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Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

El viajero (15 page)

BOOK: El viajero
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Cuando hube terminado, mi padre suspiró:

—Cualquier mujer puede tentar al diablo. En fin, tú hiciste lo que te pareció mejor. Y

quien hace lo que puede, ya hace mucho. Pero las consecuencias han sido trágicas. Tuve que aceptar la estipulación del dogo de que abandonaras Venecia, hijo mío. Desde luego, podía haber sido mucho más duro contigo.

—Lo sé —dije con arrepentimiento —. ¿Adonde iré, padre? ¿Tendré que buscar una Tierra de Cucaña?

—Mafio y yo tenemos negocios en Roma. Vendrás con nosotros.

—Entonces, ¿tendré que pasar en Roma el resto de mi vida? La sentencia fue de destierro perpetuo…

Mi tío dijo lo mismo que el viejo Mordecai:

—Las leyes de Venecia se obedecen durante una semana. La sentencia perpetua de un dogo dura lo que dura su vida. Cuando Tiépolo muera, su sucesor difícilmente podrá

evitar tu regreso. De todos modos, eso puede tardar aún una buena temporada.

—Tu tío y yo tenemos que llevar a Roma una carta del gran kan de Kitai… —dijo mi padre.

Nunca había oído esas palabras de dura sonoridad, y le interrumpí para decírselo.

—El kan de todos los kanes mongoles —explicó mi padre —, el soberano de lo que aquí

llaman erróneamente Catai.

Le miré perplejo y pregunté:

—¿Os encontrasteis a los mongoles? ¿Y habéis sobrevivido?

—Los encontramos y nos hicimos amigos de algunos. Tenemos el amigo más poderoso que existe, el kan Kubilai, que gobierna el imperio mayor del mundo. Nos pidió que le lleváramos una solicitud al Papa Clemente…

Él siguió hablando, pero yo no escuchaba. Le miraba con reverencia y admiración, y pensaba… que ése era mi padre, al que había creído muerto hacía tiempo, y que esa persona de aspecto normal afirmaba ser un confidente de los bárbaros kanes y de los santos papas.

Terminó diciendo:

—… Y después, si el Papa nos presta los cien sacerdotes que solicita Kubilai, los conduciremos hacia Oriente. Y volveremos a Kitai.

—¿Cuándo salimos hacia Roma? —pregunté.

Mi padre dijo tímidamente.

—Pues…

—Después de que tu padre se case con tu nueva madre —dijo mi tío —. Y para eso debemos esperar la proclamación de los bandi.

—Oh, no lo creo, Mafio —dijo mi padre —. Fiordelisa y yo no somos demasiado jovencillos, pues los dos somos viudos, y probablemente el pare Nunzíata nos dispensará de las tres amonestaciones de los bandi.

—¿Quién es Fiordelisa? —pregunté —. ¿Y no es demasiado precipitado, padre?

—Ya la conoces —dijo él —, Fiordelisa Treván, la señora de la tercera casa canal abajo.

—¡Ah, sí! ¡Es una buena mujer! Era la mejor amiga de mi madre en todo el vecindario.

—Si estás insinuando lo que creo que pretendes decir, Marco, te recuerdo que tu madre está en su tumba, en donde no existen celos, ni envidias, ni recriminaciones.

—Sí —dije, y añadí con impertinencia —: Pero veo que no llevas el luto vedovile.

—Tu madre hace ocho años que está enterrada. ¿Debería vestirme ahora de negro y llevar luto doce meses más? No soy tan joven que pueda recluirme todo un año para llorar su muerte. Ni tampoco dona Lisa es una bambina.

—¿Se lo has propuesto ya, padre?

—Sí, y ha aceptado. Mañana tendremos nuestra entrevista pastoral con el pare Nunzíata.

—¿Está enterada de que te vas a marchar inmediatamente después de casarte con ella?

Mi tío me interrumpió bruscamente:

—¿Qué significa este interrogatorio, saputélo?

