El uso de las armas (7 page)

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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El uso de las armas
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El cerebro del Etnarca se esparció sobre las tallas que cubrían la cabecera de la cama. El cuerpo se desplomó sobre las sábanas suaves como la piel de un bebé y se convulsionó manchándolas de sangre. Después se quedó inmóvil.

Contempló los charcos de sangre que se iban haciendo más grandes a cada momento que pasaba. Parpadeó un par de veces.

Empezó a quitarse la ropa de colores chillones moviéndose sin ninguna prisa y la metió en una mochila negra. El traje de una sola pieza que llevaba debajo era tan oscuro que parecía negro.

Cogió la máscara de camuflaje que había dentro de la mochila y se la puso alrededor del cuello, aunque no se la ajustó a la cara. Fue hasta la cabecera de la cama, arrancó el diminuto parche transparente que había pegado en el cuello de la chica dormida y retrocedió hacia las oscuras profundidades del dormitorio colocándose la máscara sobre la cara mientras se movía.

Activó la visión nocturna de la máscara, abrió el panel que daba acceso a la unidad de control del sistema de seguridad y quitó varias cajitas adheridas a ella. Después fue hacia el cuadro de tema pornográfico que ocupaba toda la pared detrás de la que estaba oculta la entrada al pasadizo secreto para que el Etnarca pudiera huir en casos de emergencia, y que llevaba hasta las alcantarillas y el tejado del palacio. Sus movimientos seguían siendo tan lentos y despreocupados como antes, y no hacía ningún ruido.

Antes de cerrar la puerta giró sobré sí mismo y contempló la sangre esparcida sobre las tallas de la cabecera. La sonrisa débil y algo vacilante volvió a curvar sus labios.

Después se perdió en la negrura de los subterráneos de piedra del palacio, confundiéndose con las tinieblas y desvaneciéndose como si fuera un pedazo de noche que hubiese cobrado vida.

Dos

L
a presa estaba incrustada entre las colinas tachonadas de árboles como si fuera un fragmento de una copa gigantesca que se había hecho pedazos. El sol de la mañana iluminaba el valle y sus rayos caían sobre la concavidad grisácea de la presa produciendo un cegador reflejo blanco. Detrás de la presa se extendían las oscuras y frías aguas de un lago cuyo nivel había bajado bastante desde la época en que fue construida la presa. El agua sólo llegaba hasta un poco menos de la mitad del inmenso baluarte de cemento, y los bosques circundantes ya habían reclamado más de la mitad de las pendientes que quedaron ocultas por las aguas del embalse en tiempos lejanos. Las embarcaciones de vela amarradas a los muelles formaban una hilera de cuentas a un lado del lago, y las olitas se estrellaban contra el metal reluciente de sus cascos.

Los pájaros hendían el aire trazando círculos en el calor del sol que reinaba sobre la sombra de la presa. Uno de ellos se dejó caer en picado y planeó hacia la presa y la carretera desierta que se deslizaba a lo largo de su curvatura. El pájaro movió las alas cuando parecía que iba a estrellarse contra las barandillas blancas que flanqueaban la carretera; pasó velozmente por entre las compuertas cubiertas de rocío, ejecutó un medio rizo, desplegó las alas y se precipitó hacia la central energética abandonada que se había convertido en el considerablemente excéntrico –y, aparte de ello, deliberadamente simbólico– hogar de la mujer llamada Diziet Sma.

El pájaro siguió bajando a toda velocidad hasta colocarse al nivel del jardín que cubría el tejado, extendió las alas hasta el máximo de su longitud y las movió en un tembloroso batir que hizo presa en el aire y terminó dejándole inmóvil. Sus patas se posaron en un alféizar del último piso de lo que había sido el bloque de oficinas y administración de la presa.

El pájaro pegó las alas al cuerpo, inclinó su cabeza oscura como el hollín a un lado y avanzó dando saltitos hasta llegar a la ventana abierta en la que revoloteaban unas cortinas rojas movidas por la brisa. Un ojo parecido a una cuenta de vidrio reflejaba la luz que irradiaba del cemento. El pájaro metió la cabeza bajo los pliegues de la tela que no paraba de ondular, y contempló la habitación sumida en la penumbra que se extendía al otro lado de la ventana.

–Llegas tarde –murmuró Sma con voz despectiva.

La casualidad había querido que pasara junto a la ventana en ese mismo instante. Tomó un sorbo del vaso de agua que llevaba en la mano. Acababa de darse una ducha, y las gotitas parecían perlas esparcidas al azar sobre su cuerpo moreno.

La cabeza del pájaro se volvió lentamente para ir siguiendo sus movimientos. Sma fue hasta el armario y empezó a vestirse. El pájaro volvió la cabeza en sentido contrario al anterior y sus ojos acabaron posándose en el hombre que estaba suspendido a algo menos de un metro sobre la base cuadrada que contenía los sistemas de la cama. El pálido cuerpo de Relstoch Sussepin se removió entre la calina del campo antigravitatorio emitido por la cama y rodó lentamente sobre sí mismo hasta quedar de lado. Sus brazos empezaron a deslizarse hacia los lados, pero el campo equilibrador de su lado de la cama se activó, tiró de ellos y los fue impulsando suavemente hasta dejarlos nuevamente pegados al cuerpo. Sma hizo unas cuantas gárgaras y tragó un sorbo de agua.

