella—, no puedo responderte. Pero está cerca, sin duda. Más vale que su previsible asedio no se produzca esta noche, porque si no... ¡Necesitamos un día más, solo uno! Si logramos ese tiempo, mañana podemos acudir a intentar localizar su panteón en Pére Lachaise. ¡Tiene que estar ahí, después de todo lo que hemos inspeccionado! Y entonces acabaremos con él, antes de que llegue una nueva noche. Es nuestra única posibilidad.
Dominique ya se había puesto en marcha mientras escuchaba, deteniendo su silla frente a cada edificación que resultaba sospechosa de acuerdo a la descripción que le había facilitado Daphne.
—Jules no ha vuelto a llamar —observó—, así que imagino que no ha tenido ningún problema.
—Eso espero —deseó la vidente—. Oye, vamos a separarnos más. Así abarcaremos una zona mayor y terminaremos antes.
Algunas personas que caminaban por allí, turistas o parisinos con flores, los miraron con curiosidad.
Pascal caminaba casi sin atreverse a mirar a Beatrice, que avanzaba a su lado en silencio. Ambos permanecían con semblantes inseguros, avergonzados aunque, al mismo tiempo, incapaces de reunir la convicción suficiente como para arrepentirse de lo sucedido entre ellos un rato antes.
Es que había estado muy bien. Había sido una pasada. Al margen de todas las convenciones, algo que podían permitirse en aquella olvidada tierra de nadie, habían disfrutado de un modo fugaz pero intenso. Por eso, a pesar de que nunca lo reconocerían, tanto Pascal como Beatrice pensaban que aquella locura había merecido la pena. Y eso que el recuerdo de Michelle no les ayudaba mucho a perdonarse el desliz.
De todos modos, la misma oportunidad de aquel momento débil al que habían sucumbido era más que dudosa: ellos estaban envueltos en una aventura muy delicada, y así solo habían logrado complicarla todavía más.
Se sentían como dos niños a los que han dejado solos y cometen una travesura, una torpeza injustificable.
Injustificable para los demás, no para Pascal y Beatrice. Y eso que, conforme avanzaban los minutos, les iba pareciendo más inconcebible.
Tres horas habían transcurrido desde que se dejasen llevar por su pasión, pero todavía seguían ambos intentando asumir lo sucedido.
Algo que «no tendría que haber pasado», se insistía Pascal, «por muy placentero que haya sido». Y es que ella, a pesar de su hermosura, estaba muerta. Era un cadáver. Desde hacía años. Lo que habían hecho no estaba bien, no era natural.
«O a lo mejor, sí», se defendió el Viajero esquivando cierto sentimiento de repulsión ante lo que había tenido lugar. Se negó a ver en el rostro suave de Beatrice los pulidos contornos de una calavera. A fin de cuentas, si la vida y la muerte forman parte de la naturaleza humana, se decía, la mezcla de ambas tiene por fuerza que ser natural también.
En definitiva, era un error pretender aplicar en la Tierra de la Espera los parámetros de la tierra de los vivos. O así quiso creerlo.
Aunque ahora que el deseo se había satisfecho, la sensación de incomodidad iba en aumento para los dos. El cerebro de ambos volvía a dirigir, y su juicio frío no resultaba muy piadoso.
De todos modos, eso no impedía que un interrogante, mucho más travieso, hubiese despertado en Pascal: ¿qué habría opinado Dominique de lo sucedido? Y es que, al margen de las nebulosas circunstancias en que se había producido, lo cierto era que su breve
affaire
con Beatrice constituía el primer éxito de Pascal con una chica. Y eso superaba el afán de clandestinidad que le exigía su sentimiento de culpabilidad.
Qué lío. Su mente burbujeaba, convulsa entre emociones. Con cada paso surgían nuevos pensamientos.
Una duda añadida afloró entonces en la mente de Pascal, terminando de completar su caos interno: si él había dado el primer paso, como en efecto había sucedido, entonces, ¿por qué Beatrice había accedido, permitiendo así que llegaran tan lejos? A Pascal, que de vez en cuando dejaba resucitar su clásica inseguridad, le vino a la cabeza una posible respuesta que resultaba ofensiva: habían hecho el amor porque era el único vivo allí, o porque era el Viajero. Solo por eso. Aquellas insultantes hipótesis, ¿eran ciertas o, por el contrario, Beatrice lo encontraba atractivo al margen de todo lo demás? No sería fácil averiguarlo. Pascal maldijo aquel repentino retroceso en la consolidación de su autoestima.
Las piernas de ambos continuaban recorriendo un nuevo territorio muerto, en medio de un mutismo que no se atrevían a romper, víctimas de un virulento debate entre la culpabilidad y la libertad.
Ajeno a aquel conflicto íntimo, el paisaje había ido cambiando de forma progresiva conforme Pascal y Beatrice dejaban atrás la zona pantanosa. Continuaban recorriendo la elevada llanura que terminaba en los acantilados, pero ahora el suelo se había vuelto mucho más pedregoso y seco. Además, el mar de negrura detenido por la pared montañosa ahora sí los alcanzaba, en forma de una bruma pastosa que se estiraba en jirones caprichosos. De vez en cuando veían, entre aquella persistente niebla, islas rocosas que culminaban en forma de cráteres inmensos.
—Son volcanes —confirmó Beatrice quebrando por fin el silencio—. No es conveniente detenerse en esta región, pues aquí cualquier cráter puede entrar en erupción en cuestión de segundos y arrasar todo con ríos de magma ardiente. El suelo que pisamos, de hecho, es lava enfriada.
Pascal recordó un viaje que había hecho con sus padres al golfo de Nápoles, en Italia. Los habían llevado a las ruinas de Pompeya y Herculano, dos ciudades romanas sepultadas por sorpresa tras una erupción del Vesubio en el siglo primero. Sus desgraciados habitantes, que dormían en aquella terrible hora, casi no tuvieron tiempo de reaccionar antes de que una colosal marea de magma abrasador cayese sobre las ciudades, que desaparecieron literalmente de la faz de la tierra, bajo miles de toneladas de cenizas y roca. La lava, al enfriarse, había fosilizado aquellos asentamientos humanos a varios metros de profundidad, restos en perfecto estado de conservación que se habían recuperado muchos siglos después. Pascal rescató de su impresionada memoria el cuerpo de un hombre cubierto de lava, encogido en la cama donde lo había sorprendido la erupción. No quería acabar así.
—¿Falta mucho? —preguntó procurando aparentar normalidad, sin mirar a los ojos a la chica.
—Ahí está.
Beatrice señalaba hacia delante. Pascal siguió con sus pupilas aquella dirección, encontrándose unos doscientos metros más allá con un largo puente de tablas y cuerdas que salvaba un espectacular abismo, una de esas gigantescas fisuras del terreno que agrietaban la montaña en profundas y estrechas gargantas.
Al otro lado de aquel puente, de unos cien metros de longitud tambaleante, una enorme peña en forma de colmena desafiaba al cielo apagado: la Colmena de Kronos. Habían llegado.
—Es... es impresionante —comentó Pascal admirado.
No era para menos. También para Beatrice se trataba de la primera vez que veía aquel lugar de sabor mitológico, nombrado en múltiples leyendas. Miles de celdas hexagonales, de la altura de un hombre, se unían a lo largo de aquel cuerpo ovalado de la dimensión contundente de una montaña. Por la parte de atrás, la colmena se fusionaba con la cordillera que le servía de apoyo, dando lugar a invisibles pasadizos que conducían al siguiente nivel de la ruta infernal.