Read El valle de los leones Online
Authors: Ken Follett
Recorrió el pequeño apartamento con la mirada. Notó con placer los objetos personales que denunciaban que el lugar era de ella: una bonita lámpara hecha con un pequeño florero chino; un estante lleno de libros de economía y ensayos sobre la pobreza reinante en el mundo; un enorme sofá en el que uno podía ahogarse; la fotografía de su padre, un hombre con una americana cruzada, posiblemente tomada a principios de la década de los sesenta; una copita de plata que había ganado montando a su pony Dandefion y fechada en 1971 diez años antes. En ese momento ella tenía trece años —pensó Ellis y Yo veintitrés; y mientras Jane ganaba pruebas ecuestres en Hampshire, yo estaba en Laos, colocando minas a lo largo del Ho Chi Minh.
Cuando conoció el apartamento, hacía casi un año, ella acababa de mudarse allí desde los suburbios y el lugar se encontraba bastante desnudo: no era más que una pequeña habitación en un ático con una cocinita en un rincón, un baño con ducha y un tocador situado al otro lado del vestíbulo. Poco a poco Jane fue transformando esa sucia buhardilla en un nido alegre. Ganaba un buen sueldo como intérprete, traduciendo del francés y del ruso al inglés, pero el alquiler también era elevado —el apartamento quedaba en las inmediaciones del bulevar Saint Michel—, así que ella fue comprando cosas cuidadosamente, ahorrando dinero para adquirir la mesa de caoba que convenía, la cama antigua o la alfombra de Tabriz. Era lo que el padre de Ellis habría llamado una mujer con clase. Te va a gustar, papá —pensó Ellis—. Vas a volverte loco por ella.
Se dio la vuelta para estar frente a ella y, tal como suponía, el movimiento la despertó. Durante la fracción de un segundo fijó sus enormes ojos azules en el cielo raso y después lo miró, sonrió y se acurrucó en sus brazos.
—Hola —susurró, y él la besó.
Inmediatamente Ellis tuvo una erección. Permanecieron acostados juntos durante un rato, medio dormidos, besándose a cada instante. Entonces ella cruzó una pierna sobre las caderas de él y lánguidamente empezaron a hacer el amor, sin hablar.
Cuando empezaron su relación como amantes hacían el amor mañana y noche y muchas veces también a media tarde. Ellis supuso que esa pasión desmesurada no podría durar, y que después de algunos días o tal vez un par de semanas, la novedad desaparecería y desembocarían en el promedio estadístico de dos veces y media por semana, o algo así. Se equivocaba. Un año después seguían haciendo el amor como el primer día.
Jane se colocó encima de él, apoyando todo su peso sobre el cuerpo de Ellis. Su piel húmeda se pegó a la de él. Ellis la envolvió con sus brazos mientras la penetraba profundamente. De inmediato ella lanzó un suave quejido y Ellis la sintió gozar con un orgasmo prolongado, digno de una mañana de domingo. Jane permaneció encima de él, todavía medio dormida. El le acarició el pelo.
Después de un rato, ella se movió.
—¿Sabes qué día es hoy? —preguntó en un murmullo.
—Domingo.
—Es el domingo que te toca preparar el almuerzo.
—No lo había olvidado.
—Me alegro. —Hizo una pausa—. ¿Qué me vas a dar?
—Filetes con patatas y guisantes, queso de cabra y pastelillos de crema.
Ella alzó la cabeza y lanzó una carcajada.
—¡Eso es lo que preparas siempre!
—No es cierto. La última vez hice judías verdes a la francesa.
—Y la vez anterior te habías olvidado, así que almorzamos fuera. ¿No te parece que convendría que variaras un poco?
—Oye, espera un momento. El trato fue que cada uno de nosotros prepararía el almuerzo a domingos alternos. Nadie dijo nada sobre la obligación de preparar un menú distinto cada vez.
Ella volvió a tirársele encima, simulando haber sido derrotada.
En el trasfondo de su mente, Ellis ni por un instante había olvidado el trabajo que le esperaba ese día. Necesitaría que sin saberlo ella lo ayudara y ése era el momento de pedírselo.
—Esta mañana tengo que ver a Rahmi —empezó a decir.
—Muy bien. Más tarde me encontraré contigo en tu casa.
—Hay algo que podrías hacer por mí. Siempre que no te importe llegar un poquito más temprano.
—¿Qué?
—¡Preparar el almuerzo! ¡No! ¡No! Era una broma. Necesito que me ayudes en una pequeña conspiración.
—Sigue.
—Hoy es el cumpleaños de Rahmi y su hermano Mustafá está en la ciudad, pero Rahmi no lo sabe. (Si esto da resultado —pensó Ellis— nunca volveré a mentirte.) Quiero que Mustafá asista al almuerzo de cumpleaños de Rahmi, pero que sea una sorpresa. Para ello me hace falta un cómplice.
—Estoy dispuesta —contestó ella. Se sentó muy erguida, cruzando las piernas. Sus pechos eran como manzanas, suaves, redondos y firmes. El extremo de su cabellera le caía sobre los pezones—. ¿Qué debo hacer?
