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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

El uso de las armas (27 page)

BOOK: El uso de las armas
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–Hmmm –dijo él–. No estoy demasiado seguro de reunir las cualificaciones adecuadas, pero si las poseo me temo que deberás esperar mucho tiempo para verles morir. –Se dejó caer sobre la cama, puso cara de perplejidad y volvió a incorporarse apoyándose en un codo–. Mierda… Deben empezar a lavaros el cerebro de muy jovencitos, ¿no? Lo que acabas de decir es algo terrible, pero teniendo en cuenta que eres una mujer aún me lo parece más.

–Nuestras mujeres son más hombres que vuestros hombres –se burló la mujer.

–Y aun así os las arregláis para reproduciros… Supongo que no debe de haber mucho donde escoger, ¿eh?

–¡Espero que tus hijos sufran y tengan una muerte horrible! –aulló la chica.

–Bueno, si es lo que sientes… –Suspiró y volvió a tumbarse en la cama–. En tal caso, me temo que no puedo desearte ningún destino peor que ser la gilipollas que está claro eres.

–¡Bárbaro! ¡Infiel!

–A este paso pronto te quedarás sin insultos, y te aconsejaría que dejaras unos cuantos en reserva para más tarde. Aunque me parece que mantener fuerzas en reserva nunca es algo que se os haya dado muy bien, ¿verdad?

–¡Os aplastaremos!

–Eh, tranquila. No puedo estar más aplastado… –Agitó lánguidamente una mano–. Y ahora, haz el favor de callarte, ¿quieres?

La chica volvió a aullar y se debatió haciendo temblar la sillita.

«Quizá debería agradecer esta ocasión de olvidar las responsabilidades del mando –pensó–. Los cambios minuto a minuto que se producen en todo aquello que esos imbéciles no saben resolver por sí solos y que te atrapan de una forma tan implacable y segura como el barro; el continuo chorrear de informes sobre unidades inmovilizadas, arrastradas por las aguas, atrapadas, diezmadas por las deserciones o retirándose de posiciones vitales, los gritos pidiendo ayuda, relevos, refuerzos, más camiones, más tanques, más balsas, más comida, más radios…» Cuando las cosas llegaban más allá de cierto punto ya no podía hacer nada. Lo único que podía hacer era acusar recibo de los informes, replicar, rechazar, ganar tiempo, ordenar que siguieran resistiendo…, nada, nada. Los informes seguían llegando y se acumulaban como si fuesen un mosaico de papel compuesto por un millón de piezas del mismo color revelándole la imagen de un ejército que se iba desintegrando poco a poco después de que la lluvia lo hubiera reblandecido igual que a una hoja de papel volviéndolo frágil, desgarrable y más insustancial a cada momento que pasaba.

Quedar atrapado aquí le había permitido escapar a todo aquello, pero en lo más profundo de su ser no lo agradecía y no se alegraba de ello. Estaba furioso y no soportaba el encontrarse alejado de las decisiones, el tener que dejarlo todo en las manos de los demás, el quedar distanciado del centro y de saber lo que estaba ocurriendo. Su nerviosismo y su preocupación eran curiosamente parecidos a los de la madre cuyo hijo acaba de partir hacia la guerra, y la inercia imparable de aquel proceso y su impotencia para detenerlo hacían que sintiera deseos de llorar o ponerse a dar gritos aun sabiendo que no servirían de nada. (Entonces se le pasó por la mente que en realidad aquel proceso no requería la existencia de ninguna clase de fuerzas enemigas. La batalla era él y el ejército que estaba bajo su mando enfrentándose a los elementos. El tercer bando en discordia resultaba superfluo.)

Primero las lluvias, después el que hubieran alcanzado una intensidad sin precedentes, después el corrimiento de tierras que le había separado del resto del convoy de mando, después esta condenada idiota aspirante a asesina…

Volvió a erguirse y apoyó la cabeza en las manos.

Quizá había intentado estar en todas partes a la vez. La semana pasada sólo había dormido diez horas, y eso podía haber nublado su mente haciéndole tomar decisiones equivocadas. O… Quizá había dormido demasiado. Se preguntó si una hora o dos más despierto habrían podido cambiar significativamente la situación actual.

–¡Espero que te mueras! –graznó la voz de su prisionera.

Frunció el ceño y la miró preguntándose por qué había interrumpido el curso de sus pensamientos, y deseó que se callara de una vez. Quizá debiera amordazarla.

–Te estás retirando –observó–. Hace un minuto me aseguraste que moriría.

Volvió a dejarse caer sobre la cama.

–¡Bastardo! –la oyó gritar.

La miró, y pensó que tan prisionero era él tumbado en la cama como ella atada en la sillita. Los mocos estaban volviendo a acumularse debajo de su nariz. Se apresuró a apartar la mirada.

Oyó un resoplido seguido por un escupitajo. Si hubiera tenido fuerzas para ello habría sonreído. La chica acababa de mostrarle su desprecio escupiendo. ¿Qué era su hilillo de saliva comparado con el diluvio que estaba ahogando a una máquina de guerra en cuya creación y adiestramiento había invertido dos años enteros de su vida?