Skaffen-Amtiskaw se encontraba a cincuenta metros de distancia en dirección este. La unidad estaba flotando sobre el suelo de la sala de turbinas inspeccionando el desorden dejado por la fiesta. La parte de su mente que controlaba al sensor guardián disfrazado de pájaro echó un último vistazo a la telaraña de arañazos que cubría las nalgas de Sussepin y a las ya casi invisibles marcas de mordiscos que había en los hombros de Sma (un segundo después los hombros quedaron cubiertos por una camisa de muselina) y liberó al sensor guardián de su control.

El pájaro lanzó un graznido, saltó hacia atrás apartándose de la cortina y cayó del alféizar estremeciéndose, pero no tardó en desplegar las alas y dejó atrás la reluciente superficie de la presa. Sus estridentes chillidos de alarma rebotaron en las laderas de cemento y crearon ecos que le pusieron aún más nervioso de lo que ya estaba. Sma oyó aquella distante conmoción de temor retroalimentado cuando estaba abotonándose el chaleco, y sonrió.

–¿Has dormido bien? –preguntó Skaffen-Amtiskaw cuando se encontró con ella en la entrada de lo que había sido el edificio administrativo.

–He pasado una noche soberbia y no he pegado ojo.

Sma bostezó, ahuyentó con un gesto de la mano a los gimoteantes hralzs y les hizo retroceder hacia el vestíbulo de mármol del edificio donde el mayordomo Maikril permanecía inmóvil, sosteniendo un montón de correas en una mano con cara de sentirse bastante a disgusto. Después salió a la luz del sol y se puso los guantes. La unidad le abrió la puerta del vehículo. Sma llenó sus pulmones con el fresco aire matinal y bajó corriendo los peldaños. Los tacones de sus botas repiquetearon sobre las losas de mármol. Subió de un salto al vehículo, torció el gesto mientras se instalaba en el asiento del conductor y accionó el interruptor que controlaba la capota. La unidad se encargó de colocar su equipaje dentro del maletero. Sma dio unos golpecitos sobre los indicadores de batería del salpicadero y tiró del acelerador para sentir el gruñido del motor luchando contra el freno. La unidad cerró el maletero y flotó hacia el asiento de atrás. Sma saludó con la mano a Maikril, pero el mayordomo estaba persiguiendo a un hralz que intentaba huir por el tramo de escalones que daba acceso a la sala de turbinas y no se enteró. Sma rió, dio gas y quitó el freno.

El vehículo salió disparado hacia adelante entre un surtidor de gravilla, se metió por el camino que se extendía debajo de los árboles esquivando un tronco por escasos centímetros, y cruzó a toda velocidad los pilares de granito que sostenían las puertas de la central con un último bandazo de su parte trasera. Sma aumentó la velocidad y el vehículo se alejó por Riverside Drive.

–Podríamos haber ido volando –observó la unidad intentando hacerse oír por encima del silbido del aire.

Miró a Sma y sospechó que no le estaba prestando ninguna atención.

Bajó la escalera de piedra que había junto al muro del castillo pensando que la semántica de las fortificaciones era claramente pancultural. Alzó los ojos hacia el baluarte en forma de tambor. La calina hacía temblar los distantes contornos de la masa de piedra erguida sobre la colina protegida por varios recintos de murallas más. Sma cruzó la extensión de hierba seguida de cerca por Skaffen-Amtiskaw y salió del baluarte por una poterna.

El paisaje que se extendía ante ella terminaba en el nuevo puerto y los estrechos, donde los barcos se deslizaban en silencio bajo los rayos de sol siguiendo rumbos que les llevarían al océano o al mar interior. Bastaba con ir al otro lado del complejo de fortificaciones para oír el gruñido lejano con el que la ciudad revelaba su presencia, y la suave brisa que soplaba de esa dirección traía consigo su olor. Sma había pasado tres años allí y para ella el laberinto de edificios y calles siempre sería la Ciudad, pero suponía que cada ciudad tenía su olor.

Diziet Sma tomó asiento sobre la hierba, alzó las rodillas hasta que entraron en contacto con su mentón y contempló los estrechos y los puentes colgantes de la orilla más lejana que permitían acceder al subcontinente.

–¿Alguna cosa más? –preguntó la unidad.

–Sí. Habla con el comité de la Academia y diles que no podré formar parte del jurado…, y envía una carta pidiendo disculpas y algo más de tiempo a Petrain. –Frunció el ceño y se puso una mano sobre los ojos para protegerlos de los rayos del sol–. Me parece que eso es todo.