—El problema es simple. Tengo que indicarle a Mustafá adonde ir, pero Rahmi todavía no ha decidido dónde quiere almorzar. Así que tendré que darle el mensaje a Mustafá a último momento. Y probablemente Rahmi estará a mi lado cuando yo haga la llamada.
—¿Y cuál es la solución?
—Te llamaré a ti. Hablaré de tonterías. Ignora todo lo que te diga, salvo la dirección. En seguida llama a Mustafá, dale la dirección y explícale cómo llegar.
Todo eso le pareció bien cuando lo tramó, pero en ese momento le sonaba muy poco plausible.
Sin embargo Jane, por lo visto, no sospechaba nada.
—Me parece bastante simple —dijo ella.
—¡Perfecto! —exclamó Ellis animosamente, tratando de ocultar su alivio.
—¿Y después de llamarme, cuánto tardarás en llegar a casa?
—Menos de una hora. Quiero esperar para ver la sorpresa de Rahmi, pero me libraré del almuerzo.
Jane tenía una expresión pensativa.
—Te invitaron a ti, pero a mí no.
Ellis se encogió de hombros.
—Supongo que se trata de una celebración masculina.
Tomó el bloc de la mesita de noche y escribió
Mustafá
, y al lado un número de teléfono.
Jane se levantó y cruzó la habitación hacia la ducha. Abrió la puerta y en seguida el grifo. Su estado de ánimo había cambiado. Ya no sonreía.
—¿Por qué estás tan enojada? —preguntó Ellis.
—No estoy enojada —contestó ella—. Pero a veces no me gusta la manera en que me tratan tus amigos.
—Pero ya sabes cómo son los turcos con respecto a las chicas.
—Exactamente: a las
chicas
. No les molestan las mujeres respetables, pero yo soy una
chica
.
Ellis suspiró.
—No es tu costumbre sentirte molesta por las actitudes prehistóricas de un puñado de chauvinistas. ¿Qué es lo que realmente estás tratando de decirme?
Ella pensó un momento, desnuda y de pie junto a la ducha; estaba tan hermosa que Ellis tuvo ganas de volver a hacerle el amor.
—Supongo que te estoy diciendo que no me gusta mi estado. Estoy dedicada a ti, y todo el mundo lo sabe. No me acuesto con ningún otro, ni siquiera salgo con hombres, pero tú no estás dedicado a mí. No vivimos juntos. Yo ni siquiera sé dónde vas ni lo que haces durante buena parte de tu tiempo, ninguno de los dos ha conocido a los padres del otro, y la gente lo sabe, así que me tratan como a una puta.
—Creo que estás exagerando.
—Es lo que siempre me contestas.
Se metió bajo la ducha y dio un portazo. Ellis sacó los útiles de afeitar del cajón donde guardaba lo necesario cuando pasaba allí la noche y empezó a afeitarse delante del fregadero. Ya habían discutido eso antes, más extensamente, y a él le constaba cuál era el trasfondo de la cuestión: Jane quería que vivieran juntos. El también lo deseaba, por supuesto; quería casarse con ella y que vivieran juntos durante el resto de sus vidas. Pero tenía que esperar hasta cumplir su misión, y como no podía decírselo, no le quedaba más remedio que recurrir a frases como Todavía no estoy listo, Lo único que necesito es tiempo, y esas vagas evasivas la enfurecían. Consideraba que un año era mucho tiempo para amar a un hombre sin ningún tipo de compromiso de parte de él. Y por cierto tenía razón. Pero si hoy todo salía bien, él podría poner las cosas en su lugar.
Terminó de afeitarse, envolvió la maquinilla en una toalla y la metió en su cajón. Jane salió de la ducha y él ocupó su lugar. No nos hablamos —pensó—; todo esto es una tontería.
Mientras él se duchaba, ella había preparado café. Ellis se vistió con rapidez con un par de vaqueros desteñidos y una chaqueta negra y se sentó a la mesa de caoba frente a ella. Jane le sirvió el café mientras decía:
—Quiero hablar muy seriamente contigo.
—Muy bien —contestó él sin vacilar—. Te propongo que lo hagamos a la hora del almuerzo.
—¿Y por qué no ahora?
—Porque ahora no tengo tiempo.
—¿El cumpleaños de Rahmi es más importante que nuestra relación?
—¡Por supuesto que no! —Ellis percibió un dejo de irritación en su tono y una voz interior le advirtió: no seas duro con ella, puedes perderla—. Pero prometí que iría y es importante que cumpla con mis promesas; en cambio no me parece que haya mucha diferencia si conversamos ahora o un poco más tarde.
En el rostro de Jane apareció la expresión tensa y obcecada que él conocía: la tenía siempre que decidía algo y alguien trataba de alejarla de su camino.
—Para
mí
es importante que hablemos
ahora
.