Mi padre dijo con paciencia:

—Me caso con ella, Marco, porque voy a marcharme. Cuando el demonio apremia no hay más remedio que actuar. Volví a casa esperando encontrar a tu madre viva y al frente de la Casa Polo. Pero no ha sido así. Y ahora, por tu culpa, no puedo dejarte a ti al cargo de los negocios. El viejo Doro es un buen hombre, y no necesita que nadie le esté

vigilando por encima del hombro. No obstante, prefiero que haya alguien con el apellido Polo como cabeza visible de la Compañía, aunque sólo sirva para eso. Dona Fiordelisa asumirá esta función y con gusto. Además, no tiene hijos y no tendrás competidores en la herencia, si eso es lo que te preocupa.

—No es eso —dije, y volví a hablar con impertinencia —. Sólo me preocupa la aparente falta de respeto hacia mi madre, y también hacia dona Treván, al casaros con tantas prisas solamente por motivos mercenarios. Toda Venecia murmurará y se reirá, y ella seguramente ya lo sabe.

Mi padre dijo de forma suave pero rotunda:

—Yo soy mercader, ella es viuda de mercader, y Venecia es una ciudad mercantil, en

donde todos saben que el mejor motivo para hacer cualquier cosa es un motivo mercenario. Para un veneciano, el dinero es su segunda sangre, y tú eres veneciano. Ahora ya he oído tus objeciones, Marco, y las he rechazado. No deseo oír ninguna más. Y recuerda, una boca cerrada no se equivoca.

Así que me callé y no dije nada más sobre el tema, equivocadamente o no; y el día que mi padre se casó con dona Lisa estuve en la iglesia del confino de San Felice con mi tío y todos los sirvientes libres de ambas casas, y numerosos vecinos, nobles mercaderes y sus familias, mientras el anciano pare Nunzíata celebraba tembloroso la misa nupcial. Pero cuando la ceremonia hubo terminado y el pare los declaró Messere e Madona y llegó el momento de que mi padre llevara a su esposa a su nuevo hogar, con todos los invitados a la recepción, yo me escabullí del feliz cortejo. Aunque iba vestido con mis mejores ropas, dejé que mis pasos me llevaran al barrio de las barcas. Desde mi salida de la cárcel, sólo había visitado a mis amigos breve y esporádicamente. Ahora era un ex convicto, y parecía que todos los chicos me consideraban un hombre, o quizá incluso una persona importante. En cualquier caso, se había creado una distancia que antes no existía. Pero aquel día sólo encontré en la barcaza a Doris. Estaba arrodillada en los tablones del casco, vestía únicamente una camisola corta y estaba pasando ropa mojada de un cubo a otro.

—Boldo y los demás se han montado en una gabarra de basura que va a Torcello —me explicó Doris —. Estarán allí el día entero, así que aprovecho para lavar todo lo que no llevan puesto.

—¿Me puedo quedar a hacerte compañía? —pregunté —. ¿Y dormir otra vez en la barcaza?

—Si te quedas tus ropas también necesitarán un buen lavado —dijo mirándolas con ojo crítico.

—He dormido en sitios peores —repliqué —. Y además tengo más ropa.

—¿De qué huyes esta vez, Marco?

—Hoy es la boda de mi padre. Y lleva a casa una marégna para mí, y no creo que yo necesite ninguna. Ya he tenido una madre auténtica.

—Yo seguramente tuve una, pero no me importaría tener una marégna. —Y añadió, suspirando como una mujer mayor cansada —: A veces siento que yo misma soy una marégna para todo este enjambre de huérfanos.

—Esta dona Fiordelisa es una mujer bastante buena —dije, sentándome de espaldas al casco —, pero no me apetece dormir bajo el mismo techo que mi padre la noche de su boda.

Doris me miró, adivinando sin duda mi pensamiento, dejó lo que estaba haciendo y vino a sentarse a mi lado.

