El uso de las armas (53 page)

Read El uso de las armas Online

Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El uso de las armas
3.42Mb size Format: txt, pdf, ePub

–Bueno, tienes la cabeza tan dura que quizá no los necesitaran.

La enfermera seguía sonriendo. Rió e intentó recordar en qué consistía el plan que se le había ocurrido. Era algo relacionado con el aliento, el soplar, y una hoja de papel…

–Quizá no –dijo.

Su dura cabezota… Ésa era la razón de que estuviera allí. Una cabeza muy dura o, por lo menos, más dura de las que estaban acostumbrados a tratar. Tenía la cabeza tan dura que no se había hecho pedazos cuando alguien le disparó… (Pero ¿por qué le habían disparado si no estaba combatiendo, cuando estaba entre los suyos, los pilotos de su mismo bando?)

Sólo había sufrido una fractura. Fractura y rotura del hueso sí, pero destrucción irreparable…, no, eso no.

Volvió la cabeza hacia el otro lado y contempló la mesilla que había junto a la cama. Encima de la mesilla había una hoja de papel doblada.

–No te fatigues intentando recordar las cosas –dijo la enfermera–. Puede que no las recuerdes, pero eso no tiene mucha importancia. Tu mente también necesita un poco de tiempo para curarse, ¿comprendes?

La oía hablar y podía comprender sus palabras, pero no les prestaba mucha atención porque seguía intentando recordar lo que se había dicho a sí mismo el día antes. Esa hoja de papel… Tenía algo que ver con la hoja de papel, estaba seguro. Se llenó los pulmones de aire y sopló. La parte superior de la hoja de papel subió lo suficiente para que pudiese ver lo que había escrito debajo.
TALIBE.
La hoja de papel volvió a doblarse ocultando la palabra. Recordó que la había colocado en aquella posición para que la enfermera no pudiese verla.

La enfermera se llamaba Talibe. Claro. El nombre le era familiar.

–Estoy mejorando –dijo–. Pero había algo que tenía que recordar, Talibe. Era importante. Sé que lo era…

La enfermera se puso en pie y le dio una palmadita en el hombro.

–Deja de preocuparte. ¿Por qué no duermes la siesta? Correré las cortinas.

–No –dijo él–. Talibe, ¿puedes quedarte un rato más?

–Necesitas descansar, Cheradenine –dijo ella, y le puso una mano sobre la frente–. Volveré dentro de un rato para tomarte la temperatura y cambiarte el vendaje. Si necesitas alguna otra cosa usa el timbre. –Le acarició la mano, cogió la sillita blanca y fue hacia la puerta. Se detuvo en el umbral y le miró–. Oh, sí. Cuando te cambié el vendaje por última vez…, ¿recuerdas si me dejé las tijeras encima de la mesilla?

Miró a su alrededor y meneó la cabeza.

–Creo que no –dijo.

Talibe se encogió de hombros.

–Oh… Bueno.

Salió de la sala. Oyó el ruido que hizo al dejar la silla en el pasillo un segundo antes de que las puertas se cerraran detrás de ella.

Siguió contemplando la ventana.

Talibe se llevaba la silla cada vez que salía de la sala porque cuando despertó y la vio por primera vez perdió el control de sus nervios, y aunque su estado mental parecía haber mejorado mucho desde entonces le bastaba con ver la silla al pie de su cama cuando despertaba para que el miedo se adueñara de él y le hiciera temblar incontrolablemente. La visión de una silla le afectaba de tal forma que acabaron decidiendo colocar las sillas de la sala en un rincón donde no pudiera verlas, y Talibe o los médicos traían la silla desde el pasillo cada vez que venían a visitarle.

Ojalá pudiera olvidar todo aquello. Olvidar la silla, olvidar al Constructor de Sillas, olvidar el Staberinde… ¿Cuál era la razón de que aquellos recuerdos se mantuvieran tan frescos y claros después de un viaje tan largo y de que hubieran pasado tantos años? Y en cambio lo que había ocurrido hacía sólo unos días –cuando alguien le había disparado y le había dejado por muerto en el hangar– estaba tan confuso como si fuese un objeto lejano visto a través de la ventisca.

