Read El valle de los caballos Online
Authors: Jean M. Auel
Era pronto para el esturión. Generalmente nadaban río arriba a principios del verano, pero la primavera había sido calurosa y temprana, con muchas crecidas. Se inclinó para mirar más de cerca: algunos de aquellos enormes peces se deslizaban a lo largo del bote. ¡Estaban emigrando! Era su oportunidad. ¡Podría llevarse el primer esturión de la temporada!
Dejó el remo en el bote y tendió la mano hacia los componentes del arpón para ensamblarlos. Sin timonel, el bote empezó a virar, siguiendo la corriente pero ligeramente del través. Para cuando Jondalar pudo atar la cuerda a la proa, el bote formaba ángulo con la corriente, pero seguía firme, y Jondalar, en tensión. Permaneció al acecho del siguiente pez: no quedó desilusionado. Una forma oscura y enorme ondulaba dirigiéndose hacia él..., ahora sabía de dónde procedía el pez «Haduma», pero había allí muchos más del mismo tamaño.
Por haber pescado con los Ramudoi, sabía que el agua alteraba la verdadera posición del pez. No estaba donde parecía... era el recurso que tenía la Madre para ocultar a Sus criaturas hasta que se revelara Su secreto. Mientras se acercaba el pez, el hombre ajustó su puntería para compensar la refracción del agua. Se inclinó sobre la borda, esperó y finalmente lanzó con fuerza el arpón desde la proa.
Y con similar brío, el bote se lanzó en dirección opuesta, siguiendo su curso sesgado, hacia el centro del río. Pero la puntería había sido buena: la punta del arpón estaba profundamente clavada en el gigantesco esturión... con muy poco efecto. El pez no estaba inmovilizado; se dirigió al centro del río buscando aguas profundas y avanzando río arriba. La cuerda se desenrolló con gran rapidez y, con un tirón, se tensó.
El bote se puso a dar bandazos y por poco lanza a Jondalar por la borda; mientras éste trataba de agarrarse, el remo brincó, vaciló y cayó al río; Jondalar se soltó para cogerlo, inclinándose hacia fuera; el bote se ladeó y Jondalar se agarró a la borda. En ese momento el esturión encontró la corriente y se puso a nadar río arriba, enderezando milagrosamente el bote y haciendo que Jondalar volviera a caer dentro. Se incorporó, frotándose la barbilla golpeada, mientras el botecito iba remolcado río arriba más aprisa que nunca.
Jondalar se agarró otra vez a la borda, con los ojos muy abiertos, entre asustados y maravillados, mientras veía pasar a toda velocidad las márgenes del río. Tendió la mano para coger la cuerda tensa en el agua, y después dio un tirón, pensando que de esa forma podría liberar el arpón; en cambio, la proa se sumergió tanto que el bote comenzó a hacer agua. El esturión se sacudía, lanzando el bote adelante y atrás. Jondalar se sujetaba a la cuerda y brincaba de un lado para otro.
No se dio cuenta de que había pasado cerca del calvero donde se construían los barcos y no vio que la gente estaba en la playa con la boca abierta contemplando el bote que subía rápidamente río arriba siguiendo la estela del enorme pez, con Jondalar colgando a un costado, cogido a la cuerda con las dos manos y luchando por desprender el arpón.
–¿Has visto eso? –preguntó Thonolan–. ¡Ese hermano mío tiene un pez fugitivo! Ahora ya creo haberlo visto todo –su sonrisa se convirtió en risotadas–. ¿Le has visto colgado de esa cuerda y tratando de que el pez le soltara? –se golpeaba los muslos, muerto de risa–. ¡No ha atrapado un pez, el pez le ha atrapado a él!
–Thonolan, eso no tiene gracia –dijo Markeno, tratando en vano de mantener su rostro serio–. Tu hermano tiene problemas.
–Ya sé, ya sé. Pero ¿te has fijado? Remolcado río arriba por un pez... No me digas que no tiene gracia.
