Read El valle de los caballos Online
Authors: Jean M. Auel
Mientras la mujer regresaba a su juego, Jondalar tomó las manos de Radonio.
–Yo... lo siento. No pretendía..., no quiero lastimarte. Por favor, estoy avergonzado. ¿Perdonas?
El primer impulso de Radonio –apartarse y marcharse enojada– cambió al levantar la vista hacia el rostro serio y los profundos ojos color violeta.
–Ha sido una broma tonta..., infantil –dijo, y casi abrumada por lo imponente de su presencia, se tambaleó hacia él, quien la sostuvo y se inclinó para darle un beso largo, experto.
–Gracias, Radonio –murmuró, y se volvió para alejarse.
–¡Jondalar! –le gritó Cherunio–. ¿Adónde vas?
Se dio cuenta, con cierto remordimiento, de que se había olvidado de ella. Regresó hacia la joven bajita, guapa y vivaracha –no había duda de que era atractiva–, la levantó y la besó con ardor y... pesadumbre.
–Cherunio, hice una promesa. Nada de esto sucede si no falto a promesa tan fácilmente, pero tú haces fácil olvidar. Espero... alguna otra vez. Por favor, no te enfades –dijo Jondalar, y se alejó con rapidez hacia los refugios situados bajo el saliente de arenisca.
–¿Por qué has tenido que intervenir y echarlo todo a perder, Radonio? –preguntó Cherunio mientras seguía a Jondalar con la mirada.
La aleta de cuero que cerraba la morada que compartía con Serenio estaba echada, pero no había tablas cruzadas que impidieran el paso. Jondalar dio un suspiro de alivio: por lo menos, no estaba allí dentro con otro. Cuando apartó la aleta, el interior estaba sumido en la oscuridad. Tal vez no estuviera, tal vez se hubiera ido con otro. Pensándolo bien, no la había visto en toda la noche, después de la ceremonia. Y ella era la que no quería compromisos; él sólo se había prometido a sí mismo que pasaría la noche con ella. Quizá Serenio tuviera otros planes, y también cabía la posibilidad de que le hubiese visto con Cherunio.
Llegó a tientas hasta el fondo del alojamiento, donde una plataforma estaba cubierta con pieles y una almohadilla rellena de plumas. El lecho de Darvo junto a la pared lateral estaba vacío. Era de esperar. Los visitantes no eran frecuentes, especialmente de su edad; probablemente habría conocido a algunos muchachos y pasaría la noche con ellos, tratando de pasarla en vela.
Al acercarse más le pareció oír una respiración. Pasó la mano por la plataforma y tocó un brazo. Una sonrisa de gozo le iluminó el rostro.
Volvió a salir, cogió un carbón ardiendo del fuego central y se lo llevó presuroso sobre un trozo de madera. Prendió la mecha de musgo de una lamparita de piedra, colocó dos tablas cruzadas en la parte exterior de la entrada: señal de que no deberían interrumpirles. Tomó la lámpara y se acercó silenciosamente a la cama, contemplando a la mujer dormida. ¿Debería despertarla? Decidió que sí, pero despacio y con dulzura.
Esa idea hizo vibrar sus ijares. Se desnudó antes de deslizarse junto a la mujer, disfrutando del calor que se desprendía de ella. Serenio murmuró algo y se volvió hacia la pared. Jondalar la acarició con toques prolongados por el cuerpo, sintiendo el calor del sueño y respirando el olor a hembra. Exploró todos los contornos del brazo hasta las yemas de los dedos, sus agudos omoplatos y el ondulante espinazo que conducía a la parte sensible al final de la espalda, donde se hinchaban sus nalgas; después, muslos y corvas, pantorrillas y tobillos. Serenio apartó los pies cuando el hombre le tocó las plantas. Tendiendo el brazo para aprisionar un seno con la mano, Jondalar sintió que el pezón se endurecía contra su palma. Experimentó el ansia de chuparlo, pero se contuvo; cubrió con su cuerpo la espalda de la mujer y se puso a besarle hombros y cuello.
Le gustaba tocarle el cuerpo, explorarlo y volver a descubrirlo. No sólo el de ella, desde luego. Amaba los cuerpos de todas las mujeres, por sí mismos y por las sensaciones que despertaban en el suyo. Su virilidad estaba ya palpitando y empujando, ansiosa pero todavía controlable. Siempre era mejor si no cedía demasiado pronto.
–¿Jondalar? –preguntó una voz soñolienta.
–Sí –contestó éste.
Serenio se puso boca arriba y abrió los ojos.
–¿Amanece ya?
–No –se alzó sobre un codo y la miró mientras le acariciaba un seno, y se inclinó para chupar el pezón que había deseado tener en la boca poco antes. Le acarició el estómago y luego buscó con la mano el calor entre sus muslos, dejándola reposar en el vello de su pubis. Ella tenía el vello púbico más suave y sedoso que cualquier mujer de cuantas había conocido antes
–Te deseo, Serenio. Quiero honrar a la Madre contigo esta noche.