Contempló las nubes congeladas que había al otro lado de las ventanas y el frenesí amorfo de la nieve. Su falta de significado parecía burlarse de él.

Dejó que su cuerpo se hundiera en la cama y que el montón de sábanas y mantas le sumergiese como una avalancha, y acabó quedándose dormido con la mano derecha debajo de la almohada y los dedos curvados sobre el metal de las tijeras que había cogido de la bandeja de Talibe el día anterior.

–¿Qué tal va la cabeza, viejo amigo?

Saaz Insile le arrojó una fruta. No logró pillarla al vuelo, por lo que tuvo que inclinarse y cogerla de su regazo, donde había aterrizado después de chocar contra su pecho.

–Mejorando –replicó.

Insile se sentó sobre la cama contigua, dejó caer su gorra encima de la almohada y se desabrochó el primer botón del uniforme. Su enmarañada cabellera negra hacía que su pálido rostro pareciera tan blanco como el caos de nieve que seguía cayendo sobre el mundo al otro lado de las ventanas.

–¿Cómo te están tratando?

–Muy bien.

–He visto que tienes una enfermera muy guapa.

–Talibe. –Sonrió–. Sí, no está nada mal.

Insile rió y se echó hacia atrás extendiendo los brazos a la espalda.

–¿No está mal? Zakalwe, es soberbia… ¿También se encarga de tu aseo personal?

–No. Puedo ir al cuarto de baño.

–¿Quieres que te rompa las piernas?

–Quizá te pida que me las rompas cuando lleve un poco más de tiempo aquí.

Se rió.

Insile también soltó una carcajada y clavó los ojos en la tormenta que se agitaba más allá de las ventanas.

–¿Qué tal va tu memoria? ¿Ha mejorado?

Sus dedos tiraron de un pliegue de la sábana blanca cerca de donde había dejado caer la gorra.

–No –dijo él. Tenía la impresión de que su memoria había mejorado, pero no quería decírselo a nadie. Tenía la vaga impresión de que compartir ese pequeño secreto quizá le trajera mala suerte–. Recuerdo que estaba con los demás, la partida de cartas y luego… –Después recordaba haber visto la silla blanca al pie de la cama y haber llenado sus pulmones con todo el aire del mundo y haber gritado con la potencia de un huracán hasta el fin de los tiempos o, por lo menos, hasta que Talibe entró en la sala y logró calmarle. («¿Livueta? –había murmurado–. Dar… ¿Livueta?») Se encogió de hombros–. Y cuando desperté estaba aquí.

–Bueno –dijo Saaz. Pasó la mano por los pantalones de su uniforme para alisar unas arrugas–. Tengo una buena noticia. Hemos conseguido limpiar la mancha de sangre del suelo del hangar.

–Espero tener ocasión de devolverle el favor a quien me disparó.

–Es lógico, pero te advierto que luego no te ayudaremos a limpiar el estropicio.

–¿Qué tal están los demás?

Saaz suspiró, meneó la cabeza y se pasó una mano por la nuca.