Thonolan siguió riendo, pero ayudó a Markeno y Barono a botar una embarcación. Dolando y Carolio también embarcaron. Tras un empujón para alejarse de la orilla, comenzaron a remar río arriba lo más aprisa que podían. Jondalar tenía problemas; podía correr verdadero peligro.
El esturión comenzaba a debilitarse. El arpón le estaba quitando la vida, y remolcar al hombre y al bote aceleraba su pérdida de vigor. La carrera desenfrenada empezaba a perder impulso. Eso sólo le dejó a Jondalar tiempo para pensar..., seguía sin poder controlar la dirección que había tomado. Estaba muy lejos río arriba; no creía haber estado nunca tan lejos desde aquella carrera con nevada y vientos aulladores. De repente pensó que debía cortar la cuerda; de nada serviría dejarse arrastrar más arriba.
Soltó la borda y extendió la mano para desenfundar el cuchillo; pero mientras tiraba de la hoja de piedra con mango de cornamenta, el esturión, en un último esfuerzo de su lucha a muerte, trató de liberarse de la dolorosa punta: empezó a agitarse y a tirar con tanta fuerza que la proa se hundía cada vez que el pez se zambullía. Volcado, el bote de madera podía seguir flotando, pero en su posición normal y lleno de agua, podría hundirse hasta el fondo. Jondalar trató de cortar la cuerda mientras el bote brincaba y se agitaba de un lado a otro. No vio el tronco empapado que se dirigía hacia él por debajo de la superficie del agua con la velocidad de la corriente hasta que tropezó con el bote, arrebatándole el cuchillo de la mano.
Se repuso rápidamente y trató de tirar de la cuerda para que se aflojara un poco y no pusiera el bote en peligro. En un último esfuerzo desesperado por liberarse, el esturión se lanzó hacia la orilla y consiguió arrancar de su cuerpo el arpón, pero ya era demasiado tarde. La poca vida que le quedaba escapó por la herida que le desgarraba el flanco. La enorme criatura marina se zambulló hasta el fondo y emergió poco después, panza arriba, flotando en el río con apenas una sacudida como testimonio de la lucha prodigiosa que había librado el pez primitivo.
El río, en su curso largo y sinuoso, formaba un ligero recodo en el lugar que el pez escogió para morir, originando un enloquecido torbellino en la corriente que se deslizaba por la curva, y el último impulso del esturión lo llevó hasta un remolino de agua estancada junto a la orilla. El bote, con la cuerda colgando, oscilaba y giraba, tropezando con el pez y el tronco, que compartían el remanso de la franja imprecisa entre agua estancada y marea.
En ese momento de calma, Jondalar tuvo tiempo para pensar en la suerte que había tenido por no haber cortado la cuerda. Sin remo, no podría controlar el bote en el caso de que regresara río abajo. La orilla estaba cerca: una playa pedregosa y estrecha se encogía al doblar un recodo y unirse a una margen empinada, con árboles que crecían tan cerca del agua que las raíces desnudas sobresalían como garras en busca de apoyo. Tal vez allí podría encontrar algo que le sirviera de remo. Respiró a fondo preparándose para la zambullida en el agua fría y se deslizó por la borda.
La profundidad era mayor de lo que pensaba, el agua le cubría la cabeza. El bote, liberado por el movimiento, encontró un camino hacia el río; el pez fue empujado hacia la orilla. Jondalar se puso a nadar para seguir al bote, tratando de agarrar la cuerda, pero la ligera embarcación, sin rozar apenas la superficie del agua, viró y se alejó danzando mucho más aprisa de lo que él podía nadar.
El agua helada le entumecía. Se volvió hacia la orilla. El esturión estaba golpeándose contra las márgenes; Jondalar fue hacia él, le agarró por la boca abierta y le arrastró tras él. No era cosa de perderlo ahora. Lo arrastró un trecho por la playa, pero pesaba mucho. Esperaba que ya no pudiera escapar. «Ahora, sin bote, no necesito remo, pero tal vez encuentre un poco de leña para hacer fuego», pensó. Estaba empapado y muerto de frío.