La unidad se colocó delante de Sma, arrancó una florecita y empezó a juguetear con ella.

–El
Xenófobo
acaba de entrar en el sistema –dijo.

–Qué gran noticia –replicó Sma con voz malhumorada.

Se lamió la yema de un dedo y lo pasó por la puntera de una bota para quitarle una motita de polvo.

–Y ese joven con el que compartiste tu cama acaba de despertar y le está preguntando a Maikril dónde te has metido.

Sma no dijo nada, aunque sonrió y sus hombros se estremecieron de forma casi imperceptible. Se acostó sobre la hierba pasando un brazo detrás de la nuca.

El cielo era de un color azul aguamarina manchado por las pinceladas blancas de las nubes. Podía oler el perfume de la hierba y el aroma de las florecitas que había aplastado con los pies. Inclinó la cabeza hacia atrás, contempló la muralla negra y gris que se alzaba a su espalda y se preguntó si la dilatada existencia del castillo habría conocido un ataque llevado a cabo en un día tan hermoso como éste, y se distrajo pensando si el cielo parecería tan ilimitado y las aguas de los estrechos tan frescas y límpidas en una situación semejante. No estaba segura, pero tenía la impresión de que cuando los hombres luchaban unos con otros tambaleándose y gritando para acabar cayendo al suelo mientras veían como el rojo de su sangre manchaba la hierba, hasta las flores debían perder una parte de su colorido y su perfume.

La niebla y la oscuridad de la lluvia y las nubes pegadas al suelo parecían ser el mejor telón de fondo para una batalla. Sma pensó que eran el único ropaje capaz de ocultar el vergonzoso espectáculo de la guerra.

Se estiró sintiéndose repentina e inexplicablemente cansada, y el fugaz recuerdo de lo que había ocurrido anoche la hizo estremecer, y fue como si tuviera en su mano un tesoro precioso que se le escurría inexorablemente de entre los dedos pero que éstos lograban coger antes de que cayera al suelo gracias a un milagro de destreza y velocidad. Una parte de su ser logró volver a capturar aquel recuerdo evanescente que estaba a punto de perderse en el confuso tumulto de su cerebro. Ordenó a sus glándulas que produjeran un poco de «Recuerda» y lo atrapó, saboreándolo y volviendo a experimentarlo hasta que sintió que su cuerpo se estremecía bajo la luz del sol, y faltó poco para que se le escapara un gemido ahogado.

Permitió que el recuerdo se escurriera definitivamente entre los dedos de su mente, tosió y se incorporó lanzando una rápida mirada de soslayo a la unidad para averiguar si ésta se había dado cuenta de lo ocurrido.

Skaffen-Amtiskaw se encontraba muy cerca de ella, pero parecía absorto en la recolección de florecillas silvestres.

Un grupo de niños que supuso serían escolares apareció por el sendero que llevaba a la estación del metro parloteando y gritando mientras se dirigían hacia la poterna. La ruidosa columna iba precedida y seguida por adultos cuyos rostros mostraban esa peculiar mezcla de cautela, cansancio y calma típica de los maestros y las madres de familia numerosa. Cuando pasaron junto a la unidad algunos niños la señalaron con el dedo, se rieron e hicieron preguntas a los adultos, pero éstos se apresuraron a hacerles cruzar el angosto umbral y las vocecitas chillonas no tardaron en esfumarse.

Sma se había dado cuenta de que sólo los niños reaccionaban de esa forma. Los adultos se limitaban a suponer que esa máquina aparentemente capaz de flotar en el vacío era un truco que no merecía su atención, pero los niños querían averiguar cuál era la naturaleza exacta del truco. Algunos científicos e ingenieros también se habían sorprendido mucho al verla, pero Sma suponía que uno de los lugares comunes adheridos a esas profesiones tan poco prácticas era el que nadie les creyera cuando insinuaban que allí ocurría algo raro. La unidad flotaba en el aire porque era capaz de generar un campo antigravitatorio, y su presencia en esta sociedad era tan inexplicable y chocante como la de una linterna en la Edad de Piedra, pero Sma se había sorprendido al descubrir lo decepcionantemente fácil que resultaba conseguir que nadie le prestara atención.

–Las naves acaban de llegar al punto de cita –dijo la unidad–. Han optado por una transferencia física del sustituto en vez de limitarse a utilizar el campo de desplazamiento.

Sma rió, arrancó un tallo de hierba y empezó a chuparlo.

–Parece que la vieja
Sólo es una prueba
no confía mucho en sus sistemas, ¿eh?

–Si quieres saber mi opinión, creo que chochea –dijo la unidad con una mezcla de irritación y altivez.

Estaba haciendo agujeros en los tallos delgados como pelos de las flores que había arrancado del suelo y los iba entrelazando unos con otros para crear una guirnalda.

Sma observó a la máquina mientras manipulaba esas florecitas con sus campos invisibles tan diestramente como la encajera que hace surgir un delicado dibujo de la nada.

La unidad no siempre se comportaba de una forma tan refinada.

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