Y ¿por qué, oh, por qué de entre todos los objetos posibles había tenido que atarla nada menos que a una silla? Quizá fuera un intento de obrar contra sí mismo y conseguir que el destino y el azar parecieran redundantes. Una silla; una chica atada a una silla…, más o menos la misma edad, quizá un poco mayor…, pero la misma delgadez, con un chaquetón engañoso que se esforzaba por crear la impresión de que era más corpulenta y no lo conseguía. Más o menos la misma edad, más o menos la misma silueta…

Meneó la cabeza mientras intentaba que sus pensamientos se alejaran de aquella batalla y aquel fracaso.

Se dio cuenta de que la chica le estaba mirando y volvió a menear la cabeza.

–Cállate, cállate –dijo con voz cansada.

Sabía que el tono empleado no resultaba nada convincente, pero se sentía incapaz de hablar con más autoridad.

Y la chica se calló. Increíble…

Las lluvias y ella… A veces deseaba que le fuera posible creer en el Destino. Quizá hubiese momentos en que la fe en los dioses ayudara un poco. A veces –como ahora, cuando todas las cosas se volvían contra él y cada curva del camino que seguía le hacía enfrentarse con otro salvaje retorcimiento del cuchillo clavado en su herida, otro golpe de martillo sobre los morados que ya tenía– quizá le reconfortaría pensar que todo estaba predestinado y decidido de antemano, que todo estaba escrito y que bastaba con que te limitaras a ir pasando las páginas de un gran libro inviolable e imposible de alterar… Quizá nunca llegaras a tener la oportunidad de escribir tu propia historia (con lo cual incluso su nombre, ese pobre intento de fijar condiciones, se estaría burlando de él).

No quería saber qué debía pensar. ¿Sería un destino tan ridículo y asfixiante como parecían creer ciertas personas?

No quería estar aquí. Quería estar allí donde el ajetreado ir y venir de los informes y las decisiones bastaba para ahogar cualquier otro tráfico de ideas que pudiera tener lugar dentro de su mente.

–Estáis siendo derrotados. Habéis perdido esta batalla, ¿verdad?

Pensó en no responder, pero se dio cuenta de que la chica interpretaría su silencio como una señal de debilidad y seguiría hablando.

–Qué observación tan aguda e inteligente –suspiró–. Me recuerdas a algunas de las personas que planearon esta guerra. Ellas también son bizcas, estúpidas e incapaces de moverse…

–¡No soy bizca! –gritó la chica.

Se echó a llorar. El peso de los sollozos que hicieron temblar su cuerpo y crearon más pliegues en su chaquetón la obligó a inclinar la cabeza hacia adelante y la sillita crujió ruidosamente.

Su larga y sucia cabellera le ocultaba la cara y caía desde su cabeza hasta las enormes solapas de su chaquetón. El llanto la había encorvado hacia adelante de tal forma que sus brazos quedaban casi al nivel del suelo. Deseó tener la energía necesaria para ir hacia ella y consolarla o destrozarle la cabeza…, cualquier cosa que pudiera acabar con todo aquel estrépito innecesario.

–De acuerdo, de acuerdo, no eres bizca… Lo siento.

Se echó hacia atrás con un brazo encima de los ojos albergando la esperanza de que su tono de voz hubiera sonado convincente, pero con la seguridad de que había resultado tan poco sincero como realmente era.

–¡No quiero tu simpatía!

–Lo siento de nuevo. Retiro lo que había retirado antes.

–Bueno… Yo no… No es más que… un pequeño defecto, y no impidió que la junta de reclutamiento me aceptara.

(Recordó que también estaban reclutando niños y jubilados, pero no se lo dijo.) La chica intentó limpiarse la cara con las solapas del chaquetón.

Tragó aire por la nariz haciendo mucho ruido y cuando alzó la cabeza echando el cabello hacia atrás él vio una enorme gota de mocos suspendida en la punta de la nariz de la chica. Se puso en pie sin pensarlo –el cansancio que se había adueñado de su cuerpo lanzó un alarido de muda indignación–, y arrancó un trozo de la cortinilla que colgaba sobre el nicho de la cama mientras iba hacia ella.

La chica le vio venir sosteniendo el trozo de tela entre los dedos de una mano y gritó con toda la fuerza de sus pulmones. El esfuerzo de anunciar al mundo regido por la lluvia que había fuera del edificio que estaba a punto de ser asesinada la dejó sin aire. Sus convulsiones hacían bailar la silla, y el hombre tuvo que saltar hacia adelante y poner un pie sobre una de las varillas que había entre las patas para impedir que cayera al suelo.

Le puso el trozo de tela sobre la cara.

La chica dejó de luchar. Su cuerpo se quedó totalmente fláccido. No intentó oponer resistencia o debatirse, pues sabía que sus esfuerzos serían totalmente inútiles.

–Estupendo –dijo él sintiendo un gran alivio–. Y ahora, sopla por la nariz.

La chica le obedeció.