Fue a sacar el cuchillo y se encontró con la funda vacía. Había olvidado que se le cayó, y no tenía otro. Solía llevar una hoja de repuesto en la bolsa que llevaba colgada de la cintura, pero eso era cuando vestía el atuendo Zelandonii. Había renunciado a la bolsa al ponerse prendas Ramudoi. Tal vez pudiera encontrar materiales para una plataforma y un taladro para encender fuego. «Pero sin cuchillo no puedes cortar leña, Jondalar –se dijo–, ni sacar yesca ni virutas.» Se estremeció. «Por lo menos, puedo reunir algo de leña.»
Miró a su alrededor y sintió que algo se escurría entre la maleza. El suelo estaba cubierto de leña húmeda y en putrefacción, hojas y musgo. No había un palo seco por ningún lado. «Se puede encontrar leña seca», pensó, buscando con la mirada las ramas bajas y secas de coníferas que había debajo de las ramas que crecían verdes. Pero no se encontraba en un bosque de coníferas parecido a los que había cerca de su lugar de origen. El clima de esta región era menos riguroso; no sufría tanto la influencia del hielo del norte. Era fresco –podía ser absolutamente fresco–, pero húmedo. Era un bosque de clima templado, no boreal. Los árboles eran del tipo con que se hacían los barcos: de madera dura.
En su entorno había un bosque de robles y hayas, algunos sauces y ojaranzos; árboles con troncos gruesos, de corteza oscura, y otros, más esbeltos, de corteza suave y gris, pero no tenían ramitas secas. Era primavera, e incluso las ramitas estaban llenas de savia y cubiertas de yemas. Había aprendido algo sobre la corta de esos árboles de madera dura: no era fácil, ni siquiera con una buena hacha de piedra. Volvió a temblar; le castañeteaban los dientes. Se frotó las palmas de las manos, se golpeó con los brazos, trotó sin cambiar de lugar... tratando de entrar en calor. Oyó más movimiento en la maleza y pensó que estaba molestando a algún animal.
Entonces se percató de la gravedad de su situación. Desde luego, le echarían de menos y saldrían en su busca. Thonolan se daría cuenta de su ausencia, ¿o no? Sus caminos se cruzaban menos de día en día, a medida que él tomaba más parte en la vida de los Ramudoi y que su hermano se volvía más Shamudoi. Ni siquiera sabía dónde estaría Thonolan en ese momento, tal vez cazando gamos.
Bueno, pues entonces, Carlono. ¿No le iría a buscar? «Me vio venir río arriba en el bote.» En aquel momento Jondalar sufrió un estremecimiento de otra clase. «¡El bote! Se fue. Si encuentran un bote vacío, pensarán que me he ahogado, se dijo. ¿Por qué iban a venir a buscarme si creyeran que me había ahogado?» El hombre alto volvió a agitarse, brincando, golpeándose los brazos, corriendo sin moverse del sitio, pero no podía dejar de temblar y estaba cansándose. El frío comenzaba a afectar su capacidad de discurrir, pero no podía seguir saltando.
Sin aliento, se dejó caer y se hizo un ovillo, tratando de conservar el calor de su cuerpo, pero le castañeteaban los dientes y temblaba convulsivamente. Oyó de nuevo algo que se deslizaba, más cerca que antes, pero no se tomó la molestia de investigar. Entonces aparecieron ante sus ojos dos pies..., dos pies humanos, desnudos y sucios.
Alzó la mirada, sobresaltado, y casi dejó de temblar. Frente a él, a su alcance, había un muchacho de ojos grandes y oscuros que le miraban a la sombra de los prominentes arcos ciliares. «¡Un cabeza chata», pensó de inmediato Jondalar. «Un joven cabeza chata.»
Estaba pasmado y casi esperaba que el joven animal se metiera de nuevo en la maleza, ahora que le había visto. El joven no se movió. Allí se quedó y, al cabo de un rato de estar mirándose ambos de hito en hito, hizo unos movimientos indicando que le siguiera. O por lo menos Jondalar tuvo la impresión de que eran movimientos para llamarle, por raros que parecieran. El cabeza chata volvió a hacerlos, y dio un paso hacia atrás.
