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Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

El viajero (14 page)

BOOK: El viajero
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—Mi tío no parece un hombre al que le importen mucho las leyes —dije, bastante orgulloso —ni parece que le asuste demasiado la hoguera. Pero, Mordecai, yo no puedo hacerlo sin que tú participes. Debemos fugarnos juntos. ¿Qué dices a eso?

Se quedó callado un rato y luego murmuró entre dientes:

—Quizá sea preferible la hoguera a una muerte lenta de la pettechie, la enfermedad de la cárcel. Y yo hace mucho tiempo que perdí al último de mis parientes. Llegó la noche siguiente, y cuando sonó el coprifuoco y los carceleros nos ordenaron apagar las lámparas, nosotros nos limitamos a esconder su luz tras el cubo de la pissóta. Cuando los guardianes pasaron de largo, volqué casi todo el aceite de pescado de la lámpara sobre la tabla de mi camastro. Mordecai contribuyó con su ropa, que como estaba verde de moho y orín haría el fuego más humeante, la atamos bajo mi cama y la encendimos con la mecha de la lámpara de trapo. En poco rato, la celda se puso neblinosa y ennegrecida y las llamas comenzaron a lamer la madera. Mordecai y yo abanicábamos con los brazos para que el humo saliera mejor por el agujero de la puerta y gritamos: «¡Fuoco! ¡Al fuoco!», y oímos unos pasos que corrían por el pasillo. Después, tal como había pronosticado mi tío, comenzó el lío y la confusión y a Mordecai y a mí nos ordenaron salir de la celda para poder apagar el fuego con cubos de agua. El humo salió a bocanadas con nosotros, y los carceleros nos apartaron de en

medio. Por el camino, encontramos bastantes guardianes, pero apenas se fijaron en nosotros. Ayudados por el humo y la oscuridad que nos ocultaban, nos escabullimos corredor abajo y torcimos en un recodo.

—Ahora por aquí —dijo Mordecai, corriendo a una velocidad considerable para un hombre de su edad.

Había estado en la cárcel el tiempo suficiente para aprenderse esos vericuetos, y me llevó de un lado a otro hasta que divisamos luz al final de un gran vestíbulo. Allí se detuvo en la esquina, miró cuidadosamente a nuestro alrededor y me hizo señas para continuar. Salimos a un pasillo más corto, iluminado por dos o tres antorchas colgadas en la pared, pero vacío.

Mordecai se arrodilló, me indicó que le ayudara, y vi que un gran sillar cuadrado en la parte inferior del muro tenía clavadas unas agarraderas de hierro. Él cogió una y yo otra, tiramos con fuerza y el sillar se desplazó, revelándose menos grueso que los demás. A través de la abertura penetró un maravilloso aire fresco, humedad y olor a salobre. En seguida me puse en pie para inhalar, profunda y agradecidamente, y al instante siguiente me encontré tumbado en el suelo. Un guardián acababa de salir de algún rincón y gritaba pidiendo ayuda.

Hubo un momento de mayor confusión que antes. El guardián se me echó encima, y nos revolcamos por el suelo de piedra, mientras Mordecai, encogido en el agujero, nos miraba con la boca abierta y los ojos desorbitados. Conseguí situarme un momento encima del guardián y me aproveché de ello. Me arrodillé para que todo mi peso descansara sobre su pecho y con la rodilla le clavé los brazos en el suelo. Le tapé con ambas manos la boca, que movía incesantemente para gritar, giré hacia Mordecai y le dije:

—No podré sujetarlo… mucho rato más.

—Ven tú aquí, muchacho —dijo —, déjame hacerlo a mí.

—No. Uno de los dos puede escapar. Hacedlo vos. —Oí más pasos que corrían por algún lugar de los pasillos —. ¡Daos prisa!

Mordecai metió los pies por el agujero, luego se volvió para preguntarme:

—¿Por qué yo?