–Tendrás que darme tiempo para despertar –contestó la mujer, mientras una sonrisa jugueteaba en las comisuras de sus labios–. ¿Queda algo de infusión fría? Quiero enjuagarme la boca..., el vino siempre deja un sabor terrible.
–Voy mirar –dijo él, levantándose.
Serenio sonrió lánguidamente cuando le vio regresar con una taza. A veces le agradaba mirarle sin más..., era tan maravillosamente varonil: los músculos ondeaban a través de su espalda cuando se movía, su potente pecho de rizos rubios, su estómago duro y sus piernas, esbeltas a la par que musculosas. Su rostro era casi demasiado perfecto: mandíbula fuerte y cuadrada, nariz recta, boca sensual..., sabía lo sensual que esa boca podía ser. Tenía las facciones tan bien modeladas y proporcionadas que podría ser considerado bello de no ser tan masculino... o si bello fuera un adjetivo que se aplicara habitualmente a los hombres. Sus manos eran fuertes y sensibles, y sus ojos..., sus expresivos, imperiosos, imposibles ojos azules capaces de hacer palpitar el corazón de una mujer con una sola mirada, que podían hacerle desear que esa virilidad dura, orgullosa y magnífica se irguiera, aun antes de haberla visto.
La primera vez que le vio así la asustó un poco, antes de que ella comprendiera lo bien que la utilizaba. Nunca se la impuso, sólo le daba lo que ella podía recibir. En todo caso, era ella quien se esforzaba, deseándolo todo, deseando poder absorberlo todo. Estaba contenta de que la hubiera despertado. Se irguió cuando él le entregó la taza, pero antes de tomar un sorbo se inclinó y encerró en su boca la cabeza palpitante; cerrando los ojos, Jondalar dejó que el placer se apoderara de él.
Serenio se sentó y tomó un sorbo; después se levantó.
–Tengo que salir –dijo–. ¿Hay todavía gente despierta ahí fuera? No quiero tener que vestirme.
–Gente bailando aún, tal vez. Quizá debes usar caja.
Mientras regresaba a la cama, Jondalar la observó. ¡Oh, Madre!
Era una hermosa mujer, de facciones y cabellos tan suaves. Tenía las piernas largas y graciosas, las nalgas pequeñas pero bien formadas. Sus senos eran pequeños, duros, bien formados, con pezones altos y salientes..., todavía era el pecho de una joven. Unas leves estrías sobre el estómago eran la única señal de maternidad, y las pocas arrugas en las comisuras de los ojos, el único indicio de la edad que tenía.
–Creí que regresarías tarde..., es el Festival –dijo Serenio.
–¿Por qué tú aquí? Dijiste «no compromiso».
–No encontré a nadie que me interesara, y estaba cansada.
–Tú interesante..., yo no cansado –dijo Jondalar, sonriente. La cogió entre sus brazos y besó la boca cálida, con la lengua apremiante, y la apretó fuerte. Ella sintió algo duro y palpitante contra su vientre y una oleada de calor la recorrió.
Él había tenido la intención de prolongarlo, de controlarse hasta que ella estuviera más que dispuesta, pero se encontró apresándole la boca con fruición, chupando y tirando de su cuello, sus pezones, mientras ella sujetaba la cabeza de él contra su pecho. La mano del hombre buscó el montecillo velloso y lo encontró húmedo y caliente. Un leve grito escapó de los labios de la mujer al sentir que él tocaba el diminuto órgano duro entre sus repliegues calientes. Se irguió y se apretó contra él mientras le acariciaba el lugar que bien sabía le produciría placer.
Esta vez supo lo que ella deseaba. Cambiaron de posición: él rodó sobre un costado, ella de espaldas. Alzando una pierna sobre la cadera de él, metió la otra entre sus muslos y mientras él acariciaba y friccionaba el centro del placer de ella, ella tendió la mano para dirigir la virilidad de él hacia su profunda hendidura. Cuando él penetró, Serenio gritó con pasión y experimentó la excitación exquisita de las dos sensaciones a la vez.
Jondalar sintió que el calor de la mujer le envolvía al avanzar dentro de ella mientras ella se apretaba para tratar de recibirlo entero. Él se retiró y volvió a embestir hasta que no pudo ir más allá. Ella se empinó hacia la mano de él, y él frotó más fuerte mientras volvía a penetrar en ella. Estaba totalmente lleno, absolutamente dispuesto, y ella gritaba a medida que sus tensiones crecían. Ella tomó impulso hacia él, los ijares de Jondalar se tensaron. La penetró una y otra vez, hasta que enormes oleadas los reunieron mientras ambos alcanzaban una cima insoportable que los inundó de un alivio glorioso. Unos cuantos golpes más provocaron un estremecimiento y una satisfacción total. Se quedaron quietos, respirando fuerte, con las piernas todavía enlazadas. Ella se tendió sobre él. Sólo ahora, antes de que se quedara fláccido pero sin estar ya plenamente hinchado, podía tomar todo su miembro dentro de ella. Él parecía siempre darle a ella más de lo que ella le daba a él. Jondalar ya no quería moverse, podía quedarse dormido pero tampoco quería dormir. Por fin extrajo su miembro agotado y se quedó muy pegado a Serenio; ella estaba tendida, quieta, pero él sabía que no dormía.