«¿Qué querrá? ¿Querrá que vaya con él?» Cuando el joven hizo el movimiento de nuevo, Jondalar dio un paso hacia él, seguro de que la criatura echaría a correr. Pero el muchacho se limitó a retroceder otro paso y volvió a hacer la señal. Jondalar le siguió, despacio al principio, después más rápidamente, sin dejar de temblar, pero intrigado.
Instantes después el joven apartaba una especie de biombo de maleza que dejó a la vista un claro. Una fogata pequeña, casi sin humo, ardía en el centro. Una hembra alzó la mirada, sobresaltada, y retrocedió despavorida cuando Jondalar se dirigió al calor parpadeante. Se acuclilló frente al fuego, agradecido. Se daba cuenta, aunque sin mirarles abiertamente, de que el joven y la hembra cabeza chata estaban moviendo las manos y emitiendo sonidos guturales. Tenía la impresión de que se estaban comunicando, pero le preocupaba mucho más entrar en calor, y echaba de menos una capa o una piel.
No se fijó en que la mujer desaparecía detrás de él, y le cogió por sorpresa sentir que una piel caía sobre sus hombros. Vio apenas un destello de ojos oscuros antes de que inclinara la cabeza y desapareciera a todo correr, pero comprendió que le tenía miedo.
Aun mojada, la ropa de gamuza suave que llevaba puesta conservaba su cualidad de tibieza y, entre el fuego y la piel, Jondalar entró en calor y dejó de temblar. Sólo entonces se percató del lugar en que se hallaba: «¡Gran Madre! Es un campamento de cabezas chatas». Había tenido las manos encima del fuego, pero cuando se percató de lo que aquel fuego significaba, las apartó como si se le hubieran quemado.
«¡Fuego! ¿Emplean fuego?» Tendió una mano vacilante hacia la llama como si no pudiera creer lo que veían sus ojos y tuviese que recurrir a otros sentidos para confirmarlo. Entonces se fijó en la piel que tenía puesta; palpó una orilla, frotándola entre el índice y el pulgar. «Lobo –dedujo–, y bien curtido. Está suave; la parte de dentro es de una suavidad increíble. Dudo que los Sharamudoi puedan hacerlo mejor.» La piel no parecía estar cortada para adoptar forma alguna: era simplemente la piel de un lobo grande.
Por fin, el calor penetró lo suficiente dentro de él para que pudiera ponerse de pie y dar la espalda al fuego. Vio que el joven macho le miraba; no sabía por qué consideraba que se trataba de un macho; con la piel que llevaba alrededor del cuerpo atada con una larga correa, no se podía apreciar a qué sexo pertenecía. Aunque cautelosa, su mirada directa no era temerosa, como lo había sido la de la hembra. Jondalar recordó entonces que los Losadunai habían dicho que las hembras cabeza chata no pelean: ceden, no era un deporte perseguirlas. «¿Por qué iba nadie a querer una hembra cabeza chata?», pensó.
Mientras seguía mirando al macho de cabeza chata, Jondalar decidió que no era tan joven, más bien adolescente que niño. Su baja estatura resultaba engañosa, pero el desarrollo muscular revelaba fuerza; mirando más de cerca, vio un poco de pelusa como una barba incipiente.
El joven macho gruñó y la hembra se deslizó rápidamente hasta un montón de leña y echó unas astillas al fuego. Jondalar no había visto una hembra cabeza chata tan de cerca. Volvió la mirada hacia ella. Era mayor, tal vez la madre del joven; parecía sentirse incómoda, no quería que la mirara. Retrocedió cabizbaja y, al llegar a la orilla del pequeño claro, siguió apartándose de la vista del forastero. Sin darse cuenta, Jondalar tenía la cabeza completamente vuelta hacia atrás. Apartó los ojos un instante, y cuando volvió a mirar, ella se había ocultado tan eficazmente que no pudo verla al principio; de no haber sabido que estaba allí, no habría podido descubrirla.