Entre forcejeos y revolcones, conseguí con un esfuerzo supremo pronuncia: unas últimas palabras:

—Me dejasteis escoger la mejor araña. ¡Idos ya!

Mordecai me dirigió una mirada interrogativa y dijo lentamente:

—La recompensa de una mitzva es otra mitzva —se deslizó a través de la abertura y desapareció. Oí fuera, debajo del agujero oscuro, un lejano salpicón, y luego pudieron conmigo.

Me arrastraron brutalmente por los pasillos y me arrojaron, literalmente, en una nueva celda. Quiero decir, en una celda muy antigua, por supuesto, pero una distinta. El único mueble era la tabla del camastro, no había agujero en la puerta y la única luz era el cabo de una vela. Me senté en medio de la oscuridad, me dolían las magulladuras, y recordé

mi situación. Al intentar escaparme, había perdido toda esperanza de demostrar alguna vez que era inocente de la acusación anterior. Y al no lograr escapar, me había condenado a mí mismo a la hoguera. Sólo tenía un motivo para estar agradecido: ahora tenía una celda privada y ningún compañero de celda podía verme llorar. Después de aquello, rencorosamente, dejaron los guardianes de alimentarme durante bastante tiempo, privándome hasta del horroroso grumo carcelario; la oscuridad y monotonía eran absolutas, y por eso no tengo ni idea del tiempo que pasé solo en esa celda antes de que fuera admitido un visitante. Era otra vez el hermano de la Justicia.

—Supongo que el permiso de mi tío para visitarme ha sido revocado.

—Dudo que él hubiera querido venir —dijo el hermano Ugo —. Comprendo que se mostrara tan indignado y blasfemo cuando vio que el sobrino que sacaba del agua se convertía en un viejo judío.

—Entonces vuestra abogacía tampoco es ya necesaria —dije resignadamente —. Imagino que habéis venido sólo como consolador de prisioneros.

—De todos modos, os traigo noticias que deberían consolaros. Esta mañana el Consejo eligió a un nuevo dogo.

—Ah, sí. Estaban aplazando la elección hasta que tuvieran al sassín del dogo Zeno. Y

me tienen a mí. ¿Por qué pensáis que eso me consolará?

—Quizá habéis olvidado que vuestro padre y vuestro tío son miembros de ese Consejo. Y desde su milagroso regreso después de tan larga ausencia, son, con mucho, los miembros más populares de la comunidad de mercaderes. Por eso, en la elección pueden ejercer bastante influencia sobre los votos de todos los nobles mercaderes. Un hombre llamado Lorenzo Tiépolo ambicionaba convertirse en dogo, y a cambio del bloque de votos de los mercaderes, estaba dispuesto a hacer ciertas concesiones a tu padre y a tu tío.

—¿Como cuáles? —pregunté sin asomo de esperanza.

—Es tradicional que un nuevo dogo, al acceder a su cargo, proclame algunas amnistías. La Serenitá Tiépolo va a perdonar el criminal incendio que provocasteis, y que permitió

escapar a Mordecai Cartafilo de esta prisión.

—Así que no me llevarán a la hoguera como a un incendiario —dije —: Simplemente perderé la mano y la cabeza como un asesino.

—No, no ocurrirá tal cosa. Tenéis razón al decir que han capturado al sassín, pero estáis equivocado creyendo que sois vos. Otro hombre ha confesado la sassináda. Afortunadamente la celda era pequeña, pues de lo contrario me hubiera caído al suelo. Pero sólo me tambaleé y me dejé caer sobre la pared. El hermano continuó, a un ritmo enloquecedoramente lento:

—Os dije que traía noticias consoladoras. Tenéis más abogados de los que creéis, y todos han estado ocupados con vuestro caso. El zudio al que liberasteis no siguió

corriendo, ni cogió un barco para alguna tierra lejana. Ni siquiera se escondió en las callejuelas del burghéto judío. En vez de eso, fue a visitar a un sacerdote, no a un rabino, sino a un auténtico sacerdote cristiano, uno de los clérigos menores de la propia basílica de San Marcos.