–Oh, siguen siendo la misma pandilla de tipos adorables y joviales de siempre. –Se encogió de hombros–. El resto del escuadrón… Te envían sus más cariñosos saludos y sus deseos de que te recuperes lo más pronto posible, pero esa noche… Se cabrearon bastante contigo. –Contempló al hombre que yacía en la cama–. Cheri, viejo amigo, no creo que haya nadie a quien le guste la guerra, pero… Hay formas y formas de decirlo, ¿no te parece? Me temo que metiste la pata… Todos apreciamos en su justo valor lo que has hecho. Sabemos que no se te ha perdido nada aquí, pero creo… Creo que algunos de los chicos… Bueno, creo que incluso eso les molesta un poco. Les oigo hablar de vez en cuando, y supongo que tú también les habrás oído. De noche, cuando tienen pesadillas… Hay momentos en que ves ese brillo extraño en sus ojos, como si supieran que tienen muy pocas probabilidades de salir enteros de todo esto. Están asustados. Si se lo dijera a la cara puede que intentaran meterme una bala en la cabeza, pero…, tienen miedo. Si hubiera alguna forma de escapar, algo que les pudiera sacar de este lío… Son hombres valientes y quieren luchar por su país, pero también quieren seguir vivos y cualquier persona que comprenda las pocas probabilidades de conseguirlo que tienen… Bueno, no creo que nadie pueda culparles por eso, ¿verdad? Sólo quieren una excusa honorable que les permita salvar la cara. No se atreven a pegarse un tiro en un pie, y ahora ya no hay nadie que salga a dar un paseo con calzado normal y vuelva con algún dedo congelado porque hubo demasiados que usaron ese truco al principio, pero les encantaría largarse. Tú no tienes ninguna razón para estar aquí…, pero estás. Decidiste luchar y muchos de ellos te odian por haber tomado esa decisión. Tu presencia hace que se sientan como unos cobardes porque saben que si estuvieran dentro de tu pellejo se encontrarían muy lejos de aquí diciéndoles a las chicas lo afortunadas que son por poder bailar con un piloto tan valeroso.

–Lo lamento. –Se acarició el vendaje de la cabeza–. Pero no tenía ni idea de que estuvieran tan cabreados…

–Oh, no están cabreados. –Insile frunció el ceño–. Y eso es lo más extraño de todo.

Se puso en pie, fue hacia la ventana más próxima y contempló la ventisca.

–Mierda, Cheri, la mitad de esos tipos te habrían invitado a ir al hangar y habrían intentado aflojarte un par de dientes, pero… ¿un arma? –Meneó la cabeza–. No confiaría en ninguno de ellos para tenerle a mi espalda con un panecillo recién horneado o una bolsa llena de cubitos de hielo, pero si se tratara de un arma… –Volvió a menear la cabeza–. No me lo pensaría dos veces. No son de esos, ¿comprendes?

–Bueno, Saaz, puede que todo fueran imaginaciones mías –dijo él.

Saaz se volvió hacia la cama y le contempló con cara de preocupación. Vio que su amigo sonreía y eso pareció aliviarle un poco.

–Cheri, admito que no quiero imaginar que esté equivocado respecto a ellos, pero la alternativa es… Otra persona. No sé quién puede ser, y la policía militar tampoco.

–Me temo que no les ayudé demasiado –confesó él.

Saaz volvió a sentarse en la cama.

–¿No tienes ni idea de con quién hablaste después ni de adonde fuiste?

–No.

–Me dijiste que ibas a la sala de reuniones para echar un vistazo a los últimos objetivos.

–Sí, eso me han contado.

–Pero cuando Jine entró allí para invitarte a pasar un rato en el hangar por haber dicho esas cosas tan horribles sobre nuestro alto mando y lo pésimas que son nuestras tácticas… No estabas allí.

–No sé qué ocurrió, Saaz. Lo siento, pero yo…

Sintió el escozor de las lágrimas que acababan de invadir sus ojos y lo repentino de aquel acceso de llanto le sorprendió. Dejó la fruta sobre su regazo, sorbió aire por la nariz haciendo mucho ruido y se la limpió con la mano. Después tosió y se dio un par de golpes en el pecho.

–Lo siento –repitió.

Insile le observó en silencio mientras él alargaba la mano hacia la mesilla para coger un pañuelo.

Saaz se encogió de hombros y sonrió.

–Eh, no te tortures… Ya lo recordarás. Quizá fue alguien de las dotaciones de tierra que está cabreado contigo porque le has pisado los dedos demasiadas veces. Si quieres recordarlo el mejor sistema es no esforzarse demasiado y dejar que vuelva por sí solo.