El hombre apartó el trozo de tela, lo dobló, volvió a colocarlo sobre su cara y le dijo que volviera a soplar por la nariz. La chica lo hizo. El hombre volvió a doblar el trozo de tela y se lo pasó por la nariz frotándosela con bastante fuerza. La chica chilló, y el hombre pensó que debía de tener la piel de esa zona algo irritada. Volvió a suspirar y arrojó el trozo de tela al suelo.

No fue a la cama porque acostarse sólo parecía servir para adormilarle y hacerle pensar, y no quería dormir porque tenía la sensación de que quizá no volviera a despertar y no quería pensar porque eso no le llevaría a ninguna parte.

Giró sobre sí mismo y fue hacia la puerta, que estaba tan cerca de él como cualquier otro punto del edificio y seguía entreabierta. Las gotas de lluvia repiqueteaban en el umbral.

Pensó en los otros comandantes. Maldición… El único en el que confiaba era Rogtam-Bar, y todavía le faltaban unos cuantos años para que pudiera asumir el mando. Odiaba que le colocaran en situaciones de aquel tipo. Aterrizar en una estructura de mando ya establecida –y normalmente corrupta y dominada por el nepotismo–, y verse obligado a asumir tal cantidad de obligaciones y deberes que cualquier ausencia o vacilación, e incluso cualquier descanso, permitían que los imbéciles de los que estaba rodeado tuvieran la ocasión de estropearlo todo siempre, había sido su peor pesadilla. «Pero, naturalmente –se dijo a sí mismo–, ¿acaso ha existido algún general que aceptara con alegría la perspectiva de asumir el mando y se sintiera feliz por poder ejercerlo?»

Bueno, tampoco les había dejado gran cosa, ¿verdad? Unos cuantos planes tan enloquecidos que estaba casi totalmente seguro no podrían salir bien, sus intentos de utilizar armas no demasiado obvias… Una parte demasiado grande de todo lo que había intentado hacer seguía estando dentro de su cabeza. El interior de su cabeza era el único lugar donde podía disfrutar de la soledad, ese pequeño recinto de intimidad en el que ni tan siquiera la Cultura podía penetrar, aunque se daba cuenta de que si no lo hacían era por sus molestos y puntillosos prejuicios, no porque no estuviesen en condiciones de asaltarlo…

Se había olvidado de su prisionera. Era como si dejara de existir en cuanto apartaba los ojos de ella, como si su voz y sus intentos de liberarse fueran los resultados de una absurda manifestación sobrenatural.

Abrió la puerta de par en par. Si observabas la lluvia con la atención suficiente podías acabar viendo cualquier cosa. La lentitud de los ojos hacía que las gotas se transformaran en rayitas que se confundían unas con otras y volvían a emerger convertidas en claves de las formas que llevabas dentro de tu cabeza. Las siluetas entrevistas duraban apenas un latido del corazón y se iban sucediendo en un desfile interminable.

Vio una silla, y un barco que nunca podría navegar; vio a un hombre con dos sombras y vio lo que no podía ser visto; un concepto; el impulso infinitamente adaptable de sobrevivir, de alterar todo lo que estaba a su alcance para facilitar ese objetivo y de eliminar, añadir, destrozar y crear para que un conjunto de células determinado pudiera seguir adelante y tomar decisiones, y seguir moviéndose, y seguir tomando decisiones sabiendo que por lo menos estaba vivo, aunque eso fuera lo único de lo que podía estar mínimamente seguro.

Y tenía dos sombras y era dos cosas al mismo tiempo. Era la necesidad y era el método. La necesidad resultaba obvia. Derrotar todo lo que se oponía a su vida, ésa era la necesidad, y el método…, el método era acumular y alterar los materiales y las personas adaptándolos a ese objetivo guiándose por el credo de que todo podía ser utilizado, de que nada podía ser excluido del combate, de que todo era un arma y no había que olvidar nunca la capacidad de manejar esas armas, de encontrarlas y escoger la más adecuada para apuntar y hacer fuego en un momento concreto; ese talento, esa capacidad, ese uso de las armas…

Una silla, y un barco que nunca podría navegar, un hombre con dos sombras y…

–¿Qué vas a hacer conmigo?

La chica habló en un hilo de voz bastante tembloroso. El hombre se volvió hacia ella y la miró.

–No lo sé. ¿Qué crees que voy a hacer contigo?

La chica le miró. Tenía las pupilas dilatadas por el horror. Parecía estar haciendo acopio de aliento para lanzar otro grito. El hombre no lo entendía. Acababa de hacerle una pregunta de lo más normal y pertinente, y ella actuaba como si hubiera dicho que iba a matarla.

–Por favor, no… Oh, por favor, no, oh, por favor, por favor, no… –volvió a sollozar, ahora casi sin lágrimas.

Se dobló sobre sí misma como si se le hubiera roto la espalda, y su rostro implorante se inclinó casi hasta las rodillas.

–Por favor no… ¿Qué?

Estaba perplejo.

La chica no pareció oírle. Su fláccido cuerpo sacudido por los sollozos siguió en la misma posición.

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