—Ya intenté hablaros de ese sacerdote —dije yo.

—Bien, pues parece que el sacerdote había sido el amante secreto de dona Ilaria, pero ella empezó a odiarle cuando perdió la oportunidad de convertirse en dogaresa. Cuando ella rechazó los amores del sacerdote, éste tuvo remordimientos por haber cometido algo tan vil como un asesinato, sin obtener resultados aprovechables. Por supuesto, aún guardaría silencio y la cuestión habría quedado entre él y Dios. Pero entonces Mordecai le visitó. Al parecer, el judío le habló de algunos documentos que tenía como prenda. Ni siquiera se los enseñó, sólo tuvo que mencionarlos, y ya fue suficiente para convertir el remordimiento secreto del sacerdote en abierto arrepentimiento. Acudió a sus superiores e hizo confesión de todo, renunciando al privilegio confesional. Ahora está bajo arresto domiciliario en sus aposentos de la canónica. Dona Ilaria también está confinada en su casa, como cómplice del crimen.

—¿Qué pasará luego?

—Todo debe esperar a la toma de posesión del nuevo dogo. Lorenzo Tiépolo no deseará

que el comienzo de su gobierno esté marcado por un escándalo, pues en el caso están implicadas personas más eminentes que un simple muchacho jugando a bravo. La viuda de un dogo electo asesinado, un sacerdote de San Marcos… en fin, que el dogo Tiépolo

hará todo lo posible para restar importancia al escándalo. Probablemente permitirá que el sacerdote sea juzgado in camera por un tribunal eclesiástico, y no por la Quarantia. Yo supongo que será exiliado a alguna remota parroquia de tierra firme, en el Véneto. Y

el dogo probablemente obligará a dona Ilaria a tomar los hábitos en algún convento, también remoto. Hay un precedente para este caso. Hace unos cien años, en Francia, hubo una situación similar en la que estuvieron implicados un sacerdote y una dama.

—¿Y a mí qué me pasará?

—En cuanto el dogo se ponga la blanca scufieta, proclamará sus amnistías, y la tuya será

una de ellas. Te perdonarán el incendio provocado; por lo demás, ya te han exculpado de la sassináda. Te sacarán de la cárcel.

—¡Libre! —suspiré.

—Bueno, y quizá un poco más libre de lo que hubierais deseado.

—¿Qué?

—Dije que el dogo procurará que este sórdido asunto se olvide y pronto. Si se limita a dejaros suelto por Venecia, seréis un recordatorio permanente del caso. Vuestra amnistía está condicionada a vuestro destierro. Estáis proscrito. Debéis dejar Venecia para siempre.

Los días siguientes que permanecí en la celda, pensé en todo lo que había pasado. Me dolía la idea de abandonar Venecia, la serenísima, la clarísima. Pero era mejor que morir en la piazzetta o que quedarse en el Vulcano, que no ofrecía ni serenidad ni claridad. Incluso lo sentía por el sacerdote que había asestado el golpe de bravo en mi lugar. Sin duda, como un joven cura de la basílica, esperaba ascender en el escalafón de la Iglesia; lo cual nunca podría conseguir exiliado en un pueblo de mala muerte. E Ilaria tendría que soportar un exilio aún más penoso: su belleza y sus talentos inútiles ya para siempre. Pero quizá no; había conseguido prodigarlos con bastante generosidad de casada; quizá, como esposa de Cristo, conseguiría también disfrutarlos. Al menos tendría abundantes oportunidades de cantar el himno de las monjas, como lo llamaba ella. Con todo, comparado con el destino irrevocable de nuestra víctima, los tres habíamos salido airosos.