–Sí. «Tienes que descansar…» Ya he oído esa frase antes, Saaz.

Cogió la fruta de su regazo y la puso encima de la mesilla.

–¿Quieres que te traiga algo en particular la próxima vez que venga a verte? –preguntó Insile–. Aparte de Talibe, claro, para la que quizá tenga mis propios planes si tú decides seguir con los brazos cruzados…

–No, gracias.

–¿Una botella de algo?

–No. Me estoy reservando para el bar.

–¿Libros?

–No, Saaz… No quiero nada, de veras.

–Zakalwe… –Saaz se rió–. Ni tan siquiera tienes alguien con quien hablar. ¿Qué diablos haces durante todo el día?

Volvió la cabeza hacia la ventana, no dijo nada y acabó mirando a Saaz.

–Pienso –murmuró por fin–. Intento recordar.

Saaz fue hacia la cama. Parecía muy joven. Se quedó inmóvil durante unos momentos como si no supiera qué hacer y acabó rozándole el pecho con el puño.

–No quiero que acabes perdido dentro de tu propia cabeza, viejo amigo –dijo sin apartar los ojos del vendaje.

Alzó los ojos hacia él y le contempló con el rostro inexpresivo.

–Oh, no te preocupes por eso –dijo–. Y, de todas formas, ya sabes que tengo un gran sentido de la orientación.

Saaz Insile era su amigo y había algo que quería decirle, pero tampoco lograba recordar de qué se trataba. Era algo que le advertiría de un peligro, porque ahora sabía algo de lo que antes no había sido consciente, y ese algo era… Sí, tenía que advertirle.

Había momentos en que el sentimiento de frustración llegaba a ser tan intenso que quería gritar, partir en dos las almohadas blancas y coger la silla blanca para destrozar las ventanas dejando entrar la loca furia blanca del exterior.

Se preguntó cuánto tardaría en morir congelado si las ventanas estuvieran abiertas.

Bueno, por lo menos sería una muerte apropiada… Había llegado aquí congelado, y partir en el mismo estado parecía casi lógico. Jugueteó con la idea de que la razón oculta de todo lo ocurrido era un recuerdo impalpable, una afinidad oculta en la médula de sus huesos que le había traído a este sitio donde ejércitos ocultos en los inmensos icebergs desprendidos de sus gigantescos glaciares libraban grandes batallas mientras sus bases giraban como cubitos de hielo en un vaso de cóctel tan grande como un planeta. El campo de batalla era una confusión de islas heladas en continuo movimiento que formaban un cinturón entre el polo y el trópico. Algunas de esas islas medían centenares de kilómetros de longitud, y las espaldas de aquellos monstruos colosales eran como un desierto blanco puntuado por los cadáveres, las manchas de sangre y los restos de los aviones y los tanques.

Luchar por lo que acabaría derritiéndose y jamás podría proporcionar alimentos, minerales o un sitio donde vivir parecía una caricatura casi deliberada de la consabida locura de la guerra. Combatir siempre le había gustado, pero aquella guerra y la forma en que se libraba le parecían ridículas y el proclamar en voz alta sus opiniones hizo que acabara teniendo muchos enemigos entre los otros pilotos y entre sus propios superiores.

Pero sabía que Saaz tenía razón. La causa de que alguien hubiera intentado matarle no debía buscarse en las palabras que salieron de sus labios aquella noche. Al menos (dijo una vocecita dentro de él), sus palabras no eran la causa directa de lo ocurrido…

Recibió la visita de Thone, el jefe del escuadrón, y se sorprendió un poco al ver que no había querido encargar esa tarea a algún subordinado.

Other books

Daughter of Anat by Cyndi Goodgame
Answered Prayers by Truman Capote
Mallets Aforethought by Sarah Graves
Naturally Naughty by Morganna Williams
Golden Hill by Francis Spufford
Secret Identity by Graves, Paula