Durante un instante tuvo la tentación de contarle toda la verdad. Pero no era así como lo había planeado. Estaba nervioso, tenía la cabeza en otra cosa y no se encontraba preparado. Sería mucho mejor conversar después, cuando los dos estuvieran relajados y cuando él pudiera decirle que su trabajo en París había finalizado. Así que dijo:
—Creo que te estás portando como una tonta y me niego a que me mangonees. Te pido por favor que conversemos más tarde. Ahora, tengo que irme.
Se puso de pie.
Jane volvió a hablar cuando él se acercaba a la puerta.
—Jean-Pierre me ha pedido que vaya con él a Afganistán.
Esto fue tan inesperado que Ellis tuvo que detenerse a pensar un momento para poder comprender el alcance de sus palabras.
—¿Lo dices en serio? —preguntó con incredulidad.
—Completamente en serio.
Ellis sabía que Jean-Pierre estaba enamorado de Jane. Lo mismo que otra media docena de hombres: era inevitable, tratándose de una mujer como ella. Sin embargo, nunca los consideró rivales serios; por lo menos hasta ese momento. Empezó a recobrar su compostura.
—¿Y por qué vas a querer ir a una zona donde hay guerra en compañía de un tipo débil e insípido?
—¡No se trata de una broma! —exclamó con furia—. Estoy hablando de
mi
vida.
El sacudió la cabeza con incredulidad.
—¡No puedes ir a Afganistán!
—¿Por qué no?
—Porque me amas.
—Eso no significa que deba estar a tu disposición.
Por lo menos no había dicho: No, no te amo. El miró su reloj de pulsera. Esto era ridículo: dentro de algunas horas iba a decirle todo lo que ella quería oír.
—No estoy dispuesto a hablar sobre nuestro futuro de esta manera. Es un tema que no podemos tratar así a la ligera.
—Yo no te esperaré indefinidamente —aseguró.
—No estoy pidiendo que me esperes indefinidamente, te pido que esperes unas horas. —Le acarició la mejilla—. ¡No discutamos por unas horas!
Ella se puso de pie y lo besó en la boca con fuerza.
—No irás a Afganistán, ¿verdad? —preguntó él.
—No lo sé —contestó ella con tono inexpresivo.
Ellis trató de sonreír.
—Por lo menos te pido que no vayas antes del almuerzo.
Ella también sonrió y asintió.
—No, antes del almuerzo, no.
Él la miró un instante y después salió.
Las amplias aceras de los Campos Elíseos estaban repletas de turistas y de parisienses que habían salido para su paseo matinal, arremolinándose como rebaño de ovejas bajo el cálido sol de primavera, y todas las mesas de los cafés de las aceras se encontraban ocupadas. Ellis permaneció cerca del lugar convenido, llevando una mochila comprada en una tienda de equipajes baratos. Tenía todo el aspecto del norteamericano que recorre Europa haciendo autostop.
Deseó que Jane no hubiera elegido justamente esa mañana para una discusión: en ese momento estaría rumiando y cuando él llegara la encontraría de pésimo humor.
Bueno, tendría que dedicarse un rato a alisarle las plumas encrespadas.
Se sacó a Jane de la cabeza y concentró sus pensamientos en la tarea que le esperaba.
Existían dos posibilidades con respecto a la identidad del amigo de Rahmi, ese individuo que financiaba el pequeño grupo de terroristas. La primera era que fuese un turco acaudalado, amante de la libertad, que había decidido, por razones políticas o personales, que se podía justificar el uso de la violencia contra la dictadura militar y quienes la apoyaban. Si ése fuera el caso, Ellis sufriría una enorme decepción.
La segunda posibilidad era que se tratara de Boris.
Boris era una figura legendaria dentro de los círculos en los que Ellis se movía: entre los estudiantes revolucionarios, los exiliados palestinos, los conferenciantes políticos, los editores de diarios extranjeros mal impresos, los anarquistas y los maoístas y los armenios y los vegetarianos militantes. Se decía que era un ruso, un hombre de la K.G.B. dispuesto a financiar cualquier acto izquierdista de violencia que se llevara a cabo en Occidente. Muchos dudaban de su existencia, especialmente aquellos que habiendo intentado obtener fondos de los rusos, fracasaron. Pero Ellis observó que de vez en cuando algún grupo que durante meses no había hecho más que protestar porque no contaba con medios para comprarse una fotocopiadora, de repente dejaba de hablar de dinero y adquiría gran conciencia de su seguridad: entonces, poco tiempo después, se producía un secuestro o un tiroteo, o estallaba una bomba.
Ellis pensaba que era evidente que los rusos proporcionaban dinero a grupos tales como los disidentes turcos: era imposible que no aprovecharan una posibilidad tan barata y tan poco arriesgada de causar problemas. Además, Estados Unidos financiaba secuestros y asesinatos en Centroamérica y él no suponía que la Unión Soviética fuese más escrupulosa que su propio país. Y como en esa clase de trabajo el dinero no se guardaba en cuentas bancarias ni se giraba por télex, alguien debía de encargarse de entregar los billetes; por lo tanto era evidente que existía una figura como la de Boris.