Me sacaron de la prisión aún menos ceremoniosamente de como me habían metido. Los guardianes abrieron la puerta de mi celda, me llevaron por los pasillos, me hicieron bajar escaleras y atravesar otras puertas, abrieron la última y me dejaron en el patio. Desde allí sólo tuve que cruzar la Puerta del Trigo para salir a la luminosa Riva de la laguna, y quedé tan libre como las incontables gaviotas que trazaban círculos por el aire. Era una buena sensación, pero me hubiera sentido bastante mejor si hubiera podido lavarme y ponerme ropa nueva antes de salir. No me había lavado durante toda mi reclusión, llevaba las mismas ropas que al principio y apestaba a aceite de pescado, humo y efluvios de pissóta. Mis prendas estaban desgarradas por la pelea que sostuve la noche de mi abortada fuga. Y lo que quedaba de ellas estaba sucio y arrugado. Además, en aquellos días me estaba saliendo la primera pelusilla en la cara; puede que la barba no fuera muy visible, pero se sumaba a mi sensación general de suciedad. Hubiera deseado circunstancias mejores para encontrarme por primera vez con mi padre en mi memoria. El y mi tío Mafio estaban esperándome en la Riva, vestidos con las elegantes ropas que probablemente habían llevado, como miembros del Consejo, en la toma de posesión del nuevo dogo.

—Contempla a tu hijo —rugió mi tío —. ¡Tu arcistupendonazzisimo hijo! ¡Contempla al tocayo de nuestro hermano y de nuestro patrón! ¿Cómo puede haber causado tanto alboroto un meschin tan desgraciado e insignificante?

—¿Padre? —pregunté tímidamente al otro hombre.

—Hijo mío —dijo él, dudando casi tanto como yo, pero con los brazos abiertos.

Yo había imaginado a alguien de aspecto más sobrecogedor incluso que el de mi tío, ya que él era el mayor de los dos. Pero en realidad, al lado de su hermano empalidecía; no era tan alto ni fornido, y tenía la voz mucho más suave. Llevaba, como mi tío, barba de viajero, pero la suya estaba bien recortada. Su barba y su pelo no tenían el temible color negro de ala de cuervo, sino un decoroso color de ratón, igual que el mío.

—Hijo mío. Pobre niño huérfano —dijo mi padre abrazándome, pero en seguida me apartó de sí a un brazo de distancia y preguntó preocupado —: ¿Siempre hueles así?

—No, padre. He estado encerrado durante…

—Olvidas, Nico, que éste es un bravo, un bonviván, un jugador entre los pilares —bramó

mi tía —. Paladín de matronas mal casadas, que acecha en la noche, maneja la espada y libera judíos.

—Bueno, bueno —dijo mi padre indulgentemente —, un pollito debe estirar las alas fuera del nido. Venga, vamonos a casa.

12

Todos los sirvientes se movían con mayor presteza y se mostraban más contentos que nunca desde la muerte de mi madre. Incluso parecían alegrarse de verme de nuevo en casa. La doncella se apresuró a calentar agua cuando lo solicité, y maistro Attilio me dejó su navaja de afeitar cuando se la pedí educadamente. Me bañé varias veces, me raspé inexpertamente la pelusa de mi cara, me puse un jubón y unas calzas limpias y fui a reunirme con mi padre y mi tío en la sala principal, donde estaba la estufa de azulejos.

—Ahora —dije —, quiero que me contéis vuestros viajes. Habladme de todos los sitios que habéis visto.

—Dios mío, otra vez no —gruñó tío Mafio —. No nos han dejado hablar de otra cosa.

—Ya habrá tiempo para eso después —dijo mi padre —. Todo en su momento. Háblanos ahora de tus propias aventuras.

—Ahora ya han acabado —me apresuré a decir —. Preferiría oír algo nuevo. Pero ellos no cedieron. Así que les conté, con franqueza, todo lo que había sucedido desde la primera vez que vi a Ilaria en San Marcos, omitiendo sólo la tarde amatoria que ella y yo pasamos juntos. Así, parecía que fue una mera locura caballeresca lo que me empujó a mi calamitoso intento de bravura.

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