—Muy bien —me susurró al oído —. Quédate aquí. Y haremos como si fuera hoy tu noche de bodas.

—Oh, Doris, ¿ya empiezas otra vez?

—No sé por qué te empeñas en rechazarme. Ahora me he acostumbrado a ir siempre limpia, como me dijiste que debe hacer una dama. Estoy limpia toda yo. Mira. Antes de que pudiera protestar, se quitó de un ágil movimiento la única prenda que llevaba. Realmente estaba limpia, y además no tenía vello en el cuerpo. Dona Ilaria no era, desde luego, tan suave y lisa por todas partes. Claro que a Doris también le faltaban las curvas y redondeces femeninas. Sus tetas apenas apuntaban sobre su pecho, y sus pezones eran de un rosa ligeramente más oscuro que el de su piel; sus caderas y nalgas sólo estaban acolchadas con un poco de carne de mujer.

—Todavía eres una zuzzurullona —dije, intentando parecer aburrido y desinteresado —. Aún te falta mucho para llegar a ser una mujer.

Eso era verdad, pero su extremada juventud, sus pequeñas dimensiones y su inmadurez tenían una especie de atractivo propio. Todos los chicos a esa edad son lascivos, sin embargo lo que les suele apetecer son mujeres auténticas. Tienden a considerar a las chicas de su misma edad como un compañero de juego más, una muchachota entre muchachos, una zuzzurullona. Sin embargo, yo estaba algo más avanzado en ese aspecto que la mayoría de los chicos; yo ya había pasado por la experiencia de una mujer auténtica. Me había aficionado a los dúos musicales, ahora hacía tiempo que estaba privado de esa música, y allí tenía a una bonita novicia suplicándome que la iniciara.

—Sería deshonroso por mi parte fingir una noche de bodas —dije, discutiendo conmigo mismo más que con ella —. Ya te he dicho que dentro de unos días me marcho para Roma.

—Tu padre también, y eso no le ha impedido casarse de verdad.

—Es cierto, y por eso nos peleamos. Yo no creo que sea correcto. Pero su nueva esposa parece estar perfectamente de acuerdo.

—Igual me pasaría a mí. De momento, finjámoslo, Marco. Luego te esperaré y tú

volverás. Dijiste que volverías cuando hubiera otro cambio de dogo.

—¡Qué ridícula estás, pequeña Doris! Aquí sentada, desnuda y hablando de dogos y cosas de ésas.

Pero en realidad no estaba ridícula; parecía una tierna ninfa de las viejas leyendas.. De veras que intenté discutir el tema:

—Tu hermano siempre habla de lo buena chica que es su hermana.

—Boldo no volverá hasta esta noche, y no sabrá nada de lo que pase desde ahora hasta entonces.

. —Se pondrá furioso —continué, como si Doris no me hubiera interrumpido —, tendremos que pelearnos otra vez, como nos peleamos cuando me arrojó el pescado, hace tanto tiempo.

Doris hizo pucheros:

—No aprecias mi generosidad. Es un placer que te ofrezco a costa de mi dolor.

—¿Dolor? ¿Por qué?

—A una virgen siempre le duele la primera vez. Y no la satisface. Todas las chicas lo saben. Las mujeres nos lo cuentan.

Dije pensativamente:

—No sé por qué ha de ser doloroso. No lo es si se hace del modo en que mi… —Pensé

que sería una torpeza mencionar a dona Ilaria en ese momento —. Quiero decir, del modo en que aprendí a hacerlo.

—Si eso es verdad —dijo Doris —puedes ganarte la adoración de muchas vírgenes en tu vida. Enséñame lo que has aprendido.

—Uno comienza haciendo… ciertas cosas preliminares. Como esto —y le toqué uno de sus diminutos pezones.

—¿La zizza? Eso sólo hace cosquillas.

—Creo que las cosquillas se convierten muy pronto en otra sensación. Muy pronto Doris dijo:

—Sí, tienes razón.