Jondalar dejó que su mente vagara y de repente se encontró pensando en Cherunio, Radonio y las demás jovencitas. ¿Qué tal habría sido con todas ellas a un tiempo? Sentir todos esos cuerpos de hembras cálidos y núbiles a su alrededor, con sus muslos calientes, sus traseritos redondos y sus fuentes húmedas. Tener el seno de una en la boca y cada mano explorando otros dos cuerpos de mujer. Estaba experimentando una excitación nueva. ¿Por qué las había rechazado? A veces se portaba de una manera estúpida. Miró a la mujer que tenía junto a sí y se preguntó cuánto tardaría en tenerla nuevamente dispuesta, y le respiró al oído; ella sonrió. Le besó el cuello y después la boca; esta vez sería más lento, con todo el tiempo por delante. «Es una mujer bella, maravillosa...; ¿por qué no puedo enamorarme?»
Al llegar al valle, Ayla se encontró con un problema. Había pensado trocear y secar la carne en la playa quedándose a dormir al aire libre, como lo había hecho otras veces. Pero para atender debidamente al cachorro de león cavernario herido tenía que estar en su pequeña caverna. El cachorro era tan grande como una zorra y mucho más robusto, pero podía cargar con él. Un ciervo adulto era muy distinto. Las puntas de las dos lanzas que se arrastraban detrás de Whinney, y que eran los postes de apoyo de la angarilla, estaban demasiado separadas para pasar por el estrecho sendero, cuesta arriba, hasta la cueva. No sabía cómo conseguiría subir hasta allí al ciervo que tanto le había costado cobrar, y no se atrevía a dejarlo en la playa sin protección, con las hienas pisándole los talones.
Estaba preocupada y con razón. Justo en el breve espacio de tiempo que tardó en llevar a la cueva al cachorro aprovecharon para dar vueltas y gruñir en torno del bulto enrollado en la estera de hierbas, todavía en la angarilla, a pesar de los movimientos nerviosos de Whinney para evitarlas. La honda de Ayla entró en movimiento antes de llegar a medio camino, y una piedra fuertemente lanzada resultó mortal. Agarró a la hiena por la pata trasera y la dejó en el prado, aunque odiaba tocar al animal. Olía a la carroña que había comido últimamente, y Ayla se lavó las manos en el río antes de volver a ocuparse de la yegua.
Whinney estaba temblando, sudaba y agitaba la cola en un febril estado de agitación nerviosa. Tener tan cerca el olor a león cavernario había sido casi más de lo que podía soportar. Peor aún fue el olor a hiena durante todo el camino. Había tratado de dar vueltas cuando los animales intentaron lanzarse contra la presa de Ayla, pero un larguero de la angarilla se había quedado atrapado en una grieta de la roca; Whinney estaba a punto de sucumbir al pánico.
–Ha sido un día duro para ti, ¿verdad, Whinney? –dijo Ayla por señas, y entonces rodeó el cuello de la yegua con sus brazos y la mantuvo así un rato, como habría hecho con un niño asustado. Whinney se recostó contra ella temblando, respirando fuerte por los ollares, pero finalmente la proximidad de la mujer acabó por calmarla. La yegua siempre había sido tratada amorosamente y con paciencia; a cambio, daba confianza y esfuerzo casi siempre de buen grado.
Ayla comenzó a desmantelar la angarilla, sin saber aún cómo se las compondría para subir al ciervo hasta la caverna, pero cuando aflojó una de las lanzas, ésta se acercó a la otra de tal forma que las dos puntas quedaron muy próximas una de otra: el problema se había resuelto solo. Volvió a sujetar la lanza para que aguantara y ayudó a Whinney camino arriba. La carga era inestable, pero la distancia por recorrer sería corta.
El esfuerzo era mayor para Whinney; el reno y el caballo pesaban más o menos lo mismo, y el camino era empinado. La tarea hizo que Ayla apreciara mejor la fuerza de la yegua y percibiera la ventaja que representaba para ella habérsela solicitado. Cuando llegaron al pórtico de roca, Ayla retiró toda la carga y abrazó a la yegua con gratitud. Entró en la caverna, esperando que Whinney la siguiera, y volvió sobre sus pasos al oír el relincho suave y angustiado de la yegua.