—A la zizza también le gusta. Mira, se pone de punta pidiendo más.

—Sí, sí, es verdad.

Se tumbó lentamente, de espaldas sobre las tablas, y yo seguí su movimiento.

—A una zizza aún le gusta más que la besen —dije yo.

—Sí. —Como un gato perezoso, Doris estiraba voluptuosamente su pequeño cuerpo.

—Después hay esto —dije.

—Que también hace cosquillas.

—También se convierte luego en algo mejor que un cosquilleo.

—Sí, es verdad. Siento…

—Dolor no, seguramente.

Dijo que no con la cabeza; entonces tenía los ojos cerrados.

—Estas cosas no necesitan siquiera la presencia de un hombre. Se las llama el himno del convento porque las chicas pueden hacerlo solas.

Estaba mostrándome escrupulosamente justo, dándole la oportunidad de que me despidiera. Pero Doris sólo dijo, jadeante:

—No tenía ni idea de eso… Ni siquiera sé cómo lo tengo aquí abajo.

—Podrías verte fácilmente tu mona con un espejo.

—No conozco a nadie que tenga un espejo —dijo débilmente.

—Entonces mira la de… mejor no, la tiene toda peluda. La tuya todavía está sin nada, visible y suave. Y bonita. Parece… —Busqué una comparación poética —. ¿Conoces ese tipo de pasta con pliegues que forman una pequeña concha? ¿Que se llama labios de dama?

—Eso es lo que le has hecho sentir, como un beso en los labios dijo hablando como en sueños.

Había vuelto a cerrar los ojos, y su pequeño cuerpo se retorcía lentamente.

—Sí, como labios besados —dije yo.

En su lento meneo, su cuerpo pareció contraerse por un momento, luego relajarse, y soltó un gemido de placer. Mientras yo seguía tocando musicalmente su cuerpo, Doris volvió a repetir esa ligera convulsión, una y otra vez, y cada vez duraba más, como si estuviera aprendiendo con la práctica a prolongar el placer. Mis atenciones hacia ella no cesaron, pero utilicé solamente la boca, y con las manos libres pude quitarme la ropa. Cuando estuve desnudo junto a su cuerpo, Doris pareció saborear al máximo sus suaves espasmos, y sus manos comenzaron a recorrer ansiosamente mi piel. Continué durante un largo rato haciendo la música del convento, como me había enseñado Ilaria. Cuando, finalmente, Doris estaba empapada en sudor, me detuve y la dejé descansar. Su respiración fue reduciendo su rápido ritmo, y abrió los ojos mirándome aturdida. Después frunció el cejo porque me notó duro contra ella, y desvergonzadamente movió

una mano para agarrármela; luego dijo sorprendida:

—Has hecho todo eso… o me has hecho a mí todo eso… y tú ni siquiera…

—No, no todavía.

—No lo sabía —dijo riendo, de muy buen humor —. Era imposible que me enterara. Estaba muy lejos. En las nubes… —Sujetándomela aún con una mano se tocó con la otra

—: Todo eso… y todavía soy virgen. Es milagroso. ¿Crees Marco que así es como nuestra bendita Virgen María…?

—Ya estamos pecando, Doris —dije rápidamente —, o sea, que no digamos blasfemias encima.

—No. Pequemos un poco más.

Y así lo hicimos, y pronto tuve a Doris gorjeando y estremeciéndose de nuevo, en las nubes, como había dicho ella, disfrutando con el himno de las monjas. Y finalmente hice lo que ninguna monja puede hacer, y no fue brusco ni forzado, sino fácil y natural. Doris, cubierta de sudor, se movía sin fricción entre mis brazos, y esa parte suya estaba aún más húmeda. O sea que no sintió ninguna violencia, sino una sensación más intensa entre las muchas otras que había experimentado por primera vez. Cuando eso ocurrió

abrió unos ojos desbordantes de placer. El gemido que soltó esta vez correspondía a un registro musical diferente de los anteriores.

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